lunes, 1 de diciembre de 2008

Estetica Modal: conceptos basicos

Si hay una partición que podríamos pensar constitutiva de cierto canon occidental de pensamiento, desde el Renacimiento hasta la Postmodernidad, se trata de la que establece un ámbito conceptual en el que sujeto y objeto pueden comparecer como elementos poco menos que puros. Se trata de una tradición que se ha visto, indudablemente, propulsada a un lugar central con la hegemonía de la razón Instrumental que el Novum Organum baconiano impuso junto con el auge de las burguesías comerciales y financieras europeas del Barroco. En este momento de brutal desarrollo económico, militar y demográfico se hizo evidente la necesidad de establecer con claridad –siguiendo la lógica Amigo-Enemigo que tan magistralmente expusiera Carl Schmitt- quien quedaba de este lado de la trinchera ontológica: quien era un sujeto y por tanto susceptible de razonar estratégicamente y obtener derechos y privilegios; y quien era un objeto –susceptible de ser usado, explotado y olvidado en el basurero de la historia. La Ilustración es el momento histórico en que se establecen con mayor claridad las bases filosóficas para una „República de los Fines“ -donde todos podemos ser fines por nosotros mismos y evitar ser instrumentalizados como si fueramos meras partes prescindibles del cuerpo político del Absolutismo- y es también el momento social y económico en que se procede al sacrificio de pueblos y civilizaciones enteras en aras del colonialismo y la industrialización. Es obvio que la partición Sujeto-Objeto servirá tanto a la nueva epistemología positivista de la burguesía como a sus prácticas económicas, coloniales y de organización política –donde los sufragios restringidos y censitarios marcarán los límites entre sujetos y objetos de la política-.
Por supuesto que dentro mismo de esa tradición -desde Diderot a Nietzsche- hay abundantes elementos que nos permiten cuestionarla y pensar si más allá de esos dos polos -sujeto y objeto- no podríamos contar con elementos de articulación diferentes.
Ya Cassirer en su imprescindible „Filosofía de las Formas Simbólicas“ asevera que los dos factores de lo „interior“ y lo „exterior“, del Yo y la Realidad no están determinados y delimitados uno respecto del otro de un modo invariable si no es a través de lo que él denomina las „formas simbólicas“ y su mediación: „el logro crucial de toda forma simbólica reside en el hecho de que no da por sentado el límite entre el Yo y la realidad como algo pre-existente y establecido en el tiempo, sino que debe crear dicho límite por sí misma, asumiendo que cada forma simbólica fundamental lo crea de un modo diferente“ . El mito, nos dice Cassirer, en tanto instancia de „forma simbólica“ no arranca a partir de un concepto cerrado ni del Yo, ni de la realidad objetiva, ni de los intercambios entre ambos términos, sino que debe lograr este concepto, esta imagen, debe formarlas a partir de su misma especifidad como forma simbólica, siendo esta determinación –nos atreveríamos a decir- la que convierte de hecho a la forma simbólica en un „modo de relación“.
Con los filósofos de la sospecha, y el marxismo de pensadores como Luckacs se ha hecho particularmente clara la importancia de cuestionar la partición sujeto-objeto, para empezar porque la cosa en sí misma -Ding an Sich- no debe ser considerada tanto una entidad suprasensible cuanto el límite material de todo el pensamiento reificado de las categorías formales y mercantilizadas. Como ha señalado Eagleton, “recuperar la cosa en sí como valor de uso y producto social significaría a la vez revelarla como una totalidad social suprimida y restaurar todas las relaciones sociales que blanquean las categorías mercantilizadas”. Asímismo, y como han destacado Adorno y Horkheimer, a una concepción del objeto muerto y propiamente cosificado no puede corresponder sino un sujeto o bien inflacionado en extremo, como el Yo Absoluto de Fichte o Schelling, o bien miserabilizado y cosificado a su vez. Diríase que la lógica relacional que impone la cosificación funciona en ambos sentidos y que, tarde o temprano, el cosificador resulta –a su vez- cosificado o elevado a tales alturas metafísicas que deviene del todo extraño respecto del mundo que habita.
Algunos pensadores postestructuralistas como Foucault o Deleuze con su noción de agenciamiento, han trabajado abiertamente indagando formas de organización categorial alternativas, formas que establecieran articulaciones sujeto-objeto susceptibles de modificar sustancialmente a ambos produciéndolos de nuevo en función del nuevo marco de relación suscitado. Igualmente, ya a lo largo de los años noventa, se han ido desplegando toda una serie de teorías relacionales: así las tesis ontológicas, o sobre circulación de fluidos, de Bruno Latour, John Law y toda la Actor-Network Theory, según las cuales “un actor puede describirse como un conjunto de relaciones…siendo los agentes tanto conjuntos de relaciones como nodos en determinados conjuntos de relaciones…”
En la línea de estas teorías relacionales y ya de nuevo en el terreno de la estética y la crítica de arte sugiero que consideremos la idea de "relación" como clave para un pensamiento estético actual. Se tratará de considerar una idea de relación constitutiva tanto del sujeto como del objeto -que sólo por superstición metafísica podemos sostener que existan fuera de uno u otro ámbito de relación, del mismo modo que la electricidad no "existe" si no hay un circuito que ponga en relación sus polos. Tampoco se trata de nada tan extraño si consideramos que el mismo Diderot al principio del articulo "Bello" publicado en 1751 en el primer volumen de la Enciclopedia , anuncia que va a resolver el problema de la naturaleza de lo Bello, ante el cual habían fracasado todos sus predecesores. Para hacerlo se limita a repetir a su vez una viejísima idea filosofica, a saber que lo Bello consiste en la percepción de relaciones.
Con un planteamiento así –que es relacional y modal a la vez, se modifican radicalmente las problemáticas y las perspectivas; de forma que la tarea de la estética se resuelve en la indagación de la estructura y el funcionamiento de las diversas "relaciones" o "modos de relación" constituyentes diferenciales de la experiencia estética.
Llamo modo de relación a un conjunto de disposiciones relacionales que establece y regula un determinado estado de cosas. Esto es, al decir “modo de relación” aludimos a una conformación relativamente estable de posibilidades y prioridades perceptivas, relacionales y expresivas.
Cuando un modo de relación se despliega nos incluye, nos inventa y nos explica parcial o totalmente. Existimos siempre dentro de la atmosfera de uno o varios modos de relación en cuyas intersecciones y extensiones también nos es posible movernos, es decir, reinventarnos.
Sostengo que los repertorios de modos de relación constituyen el conjunto de posibilidades a partir de las cuales se puede tramar y articular lo vivo. Por eso mismo los modos de relación persisten con independencia de lo que sea el caso, perviven como posibilidades organizativas reales aun cuando no estén en uso, formando un repertorio, una reserva, de posibilidades organizativas, de distribución de la experiencia.

Los modos de relación en tanto formas de describir el mundo y de vivirlo se desmarcan tanto del individualismo metodológico como del estructuralismo determinista. Si hay aquí un determinismo se trata de un “determinismo de bolsillo”, de pequeñas gramáticas situacionales y relacionales nunca lo suficientemente rígidas como para no permitir intervenciones o tergiversaciones creadoras.
Cabe pensar una estética modal como una teoría de la productividad y la agencialidad de los modos de relación cuyos protocolos y resultados no son reducibles a concepto, manteniendo sus objetos en la relativa opacidad que actualiza su disposición a conformar diferentes estados de cosas.

La estética modal postula modos de relación, allí donde la estética del idealismo postulaba
entes tan inverosimiles como sujetos creadores y obras de arte.

Para que esta generatividad modal se actualice debemos contar con determinadas aptitudes cognitivas y distributivas que podríamos denominar competencias modales. Las competencias modales son pues aquellas capacidades que nos permiten reconocer los modos de relación cuando estos suceden de modo que podemos convertirnos en parte de su despliegue y aprovechar sus potencialidades.
Denomino competencias modales al conjunto de facultades generativas que nos permiten reconocer y establecer el especifico modo de relación que funda una experiencia estética.
Se trata de aptitudes, como sucede con las competencias lingüisticas, innatas y comunes a todos los humanos. Por supuesto, y como señalara Marx, su uso y su ulterior refinamiento dependen del grado y tipo de desarrollo material de cada sociedad concreta.
Mediante estas competencias no sólo somos capaces de acceder a la experiencia estética, sino que somos también susceptibles de volver a codificar ésta en claves artísticas, volviendo a comprimir el modo de relación en un lenguaje especificamente artístico que vuelve, por decirlo así, a cargarlo de potencia modal. Funcionan así las competencias modales en un doble sentido, del mismo modo que la memoria, el recuerdo de la Naturaleza, opera en Marx en ese doble sentido por el que nos es dado reconstruir aquello que nunca hemos tenido y que, sin embargo, echamos de menos. Funcionan pues las competencias modales del mismo modo


Una crítica del arte modal debería ser capaz de mostrar –en sentido wittgensteniano- los modos de relación que se actualizan en cada obra de arte, en cada experiencia estética, de forma que seamos capaces de entender cómo cada modo de relación se halla contenido en la estructura misma de la obra de arte y cómo, a la vez, en su despliegue a partir de ésta y mediante las competencias modales puede derivar en nuevos desarrollos inicialmente imprevistos o no considerados.
Cualquier consideración del arte social y políticamente articulado que no quiera rodar por la pendiente del voluntarismo y del recuento de buenas intenciones, debe considerar el funcionamiento modal de la práctica artística, es decir, la medida en que desde su constitución formal misma está postulando un modo de relación diferente de las gramáticas conductuales hegemónicas. Es en ese sentido en el que, como pedía Adorno, una obra de arte puede ser recibida como una forma de vida, que cabe hacer una interpretación política de las prácticas artísticas. Para ello resulta fundamental que la crítica de arte recupere y ponga a trabajar las competencias modales.
Son las competencias modales, por lo que tienen de “sensus comunis”, de herramienta de transformación colectiva, de órgano de una razón comunicativa a la Habermas: “una “racionalidad comunicativa” que implique a los agentes prácticos y morales, a los procesos democráticos y participativos, así como a los recursos de la tradición cultural” las que pueden librarnos del fantasma de la estetización que acecha al Lyotard del Just Gaming o al Foucault de El uso de los placeres. Hay que advertir, desde la pregunta crítica por las competencias modales, que la demanda que va de Nietzsche al postestructuralismo, nos plantea que vivir bien significa no sólo convertirnos en los poetas de nosotros mismos, transfigurándonos tanto nosotros como nuestros entornos en obras de arte, sino en crear las condiciones materiales para que todo individuo, pueda del modo más libre posible elegir y ejercer una pluralidad de valores y estilos, de modos de relación.

La puesta en valor y la denominación misma de estas competencias modales parece recordarnos las bases teóricas de la gramática generativa de Noam Chomsky y su relativa dependencia de conceptos tan poco a la moda como el concepto de “ser genérico” que Marx defendiera a capa y espada y que actualizaba el concepto feuerbachiano de “naturaleza humana” haciéndolo derivar, según la sexta de sus Tesis sobre Feuerbach, hacia la totalidad de relaciones sociales posibles. Es importante mantener esta base, el Gattungswessen marxiano, por cuanto el proceso creativo, el hacerse e inventarse uno mismo en que consiste toda propuesta estética no puede sino darse dentro de unos límites determinados, que son obviamente los de la propia corporeidad y su constitución, orgánica y socialmente determinada. Como nos recuerda Eagleton, la sociedad humana es en ese sentido “natural” –por recuperar otro vocablo que no ha sido de recibo durante decadas- por mucho que todas las sociedades particulares sean artefactos: “Esta idea de una naturaleza humana no sugiere que debamos realizar cualquier capacidad que sea natural, sino que los valores más elevados que nosotros podemos desarrollar surgen en parte de nuestra naturaleza y no son elecciones o construcciones arbitrarias. No son naturales en el sentido de ser obvios o de fácil acceso, sino en el sentido de que están ligados a lo que materialmente somos.”
Ese anclaje dialéctico en la materialidad de nuestro cuerpo y la virtualidad de nuestras disposiciones es poco menos que irrenunciable para una estética modal como la que aquí estamos planteando, entre otras cosas porque en medio del páramo postmoderno podemos atrevernos a considerar los elementos comunes que nos permiten pensarnos como ser genérico, aunque más no sea por aquel parentesco matemático de que hablaba Valery en su Monsieur Teste.
Abundando en ese mismo aspecto Jan Mukarovsky sostenía que “no se trata hoy de investigar si lo estético está aferrado a las cosas, sino de averiguar hasta que punto radica en la propia naturaleza humana, no se trata de lo estético como una característica estática de las cosas, sino como componente energético del comportamiento humano” .
La estética modal es una teoría de la distribución de esos componentes energéticos fundamentalmente instituyentes del comportamiento humano, de su ser genérico social e históricamente determinado.
Quisiera, citando a Marx, considerar la estética modal como “el libro abierto de las fuerzas humanas esenciales”, considerar, por tanto, la posibilidad de una estética modal “natural” en este sentido en el que lo natural es al mismo tiempo histórico y dialéctico, es decir, hasta cierto punto contingente y sometido a procesos de negociación y conflicto materiales y políticos.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Nulla ethica sine aesthetica

Pequeño ensayo sobre las relaciones entre ética y estética en la obra de Nietzsche, y su importancia a la hora de construir una Estética Modal.

La vida y la obra de Nietzsche se desarrolla en los años de transición entre las últimas poéticas del Romanticismo y las sensibilidades “fin de siglo” que anticipan el ethos de las vanguardias. Su espacio intelectual por tanto debe comprenderse en la medida en que marca el paso entre la música de Wagner y la de Satie, entre la narrativa de Victor Hugo y la de Alfred Jarry. A los movimientos de retirada hacia lo exótico o lo medieval –característicos de los romanticismos- irán sucediendo formulaciones de la productividad artística que priorizarán las provocaciones directas al buen gusto burgués e incluso la articulación de dichas provocaciones con los nacientes movimientos políticos de oposición. Los últimos románticos, así como los miembros del decadentismo irán asumiendo con toda claridad que su apuesta es por otra vida enteramente diferente, puesto que en el medio burgués, como todo el mundo sabe, la verdadera vida está ausente. Por ello es fácil entender la medida en que el pensamiento estético de Nietzsche irá decantándose –del mismo modo que lo hacen las estéticas del fin de siglo- hacia la proposición de categorias que articulen la producción misma de espacios de vida alternativos.
Sostendremos aquí que son esas las líneas del pensamiento de Nietzsche que pueden resultarnos del mayor interés en nuestra actualidad. Pienso concretamente en los elementos que nos proporciona Nietzsche para articular una estética de la experiencia y la distribución relacional que denominamos “vida”. Para ello, el pensamiento estético de Nietzsche conecta con toda una tradición que tiene sus grandes hitos en Leibniz, Goethe y Moritz, una tradición para la que –como sostiene Eagleton- “lo estético no es una cuestión de representación armoniosa, sino de energías productivas informes, en sí mismas vitales, que no dejan de producir unidades constiuidas provisionalmente en un juego eterno consigo mismo” . Para la tradición en que Nietzsche se situa y en la que habían trabajado tanto Goethe como Moritz, el artista no realiza una imitación mecánica de motivos o situaciones, sino que debe ser capaz de insertarse en lo que Moritz llama la "Thatkraft" –fuerza activa- que es la que en la Naturaleza sostiene lo que hoy llamaríamos las propiedades "emergentes" de sus criaturas . La fuerza activa contiene en sí todas las "relaciones" que constituyen el gran conjunto de la Naturaleza. Esta "fuerza activa" se define en la medida en que "alcanza a todas las cosas y que a aquella que abraza la quiere formar, al modo de la naturaleza, como una unidad absoluta, suficiente en sí misma..." . Los escritos de Moritz tienen la importancia de estar situados en un punto nodal a partir del cual se establece una categoría de belleza que no depende de postulados morales o teológicos sino que procede directamente de la autodeterminación de los seres, de su no- enajenación, y de su vida propia como fuente fundamental de su belleza, de la belleza:
" la naturaleza ha implantado la belleza suprema sólo en la fuerza activa y hacer así la belleza suprema, a través de ésta, asequible a la imaginación, audible al oído y visible al ojo...".
Estas energías productivas que Moritz denominó “Fuerza Activa” [Thatkraft] son pues fundamentalmente instituyentes y es en la imitación y en el despliegue, de las mismas que se produce el arte y el universo todo que Nietzsche concibe como una especie de obra de arte que se genera a sí misma. Es en línea con esa tradición de la moritziana Thatkraft que Nietzsche proclamará y hasta exigirá que la existencia toda se convierta en materia estética, convirtiéndonos –sostiene Nietzsche- en “poetas de nuestras vidas”.

Por otra parte –como hemos dicho- en absoluto estará solo Nietzsche en este sentido: todo el pensamiento “fin de siglo” está más o menos implicado en esta orientación hacia el conjunto de la vida. Diríase que tras el movimiento de retirada, de acumulación de negatividad, que había supuesto el Romanticismo, la modernidad tardía experimenta la necesidad de desplegar esa negatividad en proyectos de mayor alcance y más profunda articulación.
El poeta francés Jules Laforgue define la consecución y el comienzo de la deriva de ese ámbito de negatividad pura en el entorno de “esos escasos poetas demasiado felinos... que no son ni pintores ni escultores, ni músicos... nutridos en la escuela crítica, pero que de ella han salido y se han arrojado a la vida- los únicos seres que no reconocen ninguna disciplina, ni de conciencia, ni de salud, ni de sociedad” Ya en este fragmento de Laforgue se advierte cómo se va preparando el terreno para el cambio de rumbo que plantearán las vanguardias, con su pretensión de fundirse con la vida cotidiana, pretensión que no podrá darse en tanto en cuanto la “autonomía moderna” no haya pasado su buena temporada en el infierno, y haya acumulado tal grado de negatividad que le permita, por fin, salir de la “escuela crítica” y hacer el gesto, cuanto menos, de ir más allá de lo meramente reactivo. Sin embargo, de Huysmans al movimiento “Arts and Crafts” , en la mayoría de los casos, lo que encontramos es una abierta estetización de la vida, es decir una resolución de la complejidad de las experiencias vitales en lo que su codificación en claves reconocidamente artísticas puede ofrecer. La estetización “fin de siglo” supone una lectura de lo vivo en las limitadas claves de lo artísticamente establecido y ya codificado como tal arte. En esa precisa medida buena parte de las utopías estéticas del fin de siglo acaban, como Des Esseintes, volviendo al orden cifrado en el ámbito de lo religioso o de la más correcta normalidad burguesa.
Nietzsche resulta del mayor interés porque trabajará justo en la dirección contraria: no intentará reducir la vida a lo que de reconocidamente artístico pueda ésta tener, sino que priorizará la construcción de nuevas estéticas y poéticas de lo vivo a partir de la indagación de lo más vivo –lo generativo- que hay en nosotros. Partirá para ello no sólo de cuestionar la limitación –que Hegel había forzado- de la estética a los formatos establecidos de práctica artística, sino que en ese proceso tendrá que cuestionar los límites y configuraciones de la subjetividad hegemónica, del ciudadano normalizado que empieza a producirse a finales del XIX y en cuya conformación se había otorgado un triste papel a la experiencia y la sensibilidad estética misma.
Nietzsche deberá, por tanto, indagar en una crítica radical de algunas de las particiones que la modernidad había heredado de la Ilustración, particiones que en su día forzaron una especificación de las facultades y las sensibilidades pero que con el paso de los años se habían convertido en miserables coartadas para la compartimentación productiva y vital tan característica de la sociedad burguesa. Como es sabido, Nietzsche no puede sino poner en jaque la inmaculada división ilustrada de las facultades que separaba, por ejemplo, la ciencia del interés y la estética de la teología, en un momento histórico en el que se había hecho dolorosamente evidente que ambas parejas –ciencia e interés y estética y teología- habían quedado más cerca que nunca: la ciencia parecía estar netamente orientada a servir los intereses de la burguesía industrial y colonialista, mientras que a la estética le cabía la poco honorable misión de redimir los huecos de sentido que el desencantamiento del mundo, la generalización de la fealdad industrial y la mezquindad vital habían impuesto por doquier. Al hacerlo se segregaba algo que se pretendía presentar como todo un “mundo aparte”, el de los bellos sentimientos y las genuinas emociones estéticas, pero que por su performatividad nunca dejó de ser un triste complemento dominical a una vida miserable y limitada.
A este cuestionamiento de la neta segreación de las facultades acompaña en Nietzsche el ataque a la “creencia supersticiosa en el sujeto y en el yo” concebido como una seducción engañosa “procedente de la gramática” . Con este ataque queda abierto el camino “para nuevas formulaciones y refinamientos de hipótesis relativas al alma e ideas como “alma mortal”, “alma como pluralidad del sujeto” y “alma como estructura social de instintos y afectos”…

Para pensar la medida en que Nietzsche contribuye a una estética de la vida, habrá que ser capaz de juntar esas dos críticas: la de la mision hipócrita, “cantiana” dice Nietzsche, de la estética que la condena a la complicidad con la miseria filistea, y la del sujeto sustancial, trasunto vergonzante del alma individual e inmutable que popularizó el cristianismo.
La estética no está netamente separada de la vida y el sujeto no es una momia metafísica condenada a ser ella misma por los siglos de los siglos. Nietzsche, por oposición a los metafísicos se siente feliz no de albergar en sí un alma inmortal sino muchas almas mortales.
Uniendo esas dos críticas encontraremos en el pensamiento de Nietzsche algunos puntos a partir de los cuales es posible articular un nuevo pensamiento estético, una estética modal como veremos, que se basará en la pluralidad instituyente de modos de organización de la percepción, de los modos de relación.

…….



Arte como despliegue de sistemas prácticos.
Nietzsche establece un claro paralelismo entre el hecho de vivir y la capacidad misma de experimentar estéticamente: “Todas las valoraciones han sido creadas, cada valoración es destruida. Pero el valorar mismo, ¿cómo podría ser destruido? La vida misma es valorar. Valorar es gustar. ”
No se puede estar verdaderamente vivo si no se despliega una estética, esto es, si no se construye una poética específica a través de las distribuciones y sintáxis con las que se va configurando nuestra vida: “Dar estilo al propio carácter es un arte grande y raro. Emplea este arte quien alcanza a ver cuanto ofrece su naturaleza en fuerzas y debilidades y lo inserta en un plan artístico hasta que cada cosa aparece como arte y razón” .
Hay que estilizar, esculpir el carácter en que estemos trabajando, es decir hay que usar herramientas estéticas –las de ese arte grande y raro del que habla Nietzsche- para construir un dispositivo poético y ético a la vez , puesto que no otra cosa es la ética más que la estricta determinación de las normas de despliegue y relación de determinado “ethos”.
Por cierto que no hay aquí estetización alguna, puesto que no se trata de interpretar la vida en términos ajenos a la misma, términos extraidos, con el sacacorchos del esnobismo, de la vida cultural: nada superfluo se le añade a la vida puesto que la construcción estética, para Nietzsche, es inherente como hemos visto al proceso mismo de vivir, es decir a la toma de posiciones, la construcción de las situaciones, o de la actitud que mostramos en las situaciones, mediante la cual, al cabo, nos definimos.
Es ahí donde se produce una clarísima colusión entre la ética y la estética, colusión que ha tenido una singular fortuna en el pensamiento contemporáneo, tratándose quizá de una de las huellas más claras y más prometedoras de Nietzsche.
Este movimiento ha encontrado desarrollos interesantes en la obra, por ejemplo, de Michel Foucault que intenta elaborar conceptos que le permitan articular esa particular convivencia entre ética y estética aludiendo, por ejemplo, al término “actitud” en tanto “un modo de relación con y frente a la actualidad; una escogencia voluntaria que algunos hacen; en suma, una manera de pensar y de sentir, una manera, también, de actuar y de conducirse que marca una relación de pertenencia y, simultáneamente, se presenta a sí misma como una tarea. Un poco, sin duda, como aquello que los antiguos griegos denominaban un “ethos” .
Entramos con esto ya de lleno en el campo en el que queríamos estar. Vamos a pensar determinadas mediaciones que nos saquen del viejo juego metafísico en el que un sujeto inmutable administra recursos y facultades como si de una especie de contable antropológico se tratara. Para Nietzsche, como luego para Foucault, debemos considerar determinadas articulaciones relacionales, distribuciones de la percepción, la sensibilidad y la conducta, como bases de cualquier construcción estética legible al cabo como una construcción de sí.
Hablaremos con ello de “sistemas prácticos que tomen “como dominio homogéneo de referencia, no las representaciones que los hombres se dan de sí mismos, ni tampoco las condiciones que los determinan sin que ellos lo sepan, sino aquello que hacen y la manera como lo hacen. Es decir, por una parte, las formas de racionalidad que organizan las maneras de hacer (lo que pudiéramos llamar su aspecto tecnológico [de los “sistemas prácticos”]) y, por otra parte, la libertad con la que actúan en esos sistemas prácticos, reaccionando a lo que hacen los otros y modificando, hasta cierto punto, las reglas del juego”
Foucualt, como es sabido, relacionaba estos sistemas prácticos con tres grandes dominios: el de las relaciones de control sobre las cosas, el de las relaciones de acción sobre los otros y el de las relaciones consigo mismo, es decir los ejes del saber, del poder y de la ética. Ahora bien, las herramientas mediante las cuales vamos a poder operar de modo máximamente autónomo en esos tres ejes son, siguiendo las indicaciones de Nietzsche, precisamente las de la estética, puesto que nuestra interpelación en todos esos campos: saber, poder y ética sucede mediante el replanteo y el despliegue de dispositivos netamente estéticos como son los “modos de relación” que en tanto ideas estéticas no son reducibles a concepto.
Si nuestras hipótesis son oportunas nos encontraremos con Nietzsche en un camino que nos lleva a concluir que ninguna vida digna es susceptible de desarrollarse sin inventarse una ética y –atención con esto- sin desplegar ésta en términos estéticos.
Demostraremos con Nietzsche que no puede haber ninguna ética sin estética –puesto que la estética es el ámbito de producción y gestión de los modos de relación que toda ética viva necesita para desplegarse- y que las éticas que se pretendan imponer metafísica o políticamente sin resquicio para los juegos modales de la estética serán, con toda seguridad, residuos de ordenamientos fundamentalistas y teocráticos.
Veremos ahora algunos de los aspectos fundamentales que aporta Nietzsche para sostener la pertinencia de esta ética estética.

La estética como garante del carácter instituyente de lo ético.
Tomando distancia de la dirección que había asumido la estética bajo la férula de Hegel, nos encontramos con que para Nietzsche la estética no puede jamás ser reducida al análisis o el comentario de las obras de arte reconocidas como tales. Muy al contrario, se hace evidente que lo estético puede consistir en el estudio, y en eso no está tan lejos de Kant como él hubiera querido, de determinadas configuraciones específicas de nuestras capacidades para obrar y comprender que no pretenden reducir a concepto las ideas con las que trabajan. En ese sentido, lo estético se presenta en Nietzsche como forma específicamente liberadora de despliegue de las formas experimentales de vida y de la ética por tanto. Frente a formas tradicionales como el discurso religioso o las prescripciones morales y sus liturgias: el despliegue estético de la ética reconoce implicitamente el fundamental carácter instituyente de lo ético. En función de dicho carácter instituyente –sostendrá Nietzsche- no se nos permite presentar lo ético como algo acabado, definido o en cualquier caso sometido a las interpretaciones y directrices de un cuerpo determinado de teólogos, mullahs o escribas de cualquier tipo: “Desde el momento en que negamos la verdad absoluta debemos abandonar toda pretensión absoluta y retirarnos hasta los juicios estéticos. Tal es la tarea, crear una plétora de valoraciones estéticas, igualmente justificadas: Cada una por un individuo, realidad última y medida de las cosas ¡Reducción de la moral a estética! .
Desplegar lo ético –o lo político- en términos estéticos supone pues evitar la posibilidad misma de reducir la ética a concepto, es decir, convertir la moral en manual de instrucciones. Al presentar lo ético como un dispositivo estético de lo que estamos hablando es de la libertad final, de la libertad instituyente, permanente, para redefinir una y otra vez el funcionamiento, el despliegue concreto –en términos estéticos- de la ética con la que trabajamos y desde la que nos definimos.
De igual modo, se desprende la posibilidad de considerar una especie de meta-ética: una ética de las éticas según la cual el más alto grado de formalización libre de cualquier ética sucede cuando ésta –al ir unida a una estética- no puede ser reducida a concepto. En efecto toda ética que se plantee desde las herramientas y lineamientos de la estética no podrá, por definición, ser reducida a catecismo moral ni manual de instrucciones y forzará a su usuario, como sucede en cualquier experiencia estética genuina- a replantear una y otra vez sus resultados, sus realizaciones concretas. Con ello se refuerza la lucha ilustrada por la autonomía, o mejor la heautonomía, “que no consiste en actuar de acuerdo con una ley descubierta en una Razón inmutable y dada de una vez por todas. Es el auto-cuestionamiento ilimitado sobre la ley y sus fundamentos así como la capacidad en función de este cuestionamiento de obrar, hacer, e instituir.”
La estética modal que plantea Nietzsche recoge así la formulación óptima del proyecto ilustrado de autonomía.


Aristocracia de intemperie
Por supuesto que reconocerle, mediante su codificación estética, el carácter instituyente a lo ético nos situa en cierta intemperie metafísica, nos fuerza de hecho a ser una suerte de aristocratas de intemperie y dicha condición, Nietzsche no se hará muchas ilusiones al respecto, será sin duda un estatuto a conseguir dentro del proyecto ilustrado dirigido a eliminar la inmadurez autoincurrida del hombre.
Por ello Nietzsche situa frente a frente al hombre bueno –bueno de una forma mala como hubiera dicho Musil- y al hombre noble, al aristócrata de intemperie capaz de vivir peligrosamente bajo los auspicios de una ética no instituida: “quien es noble quiere crear cosas nuevas y una nueva virtud; pero quien es bueno se aferra a las cosas viejas y quiere conservarlas”
El noble nietzscheano querrá crear cosas nuevas y lo querrá hacer de un modo nuevo también. No estará interesado en fundar una nueva religión sino en hacerlas todas inviables, indeseables por el hecho mismo de su petrificación, que conseguiría reducir a concepto los modos de relación que, de otro modo, siguen vivos en su generatividad.
No querrá crear una nueva ética que se convierta con el paso de los años en un nuevo vector de empobrecimiento del mundo, antes bien se asegurará que el modo mismo de despliegue de sus configuraciones relacionales y situacionales produzca más libertad. Para ello la clave no será tanto la identidad de uno u otro modo de relación sino, insistimos, su carácter permanentemente instituyente y generativo.

Ética, autonomía, praxis.
Siguiendo los postulados de Nietzsche, nos encontramos por tanto con una red de éticas que en su despliegue estético se mantienen insituyentes y por ello irreducibles a concepto e incapacitadas de producir sumisión gregaria. Podemos entonces definir un ámbito de cruce y encuentro de dichas éticas que, al decir de Castoriadis, podríamos denominar “praxis”:
"Llamamos praxis a ese hacer en el cual el otro o los otros son contemplados como seres autónomos y considerados como los agentes esenciales del desarrollo de su propia autonomía. La verdadera política, la verdadera pedagogía, la verdadera medicina, en tanto que han existido, pertenecen a la praxis."
Las éticas como modos de relación estéticamente concebidos y desplegados interactuan fortaleciéndose mutuamente en su autonomía: se trata, como también defendía Lukàcs, de constatar que la mayor riqueza en el desarrollo de cada medio homogéneo debe repercutir en una mayor riqueza del conjunto.
Bajo cualesquiera otras condiciones esta "acción de una libertad sobre otra libertad" sería una contradicción. Del mismo modo queda implícito que no podemos querer la autonomía para nosotros sin quererla para todos y todas y que su realización no se puede concebir plenamente más que como empresa colectiva, abierta y permanente, es decir "si la autonomía es esa relación en la que los otros son siempre presentados como alteridad y mismidad del sujeto, entonces la autonomía no es concebible más que como problema y relación social"
Ninguna autonomía individual, planificada bajo los dictados de una razón miedosa, estratégica y atomizada, puede superar las consecuencias de este estado de cosas ni anular los efectos sobre nuestra vida de la estructura opresiva de la sociedad del capitalismo realmente existente, de ahí la melancolía del esteta kierkagaardiano y su regreso final al recinto de la heteronomía por excelencia: el ámbito de lo religioso. Obviamente no habrá nada menos aristocrático ni más lejos del ethos nietzscheano que esta mustia melancolía: “quien es de los míos ha de tener unos huesos fuertes y unos pies ligeros; le han de gustar las guerras y los festines, no ser un hombre tristón y soñador; debe hacer frente a lo más dificil como si fuera una fiesta, ha de estar sano…”
El problema de la autonomía se identifica así con el problema de la relación entre el sujeto y el otro o los otros, que no pueden aparecer ya como obstáculos exteriores sino como constituyentes del sujeto, de su problema y de su solución posible. De igual modo lo social-histórico no será concebido como la yuxtaposición indefinida de las redes ínter subjetivas, ni mucho menos como su simple producto..."es la unión y la tensión de la sociedad instituida y la sociedad instituyente, de la historia hecha y de la que está en curso"




Pluralidad estética de los modos de relación y las éticas
Por eso otro de los efectos, colaterales si así se le quiere ver, del despliegue estético de los modos de relación que instituyen la ética estética nietzscheana es la introducción de lo que podríamos definir como la fundamental pluralidad de las éticas.
Lo ético, bajo el espeso manto del monoteismo que tanto le gusta fustigar a Nietzsche, siempre ha tendido a constituirse como el unico discurso moral posible, sancionado metafísica e incluso políticamente. En los despliegues tradicionales de la ética determinadas realizaciones conceptuales como la idea del dios único, como sumo bien, absolutiza y monopoliza la idea misma de lo bueno.
Buena parte de la animosidad que Nietzsche mostrará contra Wagner se debe sin duda al descarado intento por parte de los wagnerianos de instituir una suerte de religión del arte: ninguna idea podrá ser más repelente para Nietzsche, puesto que por definición desde la estética no podemos contar con que ninguna obra de arte ni ninguna experiencia estética vaya a ser capaz de absolutizar ni monopolizar por completo la belleza, del modo en que la idea de Dios pretende hacerlo cuando ofrecemos un despliegue teológico de la ética. Desde la estética no hay más opción que abandonar el absolutismo que la sanción metafísca de la ética pretende. Nietzsche de hecho entiende esa pluralidad como algo irrenunciable: “Mil senderos existen aún que no han sido nunca recorridos: mil formas de salud y mil ocultas islas de vida. Inagotados y no descubiertos continuan siendo para mí el hombre y la tierra del hombre”
Con ello se establece un doble cinturón de seguridad contra los fundamentalismos morales, por un lado porque se establece una pluralidad estructural de éticas posibles y por otro lado porque se hace que cada ética, en virtud de su despliegue estético mismo, genere una multiplicidad inabarcable de concreciones. Obviamente también en esto el modelo que toma como referencia Nietzsche es el de la experiencia estética.

De la pluralidad al carácter experimental de la ética estética
No se trata, con todo, de limitarnos a escoger entre una pluralidad de éticas o modos de vivir ya acotados y catalogados, como si de las ofertas de la sección de yogures de cualquier supermercado se tratara. La radicalidad de la estética nietzscheana se basa en que tanto la pluralidad de las éticas estéticas como el carácter instituyente inherente a cada una de ellas y que las hace mutar desde su interior mismo no son sino argucias antropológicas para explorar nuevas dimensiones de despliegue de lo humano, nuevas formas de antropomorfización: “Los espiritus libres experimentan otros modos de vida ¡algo inapreciable! Los hombres morales dejarían que el mundo se agostara. Las estaciones experimentales de la humanidad”
Hay un Nietzsche muy poco transitado y es el Nietzsche que conecta directamente con el proyecto ilustrado de Schiller y que sirve como etapa para el trabajo de Feuerbach, el joven Marx, Dewey y el Luckàcs de la Estética.
Para todos estos autores será patente la importancia de la construcción de la experiencia como forma de antropomorfización, como exploración de las posibilidades de hacer y habitar el mundo: “Así vivimos una existencia provisional o una existencia póstuma, según nuestro gusto y nuestras dotes, en este interregno podemos hacer cuanto sea posible por ser nuestro propio reges y por fundar nuestros pequeños estados experimentales. Somos experimentos ¡seamoslo a conciencia!”

…..
Una conclusión en siete tesis
Sostendremos, por tanto, que Nietzsche es un pensador fundamental para el desarrollo de una estética modal, una estética que se construya y articule en torno a los modos de relación que son tanto constituyentes de las prácticas artísticas como diferenciadores de las experiencias estéticas.
Si hay una partición que podríamos pensar que resulta constitutiva de cierto canon occidental de pensamiento, desde el Renacimiento hasta la Postmodernidad, se trata de la que establece un ámbito conceptual en el que sujeto y objeto pueden comparecer como elementos poco menos que puros. Se trata de una tradición que se ha visto, indudablemente, propulsada a un lugar central con la hegemonía de la razón Instrumental que el Novum Organum baconiano impuso junto con el auge de las burguesías comerciales y financieras europeas del Barroco. En este momento de brutal desarrollo económico, militar y demográfico se hizo evidente la necesidad de establecer con claridad –siguiendo la lógica Amigo-Enemigo que tan magistralmente expusiera Carl Schmitt- quien quedaba de este lado de la trinchera ontológica: quien era un sujeto y por tanto susceptible de razonar estratégicamente y obtener derechos y privilegios; y quien era un objeto –susceptible de ser usado, explotado y olvidado en el basurero de la historia. La Ilustración es el momento histórico en que se establecen con mayor claridad las bases filosóficas para una „República de los Fines“ -donde todos podemos ser fines por nosotros mismos y evitar ser instrumentalizados como si fueramos meras partes prescindibles del cuerpo político del Absolutismo- y es también el momento social y económico en que se procede al sacrificio de pueblos y civilizaciones enteras en aras del colonialismo y la industrialización. Es obvio que la partición Sujeto-Objeto servirá tanto a la nueva epistemología positivista de la burguesía como a sus prácticas económicas, coloniales y de organización política –donde los sufragios restringidos y censitarios marcarán los límites entre sujetos y objetos de la política-.
Por supuesto que dentro mismo de esa tradición hay abundantes elementos que nos permiten cuestionarla y pensar si más allá de esos dos polos -sujeto y objeto- no podríamos contar con elementos de articulación diferentes. Con los filósofos de la sospecha como Nietzsche, y el marxismo de pensadores como Luckacs se ha hecho particularmente clara la importancia de cuestionar la partición sujeto-objeto, para empezar porque la cosa en sí misma -Ding an Sich- no debe ser considerada tanto una entidad suprasensible cuanto el límite material de todo el pensamiento reificado de las categorías formales y mercantilizadas. Como ha señalado Eagleton, “recuperar la cosa en sí como valor de uso y producto social significaría a la vez revelarla como una totalidad social suprimida y restaurar todas las relaciones sociales que blanquean las categorías mercantilizadas”. Asímismo, y como han destacado Adorno y Horkheimer, a una concepción del objeto muerto y propiamente cosificado no puede corresponder sino un sujeto o bien inflacionado en extremo, como el Yo Absoluto de Fichte o Schelling, o bien miserabilizado y cosificado a su vez. Diríase que la lógica relacional que impone la cosificación funciona en ambos sentidos y que, tarde o temprano, el cosificador resulta –a su vez- cosificado o elevado a tales alturas metafísicas que deviene del todo extraño respecto del mundo que habita.
Algunos pensadores como Foucault o Deleuze con su noción de agenciamiento, han trabajado abiertamente indagando formas de organización categorial alternativas, formas que establecieran articulaciones sujeto-objeto susceptibles de modificar sustancialmente a ambos produciéndolos de nuevo en función del nuevo marco de relación suscitado. Igualmente, ya a lo largo de los años noventa, se han ido desplegando toda una serie de teorías relacionales: así las tesis de John Law sobre los agentes y el poder, según las cuales “un actor puede describirse como un conjunto de relaciones…siendo los agentes tanto conjuntos de relaciones como nodos en determinados conjuntos de relaciones… (de forma que) los agentes no siempre coinciden con las personas. Otras entidades tambien pueden ser agentes. Las relaciones que constituyen a los agentes usualmente y están organizadas estratégicamente de alguna manera, es decir, pueden ser percibidas como intencionales, por ende no tengo dificultades en admitir la posibilidad de una intencionalidad no subjetiva”
En la línea de estas teorías relacionales y ya de nuevo en el terreno de la estética y la crítica de arte sugiero que consideremos la idea de "relación" como clave para un pensamiento estético actual. Se tratará de considerar una idea de relación constitutiva tanto del sujeto como del objeto -que sólo por superstición metafísica podemos sostener que existan fuera de uno u otro ámbito de relación, del mismo modo que la electricidad no "existe" si no hay un circuito que ponga en relación sus polos .
Con un planteamiento así –relacional y modal a la vez- del que Nietzsche es, sin duda, un claro antecedente, se modifican radicalmente las problemáticas y las perspectivas; de forma que la tarea de la estética se resuelve en la indagación de la estructura y el funcionamiento de las diversas "relaciones" o "modos de relación" constituyentes diferenciales de la experiencia estética.

1. Llamo modo de relación a un conjunto de disposiciones relacionales que establece y regula un determinado estado de cosas. Esto es, al decir “modo de relación” aludimos a una conformación relativamente estable de posibilidades y prioridades perceptivas, relacionales y expresivas
2. Siguiendo la crítica nietzscheana a la gramática de la subjetividad podemos defender que un modo de relación se despliega nos incluye parcial o totalmente. Existimos siempre dentro de la atmosfera de uno o varios modos de relación en cuyas intersecciones y extensiones también nos es posible movernos, es decir, reinventarnos.

3. Sostengo que los modos de relación son la trama misma que articula lo vivo. Persisten con independencia de lo que sea el caso. Los modos de relación son formas de describir el mundo y de vivirlo por cierto. En tanto tal forma se desmarcan tanto del individualismo metodológico como del estructuralismo determinista.

4. Los modos de relación son una herramienta de análisis específicamente “estética” en función de su generatividad, es decir por la irreducibilidad a concepto que mantiene sus objetos en la relativa opacidad que actualiza su disposición a conformar diferentes estados de cosas.

5. La estética modal postula modos de relación, allí donde la estética del idealismo postulaba
entes tan inverosimiles como sujetos creadores y obras de arte.

6. Para que esta generatividad se actualice debemos contar con determinadas aptitudes cognitivas y distributivas que podríamos denominar “competencias modales”. Las competencias modales son pues aquellas capacidades que nos permiten reconocer los modos de relación cuando estos suceden de modo que podemos convertirnos en parte de su despliegue y aprovechar sus potencialidades

7. Una crítica modal de la existencia tal y como nos la exige Nietzsche, debería ser capaz de mostrar –en sentido wittgensteniano- los modos de relación que se actualizan en cada obra de arte, en cada experiencia estética de forma que seamos capaces de entender cómo cada modo de relación se halla contenido en la estructura misma de la obra de arte y cómo, a la vez, en su despliegue a partir de ésta y mediante las competencias modales puede derivar en nuevos desarrollos inicialmente imprevistos o no considerados.

Sólo un pensamiento modal, en su carácter instituyente y generativo, permitirá a Nietzsche proponer una existencia experimental, como hemos visto, y abierta al repertorio inexplorado de posibilidades que constituye aun hoy el proyecto de antropomorfización en torno al que se siguen organizando las apuestas por una vida más inteligente y digna.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Del Arte de Concepto al arte de contexto

La imagen que la alta cultura moderna nos ha proporcionado más recientemente y de acuerdo con la cual aún parece funcionar la percepción más extendida del trabajo que realizan los artistas de la postvanguardia, establece que el “arte” es el producto resultante no tanto del oficio, cuanto del pronunciamiento más o menos arbitrario de una figura privilegiada en tanto dadora de aura: el artista. Basta que el artista escoja o señale un objeto cualquiera para que éste asuma esa extraña condición según la cual deja de ser un urinario o una rueda de bicicleta para convertirse en algo mucho más valioso e imponderable: una obra de arte. La modernidad artística, especialmente en su versión anglosajona y desde la recepción que se ha querido hacer de obras como la de Duchamp, ha evitado cuidadosamente considerar los dispositivos relacionales que el objeto, o el concepto, señalado por el artista podía poner en funcionamiento, ha evitado reflexionar en profundidad sobre la experiencia estética –que sin duda debería ser la base de toda crítica de arte- y ha preferido cerrar un circuito en que a este artista capaz de otorgar artisticidad en función de su sola voluntad o señalamiento se le une el museo y la galería como lugares, a su vez, privilegiados para la ostentación de la artisticidad producida, así como los únicos ámbitos –pomposamente denominados “mundo del arte- legitimados para señalar a este o aquel sujeto e instituirlo como artista. De este modo se ha escamoteado la reflexión sobre el funcionamiento concreto del arte en tanto experiencia individual y social para darnos a cambio una seca tautología de poder mediante la cual nos queda claro que la institución Arte escoge quien es y quien no artista, y que el artista así escogido decide qué es y que no és Arte.
A esto parece haberse reducido el, en su día celebrado, tránsito del Arte de Objeto al Arte de Concepto.
Sin embargo y en paralelo a este curioso proceso, en las últimas décadas y de la mano de la influencia de movimientos tan diversos como la Internacional Situacionista, los Provos, el Punk o la Antiglobalización se ha ido generando todo un ámbito de prácticas artísticas social y políticamente articuladas que se podría caracterizar precisamente por exceder ese mismo marco de concepción, producción y distribución acotado para el Arte en la alta cultura moderna.
Estas prácticas artísticas social y políticamente articuladas , lejos de producirse en los estudios o los cráneos privilegiados de los artistas y mostrarse en museos y galerías toma partido decididamente por procesos de producción social mucho más amplios en los que el peso que se daba al misterioso procesamiento de un concepto en la cabeza del artista se traslada ahora al trabajo mediante el cual se critica o se postula todo un contexto relacional y situacional que, sin abandonar en absoluto las herramientas estrictamente artísticas, es replanteado como elemento central de la producitividad artística y de la experiencia estética.
Se trata de prácticas que algunas veces se han descrito como colaborativas en la medida en que el artista ya ha dejado de ser el artifice solitario de su propio medio homogéneo, el que muele su chocolate en soledad, para proceder a incorporar como un momento crucial de la construcción de la práctica artística determinados procesos de negociación y colaboración con otros actores cuya formación artística puede ser baja o nula pero que, en cambio, pueden aportar un alto grado de articulación social y política que contribuye en la misma medida que la coherencia formal a la compacidad y densidad de la propuesta artística contextual. No puede ser de otra manera puesto que uno de los vectores de su definición como tal práctica artística consiste precisamente en ese arraigo y esa trabazón relacional.
Asimismo se opta por procesos de distribución en esferas públicas menos diferenciadas que la del mundo del arte y que pueden oscilar entre las pequeñas comunidades vecinales y los grandes medios de relación sociales y políticos, siendo este proceso de distribución y recepción no un mero residuo de la productividad artística sino un factor central para su comprensión y retroalimentación. El nuevo arte de contexto no sólo se produce socialmente sino que no puede entenderse sin esta distribución igualmente social: las prácticas artísticas en cuestión no sólo se despliegan y se cumplen en la calle, en las manifestaciones o las asambleas, sino que es allí precisamente donde cobran pleno sentido, puesto que es en estos ámbitos donde se dan cita los elementos sobre los que la práctica artística politizada debe intervenir: formas básicas de organización interna, esquemas de comunicación, definición de los niveles de antagonismo: :modos de relación y organización social, técnica, económica y psíquica como pedía Hannes Meyer desde la Bauhaus más roja.
Cuando se ha tratado de hacer, con más o menos fortuna, arte político entre los muros blanqueados de las instituciones museísticas normalmente se ha producido un efecto de extrañamiento respecto de algunos de los componentes relacionales, socialmente productivos, de la obra de arte políticamente articulada: en semejantes contextos de distribución no es extraño que las posibilidades de que la obra dispone para contagiar su estructura interna a la estructura de organización micro-social queden desactivadas. Obviamente ni la recepción ni la discusión de las prácticas puede suceder en el mismo sentido y con las mismas intensidades cuando éstas se dan en contextos tan diferentes como los de la calle y las instituciones de la alta cultura. Diríase que se ha producido una abierta “quiebra de la representación” de forma que ya no es legitimo “representar” los antagonismos o los conflictos –ni tan siquiera como casos de estudio- dentro de los muros de una institutción que no puede sino extrañar sus términos y posibilidades.
Por lo demás esta misma quiebra de la representación hace evidente el descrédito de toda tentativa procedente de artistas socialmente privilegiados por “representar” o dar voz a colectivos “desfavorecidos”: no hay para ninguna práctica artística que pretenda ofrecer una performatividad política más remedio que asumir con madurez que el nivel de intervención en el que debe situarse es el del contexto de producción política y social sobre el que se pretende intervenir, por mucho que esto siga siendo menos rentable en términos de promoción dentro del mundo del arte.
Toda reflexión sobre este tránsito del arte de concepto al arte de contexto debe dar cuenta, y cuanto más terminantemente mejor, de los peligros de pretender resolver las nuevas prácticas artísticas social y políticamente articuladas haciendo uso de un utillaje exclusivamente sociológico. Así es preciso señalar cómo determinada escuela de pensamiento de inspiración benjaminiana que parece haber leido, sin demasiado aprovechamiento, las famosas últimas líneas del ensayo de Benjamin en que éste recomienda “politizar el arte”. Semejante conseja se ha tendido a interpretar -en abierta discordancia, por cierto, con las tendencias que el mismo Benjamin apoyó e investigó- como una suerte de exigencia tendente a disolver lo artístico en lo meramente político –asumiendo que lo que es “político” se encuentra perfectamente acotado y definido por las prácticas políticas e incluso –dios nos libre- los partidos políticos realmente existentes-. Esta tendencia ha creído entender que había que “dejar de hacer arte” para dedicarse ya solamente a hacer política, como si dicho “hacer política” indicara ya de por sí un ámbito efectivo, saneado y puro, lejos del decadente ambiente de la producción artística, como si la producción artística entendida en toda su dimensión relacional no estuviera constitutivamente tramada de posibilidades de intervención política. Esta escuela asume sin rubor que cuando hablamos de arte político no cabe aplicar otros criterios que los que cabría aplicar al valorar la efectividad de un mitin o un folleto electoral y seguramente que tampoco nos hace falta ningún aparato crítico ni conceptual específicamente más refinado que el que nos haría falta para apreciar un discurso de Don Mariano Rajoy.

Parece de todo punto evidente que no podemos limitarnos a mostrar el tránsito del arte de concepto al arte de contexto sin pensar cómo podría aparecer un aparato conceptual y crítico capaz de dar cuenta a la vez de la tradicional densidad formal de toda obra de arte así como de la dimensión esencial y constitutivamente social y relacional que caracteriza al arte de contexto que nos interesa. Esa y no otra es la funcionalidad que le otorgo a los escritos de Estética Modal que ando elaborando y que se pueden ir viendo -sin mucha sistematización ciertamente- en estas páginas.

martes, 18 de noviembre de 2008

Arquitectura y Estetica Modal

Contextos de pensamiento arquitectónico y Lenguajes de Patrones

Cuando en 1927 Hannes Meyer se hizo cargo de la dirección de la Bauhaus se confirmó en la tendencia que ya había impuesto a la sección de arquitectura de esta misma escuela coordinada por él con anterioridad y que se podía resumir en tres palabras: “funcionalismo, colectivismo, constructivismo” . Meyer que partía de una comprensión societaria y politizada de su trabajo no podía sino sostener un concepto de la arquitectura que articulase la producción más allá de las habilidades o los virtusosismos de la figura del arquitecto. Para Meyer edificar era “un proceso elemental que tenía en cuenta necesidades biológicas, espirituales, intelectuales y corporales, y por ello, hacía posible el “vivir”
De acuerdo con los postulados antiartísticos de las vanguardias, Meyer daba una radical definición de la construcción que lejos de considerarla un proceso artístico al uso en la alta cultura burguesa, la cifraba en “organización: organización social, técnica, económica y psíquica”
Asímismo y en consonancia con estas mismas ideas Meyer también abogó por la supresión de la figura del arquitecto como planificador absoluto y aislado y su sustitución por equipos creativos multidisciplinares que deberían ser capaces de descubrir y dar soluciones constructivas a las necesidades sociales del proletariado.
El proyecto educativo y político de Meyer fue bruscamente interrumpido en 1930 cuando la ciudad de Dessau donde se hallaba a la sazón la Bauhaus decidió destituirle y reemplazarle en la dirección por Mies van der Rohe que tomó buen cuidado en expulsar de la escuela a los estudiantes más destacados por su filiación comunista y por haber colaborado con la anterior dirección. Mies señaló la “enseñanza artesana, técnica y artística” como el único propósito de la Bauhaus y rompió con ello no sólo con la tendencia que había destacado tanto Meyer sino con la que el mismo Gropius había trabajado y que no podía entender a la escuela separada del gran contexto social en el que operaba.
Es imposible aventurar que hubiera podido ser de la Bauhaus si Meyer y los suyos hubieran seguido más tiempo a su frente, pero lo que es evidente es que la tendencia que demostraban y por la que se entendía la labor del arquitecto como un resultado “natural”, orgánico en términos sociales, procedente de un detallado análisis de la totalidad de la existencia humana, no iba a quedar truncada definitivamente.
Una treintena de años más tarde y desde el “Centre for Environmental Structure” en Berkeley, el arquitecto Christopher Alexander junto con su equipo de investigación desarrolló un interesante trabajo de observación y reformulación de constantes arquitectónicas presentes tanto en las arquitecturas tradicionales como en determinada parte de las contemporáneas.
Alexander parte por un lado de una formación matemática que le ha llevado a esforzarse por formalizar métodos racionales y matemáticos de trabajo con el diseño urbano y arquitectónico, pero por otro lado también Alexander ha tenido ocasión de trabajar en proyectos desarrollados en países como Perú o India, siendo a partir de sus trabajos con arquitecturas originarias de estos países que Alexander asume la tarea de preguntarse cómo es posible que en nuestro tiempo, con tan grandes y tan talentudos arquitectos, estemos cada vez más saturados de construcciones malas y de un urbanismo atroz, mientras que la impresión, ampliamente consensuada, que se obtiene de los complejos constructivos populares o antiguos es la de una rara y consistente armonía. La respuesta, obviamente, tiene que llevar a Alexander a considerar la importancia de una contextualidad relacional fuerte capaz de articular dialéctica y continuamente soluciones constructivas y urbanísticas con los modos de vida y relación determinados que circulan en la sociedad en cuestión. Aunque con ello, y demasiado a menudo, se acerca Alexander a la nostalgia por los “viejos buenos tiempos” en que se construía de otra manera y se conseguían efectos de armonía y habitabilidad ahora raros, Alexander inicia su trabajo incorporando a lo que podría ser un mero análisis formal y técnico de las necesidades, los campos de fuerzas y los contextos en que éstas se dan en la vida cotidiana de las personas: "Si considero mi vida veo que está gobernada por una serie muy limitada de patrones situacionales [patterns of events] en los que tomo parte una y otra vez.” Esta relevancia concedida a la inmediatez de la experiencia vivida, de las situaciones producidas por la arquitectura, otorgará a las tesis de Alexander un “organicismo” que nos hace recordar, obviamente, la obra de Dewey. Ahora bien, Alexander ampliará este organicismo de la experiencia propiamente humana a la consideración de los procesos y los ritmos de los materiales y los objetos:
“Lo que importa en un edificio o ciudad no es solamente su forma exterior o su geometría física, sino las cosas (events) que suceden allí....los sucesos humanos dados por las situaciones que se repiten...el paso de los trenes, la caída del agua...el crecimiento de la hierba, la oxidación de los metales, el calor...la cocina, el amor, el juego...Una ciudad o un edificio recibe su carácter de los sucesos que se repiten allí con más frecuencia...”

Pero con ello Alexander no sólo estipula que la arquitectura debe tomar como fundamental punto de partida las necesidades de los sistemas vivos que la usan, lo cual parecen olvidar muchos arquitectos contemporáneos, sino que toma cuidado en afirmar que es imposible separar las situaciones de los espacios a los que están vinculadas (el porche de la situación “ver pasar el mundo”) lo cual no significa que el espacio cree las situaciones o que sea su causa... Alexander evita cuidadosamente todo mecanicismo o determinismo “espacialista” haciendo buen uso de una ontología, o una teoría de la distribución más bien, relacional en la que “las relaciones no son algo extra a añadir a los elementos, sino parte necesaria y constituyente de ellos.”
Y es desde este “situacionismo” y “relacionismo” que se debe entender plenamente la especial atención que como hemos visto otorga Alexander a los procesos generativos “Igual que no se puede fabricar una flor prescindiendo del proceso de desarrollo que la hará salir de su semilla, los edificios y cada uno de sus elementos deben tomar forma a partir de procesos autónomos que lo adapten al conjunto.”
Con ello se plantea la decisiva cuestión de la productividad, la “generartividad” que distingue a los modos de relación específicamente estéticos.
Igualmente estará Alexander intentando descentrar los procesos de construcción de su excesiva fijación en los “resultados”, de su fetichización de los edificios-obras, siendo así que la instancia que permite esta adaptación y esta armonía de conjunto, aun manteniendo la autonomía de los procesos parciales es la equivalente al código genético en las flores, y es lo que en su obra denominará “lenguaje de patrones”: "La maestría, entonces, no está en los misterios de un ego insondable sino en el dominio de los pasos del proceso y en su definición." Por cierto que es esa, y no otra, justamente la definición que, originariamente, Kant hiciera de la figura del "genio", como aquel agente que recibe las reglas de la naturaleza, cuyos organismos son modelos de autonomía en tanto que en ellos los fines y los medios son una y la misma cosa. La novedad crucial que incorpora Alexander, y esa es la razón de que le dediquemos este espacio aquí, es su formulación del “patrón” y el “lenguaje de patrones” como modos de especificar, de otorgar compacidad y coherencia, a una poética relacional, generativa y centrada en la heautonomía , es decir a una poética modal.
Para Alexander cada modo-patrón es una suerte de pequeña ley morfológica que establece un conjunto de relaciones en el espacio, una solución genérica a un sistema de fuerzas en el mundo, que no trata de evitar el conflicto sino de jugarlo, de hacerlo derivar. Uno de los patrones-ejemplos favoritos de Alexander podría ser el del “lugar ventana”: que resuelve la tensión existente entre el deseo de sentarse confortablemente en una habitación y la atracción hacia la luz y la vista de la ventana. Hacer de la ventana un lugar-ventana y no un mero agujero en la pared es la regla que trae este patrón. Todo patrón es entonces una “regla de transformación”, es decir tiene el poder de transformar cualquier configuración dada insertando una nueva configuración en ella sin eliminar por ello ninguno de sus aspectos esenciales, es decir, ninguno de los campos de relaciones que hace derivar.
En ese sentido se refuerza el aspecto “relacional” de la propuesta de Alexander, en tanto que los patrones no son partes que se puedan o no añadir a un conjunto sino relaciones que se implementan sobre las previamente existentes.
La productividad fenoménica de los patrones-modos de relación se extiende por lo demás hacia su base misma, puesto que los patrones-en-el-mundo están ahí y como tales existen, pero los patrones-en-nuestra-mente son dinámicos, generativos. En ese sentido "un patrón es también una regla que describe lo que hay que hacer para generar la entidad que el patrón mismo define."
Por eso, los lenguajes de patrones permiten mantener invariantes globales y variaciones de detalle y actualización: podemos observar así cómo se contrapone lo modular (como repetición mecánica de elementos ensamblables) y lo modal (como articulación autónoma u generativa de unidades relacionales) que, al igual que sucede con las estructuras musicales, juega el juego de una relativa rigidez estructural para permitir flexibilidad e improvisación desde ahí. En los lenguajes de patrones, éstos son a la vez los elementos y las reglas sintácticas, organizados en sistemas combinatorios finitos y generativos que permiten crear una infinita variedad de combinaciones únicas dotadas de sentido, como sucede en los lenguajes naturales.
Cada patrón o modo de relación es así no sólo un elemento de un posible lenguaje de patrones, sino un campo fluido de relaciones susceptibles de combinarse entre sí y superponerse en modos impredecibles generando a su vez nuevos sistemas de relaciones, nuevos e imprevistos lenguajes de patrones o nuevas poéticas modales.
Para que una colección de patrones dada pueda funcionar como lenguaje, éste debe derivar su estructura de la red de conexiones objetivas existentes entre patrones particulares; finalmente la vitalidad del lenguaje dependerá del grado en que sus patrones formen un todo. Es esa estructura de red la que da sentido, “aterriza” y completa los patrones particulares, organizando el despliegue de los patrones mayores y de todos sus patrones menores.

Determinación política de los “lenguajes de patrones”
Ésta que hemos ofrecido no deja de ser una mera una descripción formal de un sistema modal prototípico capaz de dar cuenta de los espacios y las situaciones relacionadas con ellos, o mas bien constituyentes de ellos. Ahora bien, Alexander admite que también los edificios feos y malos han sido construidos usando lenguajes de patrones, de modo que se impone un diagnostico de cariz más político: los patrones, o los modos de relación, no pueden, por tanto, definirse meramente en función de su estructura formal o su consistencia sintáctica y Alexander mismo nos ofrece algunas claves para avanzar más en ese proceso de caracterización al sostener que los lenguajes de patrones vivos, los que Alexander considera la mayor parte del tiempo, deben cubrir el conjunto de los procesos de la vida, contemplando una conexión lo más directa posible entre los usuarios y los actos de construcción, de modo que la adaptación entre la gente y los edificios sea profunda y detallada. Pero ¿de qué depende que tal relación pueda o no darse?
Es inevitable considerar cómo ahora sucede que el capitalismo tardío ha producido lenguajes de patrones que están fragmentados y especializados de modo que la gente ha acabado perdiendo contacto con sus intuiciones más elementales, lenguajes en los que la especialización y la privatización ha acabado por alienar a los usuarios de los que deberían ser sus lenguajes de patrones, sus más íntimas competencias. Tanto el lenguaje común, como los lenguajes individuales, que funcionaban como variaciones de éste, han sido desmembrados y ni los grandes planes ni el diseño pueden reemplazar los procesos genéticos que funcionan cuando el lenguaje de patrones que lo rige es ampliamente usado y compartido. Nos encontramos así ante una suerte de “síndrome de desmembramiento” que acompaña la fragmentación de la vida orgánica, social y productiva que pensadores como Alan Soble han expuesto en el terreno concreto de culturas visuales como las de la pornografía, y que ahora nos encontramos en el diagnóstico de Alexander sobre los “malos” lenguajes de patrones.
Este diagnóstico establece una agenda política y una metodología para el arquitecto: “Es inútil ser creativo en un edificio particular si las innovaciones en éste no devienen parte de un lenguaje de patrones vivo que todo el mundo puede usar. La tarea central de la arquitectura es crear un lenguaje de patrones simple, compartido y en evolución al que todo el mundo contribuya y que todo el mundo pueda usar.”
Alexander se esfuerza por mostrar la objetividad de este imperativo político, volviendo a definir los patrones como “reglas que expresan una relación entre un contexto, un problema y una solución” siendo así que un problema es un sistema de fuerzas que ocurre una y otra vez y que una solución es una configuración espacial que permite a dichas fuerzas resolverse a sí mismas.
De esta forma deberíamos ser capaces de una apreciación objetiva de la validez de un patrón determinado en función de la operatividad de su descripción del contexto, las fuerzas en conflicto y la configuración que les dé salida. Un patrón –dice Alexander- captura la esencia, es decir el campo de relaciones, común a todas las posibles soluciones a determinado problema en determinado contexto.
Pero además de esta “bondad objetiva” de los patrones, para que estos sean fértiles necesitan, fundamentalmente, ser usados y apropiados por la gente, de ahí el esfuerzo por definir cada patrón como una entidad, la capacidad de mostrar un diagrama del mismo y de darle un nombre que en esa su fundamental circulación pública lo ha de hacer comprensible, apropiable y, en todo momento, cuestionable.
“Un lenguaje es sólo un lenguaje vivo cuando cada persona de una sociedad o una ciudad, tiene su propia versión de dicho lenguaje... un lenguaje vivo debe ser constantemente recreado en la mente de las personas ” Ahí vemos cómo Alexander vuelve una y otra vez a la importancia de ese proceso “dialéctico” que ha de llevar a la apropiación crítica de los patrones existentes, a su explotación y su transformación.
La relevancia política de los lenguajes de patrones, tal y como los concibe Alexander radica pues tanto en su articulación a un nivel en el que es posible que los usuarios se apuedan apropiar de la herramiente y sean a la vez creadores de sus entornos más inmediatos y también potencialmente de las tramas de relaciones socioeconómicas de las regiones en las que habitan. Los lenguajes de patrones son herramientas para la recuperación y la puesta en funcionamiento de la autonomía y se trata aquí de modo fundamental para nosotros, de una autonomía que no se limita a sus soportes lingüísticos inmediatos sino que aspira a extenderse a sus usuarios y sus entornos. Esto es así en la medida en que se trata de una “autonomía modal”, una autonomía de los modos de relación, no de una autonomía que vuelva a fragmentar el cuerpo social, enfatizando aún más el rol místico del creador. No hay en Alexander ninguna inflación del sujeto creador, ni ningún orden de estetización por tanto, sino más bien al contrario toda una ascesis que desde los modos y los patrones nos lleva a un cuestionamiento de las posiciones de sujeto hegemónicas o en los términos, tan estimados en los 70’s que utiliza Alexander, a una “desaparición del ego”. Alexander empieza estipulando que el sujeto no es más que el “medium” a través del cual los patrones se encarnan dando así en su propia lógica nacimiento a realidades nuevas pero luego radicalizará esta petición de principio enfatizando que la verdadera utilidad de los lenguajes de patrones consiste, de hecho, en hacernos ver la futilidad de lo que llamamos nuestra subjetividad frente al grado de realidad que los patrones, las situaciones y los complejos relacionales suponen. Sólo cuando se ha aprendido esta lección de los lenguajes de patrones –dice Alexander- se puede empezar a construir de un modo “natural”, inocente que no constituya una pose , una impostación.
“Es entonces –dice Alexander- cuando puedes obrar como un animal y cuando tus impulsos más primitivos son lúcidos y te llevan a actuar correctamente. “
Uno de los elementos recurrentes al considerar la “autonomía modal”, como estamos viendo de un modo evidente en Alexander, es la medida en que ofrece respuestas a cuestionamientos típicamente postmodernos desde un conjunto de herramientas, los lenguajes de patrones y modos de relación, que se dirían pre-modernos y que como tales se sitúan a un nivel de cuasi-naturaleza, en tanto permite que las cosas sigan vivas, en su entero espacio lógico como pedía Wittgenstein, reconociendo todas las fuerzas existentes realmente y encontrando modos de hacerlas convivir y derivar...
Por ello vamos a tener que ver ahora sucintamente los lineamientos de algunos sistemas modales premodernos, sistemas de producción musical en concreto, considerando la medida en que siguen siendo relevantes en la cultura popular y la producción artística contemporánea.

Musica y Estetica modal

Música y Estética Modal.


Los modos han constituido el sistema por excelencia de ordenación musical en Occidente durante más de 2000 años: El canto llano de la Iglesia occidental fue siempre, probablemente, de carácter modal y desde el año 400 lo fue sistemáticamente. De hecho aún se basa en ellos gran parte de la canción folklórica europea, así como se basa por completo toda la música antigua y del renacimiento armonizada (años 900 al 1500), llegando hasta Palestrina o Byrd. Las poéticas modales musicales empezarán a perder relevancia, y no por casualidad como veremos, con las músicas producidas al amparo de los avances del Nuevo Organo baconiano, de la Razón Instrumental de la Reforma y la Contrarreforma.
En términos musicológicos podemos hablar de los modos como entidades metamusicales no reductibles a una escala, unos intervalos o unas fórmulas melódicas o rítmicas: de hecho, pueden ser todo eso junto y una serie, además, de asociaciones situacionales extramusicales. Hacia mediados del XVIII "modo" significaba en Europa una determinada colección de grados de una escala (y su contenido interválico agregado) siendo regida por un simple grado, es decir, un "modo" era una escala con una tónica que era la última nota de una melodía o la raíz de una tríada. Esto era válido para las escalas que fundan los modos mayor y menor (jonio y eólio) así como para los modos eclesiásticos y fue ese el sentido en el que los primeros estudiosos empezaron a trabajar las comparaciones con otros sistemas musicales.
Así Sir William Jones en 1792 con su "On the musical modes of the Hindoos" que hablaba de 84 modos que coincidían así con los persas, con sus 12 maqamat, 24 shobahs y 48 gushas...y los chinos dotados de un sistema de 84 diaw... Sir William ya advirtió que pese a que el traducía raga como "modo", en hindú había unas connotaciones de "pasión o afecto de la mente", así como de color, que se perdían en la traducción.
Y aun así en 1834 el Capitán Willard corregía a Jones diciendo que los hindúes tenían una palabra t'hat para designar la escala (nuestro modo a la eclesiástica) y que el raga se situaba por el contrario en un espacio innombrado en las lenguas occidentales que quedaba entre la escala y la estructura melódica, así que mejor no traducirlo, aducía el capitán, puesto que además de las connotaciones "afectivas" había que contar con las contextuales, de localización en una estación del año, una hora del día, etc...
De esta forma se empezaba a perfilar el vacío conceptual que teníamos y que se intentó llenar con diversas argucias que no hacen sino escamotear los componentes orgánicos, situacionales y relacionales de los conceptos modales equiparables a los ragas.
El Dr. William Pole , músico y hombre de ciencia en su libro The Philosophy of music de 1879 hizo una sagaz profecía "No es de ninguna manera imposible que compositores de genio puedan abrirse algún día un amplio horizonte de novedad y originalidad desembarazándose de los impedimentos de nuestra restringida tonalidad moderna, y que puedan hallar campo para el desarrollo del arte en un retorno a los principios de las antiguas formas (escalas) que hoy se consideran sólo como arcaicos vestigios de una edad bárbara".

Raga
Así pues, de entre todos los sistemas musicales modales, quizá uno de los mejor definidos y documentados sea el que en la música india se estructura alrededor del concepto de “raga”.
El “raga” alude a cada una de las escalas resultantes de la partición que se haga sobre el sistema tónico de modo que resulten distribuciones distintas de los semitonos y los diferentes intervalos . Del ajuste estético de esas curvas nace lo que se entiende por “rupa” del raga...su estructura individual. Cada raga, en tanto escala o arquetipo melódico, es controlado por un “tala”, que viene a ser una medida del tiempo, un ritmo que puede servir a varios ragas. Estos dos elementos se completan con otro: Kharaja (sonido mantenido o nota "pedal") que sostiene el centro tonal y actúa de guía a lo largo de la obra.
La ejecución de un raga comienza en realidad con la toma de contacto de los músicos con el “público”, con el medio en el que van a desplegar la música, haciendo una especie de “levantamiento de acta” de la situación en sus muchas caracterizaciones: en el raga que se va a tocar influye, o mejor está, la estación del año, la hora del día, la luz, el calor, la humedad, el sueño, el cansancio y las esperas.
Su improvisación inicial en tiempo libre (Âlâp) viene a ser una liberación de sonido de su fuente interna, a la vez que va sirviendo como delineación de las alturas y registros individuales del raga... Se está decidiendo cual va a ser el raga que finalmente se dé. Este proceso de externalización y división se completa cuando el tamborilero pone en movimiento el ritmo del tâla. Al final se revierte este proceso.

Distribución de los ragas.
Se ha documentado la existencia originaria de 6 ragas correspondientes a seis estaciones del año, muy posiblemente vinculados a ritos agrícolas pre-arios.
La vinculación con ritos y grandes ciclos es orientativa del tipo de ente que es un raga, pero puede despistar si le damos por ello un carácter demasiado molar, un raga es más bien algo portátil, susceptible de infinitas variaciones y adaptaciones contextuales.
Así es como se han ido configurando ragas para cada hora (en modo menor los de las horas tranquilas) en modo mayor las otras (entre las seis y la medianoche). Y ragas ya en general situacionales, así como también vinculados a los cielos, los planetas, los elementos, los colores, las voces de los pájaros, los sexos, las naturalezas humanas... así hasta llegar a 11.161 ragas conocidos entre los tamluls, al norte del Indostán .
La idea infundida en un concepto modal como el de Raga... “puede ser cristalizada en una forma mítica. En la India afecta al aspecto de diversas deidades. Entre los indios norteamericanos, los tipos análogos a los ragas van asimilados a objetos, como la casa, el hombre, el río y se presentan en formas jeroglíficas” . En la India nos encontramos con la serie de pinturas Râgamala que “describe el contenido emocional de varios râgas”.

Lost in Translation
Para algunas fuentes el nombre mismo de raga procede de la raíz sánscrita ranj, que significa lo que conmueve, lo que encanta al modo del término latino “carmen-carmina.
“Raga” según otros autores viene a significar “color” y por ende "estado de ánimo", en el mismo sentido en que se usan “colores” cuando se dice estar con los blues o être gris. Ambas etimologías tienen obvias implicaciones afectivas y efectivas y ambas dejan perfectamente clara la posibilidad de que se produzca, de un modo orgánico, una multiplicidad de los “medios homogéneos” que constituyen cada raga. A su vez, si nos fijamos en las traducciones posibles de otros conceptos musicales modales procedentes de otras culturas, como el de “atba”, en Túnez, por “carácter o manera”; la lectura en Argelia de “sana´” como ”una manera” determinada de ejecución; o la traducción en la música javanesa de los “patet” como, a la vez, “limitación y situación”, nos confirmaremos en la importancia del analisis de esos conceptos elementales que aun siendo procedentes de poéticas tan diversas acaban por mostrar un sorprendente “aire de familia” por utilizar el término que tanto gustaba a Wittgenstein. No se trata aquí de extraer consecuencias que normativicen los sistemas de creación poética, pero bien es cierto que no podemos dejar de sacar alguna que otra conclusión de la impresionante coincidencia en los términos modales a la hora de organizar la producción y comprensión de música en tantas culturas y épocas diferentes.


Raga-Rasa y experiencia estética
En las poéticas que estamos aquí desgranando el conocimiento estético, la experiencia del arte, precisa de retórica, gramática, métrica, etc... pero por encima de eso depende lo que los teóricos han llamado el “sahrdayatva” (“tener corazón común con”), que garantiza que se ha entrado en el campo de propuestas modales que construye la obra. Especie de simpatheia modal que implica un estar al unísono con los elementos estéticos, con las estructuras que éstos ponen en funcionamiento.
Asimismo resulta central para la actividad estética contar con la “pratibha”, suerte de imaginación que requiere una “fantasía natural, amplia y pura”, esta imaginación se concibe como una especie de don divino que implica el poder de transfigurar las cosas, construyendo imágenes de ellas, imaginándolas, nuevas.
También aquí nos encontramos con un “adelanto” de algunos elementos relacionados con lo que bastantes siglos más tarde se llamará “estética de la recepción”: la emoción estética –dice Dhanamjaya- depende de la capacidad del crítico de ser deleitado y de su disposición, no del carácter del protagonista que tenga que ser imitado ni de la obra poética en cuanto dirigida a reproducir aquel sentimiento. Este reflejo que la obra produce en el receptor también se llama rasa.
En este aspecto de estética de la recepción o de la participación en un sentido tan fuerte como queramos considerar, se habla, en música, del “Nâda” (sonido por Na: aliento y Da que es fuego) en tanto sonido musical como manifestación de la corriente continua de sonido universal, de ritmo, que atraviesa y constituye el cuerpo. La obra no es así nada fundamentalmente ajeno al ser vivo, al cuerpo, que la recibe; y la experiencia estética actualiza un tipo de comunidad, una suerte de reino milenario, de república de los fines portátil. Así, podemos recordar a Raymond Bayer que hablando en términos musicales, consideraba cada emisión de sonido como una suerte de acción sagrada y un “embarque” en un sonido universal, un embarque que nos rehace, que no nos incluye tal cual éramos antes..

Estatutos de autonomía del rasa-raga
En lo que sigue vamos a ver cómo a lo largo de siglos de trabajo artístico y teórico se han ido configurando los conceptos maestros de raga y rasa, de modo que lo estético comparece “relativamente” dependiente e insertado en lo real-cotidiano, sabiendo que no podemos menos que dar por provisional concepto tan resbaladizo. Así nos encontramos con Dandin y Bhatta Lollata, que en los siglos VII y IX respectivamente piensan el rasa como un movimiento mental ordinario que se ha intensificado, adelantando acaso el movimiento por el que Dewey especificaba la experiencia estética en ese su carácter “enhancing life”. En el mismo siglo IX Sankuka ya hace énfasis en el estatuto específico de lo representado, de modo tal que en la percepción estética hay que prescindir de los conceptos de realidad e irrealidad, de vida real y ficción. Para este autor un ente estético, así un caballo imitado por un pintor no aparece ante los espectadores ni como real ni como falso: se trata en verdad de una imagen que precede a todo juicio de realidad e irrealidad.
Es así que encontramos las primeras referencias conceptualmente claras que postulan que los raga-rasa, en tanto conceptos modales, delimitan las entidades postuladas, las posibilidades de los fenómenos. Estamos, no obstante, aún en una fase temprana, al menos en lo que a desarrollo teórico se refiere por lo que habrá que esperar hasta que ya en el siglo X nos encontremos con Bhatta Nayaka que, criticando las concepciones expresadas por sus predecesores hará énfasis en el rasa como “un placer que no está en relación con ningún ‘ego’ particular”.
Es importante que no confundamos esta aportación de Bhatta Nayaka con postular que la obra de arte no tenga que tener ninguna relación con la vida “ordinaria”, por el contrario, lo que sucede es que los raga-rasa se postulan como otras tantas vidas “ordinarias” posibles, que como conceptos modales deben postular su propia provisoriedad y recambiabilidad.
De este modo se completa la caracterización modal del rasa-raga, en tanto que no sólo postula realidades e irrealidades como ya habíamos visto, sino que además postula las subjetividades que han de experimentar tal o cual realidad, al modo quizá en que Lukàcs pedía que produjeramos al sujeto productor. De hecho, y como ha sostenido Adolfo Salazar, ésta será una constante de las culturas modales premodernas, en las que la autonomía se adscribirá al modo mismo a ser ejecutado y desde él se extenderá a los ejecutantes y la audiencia misma: “el músico está entendido como un simple agente, que utiliza el lenguaje de la música para expresar un sentimiento plural y común... pero mientras conserva esa base esencial, el músico tendrá un margen de libertad para encontrar un modo de realización no literal de aquella, sino que puede ser improvisado..”
Por ello los ragas-rasas no constituyen una suerte de coto privado apartado de toda cotidianeidad, de toda mundaneidad, sino que, en tanto experiencias estéticas, no se constituyen en apéndices de esa mundaneidad reconocida como vida real, sino que precisamente contribuyen a crear otras mundaneidades, tan posibles, tan habitables como queramos. La realidad –decía Proust- es cierta relación. Y las obras de arte no son sino propuestas relacionales, hipótesis sobre modos de relación, así los ragas-rasas. Sobre esta línea teórica siguió trabajando el gran teórico por excelencia de la estética clásica en la India del siglo XI Abhinavagupta. Para este autor la universalidad (sadharana) en que comparece la obra de arte supone una eliminación de las medidas habituales de tiempo, espacio y causalidad, una eliminación por tanto, del “sujeto cognoscente limitado” inserto en el samsara.


Griots, reggae, hip hop
Si hemos expuesto con algún detalle el funcionamiento del “raga” y el “rasa” como conceptos modales, se debe a que estos han mantenido una compacidad que nos permite analizarlos como un sistema completo. Ahora bien, no es necesario que las estructuras modales se encuentren tan densamente tramadas para que, de hecho, sigan funcionando como grandes motores de producción artística y experiencia estética.
Han sido precisamente algunos elelmentos modales de la cultura afroamericana, una cultura de esclavos, perseguida y estigmatizada durante siglos en medio de una de las civilizaciones industriales más pujantes de Occidente, los que ha venido generando los impulsos más decisivos de creación musical: desde el blues al rock, llegando al hip hop.
Para entender el funcionamiento modal de esta cultura musical quizá deberíamos remitirnos a la figura del “griot”. En la tradición musical africana el griot es un músico y narrador de historias que acompaña ciertos acontecimientos sociales. El griot es depositario de la historia y la genealogía de su comunidad, sus conocimientos y su práctica se han transmitido en las familias y los pueblos durante siglos .
De la tradición del griot importada a América a bordo de los barcos negreros descienden directamente los toasts jamaicanos: narraciones rimadas referentes a la vida en la calle con personajes y situaciones prototípicas que solían recitarse en tabernas y tugurios de los ghettos negros o las cárceles y que luego se recitaron sobre una base rítmica de reggae. Uno de los personajes típicos de los toasts sería Stagger Lee, prototipo de la maldad irracional, de la violencia gratuita y destructora que se descarga sobre el primer objeto o persona que encuentra. Sus características pasarán una por una, literalmente, como si de un mito literario se tratara al gangsta rap o gun rap, centrado en narrar historias violentas del ghetto negro de las ciudades norteamericanas y uno de los géneros más pujantes del hip hop actual.
Junto con la tradición de los snaps, los torneos de insultos propios del juego de los dozens y con la tradición de los monologuistas y comediantes negros se puede entender los modos en los que el hip hop, la cnn de los negros según la conocida y calculada expresión de Public Enemy, constituye un orden de construcción modal: obviamente no se trata sólo de “contar historias” sino de cómo y dónde se cuentan, de qué actitudes y reacciones producen o refuerzan....
Parecería que la banda de hip hop y específicamente el rapper, rap en inglés significa espetar, con su intervención, su rol y sus mismos límites se ha situado en el plano en el que Barthes situaba la escritura: “cuya función ya no es sólo comunicar o expresar, sino imponer un más allá del lenguaje que es a la vez la Historia y la posición que se toma frente a ella” haciendo de su intervención una cuestión modal por cuanto consiste en “la elección general de un tono, de un ethos si se quiere y es aquí donde el escritor se individualiza claramente pues es donde se compromete...allí donde lo continuo escrito se va a hacer finalmente un signo total, elección de un comportamiento humano, afirmación de cierto Bien . Se trata de una estética situada, comprometida al modo de Sartre, cuya autonomía no puede ser sino modal, es decir, propia del modo de relación, de la escritura en la que se sitúa y desde la que actúa.
Si con el raga podíamos ver una constelación de conceptos modales en toda su coherencia, con el caso del hip hop podemos ver cómo rápidamente estos conceptos plantean, pierden y recuperan su autonomía en la medida en que pierden y recuperan su especificidad modal. Así es curioso observar cómo la cultura del ghetto norteamericano recibe las estructuras modales africanas, de la tradición de los griots, a través de los disc-jockeys y maestros de ceremonias jamaicanos, como Kool Herc dj., y su adaptación en los toasts, cómo estas formas de producción se empiezan a corromper cuando el interés de la industria discográfica lleva el hip hop al mercado de masas, y cómo, paradójicamente, es esta misma aniquilación del valor modal originario del hip hop la que ha llevado a que esta música sea difundida en contextos bien diferentes, como el español, donde ha acabado por encontrar jóvenes de Madrid o de Tetuan, por ejemplo, que han sido capaces de readaptar y resucitar la función misma de narratividad modal que su propia cultura había dejado extinguirse.
De este modo se puede matizar seriamente la tesis de la “absorción” por parte del capitalismo cultural de toda diferencia y alternativa: siendo evidente que dicho capitalismo y sus mecanismos de globalización tienden a disolver y homogeneizar, en el ámbito estetizado de la mercancía, toda producción artística, social y cultural autónoma, resultará ahora que, en la medida en que la “autonomía modal” tiene una sólida base antropológica, o una consistencia como figura lógica, puede estar sucediendo que la globalización acabe siendo un paradójico mecanismo para su extensión y recuperación.
Forzoso será que revisemos las posibilidades de una articulación propiamente política de la “autonomía modal” en el contexto de lo que hemos caracterizado como “capitalismo cultural”. Tendremos que discutir la medida en que esta “autonomía modal” que estamos construyendo es capaz de mantener una mínima carga de la negatividad que caracterizó a la “autonomía moderna” o si por el contrario es susceptible de correr su mismo destino y acabar convertida en combustible de la máquina de triturar novedades que se ha denominado “capitalismo cultural”.

jueves, 9 de octubre de 2008

Autonomia Ilustrada

Autonomía Ilustrada


A la Ilustración que aún suele recibir en buena parte de los manuales escolares al uso el sobrenombre de Era de la Razón o de las Luces, quizá se le haría más justicia si la denominaramos la Era de la Autonomía. En efecto, la Ilustración impondrá y generalizará la extraña y frágil idea según la cual un gran número de entes o procesos pueden y deben ser considerados como fines en sí mismos. Según este principio, las facultades del espiritu humano, anataño sometidos a una rígida y jerárquica estructuración comparecerán ahora y serán capaces de desarrollarse sin atender a otras normas que las que ellas mismas determinen. Igualmente y de modo paradigmático el nuevo modelo de ciudadano –con muchos matices y recortes por supuesto- tenderá a concebirse como un fin en sí mismo, lejos por tanto de ser un mero instrumento en los designios del Estado o la Providencia. Seguramente resulta dificil pensar un aspecto en que la Ilustración haya supuesto un cambio tan destacable.
Tanto es así que la autonomía no sólo es uno de las rasgos que han marcado de modo determinante a la modernidad, sino que en su ausencia nos resulta difícil imaginarnos una vida digna. De otra forma habría que ser capaz de concebir un mundo en el que el arte, por ejemplo, debería someterse a los principios de la religión, la ciencia a los de la política o la erótica a los de la moral. Seguro que semejante ejercicio de imaginación queda más allá de nuestras posibilidades fabulatorias.
El concepto de autonomía, tan importante como hemos visto para los procesos de especificación y diferenciación de las facultades y modos del conocimiento no surgirá en un vacío social y político. Como no podía ser de otra manera los postulados de la autonomía ética, política y artística fueron recibidos con diferentes grados de tensión en los diferentes países de la Europa del XVIII: ninguna demanda, ningún programa de autonomía epistemológica o discursiva podrá plantearse sin que se le oponga una reacción, a menudo tendente a integrar mecánica y verticalmente dichos movimientos hacia la autonomía. El Estado Absolutista tendrá que lidiar de un lado con las tensiones que desde la naciente burguesía aspiran a liberar amplias secciones del pensamiento, el arte y la sensibilidad de la tutela de la Tradición y de la de un aparato de poder político que no dejará, a lo largo de su historia, de incrementar sus redes burocráticas, aun muy ineficientes y, sobre todo, su capacidad militar imprescindible a su vez para integrar dicho estado también frente a las continuas amenazas exteriores y las constantes revueltas del campesinado agotado por las guerras y las crecientes exacciones y abusivos impuestos. En otras palabras, desde el humanismo renacentista y la Reforma, los movimientos por la autonomía de la conciencia y el discurso religioso, irán tomando importancia sumándose a ellos la vindicación de la autonomía de la investigación científica, de la erótica, de las prácticas artísticas y finalmente de la acción y el pensamiento políticos, siendo así que todos esos movimientos por la autonomía irán descubriendo, muy lentamente y con frecuentes vueltas al orden, posibles alianzas en los movimientos de emancipación social y política populares. El siglo XVIII resulta especialmente apasionante porque a la suma de estos movimientos por la autonomía se contrapone, y a menudo se superpone, la tendencia del Estado a aumentar y concentrar su poder financiero, administrativo y militar.


Todo esto ha supuesto que el desarrollo de los principios de autonomía no haya estado, en absoluto, exento de contradicciones y confusiones, especialmente en el terreno del arte y la sensibilidad estética que es el que aquí priorizaremos. Durante décadas, sino siglos, la autonomía se ha entendido tan mal que para muchos teóricos el compromiso con la autonomía del arte equivalía a creer a pies juntillas que efectivamente dicho arte que se proclamaba autónomo no sólo asumía un completo desentendimiento de lo que pudiera acontecer en el resto de la sociedad, sino que sucedía, de hecho, en una suerte de extraño y completo vacío social.
Sin duda alguna es importante desmontar semejante sofisma, que en modo alguno ha dejado de estar activo. Por eso hay que sostener que, históricamente, ninguna de las formulaciones de la autonomía del arte ha supuesto un completo y efectivo desentendimiento respecto del conjunto de la sociedad, sino en todo caso y ahí nos centraremos, una redefinición de las relaciones entre producción artística y articulación social. Sería demasiado ingenuo suponer que el mero enunciado de la autonomía de una esfera cualquiera de actividad humana, bastara para producir el efecto mágico de deslindar esta limpia y completamente del cuerpo social.
Para empezar pues, y por obvio que parezca, hay que destacar que los proyectos de autonomización de las facultades siempre han funcionado en una dimensión pragmática que fundamentalmente impugnaba las reglas de juego vigentes para exigir un replanteamiento de las jerarquías y las servidumbres entre las diversas áreas del pensamiento, las prácticas y las articulaciones sociales. Esto equivale a decir que ninguna de las modelizaciones que podamos esbozar de los principios de autonomía puede considerarse cerrada en sí misma: todas las variantes de la autonomía tienden o bien a expandirse a otras áreas del pensamiento o la actividad humanas o bien a desplazarse dentro de las mismas. Ello hace que los postulados de autonomía, paradójicamente si se quiere, resulten tener siempre un alto grado de eficacia social.
Es difícil dejar de destacar este punto recurriendo nada menos que a uno de los filósofos más brillantes del siglo XX, cuya estigmatización ideológica parece haber evitado con éxito que se le leyera con la mínima atención: Georg Lukács ha construido su monumental Estética, a menudo descartada por suponerla una burda defensa del realismo socialista, sobre unos supuestos que le hacen defender que : "es un mero prejuicio -y reciente - la idea de que haya en el arte una contraposición entre la consumación inmanente artística y la función social. La relación real entre la misión social y la obra consiste más bien en que cuanto más orgánica es la consumación estética inmanente de una obra de arte, tanto más capaz es esta de cumplir la misión social que le ha dado vida.
Es decir: la autonomía no sólo no es contraproducente para la supuesta "función social" del arte sino que es la mayor garantía de que tal función social y aun política pueda ser plenamente cumplida .
Ahora bien, por ese mismo principio de extensión o contagio y variación de la autonomía no nos es posible abordar cuestiones tan candentes como las posibilidades actuales de construcción de modos de relación y modos de vida autónomos en el marco del capitalismo cultural, sin proceder antes a clarificar en qué medida han ido variando la intensión y la extensión del concepto mismo de autonomía. Y es que es de todo punto evidente que a lo largo de los dos últimos siglos, desde que Kant publicara su Tercera Crítica, se ha hecho cada vez más difícil hablar sin matices de esa organicidad de la consumación estética de que hablaba Lukács, y esto es así porque el concepto mismo de autonomía, como hemos dicho, ha ido variando considerablemente produciendo en ocasiones desfases enormes entre los enunciados mismos del programa de esa autonomía y su efectivo despliegue social.
Por ello es de la mayor importancia deslindar algunos momentos distintos del funcionamiento de la idea de autonomía: momentos que en otra parte hemos denominado “autonomía ilustrada”, “moderna” y “modal” y que hemos sugerido adscribir sucesivamente a la ilustración, el romanticismo de la bohemia y la primera vanguardia y el capitalismo cultural.

El modelo para la “autonomía ilustrada” del arte será proporcionado, como es obvio sobre todo en las obras de Goethe y Moritz, por el pensamiento organicista articulado desde el concepto de natura naturans: el arte en la ilustración , lejos de limitarse a imitar la Naturaleza en lo que éste tiene de perfección acabada, daba ahora en imitar la naturaleza en lo que ésta tiene de germinal, en la medida en que muestra fuerzas capaces de producir estructuras autotélicas. En cierta medida podemos indagar algunas bases conceptuales de este cambio en la recepción de la filosofía de Leibniz, cuya metafísica difiere de los sistemas de Descartes y Spinoza, en tanto que sustituye el dualismo de uno y el monismo del otro por una concepción "pluralista" del universo. En efecto, como nos recuerda Cassirer:
"Cada mónada es un centro viviente de energía y es la infinita abundancia y diversidad de las mónadas lo que constituye la unidad del mundo. La mónada sólo 'es' en la medida en que está activa, consistiendo su actividad en la continua transición de una estado nuevo a otro mientras produce por sí misma estos estados en una incesante sucesión"
La naturaleza de la mónada en palabras de Leibniz "consiste en ser fértil y en dar nacimiento a una siempre novedosa variedad". Cada mónada contiene así su propio pasado y su propio futuro. Al contrario de lo que sucedía con la concepción "atomista" ninguno de estos elementos es absolutamente igual a ningún otro, ni puede ser resuelto en una suma de cualidades puramente estáticas. Para la mónada "no hay alternativa entre unidad y multiplicidad, sino sólo su interior reciprocidad y necesaria correlación. La individualidad de la mónada se manifiesta a sí misma en progresivos actos de individuación –individuación que sólo es comprensible bajo la presuposición de que la mónada como conjunto es auto-contenida y autosuficiente" .
En estos desarrollos, la noción de fuerza jugará un papel central para Leibniz, en la medida en que una fuerza es un estado presente que contiene en sí un futuro estado hacia el que tiende. Esta noción de fuerza en Leibniz reúne extensión y pensamiento: la fuerza, es diferente en cada sustancia, crea al individuo y le otorga una forma particular, una lógica interna de desarrollo constante.
Las posibilidades de ese desarrollo constante, entendido también como una extensión gradual de la autonomía desde la pequeña esfera pública del arte, la ciencia o la pornografía ilustrada hacia niveles más amplios de influencia social serán tomadas como un hecho por los intelectuales ilustrados y como tal tratadas, a su vez, por los poderes fácticos de los estados absolutistas que intentarán atenazar alguna de esas autonomías dentro de las Academias y que vigilarán celosamente la extensión del modelo a otras áreas como la organización militar o la administración del paisaje.
Las premisas contenidas en las disputas sobre el concepto de naturaleza de Newton y Leibniz, en la medida en que cuestionan el concepto mecanicista del XVII se empiezan a desplegar en la obra de Karl Philipp Moritz como principio de una doctrina estética.
El modelo que Moritz tomará a la hora de definir la autonomía será, de nuevo, la naturaleza : la totalidad, completa en sí misma, que es toda verdadera obra de arte no es sino un pequeño reflejo de esa otra gran totalidad: la Naturaleza. Ésta utiliza al artista para, mediante él, crear del mismo modo como ella crea.
Así, el artista no realiza una imitación mecánica de motivos o situaciones, sino que debe ser capaz de insertarse en lo que Moritz llama la "Thatkraft" –fuerza activa- que es la que en la Naturaleza sostiene lo que hoy llamaríamos las propiedades "emergentes" de sus criaturas . La fuerza activa contiene en sí todas las "relaciones" que constituyen el gran conjunto de la Naturaleza. Esta "fuerza activa" que "alcanza a todas las cosas y que a aquella que abraza la quiere formar, al modo de la naturaleza, como una unidad absoluta, suficiente en sí misma..."
Los escritos de Moritz tienen la importancia de estar situados en un punto nodal a partir del cual se establece una categoría de belleza que no depende de postulados morales o teológicos sino que procede directamente de la autodeterminación de los seres, de su no- enajenación, y de su vida propia como fuente fundamental de su belleza, de la belleza:
" la naturaleza ha implantado la belleza suprema sólo en la fuerza activa y hacer así la belleza suprema, a través de ésta, asequible a la imaginación, audible al oído y visible al ojo... La fuerza activa contrasta fuertemente con la realidad de las cosas, cuya esencia efectiva es constituida en función de su singularidad, hasta que consigue apropiarse de su íntima esencia, resuelta en apariencia, y crea un mundo propio en el cual ya no hay nada particular, sino que cada cosa en su genero es una unidad subsistente en sí misma".
Así por un lado con la noción de "fuerza activa" presente en todas las cosas y que da una visión de su existencia plena y genuina, y por otro lado identificando esa misma "fuerza activa" como aquella que debe imitar y reproducir la obra de arte, el trabajo de Moritz dibuja la doble condición, autónoma y relacional de la obra de arte.

A su vez, con la publicación en 1790 de la Tercera de las Críticas de Kant, la Crítica del Juicio, se llegará por fin a un acercamiento sistemático a las cuestiones que vinculaban la producción estética con la noción de autonomía y ésta, a su vez, con la idea de naturaleza.
Para una buena cantidad de estudiosos de Kant, la Tercera Crítica se plantea como un intento de solución a la escisión entre las capacidades cognoscitivas y éticas, tal y como habían sido expuestas en la Primera y la Segunda Críticas respectivamente.
Kant admite que para despejar las antinomias del uso teórico y del uso práctico de la razón, hay que volver la vista a un substrato suprasensible de los objetos dados como fenómenos. En este particular y en lo que hace a la antinomia del Juicio aparecen tres ideas:
"Lo suprasensible en general, sin otra determinación, como substrato de la naturaleza, como principio de la finalidad subjetiva de la naturaleza para nuestra facultad de conocer y como principio de los fines de la libertad y la concordancia de ésta con la naturaleza en lo moral."
Esto nos lleva directamente a la gran cuestión de los fines internos, heautónomos, de la naturaleza y, por extensión, de la segunda naturaleza que es el arte y quizá también el cuerpo político.
La noción de autonomía será clave desde un principio en la búsqueda de Kant de un placer estético que no esté determinado por el interés, de hecho Kant se refiere a ella desde el momento mismo en que quiere delimitar el terreno de la experiencia estética:
“Sólo aquel que tiene en sí mismo el fin de su existencia, el hombre, que puede determinarse a sí mismo sus fines por medio de la razón, o cuando tiene que tomarlos de la percepción exterior, puede sin embargo ajustarlos a fines esenciales y universales y juzgar después estéticamente también la concordancia con ellos, ese hombre es el único capaz de un ideal de la belleza...”
Asumiendo que esta autodeterminación no se limita al sujeto ilustrado manipulador para su goce de la naturaleza: como hemos visto más arriba Kant toma buen cuidado en discernir el juicio estético de todo tipo de interés tanto práctico como basado en el agrado: “el juicio de gusto descansa en fundamentos a priori... ese placer no es de ninguna manera práctico, ni como el que tiene la base patológica del agrado ni como el que tiene la base intelectual del bien representado. Tiene sin embargo causalidad en sí, a saber, la de conservar, sin ulterior intención, el estado de la representación misma... Dilatamos la contemplación de lo bello, porque esa contemplación se refuerza y se reproduce a sí misma.”
Y es sobre la base del sentido común que constituye esa doble autonomía: la del sujeto que se distancia de los intereses y la del objeto contemplado que existe y se determina por sí mismo que podemos establecer una aspiración a la universalidad del juicio estético: "La necesidad de la aprobación universal, pensada en un juicio de gusto, es una necesidad subjetiva que es representada como objetiva bajo la suposición de un sentido común."
Buena parte de la Crítica del Juicio transcurrirá en el empeño de establecer un nexo, un "sentido común" no sólo entre los hombres a partir de su coincidencia sin concepto en la apreciación de lo bello, sino también entre los hombres y las criaturas de la naturaleza:
"interesa también a la razón que las ideas... tengan también realidad objetiva, es decir que la naturaleza muestre, por lo menos una traza o señal de que encierra en sí algún fundamento para admitir una concordancia conforme a ley entre sus productos y nuestra satisfacción" ; esa concordancia, ese sentido común "encierran un lenguaje que nos comunica con la naturaleza y que parece tener un alto sentido.
Kant menciona la cuestión de la correspondencia de los colores con diversos estados de animo, o modos de relación... parece que esta sería la opción de un naturalismo estético que ya en el Barroco Zarlino o Kirchner habían defendido, pero ahí Kant empieza a regatear:
"Según derecho debiera llamarse arte sólo a la producción por medio de la libertad, es decir por medio de una voluntad que pone razón a la base de su actividad"
En efecto, el arte se distingue de la naturaleza como el "hacer" (facere) del obrar o producir en general (agere), o como la obra (opus) se distingue del efecto (effectus). Así marca Kant distancias irreversiblemente del determinismo barroco de los afectos que la Contrarreforma había puesto en tan relevante posición.
Siguiendo con este proceso de diferenciación, que precede a su gran intento de síntesis, Kant establece que el arte es mecánico cuando siendo "adecuado al conocimiento de un objeto posible, ejecuta los actos que se exigen para hacerlo real" . Podemos, en cambio hablar de arte estético si éste "tiene como intención inmediata el sentimiento del placer". Que será a su vez agradable o bello respectivamente según: "el placer acompañe las representaciones como meras sensaciones... o cuando el fin es que el placer acompañe las representaciones como modos de conocimiento... Arte bello... es un modo de representación que por sí mismo es conforme a fin, y aunque sin fin, fomenta, sin embargo, la cultura de las facultades del espíritu para la comunicación social."
Ahí hemos visto cómo Kant ha establecido la libre voluntad a la base del arte, y cómo distinguiéndolo progresivamente le ha dado una función social en su autonomía.

Y es que este uso político de la autonomía y la organicidad rara vez se dará de modo aislado, sólo en lo político o lo estético, de hecho y siguiendo a Habermas, podemos ahora establecer conexiones entre el emergente concepto de “autonomía ilustrada” y el de "esfera pública", conexiones que revelaran algunas de las tensiones centrales por politizar la Ilustración hacia finales del siglo XVIII.
A tal efecto sigue siendo imprescindible que recordemos la tesis de Habermas en su temprana obra "La transformación estructural de la esfera pública" estableciendo que frente a las caracterizaciones de lo público que lo limitaban a las instituciones políticas oficiales; con la Ilustración se produce la emergencia de un modelo nuevo de lo público, una esfera pública compuesta por individuos "particulares" que se comprometen con un uso público de la razón, un debate racional y crítico en ámbitos ajenos a las instituciones del estado. Habermas señala algunas formas de socialidad que surgen en el XVIII como las semillas de la institución democrática de la esfera pública: así los cafés (más de 3.000 en Londres en la primera década del XVIII), las Tischgesellschaften (sociedades de mesa) en Alemania y los salones en Francia, como espacios en que a las discusiones relacionadas con la crítica de arte y literatura, pronto sucederán abiertas discusiones sobre cuestiones económicas y políticas.
En los cafés ingleses se mezclarán tenderos y burgueses, intelectuales y aristócratas, mientras que en los salones franceses, plebeyos como d'Alembert serán admitidos en un ritual relacional que aun tiene mucho de galante pero que servirá de banco de prueba de ideas y debates. Aunque en una escala mucho menor, las Tischgesellschaften alemanas mantendrán, como sus contrapartes en otros países, el fomento de una discusión en la que temporalmente, según el recuento de Habermas, se anulaban las jerarquías sociales y se suspendían tanto las leyes del mercado como las del estado, discusiones en las que se admitía cuestionar ámbitos que hasta entonces no se habían problematizado y que en principio eran universalmente accesibles.
En todo este proceso de constitución de esferas públicas, la distribución y discusión de arte –un arte basado en la imitación de la fuerza activa presenta en la naturaleza y sus criaturas- tiene, según la tesis de Habermas , un papel central. En efecto, por un lado la emergencia del capitalismo y del mercado cultural liberará la producción artística de su exclusiva sujeción a la Corte y la Iglesia, promoviendo la circulación de la producción artística y la confrontación de obras de arte autónomas con personas "privadas"; por otra parte la emergencia de la estética estará vinculada, como hemso visto, a revelar un posible funcionamiento del arte que se indenpendiza de los condicionantes morales o los convencionalismos culturales para indagar en la energia activa que relaciona a cada criatura con sus propios fines. La circulación de estas obras de arte llevará a la constitución de una esfera pública dedicada al comentario y la discusión del arte que a su vez, según Habermas, derivarán en una esfera pública con aspiraciones a racionalizar el conjunto de la vida política y extender el modelo de la “autonomía ilustrada” del arte.
Ha sido recurrente objeto de controversia con los seguidores de Habermas la medida en que dichos campos hayan podido tener un potencial de expansión para funcionar, además de como foros literarios o artísticos, como ámbitos de discusión política más general. De hecho, el planteamiento clásico de Habermas adolece de algunas insuficiencias derivadas de su injustificada priorización de un modelo alemán de transición entre mundo del arte y sociedad civil que además resulta claramente idealizado en su esquematismo: por supuesto esta “autonomía ilustrada” cumplirá funciones diferentes en contextos diferentes. Así el empeño por instituir esa esfera pública, frente a la intransigencia “oficial”, constituirá un movimiento revolucionario en Francia; reformista en el Reino Unido que ya ha hecho su revolución cien años antes; y pactista, cuando no reaccionario de facto, en Alemania donde la libertad de discusión y pensamiento no lograrán interferir los proyectos nacionalistas del Despotismo prusiano.
Lo que sucederá en Prusia es que con un estilo diferente del francés, no se intentará integrar en un único cuerpo Naturaleza, Razón y Estado sino que se asumirá como máxima la frase que Kant pone en boca de Federico el Grande: "Razonad cuanto queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced" Por ello las diferentes áreas del espíritu tendrán, al menos durante el reinado de Federico el Grande, un desarrollo autónomo aunque carente de toda conectividad política. Con ello se dibujan dos diferentes escenarios, el francés y el alemán, que bien podríamos considerar como consecutivos: en Francia la idea misma de una esfera de la inteligencia y la sensibilidad que se declara autónoma respecto al Orden moral y político establecido es considerada peligrosa y a menudo perseguida como tal, en la Prusia ilustrada se permite que dicha autonomía se formule pero se toma buen cuidado de privarla de toda capacidad de extraer consecuencias sociales o políticas de cualquier tipo.
En cualquier caso y pese a los planes de Federico, buena parte de la relevancia de la estética autónoma kantiana reside para nosotros en la medida en que, con todo, plantea una condición de necesidad, mediante la idea de un sentido común de la universal comunicabilidad subjetiva del modo de representación en un juicio de gusto. Con ello está sentando las bases no sólo de una defensa de la "alta cultura" o de la cultura tal cual frente a las pretensiones políticas del Estado Absolutista o las crecientes fuerzas del mercado, sino también planteando la esfera de producción artística y recepción y discusión estética como ámbitos privilegiados de ensayo y articulación de la agencialidad política.
Con ello también, Kant sienta los fundamentos originarios de lo que creemos sigue siendo, aun después de Adorno, una de las problemáticas centrales de la estética en la actualidad y que puede ser esquematizada muy a grandes rasgos como la que se plantea los polos de una producción artística “autónoma” privada de conectividad política y por ello siempre en riesgo de verse subsumida en el apartado dominical de "la cultura y el deporte" frente a una cultura estética que precisamente por priorizar esa conectividad acaba diluyéndose en lo cotidiano, ya sea mediante el diseño o mediante los chantajes morales del activismo político de vanguardia, de modo que pierde toda especificidad y capacidad de cuestionamiento radical de los mundos de vida colonizados por el capitalismo cultural
Y es que, obviamente, parte de lo que nos interesa en este articulo es discutir y entender el modo en que, para los ilustrados, la discusión sobre la autonomía de la estética, por ejemplo, constituye la encrucijada desde la que se define no sólo el tipo de arte y de experiencias estéticas que queremos tener sino también y muy fundamentalmente el tipo de sociedad en la que queremos vivir. Ha habido sociedades, y todavía las hay más cerca de lo que pensamos, que no han podido concebir que ninguna de las esferas de actividad y pensamiento que las constituyen pudieran funcionar de acuerdo con los principios de la autonomía, o de la heautonomía más bien, principios por los cuales dicha esfera de actividad o pensamiento sería susceptible de determinar sus propios fines sin someterse a fines ajenos ni limitarse a ser un medio en manos de otro fin supuestamente superior.

Una de las principales fuentes, de hecho, para relacionar la vieja noción de autonomía que toma cuerpo en la “autonomía ilustrada” y la naciente Teoría crítica del Estado la encontraremos en el Locke del Tratado sobre el gobierno civil, el Locke que se basa en la noción de autonomía del ciudadano, reiterando la vieja idea aristotélica que contrapone la vida de la persona autónoma con la vida infra-humana de quien se rebaja a ser mero instrumento para los fines de otro:
"Si así fuera, la gente bajo el gobierno un príncipe no sería una sociedad de criaturas racionales que forman una comunidad para su provecho mutuo; ... se les debería considerar como un rebaño de criaturas inferiores, bajo el dominio de un amo, que los guarda y los hace trabajar para su propio beneficio y deleite"
La autonomía, base de la dignidad de toda comunidad política, confirma que ningún ser humano puede ser "extrañado" de sus propios fines y convertido en mera herramienta en manos de otro. La mera intención de semejante propósito equivale, según Locke, a la declaración del estado de guerra:
"Y así sucede que aquel que intenta someter a un hombre a su poder absoluto, se coloca por eso mismo en estado de guerra con él, puesto que dicha operación se entendería como una declaración de designio sobre su vida... Liberarme de semejante fuerza es la única seguridad para mi supervivencia y la razón me fuerza a considerar como enemigo a aquel que quiere arrebatarme mi libertad... ya que siendo la libertad la base de todas las cosas puedo suponer que aquel que pretende arrebatármela también pretende arrebatarme todo lo demás."
Por supuesto en Locke esta idea de autonomía va unida con la noción de "propiedad", entendiendo como tal la suma de "lives, liberties and estates" y ésta a su vez con la idea del trabajo como constitutivo de la esfera de autonomía del ciudadano:
Locke hace de esta libertad natural algo inalienable en el estado de sociedad, que de hecho se constituye no para someter el estado de naturaleza, como defendía Hobbes, sino para hacerlo sostenible y habitable, legitimando incluso la rebelión y el tiranicidio en los casos en que esa libertad, esa autonomía constitutiva de la dignidad del ser humano se pueda ver comprometida por un mal gobierno.
Si para Hobbes el objetivo fundacional del estado era mantener a raya a la naturaleza, que nos sumía en la guerra de todos contra todos, para Locke en cambio será la naturaleza misma la que proporcionará el modelo de la organización política, dado que instaura en todos los hombres la Razón: "Y la Razón, que es la Ley, enseña a toda la humanidad, que la toma en cuenta, que siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno deberá dañar la Vida, Salud, Libertad o Posesiones de los demás."
Moritz asumirá esta libertad natural, esta "libre espontaneidad" (freie Selbstthätigkeit, que podríamos traducir más certeramente como "libre autogestión de la acción") como base para juzgar la constitución del cuerpo político y lo que nos interesa aquí destacar es cómo en el término que Moritz elige para aludir a la libertad natural que debe fundar el orden político incluye el mismo concepto "That" que a su vez formará parte de su concepto de "Thatkraft", con el que aludirá a la "energía activa", aquella precisamente que el arte debe imitar en su proceso de formación de entes completos en sí mismos.
Es pues uno y el mismo principio activo el que funda la libertad política y la creación artística de obras de arte completas en sí mismas, es decir autónomas, y por ello, orgánicas como el orden político que se está postulando:
"El ser humano individual nunca debe ser considerado meramente en función de su utilidad, sino como un ser noble que tiene su propio valor en sí mismo, incluso si (por ello) tuviera que desaparecer el edificio completo del estado. El estado puede utilizar sus brazos o sus manos temporalmente, tratándolas como una parte subordinada de su mecanismo –pero no hay nada que pueda subordinar la mente del ser humano de esta manera: es una entidad completa en sí misma "
Implícitamente Moritz, siguiendo en esto como en tantas otras cosas, Kant está afirmando el dominio potencialmente autónomo de la inteligencia y sosteniendo la causa de la "revolución más importante": la que ha de hacer salir al hombre de su "auto-incurrida inmadurez intelectual y moral." Obviamente esto hace coincidir los objetivos de la antropología pragmática con los de la Ilustración.
No obstante, y en la medida en que la revolución de la Ilustración que Kant preconiza sólo se refiere a la libertad de pensamiento y no a la libertad de acción, Kant está señalando un curioso nivel de operatividad, un nivel público sin duda, pero no propiamente político, en cuanto además, y a diferencia de Moritz, Kant no relaciona la imposición del orden político absolutista con esta falta de autonomía intelectual de sus súbditos, de este modo en su formulación de la Antropología Pragmática Kant ha avanzado bien poco respecto al modelo hobbesiano de estado, recalificando sólo el dualismo de éste con la posibilidad de que las piezas del cuerpo político hagan un uso libre de su razón dirigida en el ámbito del público educado de lectores, mientras que sigue aceptando, como ya hemos visto, las necesarias limitaciones de lo que él llama el "uso privado" de la razón que Kant identifica especialmente con el que realizan aquellos que se encuentran desempeñando una función dentro del mecanismo del estado y que por ello deben estar sujetos a la obediencia; de este modo en el ámbito que nosotros consideraríamos público por excelencia, el de la acción del Estado, coincidente con el ámbito de lo políticamente relevante y efectivo, se cancela el uso libre y público de la razón y a cambio se salvaguarda dicho uso en el, en principio irrelevante, dominio de los círculos de discusión literaria.
En este sentido la estética de Kant, en tanto autónoma y organicista, supone, quizá pese a Kant mismo, una clara aportación a una teoría de la historia y de la agencia política y ello es así, aunque en la formulación kantiana, como ha mostrado Koselleck, el intento de realización de la moral ilustrada en el dominio de lo político vaya acompañado de la negación de la fuerza misma constitutiva de lo político.
Con todo, el más que prudente y moderado Kant planteará esto como una especie de auto-limitación táctica y esbozará un programa progresivo de expansión de la autonomía:
"Un alto grado de libertad civil (Bürgerlicher Freiheit) podría ser conveniente para la libertad intelectual (Freiheit des Geistes), pero a su vez supondría imponer a ésta insuperables barreras. Por el contrario si limitamos la libertad civil a un nivel menor daremos más espacio al intelecto para que se expanda en todo su potencial. Una vez que la naturaleza se haya desarrollado dentro de este cascarón, el germen que con más cuidado se habrá tratado, el de la inclinación y la vocación de pensar libremente, irá generando efectos en la mentalidad de la gente que se irá haciendo, progresivamente, más y más capaz de libertad de acción (Freiheit zu handeln). Eventualmente, este proceso afectará al gobierno que tendrá que tratar al ser humano, ahora considerado como algo más que una máquina, de un modo apropiado a su dignidad."
Ahí queda sucinta e inmejorablemente expuesto el modelo y el programa de la “autonomía ilustrada” en su versión más cercana al Despotismo Ilustrado, con su esquema que podríamos llamar de contención gradualista que luego especificará con más detalle Schiller, que como Kant pensará un modelo en el que ambos ámbitos de uso de la razón: el ámbito obediente y mecánico de la razón de estado (el modelo que aplican tanto Kant como Moritz será el de la disciplina militar, al que no en vano hemos dedicado algo de atención) y el del libre uso público de la razón, tengan posibilidades de interactuar en una relación mutuamente constitutiva, planteando al estado absolutista la demanda de que funcione siempre como si de una forma de autogobierno se tratara, esto es, según el imperativo de no imponer a los ciudadanos ninguna ley que ellos mismos no se impondrían voluntariamente.
Ambas razones y su interacción tienen un paralelo en la relación entre la "naturaleza" dadora de autonomía, y la "segunda naturaleza" en la que se ha convertido la inmadurez (Unmündigkeit) ; al respecto Kant sostendrá una noción de la "historia filosófica" que tomando como base la historia estrictamente empírica, intentará discernir dentro de ella los intentos de "realización de un oculto plan de la naturaleza" .

La exposición de este modelo de “autonomía ilustrada” en sus formulaciones más limitadas, así como en sus proyectos de expansión y sus insuficiencias, nos debería llevar a la discusión de un segundo modelo de autonomía: la posibilidad de construir una autonomía que ya ha renunciado a los gradualismos y a las lentas progresiones de la emancipación en las que aun confiaba el viejo profesor de Königsberg. Una autonomía que definirá la modernidad a base de indagar en los reversos, en los campos de la negatividad, de lo excluido o lo sistemáticamente ocultado. Dicha búsqueda oscilará, como veremos suceder desde el romanticismo más temprano hasta las vanguardias heroicas, entre la más reaccionaria de las desesperaciones y el más radical de los optimismos revolucionarios. Sin ninguna duda la producción artística y cultural en Occidente ha estado marcada por las tensiones entre la Autonomía Ilustrada que muy sucintamente hemos descrito aquí y la Autonomía Moderna cuyos procesos de acumulación y cíclico despliegue de negatividad han sido determinantes hasta bien entrados los años 60 del siglo XX cuando de la mano del capitalismo cultural la diferencia y la negatividad han dejado de ser un valor antagonista para convertirse poco menos que un factor de distinción y diferenciación de mercados. Pero eso sin duda es ya materia de otro ensayo.