martes, 21 de diciembre de 2010

Hamlet (y II)

Hamlet podría ahora ser una máquina.

Lo decía Marx, las máquinas –como los repertorios de modos de relación- son órganos del cerebro humano creados por la mano del hombre, potencia objetivada, formalizada del saber. Pero como muestra Marx en “El Capital” y Chaplin en “Tiempos Modernos” las máquinas de dar sopa y los modos de relación pueden eventualmente proclamar su independencia de fragmento, la soberanía del pedacito de lógica que encierran y replican, para imponérnosla sin consideración alguna a nuestras preferencias o nuestras tragaderas. Lo característicamente eficiente, triste y relativamente desquiciado de las máquinas marxiano-chaplinianas es precisamente esa resolución unidimensional y desacoplada de su funcionamiento.
Por eso nos sigue cayendo bien Hamlet mientras se ahoga en su mar de dudas, porque pese a la tabarra que le da el espectro se resiste a convertirse en una máquina del todo desacoplada. Es sólo cuando la torpe conspiración de Claudio le pone contra las cuerdas, que se dice “Todos mis pensamientos serán sanguinarios o no valdrán nada”. Ese es el momento en que Hamlet declina ser un hombre entero, puesto que –recordémoslo- es de la articulación de la sangre con el buen juicio de lo que dependía, según el mismo Hamlet ser un hombre bueno. Al hacer que todos sus pensamientos sean sanguinarios, o repertoriales para el cao, sin mediación alguna del buen juicio y las demás disposiciones capaces de modular el conatus, Hamlet mismo se aboca a la monocontexturalidad más cerril, más suicida en extremo.






Es emocionante ver cómo dos ingenios chocan de frente.

Una de las cosas que más me ha interesado en Hamlet y que ahora puedo formular en términos teóricos es la medida en que plantea un paisaje basado en el desdoblamiento y la contraposición, un paisaje en el que dos modos de relación se van tanteando lentamente y con vacilaciones, sondeando las posibilidades de acoplamiento o de convivencia en el desacoplamiento... para acabar concluyendo la necesidad de su mutua destrucción.
Por su parte, Claudio ha ido achantando con los desplantes e insolencias de Hamlet, con su inoportunamente largo duelo, mientras intenta averiguar en el mayor de los secretos si éste sabe o sospecha siquiera parte de su crimen secreto. Tras caer en la trampa conceptual que Hamlet le tiende en la obra de teatro, ya no puede seguir debatiéndose entre dudas y mortificaciones, de modo que organiza la expedición a Inglaterra que implica la necesaria muerte de Hamlet: "pues él es como una enfermedad mortal en mi sangre... hasta que (su muerte) no se haya consumado, nada podrá alimentar mi dicha, sea lo que sea”.

Por el otro lado, Hamlet ha chapoteado persistentemente en su propio mar de dudas: si es mejor para el alma sufrir los dardos y golpes de la insolente fortuna, etc etc… Pero con las conclusiones que obtiene de contemplar la trampa que él mismo ha tramado en el teatro y de ver la que Fortimbras está organizando en el campo de batalla, despeja por completo sus propias vacilaciones llegando por su parte a la misma conclusión y exigiendo la muerte de su enemigo modal.
Eso sí, mientras que Claudio se mantiene en el consabido plano táctico de los afectos –de sus propios afectos- a la hora de justificar la muerte de Hamlet, el príncipe le da una fundamentación operacional que anticipa –de hecho- la legitimación del magnicidio que –apenas cincuenta años después- planteará Hume en su Ensayo sobre el gobierno civil: si el Rey atenta contra nuestros derechos naturales, entonces será de todo punto legítimo, perfect conscience le llama Hamlet –y hasta obligatorio- acabar con su vida. En ese caso, lo condenable, lo pecaminoso sería permitir que siguiera haciendo daño un rey que no es sino “un cancer en nuestra naturaleza”.


Que semejante conflagración arrastre tras de sí también a otros agentes modales no es en absoluto extraño, puesto que como premonitoriamente dice Rosenkrantz: cuando la majestad muere no muere sola: como un abismo arrastra tras de sí lo que está cerca de ella…es como una enorme rueda fijada en la cima del monte más alto a cuyo radio se han pegado multitud de cosas menores...
Algo de eso hay en nuestra lectura que se propone como una indagación sobre el alcance ontológico de lo modal: cuando un modo de relación gime no lo hace solo, con él gime la parte del universo que se ha construido y definido bajo sus parámetros.
Por eso, la diferencia entre Hamlet y Claudio no es una mera disputa de poder, mientras la hierba crece... sino de toda una disputa modal, del choque y conflicto de dos modos de organizar la sensibilidad y la acción, de dos proyectos antropológicos irreconciliables.
La contraposición modal en cuestión no es simétrica en absoluto, puesto que uno de los referentes tiene una corte y un estado detrás mientras que el otro está fundamentalmente solo con sus fantasmas y su borrosa legitimidad.
En su caso, sin embargo, la revuelta modal está estrechamente vinculada con el carácter forzosamente insurgente, antihegemónico que conlleva oponerse al rey y a todos los muñequillos que habitan la Corte.
La guerra modal de Hamlet acarrea pues la vindicación de una dignidad de carácter antropológico vinculada con la capacidad instituyente que caracteriza al hombre. Justo antes de conjurarse a fondo en su propia destrucción y la de Claudio, Hamlet se pregunta… ¿qué es un hombre? Resolviendo que se trata de una bestia nada más: si lo único que hace en su vida es dormir y comer, es decir cumplir con el modo de relación hegemónico sin estridencias ni rupturas. Para Hamlet sólo se puede ser hombre enteramente usando de sus facultades, de su raciocinio, de esta divina facultad que ve el antes y el después… y eso implica romper en mil pedazos el tiesto modal llamado Elsinor. Aunque eso suponga la muerte del insurgente.

….

Podríamos decir entonces que otra de las cosas que diferencia a Hamlet es que a partir de su desacoplamiento se genera una toma de partido que es al principio de carácter ético y que se transforma enseguida en una posición con implicaciones políticas, puesto que conlleva cometer un magnicidio. Al contrario que Laertes que sí que es capaz de tramar y organizar una rebelión popular para vengar la muerte de su padre, Hamlet no acaba de asumir una posición articulada plenamente en términos políticos




Flirtear con la muerte y la consumación
Hamlet arrasado en su primera melancolía de desacoplado duda –un tanto retóricamente, todo hay que decirlo- sobre si es mejor ser y por las mismas sufrir los dardos y golpes de la ultrajante fortuna, arriesgando el conatus en la humillación de quien se ve forzado a vivir las mil miserias y mezquindades que constituyen la vida de cualquier hombre entero… o no ser poniendo fin de un solo golpe a todos los males que son herencia de la misma carne… morir, dormir nada más.
Pero pese a la fama del monólogo no se revela aquí una tensión especialmente relevante puesto que desde el momento mismo en que se le aparece el espectro de su padre, como hemos dicho, Hamlet deja de ser un mero desacoplado para convertirse en un albacea, un ejecutor modal progresivamente monocontextural que no puede sino consagrarse a ajustarle las cuentas a Claudio. Por eso la duda sobre el suicidio suena en él algo literaria y retórica. Si Hamlet intentara envenenarse o lanzarse al vacío desde la torre más alta de Elsinor, allí estaría el espectro de su padre para darle la brasa y chafarle el plan.
Por el contrario, lo que sí que constituye dilema es si entregarse de lleno a la monocromática misión que le ha encomendado el espectro o bien ser capaz de compatibilizarla con sus dudas y su vida, manteniendo algún tipo de amarre con el mundo de los vivos, como su relación con Horacio, Ofelia o su madre… al fin y al cabo eso de reorganizarse uno la vida entera porque se le haya aparecido un espectro no deja de ser un poco rarito. Lo que ya no es retórica barroca sobre la muerte, el sueño y todo lo demás es el momento en que Hamlet entiende que sólo mediante su entero compromiso modal con el espectro podrá propiamente ser, mientras que cualquier otra componenda, así lo entiende él, le conducirá inevitablemente a la más completa inanidad, a ser una bestia nada más, o a no ser ya que nos ponemos groseros.
Habrá quien quiera ver en esto algo de la vieja cuestión de la existencia auténtica que planteara Heidegger. Hay que descartar de plano cualquier relación en la medida en que la cuestión no es si aquello a lo que se consagra Hamlet es más o menos auténtico y expresa por ello sabe dios qué angelical esencia –sin contar con que nada hay de especialmente más auténtico en consagrarse al espíritu de su padre que a la concupiscencia de Ofelia, sin ir más lejos-. El drama, por tanto, no es el derivado de contraponer lo auténtico y lo inauténtico o espurio, sino el que surge de tener que comprometerse con una única dimensión del ser, con un único juego de lenguaje enajenándose de la policontexturalidad que nos hace tratables e inteligentes, puesto que la inteligencia y la civilización misma, ya que nos ponemos, tiene mucho que ver con la transcomputabilidad, con la capacidad de traducir de un modo a otro, de ponerse en la piel de otro, pugnando por poner entre paréntesis la centralidad y el monopolio del juego de lenguaje que eventualmente se nos haya hecho hegemónico.





Otra lectura de la apasionante monocontexturalidad de Hamlet sería la propuesta de carácter ético que hiciera el joven Luckacs en 1910, en cuyos Diarios se puede leer que “sería un imperativo de la ética que viviéramos sólo en el nivel del estado de animo de más alto rango que hayamos experimentado jamás (aunque fuese siquiera como una posibilidad), mejor dicho, en una prolongación hasta el infinito de ese nivel… aquella situación constituye el verdadero contenido de la vida (el yo para sí) y lo restante el mero fenómeno” , el resto es silencio, o dispersión o la vida de hombre entero
Este imperativo de la ética tiene todo el aspecto de un imperativo ontológico, que transforme lo posible en necesario, decantando las posibilidades, las situaciones o los estados de animo, en modos de relación articulados operacionalmente.
Eso sí, para todos nosotros a los que no se nos ha aparecido ningún espectro, carece de sentido plantearnos que nos corresponda una sola de esas posibilidades o modos de relación. La crisis de la modernidad ha sido también la crisis de los sujetos hechos de un solo bloque, parece que todos podamos aspirar, en parte como corolarios que somos del capitalismo de diseño y consumo especializado, a unas subjetividades complejas en las que se traman varias posibilidades modales. Lo extremadamente vigente de las posiciones de Lukács es precisamente el imperativo de vivir según esas posibilidades y para ellas. “Aquel instante en que fui yo constituye efectivamente la vida, la vida auténtica, la vida plena” aunque en realidad no podamos dejar de recalificar esa atribución del instante, como “el instante en que fui yo” en términos modales como “el instante en que viví a la altura de determinados óptimos modales con los cuales me es extremadamente fértil acoplarme” . Claro que ahí se esconde otro de los grandes desfases que sentimos respecto al jovencísimo y algo heideggeriano Lukács: para nosotros no cabe pensar en un Yo para sí, sino que parecería que son los modos de relación mismos, los haces de posibilidades en los que vivimos los que cuentan con una verdadera autonomía. El mismo Lukács, sólo un par de páginas más adelante en su Diario:”No hay en mi una verdadera grandeza que descanse en sí misma, que proceda de sí misma, requiere continua confirmación” .
Diríase que Lukács está aquí reconociendo, aun como fallo, la dimensión irrenunciablemente social de la antropomorfización …

jueves, 16 de diciembre de 2010

Hamlet o el lugar de la ética en el sistema de las actividades humanas.

Todo lo que hay lo encontramos formando relaciones que comparecen distribuidas según un modo u otro. A los inevitables lenguajes de patrones desde los que se organizan las relaciones que conforman lo existente y lo porvenir les llamamos modos de relación. Algunos modos de relación se toleran y comparten el paisaje. Otros hacen como que se ignoran. Otros, finalmente, son del todo incompatibles y se dedican a hacerse la vida imposible con más o menos persistencia.
Todo agente es tanto un conjunto de relaciones como una serie de modos específicos de organizar y producir esas relaciones en un determinado paisaje. Una de las diferencias cruciales entre Hamlet y Claudio –su tío el usurpador- es que el trabajo modal de éste comparece superlativamente tramado y articulado con otras producciones modales que junto con la suya forman una hegemonía llamada Elsinor. Una buena forma de referirnos a la hegemonía es mediante la figura del hiperacoplamiento. Claudio o Polonio, como James Bond en otro orden de cosas son hiperacoplados: 007 tiene todos los medios, todos los contactos, todos los gadgets. Es el hombre de las redes que siempre sabe qué atuendo elegir y qué desayuno pedir –yogur, café negro e higos secos en Estambul- .
Por el contrario, Hamlet es un agente cuya producción modal ha quedado relativamente copada de sus análogas, con los suministros cortados y sin posibilidad de establecer comunicaciones con sus acaso ya inexistentes iguales, con sus anhelados cuarteles de invierno, sus retaguardias. Esto puede suceder al hilo de un proceso de acumulación originaria, una de esas clásicas maniobras envolventes mediante las que la historia separa a un productor de sus medios de producción, a un conjunto disposicional de la repertorialidad con la que hallaba acoplamientos fértiles.
Cuando eso sucede tenemos un desacoplado.

Desacoplamiento
Hamlet es una de las figuras claves de mi galería de desacoplados, porque para él, al contrario de lo que le sucede a Macbeth, sólo existe aquello que ya no existe, el conjunto de relaciones generativas que –para entendernos- asumimos como propias del reinado de Hamlet padre. Ahora, muerto el rey, su padre, y habiendo heredado el reino su tío Claudio, diríase que se ha impuesto otra contextura, otro modo de relación.
Los dos reyes son sólo dos modos de relación, dios nos libre de meternos a destripar estructuras de parentesco e incestos traumáticos. Para nuestro análisis Hamlet padre y Claudio no son sino dos modos operacionalmente articulados de distribución y organización de la experiencia.
Es obvio que Hamlet – ya en su duelo inoportunamente largo- ha quedado desacoplado y prácticamente solo en su defensa del antiguo modo y que la corte toda, como era de esperar, se ha pasado en masa a la nueva hegemonía: y aquellos que ayer se burlaban de Claudio pagan hoy 20, 50 y hasta 100 ducados por su retrato en miniatura…
Ese primer desacoplamiento marca su aparición en el drama: cuando la reina le pregunta porqué le parece tan extraño que su padre haya muerto –siendo eso lo natural- la respuesta de Hamlet se agarra al verbo y dice: ¿parecer?, yo no entiendo de apariencias, es decir yo no entiendo del repertorio ahora establecido según el cual mi dolor es de mal tono, yo no entiendo del modo de relación ahora hegemónico bajo el cual no hallo acoplamiento, bajo el cual, es forzoso percibir como estériles, rancias, vacías y sin provecho las costumbres de este mundo, un mundo que a ojos de Hamlet no puede sino parecer un jardín descuidado que engendra semillas podridas… asqueroso y fétido es cuanto habita en él.


Conversión
Pero si Hamlet sólo fuera un desacoplado, Shakespeare hubiera escrito un western ambientado en Dinamarca y ese no es el caso. Esta desolación no es sino el primer paso del desacoplamiento de Hamlet. Aquello a lo que asistimos es al paso de ese primer momento de desamparo modal a algo cualitativamente diferente que es lo individualiza y lo que mata a Hamlet: su cada vez más completo y abnegado compromiso con el antiguo modo de relación, con el que se va encerrando a partir de la aparición del espectro.
Hay una especie de proceso de conversión, similar al de los santos o al de los superhéroes –de San Pablo a Spiderman- una progresiva pero tendencialmente completa quiebra de las antiguas cohesiones, las obligaciones ajenas al modo de relación con el que se compromete el convertido. Hamlet de hecho jura recordar al espectro de modo exclusivo, borrando de su pobre memoria cualquier recuerdo ahora inútil o frívolo, todos los consejos, lo leído y las formas, impresiones del pasado que desde mi juventud copié allí hasta hoy, para conservar sólo y con gran celo aquello que el espectro le ha encargado: el ajuste de cuentas modal. Evitando que se mezcle con materia más grosera.



Primera muerte
Tras su desdoblamiento y su principio de abandono de la policontexturalidad, tras su conversión, Hamlet se apresura a morir más o menos discretamente. Aunque sólo tenemos el relato de Ofelia, sabemos que aparece ante ella como si quisiera despedirse: con el jubón desabrochado, las medias como grilletes, exhalando un suspiro como si en ese momento se le escapara el alma… Hamlet en efecto se despide como persona, como individuo particular. Con esa primera muerte Hamlet deja de ser un hombre entero –como llamaba Lukács a cualquiera dotado de una vida amplia e implicada de diferentes contexturas y dimensiones: una vida cívica, política, erótica, intelectual- y se convierte en otra cosa: un hombre enteramente, enteramente volcado al modo de relación que su juramento con el espectro le ha impuesto. Pero todo hombre enteramente corre peligro de devenir una especie de fanático, de solipsista modal incapaz de ver más allá de las narices de su particular modo de relación. Este puede sucederle especialmente cuando pierde las pistas de la dialéctica que le podría devolver a su vida policontextural de hombre entero, ahora crecido y renovado -si se quiere- por su haber sido hombre enteramente. Lo peculiar de la dialéctica hombre entero-hombre enteramente consiste entonces en que cuando alguien da en habitar esta segunda fase, la del hombre enteramente, se convierte en algo más que humano y también en algo menos que humano. Más que humano, porque en la concreta tajada de humanidad en que escoge desempeñarse alcanza cotas que le constituyen en hito. Menos que humano porque a aquel que habita la nuda monocontexturalidad no se le puede considerar como perteneciente al mundo de los vivos. Por eso los pueblos que apedrean a los santos y a los profetas siempre han hecho bien. No está de más recordarles esa dialéctica que les lleva de su solitaria exploración y avance en la monocontexturalidad a su regreso y relativa despeanalización mediante el reconocimiento de su habitar múltiples dimensiones… en algunas de las cuales puede ser muy diestro, mientras que en otras puede revelarse como un pequeño torpe, necesitado por tanto de ayuda y apoyo mutuo…
Hamlet no escoge –no puede escoger- esta vía. Con la única excepción de su amigo Horacio, y la ambigua conversación con su madre, no tiene más remedio que impostar una locura que le permita dedicarse en exclusiva a perseguir su definición modal. A partir de aquí ya no será sino un agente encargado de liquidar las cuentas pendientes del modo de relación fantasmal con el que se juramentado.


Intolerancia
Una vez que Hamlet ha dejado de ser persona, es decir mascara común de un conjunto de modos de relación, sólo puede ser intolerante como intolerante es cualquier santo que se precie.
Las personas habitan y van pastando -como dóciles ovejillas o rampantes cabras- a lo largo y lo ancho de una multiplicidad de modos de relación que nos hace impuros pero que a la vez nos permite modular nuestras comparecencias, ser flexibles y seguir vivos, aunque sea a riesgo de vivir como un batiburrilo modal de relativa estabilidad y esterilidad.
Hamlet en cambio ha renunciado a esa multiplicidad, y al devenir santo se ha hecho -también él- perfectamente intolerante, por eso cuando ve de nuevo a Ofelia explota de cólera ante el juego de apariencias, de composiciones –paintings le llama Hamlet- que ésta se ve forzada a desplegar: Ya he oído hablar demasiado de tus componendas. Lo que San Hamlet condena es la innegable capacidad disposicional de Ofelia que le permite modular su repertorialidad y eventualmente desplazarla o renovarla: dios te ha dado un rostro y tú te has hecho otro mintiendo, contoneándote mientras hablas y poniéndole nombres a las criaturas.
Cuando un modo de relación no sólo queda del todo desacoplado sino que además compromete en sus agentes en una dinámica de santidad se clausuran las posibilidades operacionales de sus disposiciones. Es como si el modo de relación en cuestión se blindara por completo, negándose a cualquier modulación que introduzca la mínima promiscuidad o generatividad.
Si las apariencias son una especie de ensayo, una tierra de nadie en términos modales, el santo no sólo se revelará por completo incapaz de dar cuenta de ellas, sino que tenderá a percibir como un perverso que quiere aparentar ignorancia a cualquiera que plantee el mínimo juego disposicional. Eso es lo que me ha vuelto loco, le dice Hamlet a Ofelia…
Pero es una afirmación inexacta: lo que le ha vuelto loco, lo que le define como loco de hecho, es su propia clausura modal, su negativa a articular generativamente sus disposiciones y su repertorialidad. Lo que hace loco a Hamlet , como a cualquier hijo de vecino, no es que esté con su tema, sino que no sea capaz de salir de él.



Segunda agencialidad.
Uno de los más grandes estudiosos de Shakespeare, Frank Kermode, dedica todo su ensayo sobre Hamlet a la importancia que los desdoblamientos lingüísticos y las hendíadis tienen en el ritmo y el planteamiento de la obra. La endíadis o hendíadis (del latín hendiadys, y éste de la expresión griega ἓν διὰ δυοῖν, 'uno mediante dos') es una figura retórica que consiste en la expresión de un único concepto mediante dos términos coordinados. La hendíadis es una forma –dice Kermode- de convertir en extraña una idea sencilla, invocando asociaciones inesperadas, eventualmente incluso siniestras.
Resulta francamente sorprendente e inquietante como toda la obra se halla poblada y tensada por el reiterado apareamiento de conceptos y calificativos que -como sucede en esta frase- no sólo dan a toda la pieza un ritmo muy particular, sino que introducen esta especie de tensión dualizante: Are you honest? Are you fair? como parte de la atmósfera misma que respiran personajes y espectadores en la obra.
Por nuestra parte, estaríamos dispuestos a sostener que este desdoblamiento léxico al que Kermode da con razón tanta importancia corre en paralelo a un desdoblamiento dramático que empareja y contrapone sucesivamente a Hamlet padre con Fortimbras padre, a los hijos de ambos, a Laertes y a Hamlet y a cada uno de ellos en su mismo interior, cuando al final de la obra, justo antes del duelo se produce por un lado un desdoblamiento entre Hamlet y su locura, que es enemiga de Hamlet, mientras que por otro lado se muestra la doblez entre la naturaleza de Laertes –que acepta las disculpas de Hamlet- y su honor –que no lo hace- Pero veremos esto luego con más detalle puesto que lo merece.
Uno de estos desdoblamientos es justo lo que acaece cuando tras la primera muerte de Hamlet, como le pasaría a cualquiera, éste ya no es el que era. Por eso, en razón de esa primera muerte, Hamlet no miente demasiado cuando al querer Ofelia devolverle regalos y cartas, él le contesta yo nunca te he dado nada. Ese “yo” que ahora habla irritado a Ofelia ya no tiene nada que ver con el antiguo Hamlet, porque todo “yo” se identifica por la capacidad de obrar y comprender que es susceptible de desplegar y las capacidades en ese sentido de los sucesivos Hamlets no se parecen en maldita la cosa. En verdad que ese Hamlet, el que ha quedado tras la muerte de su condición de hombre entero, de su policontexturalidad, ni le ha dado nada a Ofelia ni nada espera recibir de ella. De hecho lo único que puede aconsejarle es que se vaya a un convento. El Hamlet espectral, el santo, parece estar obsesionado con que no haya más matrimonios, es decir, que no haya generatividad: los que estén casados –todos menos uno- vivirán, los demás –dice atronador- que se queden como están. O ¿es que quieres engendrar pecadores? es decir, sucesivos híbridos modales ignorantes de la perfecta continencia que implica la santidad modal del que conoce su distinción.



Elegía por la policontexturalidad perdida

Visto lo visto, ahora sí que Ofelia entona la elegía y da por perdido a su Hamlet, aquel que en tanto particularidad ejercía como referente modal de múltiples contexturas; Que noble inteligencia destruida para siempre, del cortesano, el soldado y el estudiante, su ojo, lengua y espada, la flor y la esperanza de nuestro reino, espejo de elegancia y modelo de conducta, observado por los observadores, y ahora, ahora destrozado...
La miseria de Ofelia es la miseria de todo aquel que constata cómo se ha desertificado un paisaje que antes era fértil y variado y que ahora se ha convertido en una estepa uniforme donde todas las sombras son iguales. Como sabía Gracian: La uniformidad limita, la variedad dilata; y tanto es más sublime cuanto más nobles perfecciones multiplica.
Por eso ahora Ofelia es ahora la mas miserable y desgraciada de las mujeres… no sólo por constatar esta desertificación de la complejidad modal antes llamada Hamlet sino por cuanto, en su entrevista vigilada, ni siquiera tiene la oportunidad de ver nada parecido a un principio, aunque sólo fuera uno, de organización. Por eso deplora contemplar la razón antes soberana ahora desafinada y rota como una campana agrietada… Pobre de mi haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo. Otra cosa es que Hamlet esté siempre tan ido como cuando encuentra a Ofelia o sea capaz a ratos de establecer un verdadero arte operacional que aún en su restringido campo de movimiento, limitado a sus conversaciones con Horacio, le permita un alto grado de lucidez.
Lo que empieza a aparecer es una especie de ley de la ecología de los ingenios, una ley según la cual -siguiendo de nuevo el decir de Baltasar Gracián- naturaleza hurta al juicio todo lo que aventaja al ingenio. Volvemos a incidir sobre la quiebra de la dialéctica hombre entero- hombre enteramente para ver que a la preponderancia inmoderada de alguno de los ingenios en particular, que como el del espectro de Hamlet se impone y expulsa a todos los demás –ahora inútiles o frívolos- corresponde una creciente incapacidad de articulación operacional. En esta falta de ponderada distribución de los ingenios se fundaría aquella paradoja que enunciara Séneca: que todo ingenio grande –y desacoplado- tiene un grado de demencia.
En esta ley se halla la grandeza y la miseria de Hamlet, así como su relativa incapacidad para pasar del momento ético que lo define a un momento, un impulso, de carácter ya netamente político.




Jerarquía de certezas

Con todo Hamlet no se limita e embestir por la línea que le marca su conatus, duda y al dudar advierte que el espectro de su padre, es decir la imagen a cuyo servicio ha desdoblado su su quehacer podría ser un engaño, un deus deceptor o un diablo burlón que, como todos sabemos, es capaz de asumir formas agradables y aprovecharse de la debilidad y la melancolía de cualquier desacoplado. Hamlet necesitará pruebas más fuertes y para ello utilizará la misma escalera que un siglo más tarde usará Descartes para ir de certeza en certeza. Su escalón más alto sin embargo no será el del Cogito abstracto, universal y desnatado del francés, sino la conjura de su sangre y su razón, que en su juego conforman el específico modo de relación en que vive y en que se va desviviendo, falto de policontexturalidad, el bueno de Hamlet.
En esta confluencia de niveles se revela, por cierto y esto es de la mayor relevancia, la diferencia entre la antropología característica del Renacimiento y la de la modernidad a la francesa. Es esta segunda una modernidad que ya ha perdido de vista lo somático –Descartes describiéndose a sí mismo como un Cogito puro, mientras su criada a la que acaba de dejar embarazada le sirve el chocolate caliente- los amarres con lo corporal, lo fisiológico entendido como irrenunciable y cultivable base, tan determinada como determinante.
Cuando Hamlet quiere escoger alguien en quien confiar mira a su alrededor buscando a aquel cuya sangre y buen juicio –ambas cosas- van tan de la mano que le impiden ser marionetas de la propia Fortuna. Se trata en suma y también al modo de Spinoza de todo un arte de los encuentros, de los acoplamientos… pero en este caso se trata de los encuentros consigo mismo, de las disposiciones que uno mismo –su sangre o sus demás humores- es capaz de suscitar y poner en juego y la vidilla que le podamos dar mediante los repertorios de formas de los que nuestro buen juicio tenga a bien dotarnos, ya sea cosechándolas de las tradiciones estéticas operativas –que para eso están- ya sea trapicheando con los materiales de nuestra percepción y nuestro entorno –que también, ahora que lo pienso- están para eso.
De este modo en lo más alto de la escala de certezas de Hamlet no se sitúa una especie de mojama metafísica, un tentetieso conceptual y pensante al estilo de Descartes sino la certeza fisiológica e intelectual de quien se sabe templado como un acero, de quien se sabe fértil en sus acoplamientos, pese a que su obstinación modal pueda acabar acarreando su caída en desgracia en Elsinor, en el Elsinor que a cada cual le haya caído en suerte, e incluso perdiendo la vida, que a estas alturas, obviamente, debería cada uno tener en su justo aprecio.




El teatro, la guerra, el concepto.
(A divinity that shapes our ends)

Dado un determinado principio de organización modal, un conatus o modo de relación, es preciso ser capaz de organizar su despliegue en términos operacionales, es decir, es preciso dar cuenta de las necesidades tácticas de ese despliegue sin perder de vista la escala de las intervenciones, la complejidad y la diferencia de los recursos empleados para ello y su final adecuación a las determinaciones estratégicas pertinentes.
A la hora de organizar ese saber operacional, de prever el despliegue del conatus, administrando los afectos y limitando el número y alcance de las pasiones, se hace preciso contar con los crafts e ingenios correctos y ser capaz de mezclarlos en su justa medida. Para orientarse operacionalmente, puesto que de esto se trata, los modelos a los que recurre Hamlet son el teatro y la guerra. Nada menos.
Es al ver el ejercito de Fortimbras avanzando mudo e imponente, como un bosque en movimiento, cuando se siente exhortado también él a seguir su conatus. Del mismo modo es al admirarse cómo el actor que explica la muerte de Príamo, consigue forzar su alma por una mera ficción, por una pasión soñada, adaptando su naturaleza al total servicio de un concepto, cuando gesta el plan para desenmascarar a Claudio.
Hamlet ha oído que culpables que habían asistido al teatro, por la misma fuerza de la escena se sintieron tan impresionados que confesaron públicamente todos sus delitos. Su ingenio le sugiere entonces una maniobra de flanqueo clásica: hará asistir a Claudio al teatro, le inmovilizará sobre el campo de batalla de modo que puedan observarle tanto él como Horacio y representará ante él algo parecido a la muerte de su padre: observaré todos sus gestos, hurgaré en su herida, con que vea que se estremece, sabré qué hacer.
El drama será entonces la trampa en que atrapar la conciencia del Rey. El drama no implicará la muerte física del Rey, este es un cuerpo: una cosa que no es cosa. Se trata de un choque de ideas, de conceptos. Por eso cuando se represente la obra ante el Rey, éste se levantará –dice Hamlet- como herido por bala de fogueo.
Al pensar su plan, reflexionando sobre la actuación del actor que tanto le ha impresionado, y las modulaciones a que somete su cuerpo y si alma toda, Hamlet usa –dos veces- la noción de “conceit” (force his soul so to his own conceit, his whole function suiting with forms to his conceit). Es a este conceit a cuyo total servicio se pone el alma del actor. Conceit parece derivar de la raíz latina y el barroco conceto, que funciona aquí a modo de imagen, de unidad tonal emocional. Es preciso entonces que pensemos este conceto como el equivalente en el plano estético de los ingenios, siendo tanto el ingenio como el conceto mediaciones entre conatus y afectos, entre estética y obras... El gran esquema barroco y moderno en definitiva, de la operacionalidad queda entonces así:

Conatus vs Afectos mediado por Crafts-Ingenios
Estética vs Obras mediado por Conceits-Poéticas
Estrategia vs Táctica mediada por Operacionalidad

Claro que Claudio, aún siendo mucho más fino que otros personajes, tampoco es que sea una lumbrera incuestionable. De hecho le vemos funcionar con cierta conspicuidad –como si se tratara de un Rommel danés- exclusivamente en un plano táctico, intentando averiguar hacia dónde van los afectos de Hamlet, pero siendo incapaz de figurarse la forma o el dispositivo más bien mediante el que dichos afectos se organizan. Por eso, no dudará en llamar a Rosenkrantz y Guildenstern para que le sonsaquen, en hacer que Polonio y Ofelia le espíen y en observarle él mismo… sin ser capaz de llegar a nada concluyente. Cuando Polonio sugiere que su locura es resultado del amor despechado de Ofelia el Rey duda: ¿Amor? Sus afectos no siguen ese camino… (His affections do not that way tend).
Por el contrario Hamlet no se demora demasiado en ese plano táctico de los afectos: la precipitada boda de Claudio y su madre le ha dado suficientes pistas. Habita el plano de lo estratégico y no desconoce del todo el operacional, lo cual demuestra –como quería Sun Zi- siendo capaz de comparecer sin que nadie pueda adivinar cual es su “forma”, mientras induce a otros a adoptar una formación que no puede sino ponerles en evidencia, como les sucede a Rosekrantz y Guildestern o al mismo Polonio. Su recurso a una especie de locura discrecional –sólo estoy loco al nor-noroeste, cuando sopla viento del sur distingo un halcón de una garza- de “crafty madness” le permiten mantener el juego abierto.

….


Tócame la flauta
Hamlet hace gala de una gran pericia operacional, organizando la representación del drama en que el Rey deja ver su culpabilidad y turbación, dejándose afectar por una imagen, una pasión soñada. El contraste de esta pericia se nos sirve de inmediato con la torpeza de Rosenkrantz y Guildenstern, que no pueden sino fracasar lamentablemente en su intento de sonsacar a Hamlet las causas de su aparente locura. Para ello –como sabía hasta Polonio- no les puede bastar indagar directamente, sino que tienen que dominar el arte de componer encuentros, de colocar trampas, un arte operacional que Hamlet compara con la tekhné, el craft-oficio que resulta imprescindible –por ejemplo- para tocar un instrumento. Ni Rosenkrantz ni Guildenstern saben hacer sonar la flauta, pese a las jocosas instrucciones que les da Hamlet: Tapa los agujeros con índice y pulgar, sopla con fuerza y pronunciará música elocuente. Por un lado, ellos saben que quieren obtener música, incluso recuerdan o pueden tararear alguna musiquilla –digamos que eso hace las veces de estrategia- . Por otro lado, saben por dónde coger la flauta, por donde soplar y qué agujeros hay que tapar alternativamente -y eso sin duda puede hacer las veces de conocimiento táctico- pero incluso así, Guildenstern asegura que no podrá conseguir ni una triste melodía, puesto que –como él mismo dice- no domina el arte. Si esto es así con una simple flauta, se indigna Hamlet, cómo pretenden sus dos amigos hacerle “sonar” a él, como si fuera a su vez un instrumento cualquiera, arrancando sus notas y dominando todos sus resortes…
Hamlet no abomina de sus amigos por manipuladores, sino por simples. Por ser incapaces de conectar sus intuiciones de orden táctico, correspondientes al ámbito de los afectos o los agujeros de la flauta… con el orden estratégico, con el “adonde” al que quieren llegar, a la indagación del conatus que mueve a Hamlet, a la secreta partitura cuya música sólo él oye.
Rosenkrantz y Guildenstern son seguramente los peores chapuzas de toda la obra, no sólo carecen por completo de saber operacional sino que incluso resultan insoportablemente torpes en el mero plano táctico de los afectos: no pueden producir melodía alguna que no suene a chabacana improvisación… obviamente no podrán -ni mucho menos- componer encuentros, producir imágenes-concepto que se acoplen con los ingenios, que los hagan desplegarse y mostrarse a la luz.
Por cierto que estamos tocando aquí uno de los problemas teóricos y prácticos de mayor calado del siglo XVII y buena parte del XVIII: el problema de la creación y manipulación de repertorios de afectos –mediante la música por ejemplo-. Ésta será una de las más persistentes y fantasiosas obsesiones teóricas del tiempo, de Zarlino a Kirchner se publicarán decenas de Disciplinas de los Afectos, Affektenlehre en las que infinitos Rosenkrantzs y Guildensterns establecerán sus mecánicas correspondencias entre los sonidos de su flauta y los efectos que se creen capaces de inducir sobre la voluntad y el animo de las personas.


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“Conceit in weakest bodies strongest works”

Como dice el fantasma de Hamlet padre en su segunda aparición: el concepto incide con más fuerza sobre los cuerpos más débiles… En las dos apariciones, el fantasma le da a Hamlet las pistas que necesita. En su primera aparición le explica el modus operandi de Claudio, en la segunda le confirma cómo debe actuar el mismo Hamlet, en qué nivel puede situar la efectividad de su labor de zapa. De hecho, ya en la obra de teatro había hecho trabajar Hamlet a ese conceit del que habla el fantasma, un disopositivo de imágenes capaz de hacer saltar –como herido por bala de fogueo- a Claudio. El fantasma entonces se limita a ratificar la lucidez de Hamlet y la importancia de situar su acción en este nivel operacional donde actúa el conceto, un nivel efectivo a la par que manejable, puesto que los términos de la primera columna: Conatus, Estética o Estrategia resultan demasiado pesados, demasiado grandes, no sólo para ser movidos a cada instante, sino incluso para ser percibidos. Son un poco como el medio en que nos movemos y que muy a menudo, aunque sepamos que existe nos resulta difícil de aprehender.
Los términos de la segunda columna: Afectos, Obras o Táctica, resultan por el contrario demasiado pequeños, son piezas en extremo inestables con las que es impensable construir nada de una escala medianamente ambiciosa. Es como si tratáramos de construirnos una casa de verdad con las diminutas piezas de madera de un juego infantil de construcción. O como si al intentar orientarnos en una marcha a través del bosque nos fijáramos en cada brizna de hierba, en cada hoja caída…
Los términos de la tercera columna: ingenios, conceptos u operacionalidad son lo que necesitamos para mediar entre este nivel de las pequeñas criaturas y el inmenso paisaje que habitan y las explica…
Toda la obra, en cierto modo, es también un ensayo sobre la necesidad de ese tercer nivel, una lección magistral sobre la operacionalidad de los crafts-ingenios, sobre la articulación y la efectividad de los fantasmas y las formas, a cuya altura se desenvuelve la guerra modal.
Cuando Hamlet ve por segunda vez el espectro de su padre, su madre intenta devolverle al plano táctico insitiendo en que el fantasma no es sino una creación incorpórea (bodiless creation). Pero nosotros sabemos que las imágenes, aún siendo incorpóreas, no son vanas en la medida en que son las que mueven la trama toda de la acción. La pugna se sitúa por tanto en el campo operacional de las imágenes: son ellas las que mueven a Hamlet y las que hacen caer al Rey tras revelarse su culpabilidad en el teatro y por fin las que provocan la muerte de Hamlet mismo atraído a la trampa –también muy escenográfica- del duelo con Laertes.

Algo similar sucede con Fortimbras en el campo de la guerra, que consigue mantener oculta su forma, generando una ilusión vana en torno de su fingido ataque a Polonia, con ello consigue engañar a los daneses y llevar a cabo su audaz golpe de mano que como en una buena fuga barroca coincide, en la stretta final, con el desenlace de las maniobras de Claudio y Laertes para matar a Hamlet.
En gran medida la obra se organiza por tanto en torno a la contraposición de los agentes verdaderamente finos en términos operacionales: Hamlet y Fortimbras. De los que son capaces de establecer o al menos columbrar estrategias: Polonio, Claudio y Laertes y de los personajes por fin que apenas alcanzan a despegar los pies del más inmediato plano táctico y que forman por tanto la carme de cañón de la trama: Ofelia, Gertrude, Rosenkrantz y Guildenstern quienes ya revueltos con personajes menores como el joven Osric no pasan de ser una yeasty collection, unos auténticos chapuzas modales que apenas alcanzan a captar la tonadilla del tiempo y las formas aparentes de los encuentros: the tune of the time and the outward habit of encounter.

Todo la pieza es una colección de estas confrontaciones en las que Hamlet se entretiene deshaciéndose de la baser nature de sus pobres contrincantes, viendo cómo salta el ingeniero con su propia bomba… No hay gran mérito en ello, puesto que basta con superar el burdo nivel de las trampas tácticas, del que no sabe sino esconderse detrás de una cortina o simular desinterés.
Le queda luego la tarea de burlar a los personajes que habitan el nivel estratégico, y que dentro del mismo se limitan –como recomienda Liddell Hart- a adoptar aproximaciones indirectas, así es –dice Polonio- “como nosotros, hombres sabios y prudentes, con formas sutiles y atacando de costado, vamos a lo directo por un camino indirecto. Normalmente las argucias estratégicas llevan implícita la caída de quien los pergeña, puesto que sus maniobras envolventes les acabarán por rodear a ellos mismos: como una espada sin botón o como una copa de vino envenenada… hay que saber manejarse con ella si no se quiere acabar cayendo en la propia trampa como les pasa a Claudio o Laertes atrapados en su propia foul practice, su trichery.
Frente a unos y otros Hamlet despliega todo un arte operacional basado en la creación de concetos o formas, imágenes o fantasmas que son los que hacen saltar a un hombre de un modo de relación a otro, los que le hacen confesar su culpabilidad o le comprometen definitivamente con su propio destino. Pero el arte operacional de Hamlet esta limitado porque éste al contrario que Fortimbras no ha dado del todo el paso de lo ético a lo político. Su antagonismo no está articulado en términos políticos, ni mucho menos militares. Por eso su juego operacional no acaba de salir del ámbito de las fantasmagorías y como ellas se disuelve y se agota. Será preciso que pasemos del momento ético que pone en juego Hamlet a una ontología del ser social que de consistencia a las bodiless creations del danés.