jueves, 23 de enero de 2014

Estratos, categorías, valores

Distinciones útiles.


La reflexión estética como cualquier otra disciplina necesita de herramientas. La tabla de los modos positivos y negativos con sus leyes intermodales nos permitirán explicar y dejar fluir algunas de las distribuciones básicas de la sensibilidad y la acción estética, sin tener que simplificar forzadamente las diferentes tendencias y realidades de lo estético, lo artístico y lo cismundano.
Pero pese a la fuerza de la tabla modal, o quizás por dicha fuerza, será preciso que integremos los modos y las categorías modales en un marco de pensamiento más amplio. Para ello nada mejor que volver la mirada sobre la historia del pensamiento estético, puesto que en él se encuentra todo un disperso tesoro de hallazgos fundamentales que nuestra apresurada, embotada y soberbia contemporaneidad apenas tiene tiempo de apreciar.
...
Siempre es recomendable tener presentes a los clásicos, y si se pretende dar cuenta de una tradición tan amplia que vaya del arte arcaico a la vanguardia, de la belleza natural a la generada por ordenador, entonces ya esta vuelta al arsenal conceptual clásico es poco menos que inevitable.
En concreto lo que nos interesará recuperar y repensar es la vieja distribución entre lo ontológico, lo epistemológico y lo axiológico:lo que hay, lo que podemos conocer y lo que nos permite organiza nuestra acción. Estos han sido los pilares de la reflexión filosófica desde antes de Aristóteles y más allá de Kant.
Por supuesto que una distribución no es un hachazo, ni la distinción entre estos niveles supone congelarlos, separándolos entre si. Antes al contrario, sólo distinguiéndolos y apreciando sus especifidades podremos luego verlos juntamente formando modos de relación, dando cuerpo a la “complejidad”.
...
Incluso entre pensadores recientes y tan modernos como Gerard Genette, se habla de “atención estética” cuando a la atención a los aspectos formales se añadía una dimensión apreciativa que animaba y orientaba dicha atención aspectual1. Y estaba bien avanzar la distinción y la coalescencia entre ambas cosas, entre el aspecto cognitivo y el evaluativo... aunque seguramente el esfuerzo de Genette para aquilatar la atención estética funcionaría mejor si a la dimensión formal y a la apreciativa se añadiera una tercera dimensión, a saber, la estrictamente material.
Con ello podríamos proceder a recuperar tres distinciones, procedentes del acervo clásico del pensamiento estético y que precisamente dan cuenta de esas tres dimensiones: la material, la formal y la apreciativa. Se trata de los conceptos de Estratos, Categorías y Valores, que resultarán pertinentes respectivamente en los planos de lo ontológico, lo epistemológico y lo axiológico.
Ello supone asumir que los estratos dan cuenta del mundo tal como es.
Las categorías nos lo presentan tal y como -de diferentes modos- nos es dado conocerlo.
Los valores tal y como lo hacemos a través de nuestra acción y sus prioridades.

Implícitas en nuestro designio de recuperación conceptual hay varios axiomas que quizás alguien se sienta tentado de rechazar. Son los siguientes:

Que el mundo existe. Lo cual, tal y como van las cosas no es ninguna tontería.
Que podemos conocerlo, al menos en parte.
Que podemos intervenir en él -por humilde que sea nuestra intervervención- mediante nuestro quehacer y sus prioridades.

Tal y como los entendemos, estos tres axiomas han de aceptarse o rechazarse en su conjunto, puesto que como veremos, es primero imprescindible diferenciar estratos, categorías y valores para no confundir sus respectivas funciones, pero de inmediato es imprescindible entender cómo funcionan en sus conjuntos, en los modos de relación que tienden a conformar.
Este funcionar conjunto se da tanto de abajo hacia arriba (de lo ontológico a lo formal y lo axiológico) como al revés, de tal modo que desde lo más alto -abstracto y plástico- se vuelve siempre a empezar ciclo, orientándose nuestras acciones axiológicamente hacia nuevas regiones de lo ontológico a las que quizás no habíamos prestado suficiente atención y que ahora, desde esa renovada prioridad axiológica se convierten en objetos prioritarios de nuestra fábrica categorial y en nuevo catalizador de ulteriores ajustes axiológicos, de reorganización de nuestra mirada para el valor.

Por explicarlo en otros términos, esto acaso se entienda mejor si dejamos claro que si bien los estratos comparecen siempre mediados categorialmente, esto no nos permite concluir que nada hay fuera del discurso. Es tiempo de advertir los excesos del neokantismo y el textualismo derrideano entre otros. De todas sus investigaciones no se puede legitimamente concluir sino que nada podemos conocer fuera de los esquemas cognitivos de los que histórica y socialmente nos dotamos. Eso, que a todo esto ya lo sabíamos con Kant, no ha dejado de enmarañarse y no es mal momento para volver a aclararlo.

A su vez también habrá que sostener que si bien las categorías siempre se despliegan axiológicamente orientadas, dicha contaminación axiológica no anula en absoluto el potencial cognitivo de las categorías, sólo lo situa, lo arraiga social e históricamente, permitiéndonos entender mejor tanto los alcances como las limitaciones de cada conjunto categorial. Es decir, sabemos como todos los pensadores de la sospecha se han preocupado de hacer notar, que el conocimiento no es puro, sino que está trufado de valores, prejuicios e ideologías... y sabemos -históricamente lo sabemos- que nada de eso ha impedido que el conocimiento diera cuenta -al menos en parte- de algo que efectivamente existía -desde las estrellas hasta las bacterias- y que nos importaba conocer.

Como recuerda Lukács “hace falta alcanzar una determinada altura en el desarrollo de las fuerzas productivas, de la división social y tecnológica del trabajo, etc para que esas fuerzas puedan entrar en contacto con objetos y complejos naturales que en sí mismos existían ya antes. Por ejemplo, para los hombres de la edad de piedra no existían las minas metalíferas2. El mundo evidentemente era “el mismo” para ellos y para nosotros, las relaciones de dependencia y emergencia entre estratos -como veremos- eran las mismas, pero había entre ellos y nosotros, como la habrá entre nosotros y los humanos de dentro de un par de siglos, una clara diferencia categorial. “Ninguna sociedad -vuelve a decir Lukacs- ha estado nunca en intercambio con la totalidad extensiva e intensiva de la naturaleza3, sino sólo con aquellas secciones de la misma, aquellos estratos para percibir las cuales tenía categorías. Parafraseando a Marx y Engels4 podríamos decir que en cada estadio de la historia se da una suma de fuerzas de producción, una serie de modos relación con el mundo, que es heredada -más o menos resignadamente- por cada generación de la que la precede. Una serie de modos de relación que será acaso modificada por la nueva generación pero que prescribe a esta sus propias condiciones vitales y le da una determinada evolución y un carácter especial. De tal modo, se puede decir que los hombres hacen las categorías y las categorías hacen a los hombres. Obviamente, sólo las versiones más mecanicistas del marxismo han podido sostener que es la evolución económica la única que está detrás del conjunto de categorías que una sociedad dada es capaz de desplegar. Como hemos visto, tanto en Marx como en Lukács, se da una atención clara al grado de desarrollo tecnológico, jurídico o estético (por citar unos pocos) que de hecho aportan también categorías específicas que nos hacen ver unas u otras secciones y aspectos del mundo que de otro modo no seríamos capaces siquiera de percibir.
La comparecencia histórica de las categorías -como tendremos ocasión de ver en el capítulo dedicado a ellas- no sólo pone de manifiesto ese descubrir y poner en obra aspectos pasados por alto de los diversos estratos sino que además conllevan la aparición de otras categorías más que son, por así decir, exigidas por las primeras. Así la categoría de la “biodiversidad” en su desarrollo e implementación ha traído una redefinición de la noción de complejidad y ha exigido a su vez el concurso de la categoría de resiliencia (aplicada a un ecosistema complejo y no a un material).
Y ahí, de la mano de este mismo ejemplo, se deja aprehender el segundo cruce conceptual que hacíamos al principio, a saber que las categorías se dan siempre orientadas axiológicamente, seleccionadas y organizadas, por ejemplo, según teleologias del valor más alto o más ancho. Y muy a menudo estas orientaciones axiológicas comparecen cerradas al análisis, estructuradas modularmente, es decir opacas a la inspección y pretendiendo ser automáticas y eficientes en su performatividad. Esto requiere clarificación y combate.

Así por ejemplo toda vez que contamos con las ya mencionadas categorías de biodiversidad y resiliencia corresponde al nivel de lo axiológico establecer unas prioridades, unas proporciones si se quiere y una dirección determinada, una orientación. Seguramente haya casos en que a partir de la mera información proporcionada por las categorías desplegadas quepa tomar una decisión -y esto es particularmente cierto del ejemplo que hemos tomado- pero incluso en este caso no tenemos que tener miedo de llevar la cuestión a un plano axiológico, un plano en el que los valores -como veremos- no constituyen reductos opacos, sino que son siempre elementos que deben ser combinados con otros, puestos en juego y en orden de un modo público y transparente, para así saber a qué atenernos. Así sin duda el valor del bienestar o incluso el del lucro privado pueden o no ser valores en sí perfectamente legítimos y como tales no han de temer verse las caras con otros valores como el cuidado de las generaciones futuras o la generalización de niveles altos de calidad de vida ambiental.
Por supuesto que no vamos a entrar en estas discusiones, más propias del ámbito disciplinar de la ética, pero valgan los ejemplos aducidos para reforzar la tesis de base, una tesis que sin duda va a ser relevante para nuestro análisis estético.: los valores siempre se ponen en juego sobre el terreno acotado por las categorías. O dicho de otro modo a cada valor corresponden una o varias categorías que proporcionan el medio sobre el que el valor hace lo que tiene que hacer, es decir, juzgar o evaluar. Esto no supone, para nada, confundir el ámbito cognitivo y el evaluativo. Antes al contrario se trata de poderlos distinguir para luego ponerlos en una conexión que respete su autonomía.

Algo nos puede placer sin concepto, como quería Kant, pero no sin categorías de uno u otro orden, ya hayan sido explícitamente desarrolladas y educadas o simplemente las hayamos traído a rastras de otro ámbito cualquiera de nuestra experiencia.
Esto nos llevará de lleno al problema de la belleza, como muestra del problema de lo axiológico, que luego veremos con todo detalle. Cuando decimos de algo que nos gusta, siempre -lo sepamos o no- nos estamos refiriendo a uno o varios ejes categoriales: la armonía, la simetría, la proporción... o lo bizarro, lo sorprendente o lo terrible. Tanto da. Toda belleza -todo orden de belleza- se dice siempre aludiendo a un determinado óptimo categorial, o si se quiere ser más preciso, un óptimo modal, puesto que por lo general nos las veremos no con la excelencia o el logro de una única categoría aislada, sino con el óptimo desplegarse de un equilibrio -típico y concreto a la vez- de varias de ellas que comparecen según un determinado modo de relación. La belleza entonces no es ni absoluta ni relativa: es relacional.

Y son estas relaciones, estos modos de relación, los que en un momento dado tienen una consistencia tal que las hace reales, tal y como han sostenido los pensadores realistas, como Eddy Zemach5 que han enfatizado que los juicios estéticos sobre belleza tienen un manifiesto valor de verdad puesto que “la belleza, fealdad, gracia, donaire y propiedades estéticas similares son rasgos reales de objetos públicos y que el que estos rasgos se den es una cuestión de hecho que puede ser empíricamente contrastada6
Lo que el pensamiento modal puede hacer en este escenario es distinguir entre los elementos que aquí hemos introducido, haciendo notar que los juicios se dan inevitablemente a partir de un campo categorial dado y que las categorías de las que dicho campo se compone pueden variar con el tiempo, dejando de estar presentes aquellas que -en su día- sirvieron de base para uno u otro juicio de valor. La discusión toda entre nominalistas y realistas se contiene así en la definición misma de las categorías como algo más que predicados y menos que principios. Los realistas como Zemach tienen razón al sostener que los juicios, realizados sobre un campo categorial, tienen un valor de verdad, porque ponen de manifiesto algo que es más que un predicado, algo que de hecho, conviene al objeto en cuestión. Por su parte los nominalistas como Goodman tienen también razón porque dichos juicios, y las categorías sobre las que se apoyan, son menos que principios y por ello no agotan ni definen exhaustivamente al objeto, pudiendo incluso dejar de estar presentes en nuestra aprehensión de la cosa en cuestión.
Todas estas cuestiones son apasionantes sin duda, pero para poder abordarlas con más claridad y solidez tendremos antes que exponer con mucho mayor detalle, tal y como nos proponíamos, las distinciones útiles de los estratos, las categorías y los valores.




1Gerard Genette, La relation esthetique, 1997, p.16
2G. Lukács, Estética, Tomo IV pág. 313
3Ibidem, pág. 313
4Marx y Engels, La ideología alemana, pág. 26 y ss,
5Eddy M. Zemach teaches philosophy at the Hebrew University of Jerusalem. He is the author of The Reality of Meaning and the Meaning of 'Reality' (2002)and Types: Essays in Metaphysics (1992).
6Eddy M. Zemach, Real Beauty, 1997

martes, 14 de enero de 2014

Belleza, las crisis de la Gran Teoría



A nadie sorprende que la belleza haya dejado de ser, si es que alguna vez lo fue, el valor central de lo estético. Si primero se la intentó complementar con otros valores como el de lo sublime, la gracia, la perfección, bien pronto con el inicio del Romanticismo y las vanguardias la belleza se desterró como un valor propio de las estéticas complacientes de la burguesía más retrograda. Se hizo difícil perseguir la belleza sin acabar cayendo en brazos del kitsch más horroroso.
Por lo demás y la historia del arte nos daba en esto una buena base, la belleza nunca había acabado de ser la misma. Como dice Roman Ingarden: “cuando comparamos la belleza de un templo corintio... con la belleza de una basílica románica o de una catedral gótica... todas estas grandes obras son indudablemente bellas en el auténtico sentido. Su belleza es sin embargo intensamente distinta; tan intensamente, que si se pretendiera reunir en una sola obra todas estas “bellezas” sólo habría de originarse una terrible disonancia”1
La cuestión es tanto más grave si consideramos que una de las definiciones del arte más asentadas a lo largo de los siglos ha sido la que vinculaba el arte a la producción de belleza. Era sencillo: sabíamos que estábamos haciendo arte porque producíamos algo bello.
Claro que con ello desplazábamos el problema de la definición del arte hacia el de la definición de la belleza, o la Belleza que es francamente peor.
El caso es que esto que ahora nos parece tan complicado estuvo bien claro durante más de dos mil años: la belleza no podía ser sino el resultado del equilibrio, la proporción y el orden más depurado. O mejor, mucho mejor dicho, habida cuenta de la incontenible variedad de los significantes de la belleza: el resultado de alguno de los múltiples equilibrios, proporciones y ordenes existentes.
De hecho, la arquitectura clásica no consiste en un único estilo, como es bien sabido los ordenes dórico, jónico y corintio se hallaban estrechamente relacionados respectivamente con las categorías de lo austero, lo suave y lo emocionante, permitiendo con ello una evidente modulación de la temperatura emocional de la intervención arquitectónica.
Del mismo modo toda la música antigua se organizaba, y eso explica las rabietas de Platón, según diversos y múltiples modos: dórico, jónico, frigio, lidio, mixo-lidio etc ligados a la vez a diferentes escalas musicales así como a diferentes complejos situacionales y conductuales, a diferentes juegos de lenguaje si se nos permite el excurso.

Estas particiones o distribuciones de lo estético eran –igual que los valores en la ética de Hartmann- tan naturales como artificiales, se las consideraba en palabras de Valery como el florecimiento natural de una flor artificial. Esto es los sistemas de distribuciones, las diferentes proporciones y ratios que dan pie a cada belleza tienen todo el aspecto de haber estado siempre ahí y de que, una vez entendidos difícilmente podremos escapar a su influjo, como si tuvieran un cierto carácter objetivo, seguirían siendo valiosos aunque no los estuviéramos viendo o hubiéramos perdido la mirada específica para su valor. Eso sí, para resultar generativos tienen que organizarse en pequeños sistemas productivos que llamamos poéticas, sin los cuales, apenas podemos aludirlos. En tanto poéticas dependerán más claramente de su estar en relación con nosotros, con agentes dotados de la oportuna mirada para el valor, para la específica medida y proporción que constituye cada orden de belleza.

Esta comprensión del arte y la belleza, que aspira a cierta objetividad y que no obstante se estructura siguiendo las pautas y exigencias concretas de esta o aquella poética, ha sido la inteligencia predominante en el ámbito del arte en Occidente, dando pie a lo que Tatarkiewicz llamaba la “Gran Teoría”. Iniciada por los pitagóricos en el siglo V antes de Cristo, se mantuvo vigente con variaciones y ligeros retoques durante toda la Edad Media, fue sostenida durante el Renacimiento y hasta bien entrada la Ilustración. Más de dos mil doscientos años, no está mal.

Obviamente no estaría de más intentar entender como un marco teórico tan potente y estable, capaz de atravesar épocas y modulaciones del gusto tan diferentes, dio en desaparecer hacia principios del siglo XIX.
Podría pensarse que la crisis de la Gran Teoría se debió a la mayor complejidad de los gustos modernos y a la demanda de una creciente variedad estética, pero es difícil sostener semejante tesis a la vista de las variaciones y las multiplicaciones del gusto que también se dieron entre la Era de Pericles y la Ilustración, nada menos, y que no lograron hacer zozobrar la Gran Teoría. Hará falta algún otro tipo de cataclismo o lenta sedimentación para poder dar cuenta de esta crisis teórica.


Para empezar, parece claro que lo que a mediados del XVIII y ya de lleno en el XIX se puso en crisis no era, ni mucho menos, la idea misma de belleza propia de la Gran Teoría, sino el remedo acartonado que de ella había ido haciendo el academicismo. La transición hacia el capitalismo y el estado moderno, con sus vertiginosos cambios sociales, económicos y políticos, con su abandono del campo y su –históricamente única- quiebra de los modos de vida del campesinado y la nobleza feudal, agudizó la dificultad de organizar y mantener conjuntos estables de valores estéticos, conjuntos que por su misma estabilidad fueran capaces de reformularse y adaptarse a las inevitables variaciones y ajustes que se exigen siempre de cualquier sistema axiológico sea estético o ético. La reacción ante tal grado –hasta entonces desconocido de inestabilidad, desarraigo y fragmentación, fue la orientación hacia una cultura estética claramente escorada hacia lo disposicional, una cultura estética de lo posible que primaría lo experimental, la ocurrencia y lo episódico. El gran arte, el arte que se construye desde la categoría de lo necesario no por ello había de desaparecer, ni mucho menos, pero quedaría desplazado aunque más no sea cognitivamente: en la modernidad tardía a los artistas de lo necesario se les percibe y se les juzga mediante las categorías de lo posible. Es difícil dar con una apreciación más inoportuna y más injusta por lo demás.

En lo que sigue sostendremos que los que suelen mencionarse como criterios para determinar la belleza en el seno de la Gran Teoría: medida, forma y orden, pueden sin demasiada dificultad ser reformulados como otras tantas aproximaciones a lo que hemos llamado necesidad interna, tal y como ha sido formulada en su relación con los sistemas autopoiéticos. En ese sentido, la obsesión de la Gran Teoría por mantener las proporciones y armonizar las partes, nos daría la garantía de que cada criatura y cada poética serían lo que tienen que ser, es decir, auto-organizadas y por ello plenamente capaces de seguir su conatus y hacer su quehacer. Se asentaría así, mediante la noción de autopóiesis, el derecho de una pluralidad de principios formativos, de una diversidad generativa.
En esa autopoiesis hay medida y hay exceso, la dosis y orden específico de exceso que cada criatura o cada poética es capaz de asumir. Por eso, para el seguidor de Plotino, Pseudo-Dionisio, la belleza podía aprehenderse en función de dos claves: proporción y esplendor, o si lo preferimos: contención y desbordamiento. Acaso no sea descabellado sostener que la proporción remite a los límites de la medida interna propia de cada poética o criatura, mientras que el esplendor alude a la exuberancia, al orden de exceso específico de cada “quehacer” como hemos dicho y característico también del juego de las facultades estéticas que, por su juego desrealizador, precisamente puede tensar las criaturas y las prácticas hasta dar lo mejor de sí mismas, como Antígona o Hamlet.
Esto nos proporciona la clave de la recurrente idea de perfección tan largo tiempo asociada a la belleza. No se trata –claro está- de una perfección absoluta, válida para cualquier criatura u objeto, sino de la perfección entendida como el cumplimiento, el logro inherente a cada específico nomos, a cada específico modo de hacer y hacerse. No de otra forma pudo Viperino sostener en su Tratado de poética la concurrencia de belleza y perfección: pulchrum et perfectum idem est. Perfecto era todo aquello que se llevara a cabo su propia disposición y que se desarrollara según sus propias proporciones. Lo feo o lo monstruoso solo lo son en tanto rarezas, en tanto que resultan insostenibles por no poder dotarse a sí mismos y sus descendientes de una norma y una proporción. Todo lo demás puede ser bello si se cumple, si se logra siguiendo la norma que le es inherente.
Esta relación de la belleza con la perfección como logro, como pleno cumplimiento modal se ve con toda claridad aun en el pensamiento estético de la Ilustración alemana, así Mendelsohn que recurrirá al término Vollkomenheit, al entender la belleza como la figuración confusa de la perfección, undeutlich Bild der Vollkommenheit; o el pintor Mengs que no quiso olvidar la relación del aparecer inherente a lo artístico y por ello sostuvo una definición de belleza como «idea visible de la perfección: sichtbare Idee der Vollkommenheit. Etimológicamente la Vollkomenheit sería “la cualidad de lo plenamente llegado”, llegado –claro está- a sus propios límites, a las lindes de su propio exceso.


Pero al hablar de belleza como cumplimiento específico, como plenitud de lo que se logra, como el grado óptimo de un determinado modo de relación, podríamos pensar que la Gran Teoría se acercaba peligrosamente a la escarpada pendiente del esencialismo. Posiblemente sea esa una de las malas inteligencias más frecuentes en relación al pensamiento premoderno y a la Gran teoría en particular.
Por el contrario, cuando se estudia con detalle la teoría estética premoderna, no deja de llamar la atención su consistente tendencia a entender la belleza en términos relacionales, que no esencialistas, pero tampoco relativistas ni subjetivos. La Gran Teoría no puede sino sostener una suerte de pluralismo relacional objetivo.
Así por ejemplo Duns Scoto siempre dejó bien claro que la belleza no era “una cualidad absoluta de un cuerpo, sino el conjunto de todas las propiedades que el cuerpo posee…así como el conjunto de relaciones de estas con el cuerpo y entre sí”.
Tanto Scoto como el mismísimo Occam admitieron que la belleza podía ser considerada algo objetivo, siempre que se dejara claro que se trataba de una relación, no de una sustancia. En la sustancia no hay tensión ni cambio, la relación es siempre un “orden a través de las fluctuaciones” una estructura disipativa en la que se deja ver el juego entre orden y caos, entre lo necesario y lo posible, lo que tendría que ser y lo que viene siendo…

Y esa era la tesis griega tradicional, de Aristóteles a Plótino: la belleza era una relación objetivamente existente entre las partes del objeto que se contempla, una relación que nos habla del cumplimiento o ignorancia de su propia ratio, de su necesaria autopoiesis. En las sucesivas refomulaciones y refinamientos de la Gran Teoría no se dejó de avanzar en esa dirección. Así, por ejemplo, Basilio Magno sostuvo que no tenía que limitarse necesariamente a una relación entre las partes del objeto, sino que cabía pensar la belleza también como la relación que existe entre el sujeto y lo que éste contempla. Vitelio también mantuvo este carácter relacional y disposicional para explicar la evidente diversidad de gustos: al objeto de contemplación se cruzan siempre los hábitos que forman el carácter, el propius mos, la costumbre característicamente propia de cada cual. En este sentido, la belleza pertenecía tanto al objeto corno al sujeto, o mejor dicho era implícita al modo de relación que se establecía entre ambos .
Lo característico de esa relación, de cada concreta modulación de la relación, que no dejaba de ser un consensus et conspiratio partium, era -como ya hemos adelantado y como seguiría defendiendo Schiller mucho más tarde- la capacidad de darse a sí misma su propia norma, estableciendo las específicas pautas de desarrollo, de plenitud y coherencia por así decir en cuyo logro se cosechaba la belleza como grado óptimo de cumplimiento del concreto modo de relación en que nos hallábamos inmersos.

1Roman Ingarden, Lo que no sabemos de los valores, Ediciones Encuentro, Madrid 2002, pág.14