La imagen que la alta cultura moderna nos ha proporcionado más recientemente y de acuerdo con la cual aún parece funcionar la percepción más extendida del trabajo que realizan los artistas de la postvanguardia, establece que el “arte” es el producto resultante no tanto del oficio, cuanto del pronunciamiento más o menos arbitrario de una figura privilegiada en tanto dadora de aura: el artista. Basta que el artista escoja o señale un objeto cualquiera para que éste asuma esa extraña condición según la cual deja de ser un urinario o una rueda de bicicleta para convertirse en algo mucho más valioso e imponderable: una obra de arte. La modernidad artística, especialmente en su versión anglosajona y desde la recepción que se ha querido hacer de obras como la de Duchamp, ha evitado cuidadosamente considerar los dispositivos relacionales que el objeto, o el concepto, señalado por el artista podía poner en funcionamiento, ha evitado reflexionar en profundidad sobre la experiencia estética –que sin duda debería ser la base de toda crítica de arte- y ha preferido cerrar un circuito en que a este artista capaz de otorgar artisticidad en función de su sola voluntad o señalamiento se le une el museo y la galería como lugares, a su vez, privilegiados para la ostentación de la artisticidad producida, así como los únicos ámbitos –pomposamente denominados “mundo del arte- legitimados para señalar a este o aquel sujeto e instituirlo como artista. De este modo se ha escamoteado la reflexión sobre el funcionamiento concreto del arte en tanto experiencia individual y social para darnos a cambio una seca tautología de poder mediante la cual nos queda claro que la institución Arte escoge quien es y quien no artista, y que el artista así escogido decide qué es y que no és Arte.
A esto parece haberse reducido el, en su día celebrado, tránsito del Arte de Objeto al Arte de Concepto.
Sin embargo y en paralelo a este curioso proceso, en las últimas décadas y de la mano de la influencia de movimientos tan diversos como la Internacional Situacionista, los Provos, el Punk o la Antiglobalización se ha ido generando todo un ámbito de prácticas artísticas social y políticamente articuladas que se podría caracterizar precisamente por exceder ese mismo marco de concepción, producción y distribución acotado para el Arte en la alta cultura moderna.
Estas prácticas artísticas social y políticamente articuladas , lejos de producirse en los estudios o los cráneos privilegiados de los artistas y mostrarse en museos y galerías toma partido decididamente por procesos de producción social mucho más amplios en los que el peso que se daba al misterioso procesamiento de un concepto en la cabeza del artista se traslada ahora al trabajo mediante el cual se critica o se postula todo un contexto relacional y situacional que, sin abandonar en absoluto las herramientas estrictamente artísticas, es replanteado como elemento central de la producitividad artística y de la experiencia estética.
Se trata de prácticas que algunas veces se han descrito como colaborativas en la medida en que el artista ya ha dejado de ser el artifice solitario de su propio medio homogéneo, el que muele su chocolate en soledad, para proceder a incorporar como un momento crucial de la construcción de la práctica artística determinados procesos de negociación y colaboración con otros actores cuya formación artística puede ser baja o nula pero que, en cambio, pueden aportar un alto grado de articulación social y política que contribuye en la misma medida que la coherencia formal a la compacidad y densidad de la propuesta artística contextual. No puede ser de otra manera puesto que uno de los vectores de su definición como tal práctica artística consiste precisamente en ese arraigo y esa trabazón relacional.
Asimismo se opta por procesos de distribución en esferas públicas menos diferenciadas que la del mundo del arte y que pueden oscilar entre las pequeñas comunidades vecinales y los grandes medios de relación sociales y políticos, siendo este proceso de distribución y recepción no un mero residuo de la productividad artística sino un factor central para su comprensión y retroalimentación. El nuevo arte de contexto no sólo se produce socialmente sino que no puede entenderse sin esta distribución igualmente social: las prácticas artísticas en cuestión no sólo se despliegan y se cumplen en la calle, en las manifestaciones o las asambleas, sino que es allí precisamente donde cobran pleno sentido, puesto que es en estos ámbitos donde se dan cita los elementos sobre los que la práctica artística politizada debe intervenir: formas básicas de organización interna, esquemas de comunicación, definición de los niveles de antagonismo: :modos de relación y organización social, técnica, económica y psíquica como pedía Hannes Meyer desde la Bauhaus más roja.
Cuando se ha tratado de hacer, con más o menos fortuna, arte político entre los muros blanqueados de las instituciones museísticas normalmente se ha producido un efecto de extrañamiento respecto de algunos de los componentes relacionales, socialmente productivos, de la obra de arte políticamente articulada: en semejantes contextos de distribución no es extraño que las posibilidades de que la obra dispone para contagiar su estructura interna a la estructura de organización micro-social queden desactivadas. Obviamente ni la recepción ni la discusión de las prácticas puede suceder en el mismo sentido y con las mismas intensidades cuando éstas se dan en contextos tan diferentes como los de la calle y las instituciones de la alta cultura. Diríase que se ha producido una abierta “quiebra de la representación” de forma que ya no es legitimo “representar” los antagonismos o los conflictos –ni tan siquiera como casos de estudio- dentro de los muros de una institutción que no puede sino extrañar sus términos y posibilidades.
Por lo demás esta misma quiebra de la representación hace evidente el descrédito de toda tentativa procedente de artistas socialmente privilegiados por “representar” o dar voz a colectivos “desfavorecidos”: no hay para ninguna práctica artística que pretenda ofrecer una performatividad política más remedio que asumir con madurez que el nivel de intervención en el que debe situarse es el del contexto de producción política y social sobre el que se pretende intervenir, por mucho que esto siga siendo menos rentable en términos de promoción dentro del mundo del arte.
Toda reflexión sobre este tránsito del arte de concepto al arte de contexto debe dar cuenta, y cuanto más terminantemente mejor, de los peligros de pretender resolver las nuevas prácticas artísticas social y políticamente articuladas haciendo uso de un utillaje exclusivamente sociológico. Así es preciso señalar cómo determinada escuela de pensamiento de inspiración benjaminiana que parece haber leido, sin demasiado aprovechamiento, las famosas últimas líneas del ensayo de Benjamin en que éste recomienda “politizar el arte”. Semejante conseja se ha tendido a interpretar -en abierta discordancia, por cierto, con las tendencias que el mismo Benjamin apoyó e investigó- como una suerte de exigencia tendente a disolver lo artístico en lo meramente político –asumiendo que lo que es “político” se encuentra perfectamente acotado y definido por las prácticas políticas e incluso –dios nos libre- los partidos políticos realmente existentes-. Esta tendencia ha creído entender que había que “dejar de hacer arte” para dedicarse ya solamente a hacer política, como si dicho “hacer política” indicara ya de por sí un ámbito efectivo, saneado y puro, lejos del decadente ambiente de la producción artística, como si la producción artística entendida en toda su dimensión relacional no estuviera constitutivamente tramada de posibilidades de intervención política. Esta escuela asume sin rubor que cuando hablamos de arte político no cabe aplicar otros criterios que los que cabría aplicar al valorar la efectividad de un mitin o un folleto electoral y seguramente que tampoco nos hace falta ningún aparato crítico ni conceptual específicamente más refinado que el que nos haría falta para apreciar un discurso de Don Mariano Rajoy.
Parece de todo punto evidente que no podemos limitarnos a mostrar el tránsito del arte de concepto al arte de contexto sin pensar cómo podría aparecer un aparato conceptual y crítico capaz de dar cuenta a la vez de la tradicional densidad formal de toda obra de arte así como de la dimensión esencial y constitutivamente social y relacional que caracteriza al arte de contexto que nos interesa. Esa y no otra es la funcionalidad que le otorgo a los escritos de Estética Modal que ando elaborando y que se pueden ir viendo -sin mucha sistematización ciertamente- en estas páginas.
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2 comentarios:
excelente saludos mister trafic
Partiendo del término decimonónico de "genio" paso a decirte es "genial" Jordi! C.A
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