Treinta
años tardó en darles su forma definitiva. Así que no será sino en
1877, casi al final de su vida, cuando publicó Flaubert sus Tres
Cuentos, tres piezas aparentemente muy diferentes, si nos limitamos a
considerar el marco temporal en el que transcurren, pero que en las
que no dejarán de resonar temas muy parecidos, como tendremos
ocasión de ver. Temas que siguen siendo de la mayor importancia. De
eso va este breve artículo.
De entrada, una de
las cosas que más impresionan al leer Un corazón sencillo, y es
algo que pasa también con algunos de sus otros trabajos más
emblemáticos como Mme. Bovary o Bouvard y Pecuchet, es
la estridente desproporción que se da entre la intensidad y sentido
del drama con el que sus personajes centrales viven sus pasiones... y
la mezquindad y poca cosa que resultan ser los objetos a través de
los cuales se materializa dicha pasión.
Que
Felicité, la protagonista del cuento, sea capaz de pasarse una noche
entera llorando sola en el campo1
y que dé un giro radical a su vida abandonando su trabajo y su aldea
da una medida de su capacidad para amar y para emocionarse.
Pero
una vez entendida la medida de esa pasión, y aquí es donde Flaubert
revela su poética más específica, empieza a llamarnos
poderosamente la atención que el objeto de pasión tan tronante haya
podido ser un mozo tan banal y prescindible como el bueno de Teodoro,
un claro trasunto de Charles Bovary, que el narrador, sin esforzarse
por ser cruel, nos ha mostrado en dos pinceladas como una criatura
verbosa, cobarde y tornadiza.
Lo
primero, la capacidad de amar de Felicité, nos la hace cercana, casi
entrañable, nos hace reconocernos en ella. Felicité c'est moi,
como diría una entrada en el diccionario para idiotas del mismo
Flaubert. Ahora bien, la constatación de lo segundo, de la
desproporción del objeto de la pasión con la pasión misma, acaba
por caracterizar a Felicité como un personaje un tanto patético, un
poco como si se tratara de la parodia de un personaje verdaderamente
dramático... y eso sólo puede ir a peor.
E ir a
peor es lo que sucede y no deja de suceder a lo largo del cuento. A
la fallida pasión por Teodoro le sigue un breve e interrumpido
arrobamiento por los hijos de Mme Aubain -hasta que ésta le prohibe
besarlos a cada rato- después por el sobrino marinero y al cabo por
el loro Lulú, primero como criatura viva y finalmente incluso como
objeto de devoción disecado. Lulú en ambas versiones es fundamental
por cuanto, al irnos acercando a las páginas finales del relato, se
muestra muy a las claras justo esa desproporción entre estratos de
la que estamos hablando, asumiendo la posición central del gran
objeto de pasión en su rol de espiritu santo relleno de serrín2.
Este
tema, este gran tema ya no del desacoplamiento -que ese es otro- sino
el de la desproporción es uno de los temas centrales en la
modernidad. Todo es como si en este mundo improvisado y chapucero ya
no hubiera objetos situados a la altura de nuestras pasiones y
nuestras exigencias de trascendencia, las que nos permiten pasar de
un estrato a otro, convertir -como quería Vigotsky- lo interpersonal
en intrapersonal y viceversa. En una sociedad bien tramada podría
pensarse que los hombres y las mujeres tienen el gobierno y la poesía
que se merecen... y saben dar buena cuenta de ella. Ahora bien, en la
modernidad burguesa todo sucede como si hubiera una falla, una enorme
quiebra entre los repertorios de objetos a los que podemos recurrir y
la inteligencia y la sensibilidad con la que podemos hacernos cargo
de ellos. Así las pasiones son tan grandes y arrebatadoras como
siempre pueden haberlo sido, pero la pequeñez y torpeza de los
objetos en los que las apoyamos nos hacen parecer imbéciles o algo
peor.
¿No
es esto, por otro lado, lo que también acontece con Quijote? ¿No
muestra nuestro caballero, entre otras muchas cosas sin duda, la
triste figura de quien se ve obligado a atender lo alto de sus miras
y anhelos mediante las bajezas con las que tropieza a cada paso?
Y está
bien, muy bien, aquí hablar de lo alto y lo bajo, porque de
este modo podremos llevar el análisis de esta desproporción tan
característica al terreno que hemos ido construyendo gracias a la
teoría de estratos y al cuadro de necesidades esbozado por Max-Neef.
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Creación,
Identidad, Libertad
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Entendimiento,
Ocio, Participación
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Subsistencia,
Protección, Afecto
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El
cuento nos muestra así lo que sucede cuando pretendemos atender
lo alto -lo sublime de una pasión en todo su poder- mediante
lo bajo, o mejor dicho: lo cada vez más bajo: así de un novio
tornadizo, cuyo juego aun podría ser una decente pareja de baile de
la pasión de Felicité pasamos a un sobrino con tendencias al
naufragio y finalmente a un loro mal disecado al que se le sale el
relleno... así se completa el descenso de los objetos de la pasión
de Felicité desde el estrato de lo social-objetivado hasta los más
bajos fondos del estrato de lo inorgánico.
Acaso
la evolución de esta correlación podría verse reflejada en el
decurso que va de Fortuna Minor a Amissio llegando finalmente -con el
loro ya disecado- a Carcer
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Esta
disposición de estratos se repite en multitud de relatos, hasta el
punto incluso de ser una constante seguramente en la historia de la
literatura y de los recursos artísticos en general3.
Tanto es así que este atender lo alto mediante lo bajo acaso
esté en el origen mismo de lo paródico.
El
arte de Flaubert, y con esto nos iremos adentrando en los dominios de
lo categorial, se nos muestra justo en esa capacidad para mostrarnos
cómo en sus personajes centrales -de Frederic Moureau o Mme. Bovary
a la misma Felicité- conviven los más elevados designios y
disposiciones junto con un repertorio de objetos y procedimientos que
no pueden sino conducir al personaje a su propia disolución en lo
contingente o lo imposible. Su fracaso no será el fracaso grandioso
de los personajes épicos ni tampoco el enteramente risible de los
personajes cómicos.
Aquí
reirnos duele y no reirnos nos hace sentirnos imbéciles.
Y la
tensión entre esas dos polaridades eso es quizás lo más
característico del modo de relación que Flaubert pone en juego.
…
Y ya
que vamos entrando en lo categorial, aquellas herramientas que nos
permitirán apreciar con una mayor fineza aquello con que nos
encontremos, bien estará que constatemos cómo la especificidad de
lo categorial consiste precisamente en la introducción de diferentes
dinámicas dentro mismo de la concreta configuración de estratos que
se nos da en cada caso.
Así,
igual que hemos visto que al proceso que atiende lo alto mediante
lo bajo le conviene la categoría de la parodia. Podríamos
sostener que al proceso que atiende lo bajo mediante lo alto
le conviene la categoría de lo épico.
Esto
nos acerca, sin duda al juego que planteaba Aristóteles en su
Poética cuando sostenía que la épica era el género que mostraba a
los hombres mejores de lo que en verdad eran y esto es justo lo que
sucede cuando son capaces de llevar a lo más alto la atención
que deben dedicar a lo más bajo... y que la comedia surgía
cuando dábamos en mostrar a los hombres peores de lo que en verdad
eran, es decir cuando se conformaban con atender sus necesidades
más altas en los términos de lo más bajo.
Por
supuesto ahora sabemos que ahí se le colaba a Aristóteles -y casi
se nos cuela a nosotros- un importante matiz al hablar de hombres
mejores y peores o hablar de lo más alto y lo más bajo como si lo
alto fuera bien y lo bajo mal.
Gracias
a lo que hemos avanzado en teoría de estratos sabemos que la
cuestión -como el corazón de Felicité- para nada es tan simple: lo
más bajo lejos de ser -de suyo- deleznable es acaso lo más común,
aquello que nos proporciona una base, una base ampliamente compartida
en la que vivir y desde la que explorar lo más alto, sabiendo que lo
más alto no tiene porque ser intrínsecamente más virtuoso o más
lucido, lo más alto es sólo lo extraordinario, lo que se escapa de
lo previsto y que por ello puede ser tan sublime como errático, tan
genial como precario y frágil.
Por
eso, sin entrar en moralismos de ningún tipo podemos sostener que
cuando se resuelven las pretensiones de lo extraordinario en el campo
de lo ordinario damos pie a la parodia... mientras que cuando somos
capaces de convertir las pulsiones de lo ordinario en combustible
para lo extraordinario nos situamos en los dominios de la épica.
Por
supuesto que categorialmente caben otras dinámicas menos extremas.
Así
tenemos que entender también el lugar categorial del drama y de la
comedia.
El
drama es la categoría pertinente cuando damos en atender lo
extraordinario mediante lo extraordinario.
Mientras
que la comedia es la categoría conveniente a la poética que atiende
lo ordinario mediante lo ordinario...
Algo
relevante que nos aporta aquí la teoría de estratos es la
inteligencia de que el drama, en la medida en que atiende lo alto
mediante lo alto, le acecha el peligro de mostrarse “in-intuible”,
es decir, que al mantener su juego restringido a lo más alto y más
especializado, por así decir, puede bien suceder que no hallemos por
donde coger la obra en cuestión, que no hallemos puerto mediante el
que acoplarnos.
Por su
parte el peligro específico que acecha a la comedia cuando atiende
lo ordinario mediante lo ordinario, no es otro que el de la
trivialidad de lo que no
cuestiona ni conmueve ... o que lo hace desde la más absoluta
inconsecuencialidad.
Por
supuesto que pueden haber -de hecho abundan- dramas triviales y
comedias in-intuibles... si bien eso, sin duda, constituiría una
muestra de una doble torpeza y debería ser objeto de un muy
detallado estudio que nos llevaría de lo malo a lo peor.
En
cualquier caso y para no alejarnos demasiado del cuento de Flaubert
del que hemos partido, habrá que dejar claro que “Un corazón
sencillo” no es ni in-intuible, ni mucho menos trivial, como
tampoco lo son los otros dos cuentos que e acompañan... y no lo
son, entre otras cosas porque los tres, aun estando ambientados en
épocas bien distintas, tratan de uno de esos temas que cruza lo
mejor de nuestra literatura, el tema de la alienación, el tema de
quien no es ni lo que puede ser, ni mucho menos lo que tiene que
ser... Veamoslo con la ayuda de Hegel, nada menos.
….
En su
Fenomenología del Espiritu, el joven Hegel plantea un abordaje al
barco fantasma de la Alienación, y decimos que es un barco fantasma
y espectral donde los haya porque para nada se trata con esto de la
alienación de que uno pueda ser así, de buenas a primeras y
limpiamente, uno mismo o pueda ser otra cosa que no se
corresponde con él. Sencillo sería el corazón de las tinieblas si
ese fuera el caso. Bastaría con ser uno mismo como nos aconsejan los
libros de auto-ayuda y los vendedores de zapatillas deportivas y ya
estaría todo resuelto.
Pero
no, no va a resultar tan simple, porque según Hegel creyendo saber
quien somos nos perdemos y cuando más desorientados y perdidos
estamos... más cerca de conocernos resultamos estar.
Dadas
estas dos situaciones que a menudo se nos vienen encima
simultáneamente, nuestra conciencia -dice Hegel- no
es sino la unidad inmediata de ambas, pero de tal modo que no son
para ella lo mismo, sino que son contrapuestas. Así tenemos que la
una, la conciencia simple e inmutable, es para ella como la esencia,
mientras que la otra, la que cambia de un modo múltiple, es como lo
no esencial.4
Pero
cuidado porque esta esencia y esta no-esencia no se contraponen como
blanco y negro sino que se trata de una
lucha contra un enemigo frente al cual el triunfar es más bien
sucumbir y el alcanzar lo uno es mas bien perderlo en su contrario.
Así
las cosas, no es extraño que Hegel plantee un juego de espejos entre
lo que él llama Esencialidad e Inesencialidad, de modo tal que ambos
términos no pueden sino funcionar en tensión uno con el otro, como
dos muchachos testarudos, uno de
los cuales dice A cuando el otro dice B y B si aquél dice A y que,
contradiciéndose cada uno de ellos consigo mismo, se dan la
satisfacción de permanecer en contradicción el uno con el otro.5
Y el caso es que todos somos, como
poco, ambos muchachos testarudos a la vez y sabemos que si le damos
la razón a uno, no tardará en aparecer el otro mucho más poderoso
de lo que lo creíamos... un poco como sucede con la tensión entre
energía cinética y energía potencial, donde la absoluta
actualización de una de ellas lejos de implicar la aniquilación de
la otra, más bien conlleva su máxima potencialización.
Para
dar cuenta de estos incrementos y decrementos de potencialización y
actualización sostiene Hegel que Esencialidad e
Inesencialidad pueden a su vez ser marcadas como Estables e
Inestables, según tiendan a actualizarse o a potencializarse.
Así
las cosas ¿podría trazarse la historia de Felicité como el juego
entre una Esencialidad Inestable y una serie de Inesencialidades que
se van, poco a poco, estabilizando?
Lo que
está claro es que Felicité se da de bruces con una primera
Esencialidad Inestable que se le presenta de sopetón cuando, con la
fugaz aparición de Teodoro, descubre la protagonista su natural
apasionado. Pero en ella se encuentra y como dice Hegel, se pierde...
A
partir de ahí -y eso es lo que la convierte en un personaje de
Flaubert- se busca a si misma con una entrañable torpeza,
entreviéndose en toda una serie Inesencialidades que tienden a
actualizarsele encima, que tienden a la estabilidad que sólo pueden
proporcionar los afectos vicarios: los hijos de Mme Aubain, el
sobrino naufragable y cómo no, Lulú, el loro.
Todo
es como si el primer desacoplamiento, el que la separa de su aldea y
su entorno, la hubiera colocado en una posición desde la cual nada
pudiera ya, de suyo, decantarse en alguna forma de Esencialidad, sino
que se limitara a ser una sucesión de pasiones sin consecuencias,
una sucesión de Inconsecuencialidades.
Semejante
palabro nos abre a una inteligencia más afinada de los términos que
propone Hegel.
En
términos modales sería más fértil que en vez de Esencialidades e
Inesencialidades hablásemos de Consecuencialidades e
Inconsecuencialidades.
Es
decir, de cómo aquello que hacemos, aquellas composiciones de
relaciones en las que entramos, confirman una Consecuencialidad
siendo susceptibles de integrarse como un eslabón más en una cadena
de sentido, que vamos definiendo y construyendo a cada paso... o
cómo, por el contrario producen Inconsecuencialidad, no
contribuyendo a reforzar conjunto de sentido alguno, sino
proyectándose como variaciones, juegos no centrados ni planificados
mediante estrategia alguna.
Se
trataría aquí, claro está de una Consecuencialidad y una
Inconsecuencialidad Inestables, enzarzadas de lleno en un
movimiento contradictorio en
el que el contrario no llega a la quietud en su contrario, sino que
simplemente se engendra de nuevo en él como contrario6.
La alienación, la miseria no estaría por tanto en la
Consecuencialidad Inestable, ni mucho menos en la Inconsecuencialidad
Inestable... sino que nos acecharía doblemente en la estabilización
de cada una de ellas. Eso nos abocaría a entender dos modulaciones
de la alienación: una forma específica de alienación en la
Consecuencialidad que se estabiliza y que es del todo incapaz de
darle juego a nada que no se integre en el conjunto de sentido ya
asentado. Y otro orden de alienación en la Inconsecuencialidad que
se encierra en su juego de variaciones incapaces de forma alguna de
decantación.
Habría una alienación por falta de juego -en la Consecuencialidad
Estable- y otra por falta de sentido -en la Inconsecuencialidad
Estable-.
Podriamos pensar que Felicité empieza perdiendo pie en la
Consecuencialidad y que se va perfilando al ir derivando por diversas
formas de Inconsecuencialidad que alcanzan su mayor estabilidad en el
momento en que llega el loro ya disecado y picoteando una nuez dorada
-por un prurito de grandiosidad- .
Pero no se trata, en absoluto, de fijar a cuales de estas polaridades
se acerca y se aleja Felicité, sino de dejar que sean las lecturas
que hagamos cada cual a cada momento las que nos la muestren a una u
otra luz. Nuestro trabajo consiste en afinar cada uno de los focos,
en preparar una escenografía conceptual en la que puedan darse todo
tipo de dramas y de comedias, de historias épicas y de chanzas
paródicas...
Esa es la vida y el juego que encontramos en cada obra de arte
verdaderamente grande.
Y es que modalmente ninguna obra se nos muestra jamás como una foto
fija, como el resultado cerrado de un experimento formal o una
poética consolidada: es siempre el paisaje tornasolado que como esas
laminas de gatitos y cascadas que se venden en los bazares nos
muestran diferentes composiciones según nos vamos moviendo.
Seguro que a Felicité esas láminas le habrían encantado.
1Fue
un dolor desmesurado. Se tiró al suelo, rompió a gritar, invocó a
Dios y estuvo gimiendo completamente sola en medio del campo hasta
el amanecer. Después volvió a la alquería, dijo que pensaba
marcharse, y, pasado un mes, le dieron la cuenta, envolvió todo su
equipaje en un pañuelo y se fue a Pont-l’Évêque.
2
El Padre, para expresarse, no había podido elegir una paloma,
porque estos animales no tienen voz, sino más bien un antepasado de
Lulú.
3
Y nada de esto, sin duda, sucede por entero al margen del contexto
social y político que habita Flaubert. Frederic Moureau es mucho
más comprensible cuando lo vemos sobre el trasfondo de la sociedad
del Segundo Imperio, una sociedad de oportunistas sin
oportunidades, cuyo personaje ya no es el Rastignac de Balzac
sino precisamente Moureau, una especie de Felicité con infulas
literarias
4GWF
Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 80
5GWF
Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 79
6Ibidem,
pág. 80
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