A
nadie sorprende que la belleza haya dejado de ser, si es que alguna
vez lo fue, el valor central de lo estético. Si primero se la
intentó complementar con otros valores como el de lo sublime, la
gracia, la perfección, bien pronto con el inicio del Romanticismo y
las vanguardias la belleza se desterró como un valor propio de las
estéticas complacientes de la burguesía más retrograda. Se hizo
difícil perseguir la belleza sin acabar cayendo en brazos del kitsch
más horroroso.
Por
lo demás y la historia del arte nos daba en esto una buena base, la
belleza nunca había acabado de ser la misma. Como dice Roman
Ingarden: “cuando comparamos la belleza de un templo corintio...
con la belleza de una basílica románica o de una catedral gótica...
todas estas grandes obras son indudablemente bellas en el auténtico
sentido. Su belleza es sin embargo intensamente distinta; tan
intensamente, que si se pretendiera reunir en una sola obra todas
estas “bellezas” sólo habría de originarse una terrible
disonancia”1
La
cuestión es tanto más grave si consideramos que una de las
definiciones del arte más asentadas a lo largo de los siglos ha sido
la que vinculaba el arte a la producción de belleza. Era sencillo:
sabíamos que estábamos haciendo arte porque producíamos algo
bello.
Claro
que con ello desplazábamos el problema de la definición del arte
hacia el de la definición de la belleza, o la Belleza que es
francamente peor.
El
caso es que esto que ahora nos parece tan complicado estuvo bien
claro durante más de dos mil años: la belleza no podía ser sino el
resultado del equilibrio, la proporción y el orden más depurado. O
mejor, mucho mejor dicho, habida cuenta de la incontenible variedad
de los significantes de la belleza: el resultado de alguno de los
múltiples equilibrios, proporciones y ordenes existentes.
De
hecho, la arquitectura clásica no consiste en un único estilo, como
es bien sabido los ordenes dórico, jónico y corintio se hallaban
estrechamente relacionados respectivamente con las categorías de lo
austero, lo suave y lo emocionante, permitiendo con ello una evidente
modulación de la temperatura emocional de la intervención
arquitectónica.
Del
mismo modo toda la música antigua se organizaba, y eso explica las
rabietas de Platón, según diversos y múltiples modos: dórico,
jónico, frigio, lidio, mixo-lidio etc ligados a la vez a diferentes
escalas musicales así como a diferentes complejos situacionales y
conductuales, a diferentes juegos de lenguaje si se nos permite el
excurso.
Estas
particiones o distribuciones de lo estético eran –igual que los
valores en la ética de Hartmann- tan naturales como artificiales, se
las consideraba en palabras de Valery como el florecimiento
natural de una flor artificial. Esto es los sistemas de
distribuciones, las diferentes proporciones y ratios que dan
pie a cada belleza tienen todo el aspecto de haber estado siempre ahí
y de que, una vez entendidos difícilmente podremos escapar a su
influjo, como si tuvieran un cierto carácter objetivo, seguirían
siendo valiosos aunque no los estuviéramos viendo o hubiéramos
perdido la mirada específica para su valor. Eso sí, para resultar
generativos tienen que organizarse en pequeños sistemas productivos
que llamamos poéticas, sin los cuales, apenas podemos aludirlos. En
tanto poéticas dependerán más claramente de su estar en relación
con nosotros, con agentes dotados de la oportuna mirada para el
valor, para la específica medida y proporción que constituye cada
orden de belleza.
Esta
comprensión del arte y la belleza, que aspira a cierta objetividad y
que no obstante se estructura siguiendo las pautas y exigencias
concretas de esta o aquella poética, ha sido la inteligencia
predominante en el ámbito del arte en Occidente, dando pie a lo que
Tatarkiewicz llamaba la “Gran Teoría”. Iniciada por los
pitagóricos en el siglo V antes de Cristo, se mantuvo vigente con
variaciones y ligeros retoques durante toda la Edad Media, fue
sostenida durante el Renacimiento y hasta bien entrada la
Ilustración. Más de dos mil doscientos años, no está mal.
Obviamente
no estaría de más intentar entender como un marco teórico tan
potente y estable, capaz de atravesar épocas y modulaciones del
gusto tan diferentes, dio en desaparecer hacia principios del siglo
XIX.
Podría
pensarse que la crisis de la Gran Teoría se debió a la mayor
complejidad de los gustos modernos y a la demanda de una creciente
variedad estética, pero es difícil sostener semejante tesis a la
vista de las variaciones y las multiplicaciones del gusto que también
se dieron entre la Era de Pericles y la Ilustración, nada menos, y
que no lograron hacer zozobrar la Gran Teoría. Hará falta algún
otro tipo de cataclismo o lenta sedimentación para poder dar cuenta
de esta crisis teórica.
…
Para empezar, parece claro que lo que a mediados del XVIII y ya de
lleno en el XIX se puso en crisis no era, ni mucho menos, la idea
misma de belleza propia de la Gran Teoría, sino el remedo acartonado
que de ella había ido haciendo el academicismo. La transición hacia
el capitalismo y el estado moderno, con sus vertiginosos cambios
sociales, económicos y políticos, con su abandono del campo y su
–históricamente única- quiebra de los modos de vida del
campesinado y la nobleza feudal, agudizó la dificultad de organizar
y mantener conjuntos estables de valores estéticos, conjuntos que
por su misma estabilidad fueran capaces de reformularse y adaptarse a
las inevitables variaciones y ajustes que se exigen siempre de
cualquier sistema axiológico sea estético o ético. La reacción
ante tal grado –hasta entonces desconocido de inestabilidad,
desarraigo y fragmentación, fue la orientación hacia una cultura
estética claramente escorada hacia lo disposicional, una cultura
estética de lo posible que primaría lo experimental, la
ocurrencia y lo episódico. El gran arte, el arte que se construye
desde la categoría de lo necesario no por ello había de
desaparecer, ni mucho menos, pero quedaría desplazado aunque más no
sea cognitivamente: en la modernidad tardía a los artistas de lo
necesario se les percibe y se les juzga mediante las categorías de
lo posible. Es difícil dar con una apreciación más inoportuna y
más injusta por lo demás.
…
En lo que sigue sostendremos que los que suelen mencionarse como
criterios para determinar la belleza en el seno de la Gran Teoría:
medida, forma y orden, pueden sin demasiada dificultad ser
reformulados como otras tantas aproximaciones a lo que hemos llamado
necesidad interna, tal y como ha sido formulada en su relación
con los sistemas autopoiéticos. En ese sentido, la obsesión de la
Gran Teoría por mantener las proporciones y armonizar las partes,
nos daría la garantía de que cada criatura y cada
poética serían lo que tienen que ser, es decir,
auto-organizadas y por ello plenamente capaces de seguir su conatus
y hacer su quehacer. Se asentaría así, mediante la noción de
autopóiesis, el derecho de una pluralidad de principios
formativos, de una diversidad generativa.
En esa autopoiesis hay medida y hay exceso, la dosis y orden
específico de exceso que cada criatura o cada poética es capaz de
asumir. Por eso, para el seguidor de Plotino, Pseudo-Dionisio, la
belleza podía aprehenderse en función de dos claves: proporción
y esplendor, o si lo preferimos: contención y desbordamiento.
Acaso no sea descabellado sostener que la proporción remite a
los límites de la medida interna propia de cada poética o criatura,
mientras que el esplendor alude a la exuberancia, al orden de
exceso específico de cada “quehacer” como hemos dicho y
característico también del juego de las facultades estéticas que,
por su juego desrealizador, precisamente puede tensar las criaturas y
las prácticas hasta dar lo mejor de sí mismas, como Antígona o
Hamlet.
Esto
nos proporciona la clave de la recurrente idea de perfección
tan largo tiempo asociada a la belleza. No se trata –claro está-
de una perfección absoluta, válida para cualquier criatura u
objeto, sino de la perfección entendida como el cumplimiento, el
logro inherente a cada específico nomos, a cada específico
modo de hacer y hacerse. No de otra forma pudo Viperino sostener en
su Tratado de poética la concurrencia de belleza y
perfección: pulchrum et perfectum idem est. Perfecto era
todo aquello que se llevara a cabo su propia disposición y que se
desarrollara según sus propias proporciones. Lo feo o lo monstruoso
solo lo son en tanto rarezas, en tanto que resultan
insostenibles por no poder dotarse a sí mismos y sus descendientes
de una norma y una proporción. Todo lo demás puede ser bello si se
cumple, si se logra siguiendo la norma que le es inherente.
Esta
relación de la belleza con la perfección como logro, como pleno
cumplimiento modal se ve con toda claridad aun en el pensamiento
estético de la Ilustración alemana, así Mendelsohn que recurrirá
al término Vollkomenheit, al entender la belleza como la
figuración confusa de la perfección, undeutlich Bild der
Vollkommenheit; o el pintor Mengs que no quiso olvidar la
relación del aparecer inherente a lo artístico y por ello sostuvo
una definición de belleza como «idea visible de la perfección:
sichtbare Idee der Vollkommenheit. Etimológicamente la
Vollkomenheit sería “la cualidad de lo plenamente llegado”,
llegado –claro está- a sus propios límites, a las lindes de su
propio exceso.
…
Pero al hablar de belleza como cumplimiento
específico, como plenitud de lo que se logra, como el grado óptimo
de un determinado modo de relación, podríamos pensar que la Gran
Teoría se acercaba peligrosamente a la escarpada pendiente del
esencialismo. Posiblemente sea esa una de las malas inteligencias más
frecuentes en relación al pensamiento premoderno y a la Gran teoría
en particular.
Por el
contrario, cuando se estudia con detalle la teoría estética
premoderna, no deja de llamar la atención su consistente tendencia a
entender la belleza en términos relacionales, que no esencialistas,
pero tampoco relativistas ni subjetivos. La Gran Teoría no puede
sino sostener una suerte de pluralismo relacional objetivo.
Así
por ejemplo Duns Scoto siempre dejó bien claro que la belleza no era
“una cualidad absoluta de un cuerpo, sino el conjunto de todas
las propiedades que el cuerpo posee…así como el conjunto de
relaciones de estas con el cuerpo y entre sí”.
Tanto
Scoto como el mismísimo Occam admitieron que la belleza podía ser
considerada algo objetivo, siempre que se dejara claro que se trataba
de una relación, no de una sustancia. En la sustancia no hay tensión
ni cambio, la relación es siempre un “orden a través de las
fluctuaciones” una estructura disipativa en la que se deja ver el
juego entre orden y caos, entre lo necesario y lo posible, lo que
tendría que ser y lo que viene siendo…
Y esa
era la tesis griega tradicional, de Aristóteles a Plótino: la
belleza era una relación objetivamente existente entre las partes
del objeto que se contempla, una relación que nos habla del
cumplimiento o ignorancia de su propia ratio, de su necesaria
autopoiesis. En las sucesivas refomulaciones y refinamientos de la
Gran Teoría no se dejó de avanzar en esa dirección. Así, por
ejemplo, Basilio Magno sostuvo que no tenía que limitarse
necesariamente a una relación entre las partes del objeto, sino que
cabía pensar la belleza también como la relación que existe entre
el sujeto y lo que éste contempla. Vitelio también mantuvo este
carácter relacional y disposicional para explicar la evidente
diversidad de gustos: al objeto de contemplación se cruzan siempre
los hábitos que forman el carácter, el propius mos, la
costumbre característicamente propia de cada cual. En este sentido,
la belleza pertenecía tanto al objeto corno al sujeto, o mejor dicho
era implícita al modo de relación que se establecía entre
ambos .
Lo
característico de esa relación, de cada concreta modulación de la
relación, que no dejaba de ser un consensus et conspiratio
partium, era -como ya hemos adelantado y como seguiría
defendiendo Schiller mucho más tarde- la capacidad de darse a sí
misma su propia norma, estableciendo las específicas pautas de
desarrollo, de plenitud y coherencia por así decir en cuyo logro se
cosechaba la belleza como grado óptimo de cumplimiento del concreto
modo de relación en que nos hallábamos inmersos.
1Roman
Ingarden, Lo que no sabemos de los valores, Ediciones
Encuentro, Madrid 2002, pág.14
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