miércoles, 2 de octubre de 2013

Belleza y necesidad: explicando qué narices es un repertorio


Dada una representación cualquiera, de esas que nos encontramos por la calle a cada momento, es posible -dice Kant- que comparezca enlazada con un placer, que es como decir que es posible que nos llevemos una alegría, uno de esos incrementos de nuestra capacidad de obrar y comprender que tanta vidilla nos dan.
A lo que Kant quiere llegar es que esa representación cualquiera, esa representación que, en principio, no tiene porqué haber sido preparada especialmente para nosotros y nuestra alegría, acontece bajo el modo de lo posible, porque puede o no implicar un placer estético y lo que es más -y con esto se refuerza su relación con ese modo de lo posible- que ello suceda no dependerá tanto del objeto en sí o su representación, cuanto de la puesta en juego de nuestras facultades, de nuestras disposiciones, las modulaciones de nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia, que seguramente pondrán mucho de su parte para convertir en fértil estéticamente al objeto o su representación. En esto consiste, al cabo, el modo de lo posible, cuya categoría principal -no en vano- es la de lo disposicional, es decir la que pone a plena luz la intervención constructiva de nuestras inteligencias, sensibilidades e ingenios, de nuestras disposiciones en una palabra.

Pero aquello que parece importarle más a Kant en este “cuarto momento del juicio” es lo necesario de la relación ya no de una repersentación cualquiera, sino de las representaciones de lo bello con nuestra satisfacción.
Pero ¿de qué tipo de necesidad se trata aquí?. Con la escolástica y el platonismo se decía de una cualidad que era necesaria para un ente si expresaba la sustancia de ese ente: en un hombre -en las mujeres no estaba el tema tan claro- tener un alma era necesario, ser rubio o moreno era contingente. Pero no es de este tipo de necesidad de la que nos habla Kant, que insiste en que no se trata aquí de una necesidad objetiva teórica “donde pueda sentirse a priori que todo el mundo sentirá esta satisfacción en el objeto que yo llamo bello1.
No es tampoco una necesidad práctica articulada desde los conceptos de una voluntad racional pura que extrae consecuencias “necesarias” de una ley objetiva y las cumple a rajatabla, caiga quien caiga.
Se tratará más bien de una necesidad que sólo puede llamarse ejemplar, por cuanto el juicio estético es siempre instancia concreta, un ejemplo de una regla universal que -en el esquema de Kant- no cabe indicar, puesto que si pudiéramos mostrar conceptualmente dicha regla, el juicio estético sería un mero juicio cognoscitivo. Hasta ahí podíamos llegar.
Este problema, el de diferenciar el juicio estético del cognoscitivo es, desde luego, un problema interno de la arquitectura de la razón kantiana que no tenemos porqué aceptar... a no ser que nos resulte clarificador, por supuesto. Y creo que ese es el caso. Me explico.

Parece claro que el juicio de gusto -pese a no proporcionarnos conocimiento objetivo alguno- siempre espera o reclama la adhesión de todo el mundo -dice Kant- o de una parte determinada de nuestros semejantes al menos. Y lo hace porque se piensa tener para ello un fundamento que es común a todos los que formarían parte de esa especie de comunidad de gusto. Pero ¿de qué tipo de fundamento se puede tratar? Y ¿cómo es que ese orden de fundamento genera una “necesidad” que no es ni objetiva ni práctica?
Bien sabemos que los juicios del gusto en el sistema de Kant no tienen un principio objetivo determinado, pero es preciso destacar que tampoco puede decirse de ellos, como acontece con los del mero gusto de los sentidos, que carezcan por completo de cualquier principio.
Kant fuerza así la máquina de su pensamiento -y del nuestro- al tener que defender que los juicios de gusto “deben tener un principio subjetivo que determine lo que guste o disguste tan sólo mediante el sentimiento y no mediante conceptos, y que sin embargo determine con validez universal. Pero un principio semejante sólo puede considerarse como un sentido común”2. Se tratará entonces de indagar en qué pueda consistir este “sentido común” bajo cuya suposición -sostiene Kant- podemos representar una necesidad subjetiva como una necesidad objetiva. O si nos ponemos hamletianos una necesidad que sea más que subjetiva y menos que objetiva.
Esto será así en la medida en que sabemos que fundamos nuestro juicio sobre sentimientos, pero no sobre sentimientos “privados” sino sobre sentimientos “comunes” que de hecho funcionan como patrones o principios constitutivos de las diferentes experiencias posibles de la belleza, experiencias en las que -huelga decirlo- nos conocemos y nos reconocemos.
Cuando ese es el caso, cuando nos reconocemos en una comunidad de sentido estético compartido, en un determinado sentido común, como el de los amantes del heavy metal o de las cantatas de Bach, hay determinados juicios estéticos que se revelan necesarios. Así si apreciamos “Wenn Sorgen auf mich dringen (BWV 3)




que contiene uno de los mejores duettos de soprano y alto de todas las Cantatas entenderemos como necesario el “Bring dem hungrigen dein Brot (BWV 39)”


que es una pieza compuesta para tres solistas, en la que a las voces de soprano y alto, añadimos como contrapunto la del bajo. Dado un determinado sentido común, un determinado juego de lenguaje, entenderemos como necesarios los elementos que completan, que redondean ese juego haciéndolo más consistente con sus propios -y no enunciados- principios. La necesidad en el ámbito de la estética modal es la necesidad que organiza toda auto-poiesis.
Podemos hablar de la necesidad del juicio estético sólo en relación a cada uno de esos sentidos comunes. Todo es como si esas constelaciones comunes, esos procomunes de la sensibilidad establecieran sus propias hojas de ruta, sus especificaciones de lo que viene a permitirles autoproducirse, completarse.

Es por esto que igual que relacionábamos el modo de lo posible con la categoría de la disposicionalidad, relacionamos el modo de la necesidad con la categoría de la repertorialidad, que es como decir con un sentido de conjunto determinado, con aquello que completa que permite lograrse a cierto grupo de elementos internamente coherentes y, por así decir, íntimamente solidarios. Por supuesto esto hace de toda necesidad una necesidad interna organizada en torno a eso que Kant llamaba un sentido común y que nosotros, más dados a lo sistémico, llamamos un modo de relación.
Esta categoría de la repertorialidad podría explicarse también a partir de lo que Whitehead entendía como el ideal de inteligibilidad, consistente en que todos los elementos de nuestra experiencia puedan integrarse en un sistema coherente de ideas generales... claro que para ello habría que pluralizarlo -ya no serían todos los elementos de nuestra experiencia sino todos los elementos de determinado ámbito de experiencia- y llevarlo algo más lejos añadiendo a la petición de coherencia la de máxima compleción y la tendencia -casi diríamos la querencia- hacia la estabilidad. En eso consiste la categoría de la repertorialidad: en postular y construir conjuntos máximamente coherentes, completos y estables de elementos. Huelga decir que la relación modal característica entre los elementos de un repertorio es la de la necesidad interna3.


Esta misma tensión y esa misma “solución” será la que recogerá Adorno del modo más explícito al constatar que lo bello no puede definirse, pero tampoco se puede renunciar a su concepto: se trata de una antinomia estricta. Una estética desprovista de categorías sería solamente la descripción histórico-relativista y parcial de cuanto aquí y allí,(...) se ha considerado.1
La diferencia radica, obviamente, en que lo que Kant llama “sentido común” son ya en Adorno determinadas combinaciones de nuestras queridas categorías estéticas. Nuestro acercamiento a la belleza se basará pues en su consideración como “óptimo modal”, es decir como instanciación ejemplar del lograrse de determinada categoría estética, o mejor aún del lograrse de determinada combinación de categorías organizadas como modo de relación.
Que muchas cosas y muy diferentes puedan ser necesarias y bellas no significa obviamente que cualquier cosa pueda ser necesaria y bella. Ahora sabemos que la belleza cae muy cerca de la necesidad estética, como un ejemplo del máximo grado de cumplimiento y logro de un determinado modo de relación.
En esa necesidad estética se esconde, como supo ver Hannah Arendt, una intensa potencia de vinculación social y política. Como es sabido para Arendt habría también en la historia de la humanidad doliente verdaderos “ejemplos”, instancias modales, que nos preceden y nos condicionan, que nos fuerzan -aun sin coacción como diría Hartmann- a asumir una herencia repertorial de dignidad e inteligencia: las grandes revoluciones -dice Arendt- de la Comuna de París a la república de los soviets, de los comunidades de Aragón al 15 M. De nuevo, no se trata de una necesidad absoluta, de una suerte de fatalidad ineludible, sino de una necesidad interna, repertorial, que sólo nos vincula en la medida en que somos parte de un “sentido común”, al que eso sí, todos estamos invitados.


1TH. ADORNO, Teoría estética, Barcelona, Orbis, 1983, pág.73
1#18, pág. 190
2Ibidem, #20, pág 191
3 De hecho, y en esto seguiríamos de cerca a Hartmann, propiamente sólo puede haber necesidades internas, es decir inherentes a repertorios, a conjuntos de elementos unidos por un sentido común. El primero de esos elementos, el que abriera -por así decir- un conjunto será siempre necesario en relación a otro repertorio con el que estaría acoplado o contingente si comparece solitario. Por eso -a todo esto- dios nunca podría ser el ente absolutamente necesario que pensaban los teólogos. Si dios estaba ahí antes que nada más, antes que ningún repertorio, será -en el mejor de los casos el ente absolutamente contingente... Dios -como saben bien los astrofísicos- podría ser cualquier cosa. Todo lo que se sigue es necesario, pero él no.

lunes, 30 de septiembre de 2013

Cuestiones de análisis modal: del Puente de Tacoma a la Cancillería del Reich


El 7 de Noviembre de 1940 a eso de las 11 de la mañana, en la ciudad de Tacoma, del estado norteamericano de Washington, soplaba un viento moderado de unos 67 kms/h. No se puede decir que fuera un viento excepcionalmente fuerte, pero bastó para que el, ahora famoso, puente de Tacoma Narrows empezara a vibrar primero longitudinalmente y luego transversalmente, en torno a su eje central... alcanzando movimientos más y más violentos hasta que colapsó por completo y cayó en pedazos. La caída del puente se pudo filmar y sigue siendo uno de los vídeos más visitados de Youtube.



Ahora sabemos que eso sucedió porque el puente se construyó sin someter su estructura a lo que se conoce como “análisis modal”. En ingeniería se llama “análisis modal” al estudio de una estructura en función de sus propiedades naturales, o más en especial el estudio de las propiedades dinámicas de las estructuras sometidas a excitación “vibracional”. Por propiedades dinámicas o naturales se entienden las frecuencias bajo las cuales resuena cada estructura, la capacidad y los modos de torsión característicos de dicha estructura. Por excitación vibracional podríamos entender más allá de la obvia aplicación de influencias físicas, también la puesta en juego, la apropiación disposicional, tanto física como intelectual, a la que cualquier agente, el viento o un servidor puede someter a una estructura, como un puente o una obra de arte por ejemplo.

Se le llama análisis modal porque para cada frecuencia natural, o cada abordaje disposicional, obtenemos un patrón de deformación de la estructura, y a esos patrones de deformación se les denomina las formas modales (mode shapes) de la estructura. Así el Puente de Tacoma había resistido varios meses las resonancias bajo el modo de torsión longitudinal -llamado “torque”-pero no pudo ni cinco minutos con el modo trasnversal de “flameo”.
Los mode shapes nos detallan entonces los diferentes umbrales de plasticidad y resistencia que caracterizan a cualquier estructura, ya esté hecha con vigas de acero o con palabras.
Llevando el análisis modal a nuestro campo, podríamos sostener que los “mode shapes” -las formas modales- de las obras de arte o las conductas estéticas serían, a su vez, las diferentes posibilidades de apropiación, de acoplamiento que una estructura estética determinada puede asumir sin convertirse en otra cosa, o sin colapsar como le pasó al Puente de de Tacoma.

Las obras de arte, como los puentes o los gobiernos, tienen una determinada capacidad de recibir y encajar intervenciones disposicionales como rachas de viento, interpretaciones o escándalos políticos, que a su vez pueden darse alternativa o simultáneamente bajo diferentes modos. De lo que se trata con el análisis modal es de determinar justamente esos modos en los que cualquier estructura entra en diferentes ciclos de resonancia, de los cuales saldrá o no indemne. De esta forma y gracias al análisis modal podemos trabajar con los diversos grados y vectores de plasticidad de las obras de arte, entendiendo así cual es su extensión, el campo en que un modo de relación sigue siendo el mismo, sin por ello dejar de prestarse a diferentes interpretaciones o apropiaciones.

Esto es fundamental puesto que, por definición, toda obra de arte debe prestarse a un cierto grado de apertura hermeneútica, a un juego disposicional de apropiaciones e interpretaciones. Pero no todas las obras aceptan igual grado de torsión ni mucho menos todos los “modos” -los mode shapes- de torsión que se les pueden aplicar.
En la estética premodal nos bastaba con constatar la presencia de estos fenómenos de resonancia que son las diferentes interpretaciones de las obras y acaso discutir la mayor o menor pertinencia de las mismas en función de su cercanía a una lectura, supuestamente correcta, de la obra en cuestión.
De lo que se trata ahora es de analizar cada obra de arte como un modo de relación, susceptible de entrar -y en gran medida obligado a entrar- en diferentes ciclos de resonancia, que extraerán diferentes “notas” de la misma.
El análisis modal nos proporcionará entonces una especie de mapa de las posibilidades de cambio y estabilidad presentes en una obra determinada, de las posibilidades de su modulación, ayudándonos a averiguar en qué medida sigue siendo ella misma o ya se ha transformado en otra cosa...
Y es que, por supuesto, cuando una estructura colapsa, se transforma en otra cosa. En el caso del puente de Tacoma, su derrumbamiento en medio del estrecho generó un arrecife inmenso donde han podido refugiarse de las corrientes una multitud de especies que de otro modo tendrían una vida mucha más aventurada. Igualmente cuando una estructura narrativa o musical colapsa, como sucede -por ejemplo- con los materiales de la tradición sinfónica rusa a manos de Shostakowich, encontramos otra cosa, es decir otro “modo de relación”, que -como hemos dicho- difícilmente podía ser prevista en la estética premodal, pero en la que ahora cabe trabajar.
No deja de ser curioso que también en 1938, justo el mismo año en que se construyó el Puente de Tacoma, un arquitecto alemán, Albert Speer, el arquitecto preferido de Hitler, llamara la atención sobre la carencia de este análisis modal. En palabras de Speer:
Las construcciones modernas no eran muy apropiadas para constituir el puente de tradición hacia futuras generaciones que Hitler deseaba: resultaba inimaginable que unos escombros oxidados transmitieran el espíritu heroico que Hitler admiraba en los monumentos del pasado. Mi teoría tenía por objeto resolver este dilema: el empleo de materiales especiales, así como la consideración de ciertas condiciones estructurales específicas, debía permitir la construcción de edificios que cuando llegaran a la decadencia, al cabo de cientos o miles de años, pudieran asemejarse un poco a sus modelos romanos.1

Valga traer aquí a Speer a colación para tener presente que con el análisis modal no se trata de recuperar ninguna suerte de estetización del colapso, ni de alimentar las ilusiones de pervivencia histórica de políticos megalómanos y con bigote. Ningún análisis modal hubiera ayudado a que Speer imaginara que su monumental Galería de Mármol, en la Cancillería del Reich, sería desmantelada para usar sus materiales en el Monumento de Guerra Soviético de Treptower Park. Aunque no se puede negar que la interpretación que los soviéticos hicieron de los materiales elegidos por Speer quedaba muy cerca del “modo de relación” que el mismo Speer había explorado tan efectivamente.


1SPEER, Albert (2001), Memorias, Barcelona, El Acantilado.po 104-105.

sábado, 4 de mayo de 2013

El desacoplado como desfigurado y como transfigurado



¿Que es un hombre
Si su principal fin y lo que trama su tiempo
es sólo comer y dormir?... Una bestia, nada mas...

What is a man,
If his chief good and market of his time
Be but to sleep and feed? ...A beast, no more

Hamlet Acto IV, Escena IV.


Tal y como hemos podido ver con Marx, dado un paisaje de cercamientos cualquiera, dada una condesa de Shuterland cualquiera y sus huestes de expoliadores, lo que sigue es un ciclo de desacoplamiento y, a buen seguro, lo que podríamos llamar una quiebra repertorial, es decir una descomposición del conjunto de formas y objetos, del conjunto de figuras mediante las que nos organizábamos y nos componíamos. Esta quiebra repertorial es una consecuencia del desacoplamiento y tiene, a su vez, como principal efecto, perpetuar nuestra precariedad. Instalados en esa precariedad, no sólo no podemos, sino que tampoco sabemos, ni siquiera sabemos que no podemos. A duras penas podemos llegar a echar de menos aquello cuya existencia ignoramos.
La quiebra repertorial entonces no es una falta cualquiera, no se trata solo de que nos hayan quitado algo, más o menos reemplazable o reivindicable. Hablamos de quiebra repertorial porque el problema es que ese algo que nos falta, que nos han arrebatado, es la posibilidad misma de tramar un sistema relativamente estable de formas y objetos, la posibilidad misma de hacernos con un repertorio y por ello la posibilidad misma de ser capaces de generar sentido. Porque el sentido no es algo externo que nos pueda venir dado, sino que es siempre función de la coherencia y compleción de los sistemas de objetos o signos en que somos y nos movemos. El absurdo comparece cuando el repertorio ha estallado en mil pedazos y habitamos un mundo de andrajos y remiendos.
Los repertorios artísticos como los culturales en general, sólo se generan tras generaciones de tanteo y organización, tras generaciones de Homeridés decantándose. Necesitamos tacto y tiempo.
La gravedad de esta perdida, verdadera mutilación1, es siempre relacional, se dice siempre en relación al conjunto del que lo perdido es parte, y como hemos dicho produce quiebra repertorial cuando lo que falta nos impide imaginar lo que queda como un conjunto coherente y dador de sentido. Los pensadores de la modernidad han nacido ya dentro de esta quiebra repertorial y han tendido a naturalizarla, convirtiéndola poco menos que en un rasgo existencial de la naturaleza humana. Así los diversos existencialismos. Adelantándose en esa línea, decía Ortega que “en todo ser dado, en todo dato del mundo encontramos su esencial línea de fractura, su carácter de parte y sólo parte, vemos la herida de su mutilación ontológica, nos grita su dolor de amputado, su nostalgia del trozo que le falta para ser completo, su divino descontento.1

Pero como seguramente no se le escaparía a Don José, como no se le escapó al mejor existencialismo, no se puede decir solamente “en todo ser dado” sino que forzosamente hay que decir “en todo ser dado históricamente”, situado en una lasca concreta del tiempo y tensado por unas concretas tenazas económicas y políticas... No se trata tanto de que nos imaginemos una situación ideal en la que no hubiera quiebra repertorial, sino de que sepamos diagnosticar a qué se debe en concreto, nuestra particular quiebra. La que nos ha tocado vivir a nosotros en nuestra generación … y ya nos podemos esmerar en ello.


Cerraremos estos “Desacoplados” cabalgando con Karl Marx de nuevo, que como Karl May, nunca estuvo en el oeste americano, pero parecía conocerlo a las mil maravillas:
Las relaciones capitalistas presuponen el divorcio entre los obreros y la propiedad de las condiciones de realización del trabajo. Cuando ya se mueve por sus propios pies, la producción capitalista no sólo mantiene este divorcio, sino que lo reproduce en una escala cada vez mayor. Por tanto, el proceso que engendra el capitalismo sólo puede ser uno: el proceso de disociación entre el obrero y la propiedad de las condiciones de su trabajo. La llamada acumulación originaria no es, pues, más que el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción.2

Si queremos reformular estas conocidas tesis de Marx en términos estéticos, podríamos aludir a un hipotético proceso histórico de disociación entre repertorios y disposiciones, entre las colecciones tendencialmente completas y coherentes de formas y signos y la capacidad -distribuida individualmente- de extraer sentido y juego de ellas.
Pero, al igual que le sucede a Marx, para considerar tal disociación, se impone recuperar y tunear el concepto de modo de producción. Al hablar de “modo de producción” lo que está en juego no es tanto la existencia o la consistencia de los productores o los medios de produccíón, sino la concreta relación que media entre ellos. La clave está pues en el cómo y el dónde se encuentran y se traman productores y medios de producción, disposiciones y repertorios, la clave está por tanto en el modo de relación entre ellos, en la figura mediante la que se organizan y con la que podemos comprender su generatividad.
Un modo de relación no es nunca una fórmula cerrada, una receta mecánica de determinados acoplamientos. Los modos de relación son distintivamente generativos. En esto se asemejan a la noción antigua de “figura” investigada por Auerbach. Según el filólogo alemán, la historia de las primeras apariciones y de la etimología del término nos lleva a relacionarla claramente con “lo que se manifiesta de nuevo y lo que se transforma”.2
Y no es esta la única tradición conceptual en la que la “figura” comparece como índice de generatividad. En alemán tenemos el juego entre Bild y Bildung, en el cual se relaciona la imagen o figura con la construcción, del mundo o de sí mismo.
Algo particularmente impresionante de la pregnancia de la noción de figura es su necesidad, su inevitabilidad. La figura no se propone transformar el mundo o a sus receptores, no tiene que proponérselo: la basta con ser-ahí, con suceder-ahi, sin demorarse demasiado siquiera, para afectar y determinar el medio mismo atravesado, así el Amado en el Cántico Espiritual:

Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.
En la gran tradición clásica de la que San Juan de la Cruz forma parte, la figura es una suerte de forma formante, una inteligencia agente productiva, pero no en cualquier sentido sino en aquel que le es específico, tanto que constituye individuación, que nos permite reconocer a uno alguien entre muchos. Por eso, dice San Juan:
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.
No es este el lugar para ahondar en las tradiciones de pensamiento en las que esta noción de figura toma pie, baste como muestra citar la importantísima tradición hermética, de la que Giordano Bruno formaba parte, y que cifraba su sistema del mundo en la pregnancia de la noción de figura. Como es sabido para Bruno eran fundamentalmente importantes tres figuras: figura mentis, figura intellectus y figura amoris, que no eran solo -ahí volvemos- formas de descripción, sino formas fundamentales de organización e intervención en el mundo3


El que puede invocar una figura o un conjunto de ellas, puede con ello hacer y comprender el mundo, pero ¿qué sucede con nuestros desacoplados en tanto habitantes de la quiebra repertorial?. Todo apunta a que, de entrada, nos las tenemos que ver con lo que Cioran llamaba “desfigurados”, cuya comparecencia no constituye mundo ni belleza, porque han sido ya desposeídos de la figura, del modo de producción que les permitía habitar el mundo de forma fértil. Por eso Lezama Lima diría de ellos que habían perdido las consejas del tiempo. Pueden acometer acaso alguna corrección táctica, local y limitada, pero al cabo tienen que salir huyendo o más bien es el mundo el que huye debajo de sus pies, porque ellos están fuera.
Así John Wayne en Centauros del Desierto, o Clint Eastwood en Sin Perdón. El desfigurado es el desacoplado en estado puro, el productor separado de los medios de producción, el desposeído de su repertorio y el que se ha quedado a solas con un puñado de disposiciones que no valen ya para maldita la cosa. ¿Acaba así este ensayo?

Pues no del todo, porque tirando de la obra misma de Cioran, llanero solitario donde los haya, nos encontramos que en una relativa oposición al desfigurado podemos toparnos con lo que él llama el transfigurado. Entenderemos con Cioran que transfigurado es aquel a través del cual, a costa del cual, se nos muestra una nueva figura... aunque para mostrarse aquellos que lo hacen posible deban desaparecer, deban inmolarse acaso, como se inmola Billy the Kid o el Grupo Salvaje de Peckinpah, como se inmolan los Siete Magníficos4, para que de su transfiguración emerja otra cosa. Una nueva figura. Y ponemos la palabra “nueva” en cursiva porque obviamente en el ámbito de las figuras, nada hay de nuevo. Como dice Cioran se trata siempre de “aprender a encontrarnos remontándonos hacia nuestros orígenes, hacia nuestra eterna virtualidad.”5
En esta pugna de desfiguardos que pueden aún transfigurarse, se encuentran Hamlet y Billy the Kid. Ambos están desfigurados, desahuciados de un mundo que ha dejado de ser mundo para convertirse en un batiburrillo de miserables componendas. Pero ambos eligen transfigurarse, ambos eligen una muerte que no es dormir, nada más, que tiene más que ver con esa suerte de sueño colectivo que quiere poner de manifiesto figuras que nos permitan de nuevo ser lo que somos y nunca hemos renunciado a ser.
En esto hay algo de Marx y del último Marcuse, y su exigencia de una memoria de calado antropológico6, una memoria de la especie como conjunto de las relaciones, de las figuras, que hemos sido capaces de establecer.. se trata ahí, siguiendo con Cioran de “bajar por la escalera de nuestro espíritu, permaneciendo en nosotros, venciendo el aislamiento de nuestro semblante-figura7, trans-figurándo-nos hacia nuestros inicios Volvemos adonde no hemos sido, pero donde todo ha existido, a la potencialidad absoluta de la vida, de la que nos sacaron la actualidad y los límites inherentes a la individuación...8

Como Quijote cuando le recogen magullado después de su primera escapada sabemos lo que somos y también lo que podemos ser.

Sabemos cuan desfigurados estamos y tenemos algunas ideas sobre cómo nos podemos transfigurar.

En ese íntimo saber modularse y ponerse en juego reside una de las claves del pensamiento modal, del que Hamlet, a todo esto, es un consumado maestro.

1Puesto que son los repertorios los que dan cuenta de la medida en que somos capaces de obrar y comprender, su quiebra hubiera sido definida por Aristóteles como un caso claro de “mutilación”: “En general, no hay mutilación respecto de las cosas en que la colocación de las partes es indiferente, como el fuego y el agua; para que haya mutilación, es preciso que la colocación de las partes afecte a la esencia misma del objeto... No se dice mutilada una copa por estar rajada; lo está cuando el asa o el borde han sido arrancados. Un hombre no está mutilado por haber perdido parte de la gordura... Por esto no se dice de los calvos que están mutilados”. Aristóteles, Metafísica, Libro V, XXV
2Erich Auerbach, Figura, pág 44
3“These three figures are said to be most ‘fecund’, not only for geometry but for all sciences and for contemplating and operating” (Francis Yates, Giordano Bruno and the hermetic tradition, 1964 pág. 314)
4Nada puede remediar no haber dedicado una sección del libro a esa película y a su antecedente japonés, como mi amigo Roland Durán hubiera deseado, pero ahí queda la referencia.
5 E.M. Cioran, El aciago demiurgo, Taurus, Madrid, 2000, pág. 86
6Me vienen a la memoria los magníficos versos de Antonio Gamoneda, en su poema “Después de veinte años”:

He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos:

Tierra incansable,
                          firma
la paz que sabes.
                         Danos
nuestra existencia a
                             nosotros
                             mismos.
7Tal y como hace notar Joaquín Garrigós, el traductor de Cioran, en rumano semblante y figura se dicen igual.
8El libro de las quimeras, Tusquets, Barcelona, 2001, pág 144-145


1 José Ortega y Gasset, ¿Qué es filosofía?, Espasa-Calpe, Madrid, 1995, p. 109
2 Karl Marx, El Capital, capít. XXIV

Revolt and remember


Cuestiones de panarquía y resiliencia en teoría estética.




People do learn, however spasmodically.

C.S. Holling



Resiliencia es una palabra derivada de la raíz verbal latina “resilio-resilire” con el significado de saltar hacia atrás o rebotar. Es de uso común en el ámbito de la ingeniería, donde se utiliza para aludir a la capacidad de cada material para volver a un estado inicial tras sufrir cualquier orden de perturbaciones. Así una vara de mimbre verde o una goma elástica serían ejemplos de un alto grado de resiliencia, puesto que podemos estirarlas o doblarlas con mucha más saña que a otros materiales y al cabo volverán a estar como las habíamos encontrado.
La resiliencia entonces es la capacidad de recuperación, el potencial de reestructuración que tienen los materiales y las criaturillas para no perder su propio norte ante diferentes perturbaciones. Pero si fuera sólo esa la cuestión, entonces quizá estaríamos sólo ante otra forma de aludir a la flexibilidad.
Ese no es del todo el caso, al menos porque al pasar del estudio de materiales al de las comunidades de modos de hacer de los que se ocupa la ecología, la teoría de sistemas o la estética -sin ir más lejos- se ha ido poniendo de manifiesto la estrecha conexión entre resiliencia y complejidad: pronto se observó que los ecosistemas mas complejos, es decir los que presentan un mayor número de interacciones diferentes entre un mayor número de componentes diferentes, poseían una cantidad mayor de dispositivos de autorregulación y eso les hacía más flexibles y más sostenibles porque eran más múltiple y diferenciadamente inteligentes.
Esto suponía definir la resiliencia ya no como la capacidad de regreso a “un” punto de equilibrio -único e inalterable para cada sistema, sino el intento de hacerlo de modo adaptativo y relativamente variable; en eso se hallaba la inteligencia específica de lo vivo: la resiliencia.
En otras palabras, los sistemas altamente resilientes se muestran capaces de reaccionar de una manera generativa, produciendo y autoproduciéndose gracias a múltiples cambios y reajustes entre los elementos y los sistemas mismos que lo componen. La identidad de un sistema no está entonces en ninguna sustancia o identidad inmutable sino, como sabia Buffon, en su estilo, el juego de equilibrios y compensaciones internas mediante el que se autoproduce.
Asi las cosas, lo que nos enseña la teoría de la resiliencia y los ecosistemas es que la pervivencia no está en absoluto ligada, o no lo está únicamente, a la obcecación y el carácter monolítico.Antes al contrario, diríase que la inteligencia de lo vivo comparece acoplada con la complejidad autoorganizada, susceptible de producir cambios en la composición interna, en los equilibrios de fuerzas dentro de cualquier sistema. Eso hace que no se puedan concebir jerarquías intocables.




Pero una jerarquía tocable, o cuestionable es una contradicción, un oxímoron. “Jerarquía”, literalmente alude a los poderes o los principios que son sagrados (hieros + arxe), o que se presentan como tales. La resiliencia, como inteligencia de lo vivo, tenderá a transformar cualquier jerarquía dada, por mucho que se presente a sí misma como sagrada, en un conjunto de estructuras dinámicas que faciliten y no agarroten los reequilibrios precisos.
Para pensar esta crisis de la jerarquía, los ecólogos han recuperado la vieja noción de Panarquía1, que en origen se formuló para defender la coexistencia no territorializada de diferentes tipos de gobierno, de modo que cada cual pudiera escoger el tipo de orden en el que reconocerse.
Esto suponía auspiciar la realización de tantos proyectos de autonomía y tantas comunidades libres como dieran en surgir. Su imperativo categórico vendría a ser: Vive como quieras, organizate para ello y deja que los demás hagan lo propio2.
Pero volviendo a la ecología, interesa destacar el juego metafórico que Holling, Gunderson y otros autores han planteado para entender la panarquía como el gobierno de Pan, el diosecillo griego de los bosques, mediante el que se alude a una noción de la naturaleza que es a la vez creadora y destructora, que arrasa y conserva a la vez, o alternativamente. O dicho en las palabras de los que propusieron el término:

Puesto que la palabra jerarquía está tan lastrada por la índole rígida y vertical del significado que suele atribuírsele, hemos preferido inventar otro término que capta la naturaleza evolutiva y adaptativa de los ciclos adaptativos que están anidados unos en otros a través de diferentes escalas de tiempo y espacio. Hablamos de Panarquías, tirando de la imagen del dios griego Pan que nos predispone a tener presentes los procesos de destrucción y reorganización, a menudos considerados con menos atención que los de crecimiento y conservación... Sus atributos suelen ser descritos de un modo que resuena con los atributos de las cuatro fases del ciclo adaptativo; como el poder creativo y dinamizador de la naturaleza universal”


El paradigma teórico de la Panarquía, daría centralidad a la noción de ciclo adaptativo, cuyo recorrido completo incluye fases de crecimiento y de disolución, de acumulación y de desgaste. No se esforzaría por tanto, en definir un estado de equilibrio óptimo, una especie de estabilidad jerarquicamente establecida o sancionada sino que entendería lo vivo en su inserción en continuos ciclos adaptativos que se suceden y se articulan entre sí, explorando posibilidades que pueden ser o no abandonadas en función de sus resultados.




Las cuatro fases características de todo ciclo adaptativo podrían ser denominadas con los términos: explotación, conservación, disolución y reorganización.
La fase de explotación es una fase de expansión rápida, como la que sucede cuando una población encuentra un nicho fértil en el que crecer.
La fase de conservación es una fase de lenta acumulación y almacenamiento de energía y material como la que sobreviene cuando una población alcanza una capacidad óptima y se estabiliza durante un tiempo.
La fase de disolución puede ocurrir más o menos rápidamente cuando una población declina debido a la irrupción de un competidor o un cambio de las condiciones.
La fase de reorganización puede también ocurrir con rapidez, como acontece cuando ciertos miembros de la población son seleccionados por su habilidad para sobrevivir pese a los competidores o el cambio de paisaje que provocó la fase de disolución.

Pero como hemos podido aprender a través de la teoría de catástrofes, por ejemplo, estas fases pueden ser rápidas o lentas. Las fases rápidas inventan, experimentan y prueban; las lentas estabilizan y conservan la memoria acumulada de los experimentos pasados. Los sistemas panárquicos no se pueden entender sin esta articulación entre los momentos de cuestionamiento revolucionario y los momentos de estabilización y conservación en la memoria del sistema.

Revolt and remember... and be contextualized


Indudablemente, los prestamos teóricos entre disciplinas tan distantes como la ecología, la teoría de sistemas y la estética deben ser tomados con precaución. No debemos dejarnos llevar por analogías excesivamente fáciles ni forzar las semejanzas más allá de lo sensato. Pero, incluso siendo cautos, parece indiscutible que algunas nociones como la de complejidad, resiliencia o panarquía pueden resultarnos fértiles en nuestro campo, no solo sin forzar por ello el equilibrio teórico del pensamiento estético, sino antes al contrario, abundando en las que han sido -históricamente- algunas de sus líneas de indagación más características.

En ese sentido, podríamos revisar la noción de “función estética” de Mukarovski, acaso uno de los pensadores de la estética menos sospechoso de intrusismo teórico. El teórico checo definía la función estética como aquella que evitaba el establecimiento y consolidación de ninguna de las otras funciones de un modo excluyente y, por así decir, desertificador, evitando “que se pueda manifestar la supremacía unilateral de una sola función: la utilitaria o la suntuaria, por ejemplo, sobre las demás”.3 Esta concepción de la función estética está, como es obvio, estrechamente vinculada a la kantiana “irreducibilidad a concepto”.
La noción de complejidad autoorganizada parece inherente al campo de la producción artística y cultural tal y como se ha venido construyendo en Occidente desde el Renacimiento. La noción de autonomía de lo artístico, con todas las fluctuaciones y modulaciones que cabe esperar, ha sido central para el desarrollo de las artes y el pensamiento en Europa. Tenemos pues unos cuantos elementos que nos permiten sostener que nuestra cultura será sostenible en la medida de su complejidad, entendida como diversidad esrtuctural y funcional... y su autonomía.
Y ahí te quiero ver.

1El concepto en cuestión fue presentado por el botánico, economista y filósofo belga Paul Emile de Puyt, en 1860.
2John Zube ha elaborado una especie de listado de mandamientos de la Panarquía que se puede ver aquí:
http://www.panarchy.org/zube/gospel.1986.html
3Jan Mukarovsky, El lugar de la función estética entre las demás funciones, p. 129

miércoles, 16 de enero de 2013

Pluralismo categorial

Pulchritudo multiplex est
Giordano Bruno


A finales del siglo XX, uno de los problemas que dieron en acechar -de modo más recurrente- a los intrépidos investigadores de la estética fue la incontenible diversidad de sensibilidades, estilos, tendencias y convenciones que daban y dan vidilla a nuestro campo. Como decía el gran historiador y teórico W. Tatarkiewicz «la multiplicidad de aquello que llamamos arte es un hecho; en diferentes períodos, países, tendencias y estilos, las obras de arte no sólo tienen formas diferentes, sino que cumplen funciones diferentes, expresan intenciones diferentes y funcionan de modos diferentes”.
Si además del arte, del que habla Tatarkiewicz, incorporamos el dominio todo de la sensibilidad estética nos encontraremos con un campo que no sólo es diverso sino que al hacer estandarte de la generatividad y convertir en valor la experimentación y el juego de las facultades, no puede sino seguir siendo cada vez más “diverso”.
Así las cosas no es de extrañar, ni deja de tener su lado sensato, que un número considerable de estudiosos hayan desesperado de la posibilidad de formular algo así como una estética con validez general para todos los fenómenos estéticos habidos y –ahí duele- por haber.
También Tatarkiewicz defendió la insostenibilidad de un sistema estético universal. Estaban entonces las vanguardias arrancando, pero ya para el joven investigador polaco, era evidente que siempre iban a aparecer hechos y juicios contrarios a los que hemos elegido para fundar nuestro sistema, hechos y juicios que –sin duda- requerirían otro sistema y otros más sucesivamente y sin fin aparente.
Siendo así, si a la ya mencionada y apabullante multiplicidad de formas artísticas y valores estéticos se le une la proliferación de los diversos sistemas de valores. El resultado no puede ser más que un lío descomunal, por lo cual - como hemos dicho- no es extraño que muchos teóricos renuncien no sólo a la posibilidad misma de pensar lo estético, sino que también opten por concepciones relativistas o subjetivistas de los valores estéticos.
Pero con eso ya no estaría de acuerdo nuestro héroe en este capítulo. Tatarkiewicz, rechazó de plano estas concepciones como lo que son: muestras de mentes apresuradas y un tanto embotadas. A cambio sostendrá contra viento y marea que los valores estéticos no son ni subjetivos ni relativos, sino que simplemente son numerosos y susceptibles además de organizarse de formas diferentes.

Por tanto si bien es cierto que puede resultar harto complicado construir un sistema universal válido de los valores estéticos, no por eso vamos a permitirnos pensar que todo vale ni mucho menos que resulte de todo punto imposible pensar cómo funcionan las constelaciones de valores estéticos.
Sostendremos aquí –en la segura estela de Tatarkiewicz- que la estética puede construirse y mantenerse como una disciplina unitaria sólo en la medida en que convierta en su objeto teórico precisamente la irresoluble pluralidad modal de experiencias y procesos que abarca.


La estética modal, como si de una demonología se tratara, será entonces una teoría de la distribución, un estudio cuidadoso de los modos en los que la generatividad sucede en los más diversos planos materiales y procesuales. No estará interesada en acotar y limitar dichos planos, puesto que estos no van a dejar de proliferar. Su trabajo consistirá más bien en elucidar las leyes modales que organizan esa proliferación. Su posición, como la hubiera querido el maestro Tatarkiewicz, es la de un pluralismo no relativista ni subjetivo. Como siempre que se introduce la modalidad, esto supone un radical cambio de plano ontológico y epistemológico que es preciso entender adecuadamente.

Una buena forma de intentarlo puede ser mirar al cielo, en cualquier momento pero mucho mejor si podemos hacerlo en una noche despejada y alejados de la contaminación lumínica de la ciudad.

¿Qué vemos en el cielo?

Pues de entrada no gran cosa, porque no tenemos la vista muy hecha a mirar tan tan lejos, pero si tenemos paciencia y en verdad nos hemos podido alejar lo suficiente del ajetreo lumínico de la ciudad, empezaremos a ver planetas y estrellas, alguna nebulosa, la vía láctea acaso. Y claro está, empezaremos a reconocer constelaciones, la osa mayor seguro, a la menor la veremos dos o tres veces y es que buscando ponerle rabo a la osa vemos más y más estrellas…las constelaciones son muy útiles, ahora lo vemos.

Pero claro, viendo el cielo sucede más o menos lo mismo que sucede cuando se da en estudiar estética: como ya hemos visto muchas estrellas y muchas constelaciones, muchos valores estéticos y muchas poéticas –para entendernos- sacamos nuestro cuaderno y dibujamos cuidadosamente lo que vemos. Y ya está, ya tenemos un mapa completo del cielo. Un mapa completo de los valores estéticos y las poéticas verdaderamente relevantes, que podemos publicar para orientación y guía de perplejos.
Alguno habrá que se compre nuestro mapa-libro de estética y se lo crea a pies juntillas, sin molestarse en levantar la vista al cielo y arriesgarse a coger un resfriado con el relente nocturno.
Pero si alguien lo hace, es muy posible que disienta de nosotros: bastará que salga al campo un día diferente del mes o a otra hora de la noche para que nuestro mapa le resulte muy inexacto o del todo inútil. Nuestro disidente observador se pondrá entonces a dibujar su propio mapa del cielo y procederá a publicarlo en justo desafío. Ya tenemos dos escuelas, muchos de cuyos adeptos seguirán sin molestarse -a todo esto- en salir al raso y mirar al cielo.
Algunos de los que lo hagan quizá tengan la suerte de poder aprovechar uno o el otro mapa.
Otros irán acaso un día y una hora en el que pueden aprovechar un poco de un mapa y un poco del otro. Caerán entonces del guindo y se proclamarán ecclecticistas.

Cuando estén así las cosas: con dos mapas del cielo que no se pueden ni ver y un tercero que intenta hacer componendas entre los dos -no se si la situación os resultará familiar- llegará un turista inglés, un señor muy educado y muy práctico a todo esto, y nos dirá que no hay porqué exaltarse, que esto de las estrellas es “relativo” y que ver unas u otras depende de cada cual: la astronomía debe ser considerada como un discurso subjetivo.
Como nos parece un poco floja la respuesta, le insistimos al señor inglés y le decimos que necesitamos algo más sólido, quizá porque vamos a hacer un largo viaje a pie o navegando y necesitamos orientarnos por las estrellas. Ante nuestra persistente indagación, el turista inglés, llama a un primo suyo de Chicago, el señor Georges Dickie, y este zanja la disputa diciendo que si tenemos que diferenciar una estrella de una farola o un avión y saber a qué atenernos el criterio definitivo nos lo dará él, mandándonos una foto que sacó hace tres años desde la ventana de su buhardilla y en la que ha anotado cuidadosamente los nombres de las estrellas, su cotización en el mercado y quienes son sus galeristas.

Algo huele a podrido en este panorama teórico y el olor no viene de Dinamarca esta vez.

Obviamente aunque las estrellas sean las mismas, no vemos las misma franjas del cielo todas las noches del año, ni todos vemos igual de lejos, ni mucho menos las agrupamos de igual modo en todas las culturas: seguro que los chinos ven las mismas estrellas, pero las organizan en constelaciones diferentes y en vez de osas ven burritos comiendo bambú. Pero eso no significa que no podamos estudiarlas ni que al cabo las estrellas vengan a ser las mismas para todos

Obviamente las analogías entre la astronomía amateur y la estética llegan a donde llegan, pero no deja de ser interesante constatar cómo estamos dispuestos a asumir que del mismo modo que no podemos ver a la vez todas las estrellas, tampoco podemos ver a la vez todos los valores estéticos1. Hay que asumir la limitación, la estrechez por así decir, de nuestra mirada para el valor y no intentar –por tanto- construir sistemas teóricos tomando en consideración sólo los resultados de esa necesariamente estrecha y corta mirada, sino aprendiendo a modular las limitaciones de esa mirada e investigando las leyes gravitatorias –por así decir- que nos revelarán la existencia de sensibilidades y obras, como cuerpos celestes que acaso no podamos ver pero cuyos efectos e interacciones advertimos.

1 Pero que no por ello damos en engrosar las filas de los que creen que todo es relativo, por supuesto que hay muchas cosas que lo son: nuestras poéticas y sus hitos lo son, la forma concreta en que agrupamos las estrellas en constelaciones y los nombres que les damos también son relativos, pero las estrellas mismas como los valores estéticos siguen ahí, los veamos o no.