viernes, 13 de junio de 2014

Para una Teoría Eléctrica del arte (II): Resistencias


El arte es una resistencia

Podríamos pensar que lo estético necesita que se pongan en relación diferentes estratos de la fábrica de lo real, y que eso no suceda sin algún tipo de resistencia, de estrechamiento por así decir, que de pie a lo que Lukács denominaba un medio homogéneo, puesto que sin un medio homogéneo que ofrezca una determinada resistencia, puede haber carga, puede haber corriente, pero no somos capaces de hacer nada con ella, del mismo modo que nada hacemos con un cable que deja pasar carga: ni nos alumbramos para leer, ni nos da calorcito ni nada de nada. Sólo pasa.
En términos eléctricos una resistencia es un dispositivo convenientemente aislado, con un marco a su alrededor por así decir, que es capaz de recibir y procesar un quantum de energía determinado, transformándola en otro tipo de energía.
Sabemos que hay una resistencia, porque la energía en circulación no pasa como si tal cosa. Algo sucede con ella porque hay una resistencia y lo que sucede es precisamente esa transformación de una energía en bruto en otra modalmente orientada.
Algunas resistencias producen luz, otras producen calor o frío. Pero no podemos confundir la luz, el calor o el frescor con la resistencia.
La resistencia es lo que hace capaces a los diferentes dispositivos de generar luz, calor o fresco.
El arte no es tampoco esta o aquella resistencia, no es este o aquel modo. Es siempre un repertorio relativamente abierto de modos de distribución de nuestra sensibilidad. Que ese repertorio esté relativamente abierto no significa que cualquier cosa en cualquier momento pueda ser arte.
Cualquier cosa en cualquier momento podrá ser arte en la medida en que de soporte o vidilla a algún tipo de resistencia estética.


Que el arte sea una resistencia nos permite pensar mejor una serie de problemas como los relacionados con el estatuto político del arte. El arte tiene efectos políticos, puede ser políticamente relevante en la medida en que funciona como una resistencia y es por ello capaz de transformar una cantidad dada de energía estética en otro tipo de energía: política o ética por ejemplo.
Que esto suceda no es en absoluto incompatible con el hecho de que la obra de arte deba ser un dispositivo específico convenientemente aislado. Antes al contrario, y como ya pusiera de relieve Adorno, sólo en la medida en que es efectivo como resistencia estética puede también resultar efectivo como un dispositivo ético o político.


Una obra de arte es entonces una resistencia1. Y, como sabe cualquier estudiante de electricidad, una resistencia es directamente proporcional a la longitud e inversamente proporcional a su sección transversal. Una obra de arte o una experiencia estética pueden ser entonces alternativa o simultáneamente, en mayor o menor medida, anchas y largas.

De su “anchura” dependerá que el acceso a las mismas sea más o menos fácil, más o menos generalizable en un momento cultural determinado. Una resistencia muy ancha resultará menos exigente a la hora de imponer condiciones disposicionales, nos exigirá una formación menos específica o detallada y por tanto será susceptible de acoplarse con un número mayor y más indiferenciado de agentes estéticos. Por el contrario, tal y como una resistencia vaya teniendo una sección menor, también será menor el número de acoplamientos que será capaz de admitir. Cualquiera puede escuchar o sentirse atrapado por una fuga de Bach a cinco voces, pero seguramente sólo en la medida en que tengamos determinados conocimientos sobre armonía y contrapunto y un oído especialmente entrenado en este tipo de composiciones podremos acoplarnos de lleno con la pieza en cuestión. Por el contrario, para escuchar con pleno gusto el Vals del danubio azul, bastará con que “caigamos” en el tiempo de vals, que captemos su peculiar ritmo y ya estaremos dentro. En tanto resistencia, el vals es más ancho que la fuga.

Por otra parte, de la “longitud” de la resistencia dependerá, en gran medida, que la obra o la experiencia pueda embarcarnos en procesos más complejos y articulados. Una sinfonía puede invitarnos a un juego más complejo que una zarabanda. Si la anchura exigía competencias específicas, la longitud exige tiempo y dedicación, si es que no nos queremos salir del juego al que hemos sido invitados, con el que nos hemos acoplado.
Por supuesto que podemos pensar en cualquier combinación de anchura y longitud. Así podemos encontrarnos con pieza extremadamente estrechas, muy exigentes a la hora de limitar el acceso a las mismas, pero que después no nos entretengan más que por un muy breve periodo de tiempo.
Piezas muy exclusivas o excluyentes: que exigen mucho pero que luego tienen muy poco que ofrecernos y que como mucho aportan una cierta distinción a aquellos que se han acoplado con ellas. Estas harían las delicias de Pierre Bourdieu.

Asímismo puede haber experiencias muy anchas, muy promiscuas por así decir, pero que puedan acabar por tener longitudes increíblemente largas, modificando profundamente la sensibilidad y la inteligencia de quien con ellas se compromete. Se trata de ordenes de sensibilidad estética y productividad artística que, prima facie, pueden parecer sencillos, que se pueden llamar populares como el jazz, el flamenco o los westerns... pero a los que pueden dar de sí, si se atienden con cierto cuidado y se les da cuartelillo.

La obra de arte de la gran tradición clásica, la obra de arte canónica, obviamente, sería aquella que gustaría de presentarse larga, por lo pregnante y durable de su trabajo modal, pero que sostiene una difícil y mudable relación con la anchura de su sección. Un poco como le sucede al sufragio restringido transformándose en censitario y luego en universal para acabar expulsando del cuerpo electoral a prácticamente la mitad de la población que se siente alienada respecto del sistema establecido. La obra de arte clásica, obviamente, se ha construido y se ha ido defendiendo desde claros criterios de clase, desde las academias del absolutismo a los salones de la burguesía, pero no ha podido librarse de la exigencia de universalidad inherente a la Ilustración.
Se puede sostener que aun nos encontramos en esta contradictoria tesitura.


1Nosotros, en distintas ocasiones, hemos visto el poema como un cuerpo resistente, una resistencia formada por el avance de la metáfora. José Lezama Lima, Poesía, resistencia, tiempo; Confluencias, Madrid 2005

Para una Teoría Eléctrica del arte (i): teoría de circuitos


Inicio este pequeño ciclo de artículos sobre Teoría Eléctrica del Arte, en un discreto homenaje a mi formación como electricista. Sí, era en serio lo de haber estudiado Filosofía y Electricidad.

Y por supuesto se los voy a dedicar a mi compañero Pedro, de las tutorías de Fuenlabrada, que comparte conmigo el doble currículo y las múltiples pasiones.

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Un circuito -en buena teoría eléctrica- es una red dotada de al menos dos componentes y que contiene, como mínimo, una trayectoria cerrada. En un circuito eléctrico podríamos encontrarnos con un conjunto amplio y variable de componentes tales como fuentes, conductores, resistencias, interruptores, condensadores, inductores, etc...
Obviamente, los componentes de un circuito estético pueden también ser muchos y ser variables. En nuestro contexto cultural podríamos decir que artista, espectador, obra, institución, comisario, crítico, teoría estética, comunidades de gusto, etc...resultarían concebibles como componentes, pero obviamente no es preciso que sean justo estos, ni que estén todos ellos presentes, ni que estén distribuidos del mismo modo, para saber que estamos ante un circuito.
Basta -repetimos- con que haya dos y basta con que entre estos dos, obra y espectador, artista y obra... haya una diferencia de carga y el consecuente intercambio de electrones.
Pero antes de meternos en detalle con los problemas de lo estético, será bueno que digamos algo más sobre los diferentes componentes de un circuito, y que insistamos en la medida en que estos pueden tener un diferente peso estructural y una diferente orientación funcional.

Es interesante considerar que en teoría eléctrica se considera que una fuente es un componente que se encarga de transformar algún tipo de energía en energía eléctrica. Y digo que es interesante porque de este modo los electricistas nos ahorramos un montón de discusiones estériles como discutir cual es el tipo de fuente por excelencia o si tu fuente es más grande que la mía. Podríamos entender que en nuestra tradición cultural reciente se han considerado como fuentes a los artistas y a las obras de arte, es a ellos a los que se ha atribuido normalmente la transformación de otros tipos de energía en energía estética. Pero nada impediría, desde luego que eso cambiara, de modo que otros componentes del circuito como las comunidades de gusto o determinados lenguajes de patrones se convirtieran en fuentes.

Asimismo podríamos concebir -sin salir de nuestra propia cultura artística- cuales podrían ser los elementos institucionales o mediáticos susceptibles de funcionar como conductores, semiconductores, o interruptores en un circuito estético dado. En los dos últimos casos nos encontraríamos con una especie de resistencia estéril, que importará contrastar con las resistencias generativas que analizaremos enseguida.


Con esto bastaría para iniciar un acercamiento de orden estrictamente sistémico -y limitado a nuestra cultura artística- a lo que podria ser una pequeña teoría de circuitos. Pero resulta que queremos ir más allá, obviamente porque vamos a complicar un poco más el asunto y a sostener una pequeña teoría sobre qué tipo de componentes resultan más explicativos para una teoría eléctrica del arte, tout court, una teoría eléctrica del arte que vaya más allá de nuestras limitadas tradiciones y convenciones.

Una de las mayores expertas en arte tribal, Susan M. Vogel1, describía la práctica artística de los Baule, precisamente, en tanto que mediante una serie de prácticas y dispositivos mezclaban y ponían en contacto, formando circuito, una serie de componentes que ella caracterizaba como

a) espíritus y poderes invisibles,
b) objetos físicos ordinarios y
c) esculturas altamente elaboradas.
Obviamente no vamos a pretender reducir los componentes del circuito estético-eléctrico de los Baule al de nuestra propia cultura, ni los nuestros al de la suya, por mucho que en ambas se manejen objetos cotidianos, objetos elaborados específicamente para estar en ese circuito e ideas abstractas o conceptos...
No, más bien vamos a intentar que la puesta en común nos lleve algo más allá de ambos. Para ello sostendremos que para los Baule -como para nosotros o para Hegel- la experiencia estética se construye mediante la puesta en relación, en circuito, de componentes procedentes de estratos2 diferenciados. Con eso nos bastará de momento mientras nos damos la ocasión de exponer con todo detalle una teoría de los estratos. Y mencionamos a Hegel porque, como se recordará, el filosofo prusiano, con todo el ensimismado encanto del romanticismo idealista, explicaba el esquema básico del circuito estético más simple, como la “aparición sensible de la Idea3, Sabemos que se tratará en Hegel de dar cuenta de una aparición-apariencia sensible que no pretende monopolizar lo estético, puesto que es sólo superficie4, exterioridad que el bueno de Hegel intentará eliminar por completo en la poesía y la música, como si estas artes fueran más puras que la arquitectura o la pintura...
En cualquier caso, e incluso en Hegel, queda clara esta inevitable relacionalidad, este imprescindible ponerse en relación de componentes ontológicamente diferenciados.
La centralidad de este ponerse en relación ha quedado, por lo demás, claramente de manifiesto en el pensamiento estético que va de Kant a Mukarovsky, en la medida en que ha planteado la definición de las ideas estéticas en función de la imposibilidad de su reducción a concepto. Los conceptos, lógicamente, funcionan asociando aquello conceptuado a uno u otro de los estratos de la fábrica de lo real, así hay conceptos de lo orgánico, de lo psíquico, etc...
Vamos pues a sostener que lo estético, igual que lo eléctrico, funciona justamente como juego de facultades, como relación entre esos estratos y sus dispositivos -sean obras de arte o experiencias estéticas, fuentes o transformadores- si bien pueden tratarse bajo cualesquiera categorías, no pueden, de modo característico reducirse a ninguna de ellas ni a sus conceptos correspondientes sin perder lo que son: una carga relacional dispuesta en un circuito.

Por supuesto que no han dejado de aparecer intentos por descomponer el circuito, segregando sus componentes e intentando explicar el todo mediante una parte que, al ser separada del resto, podríamos diseccionar mejor. De ese modo, podremos tener una experiencia estrictamente fisiológica, o realizar un análisis específicamente histórico o formal de cualquier obra de arte, limitándonos a escuchar tales y cuales frecuencias de sonido, o combinar estos o aquellos matices de escuelas y maestros, pero eso, siendo perfectamente legítimo en términos epistemológicos, ni constituye ni da cuenta propiamente de una experiencia estética. Hablaremos, sin embargo, de una experiencia -y de una reflexión- estética en cuanto incluyamos en el circuito al menos dos o tres de estos niveles o estratos de percepción y sentido, y en cuanto lo hagamos no de un modo acumulativo, como quien amontona fichas o cromos, sino en la medida en que esos diferentes estratos se pongan en juego mutuamente, hasta el extremo de que lo que aprendemos de uno de ellos nos viene dado a través de otro completamente diferente...

1Citada por Dennis Dutton en “But they do not have our concept of art” en Noel Carroll (editor) Theories of art today, The university of Winsconsin Press, 2000, pág 224
2Para más información sobre la teoría de los estratos y las leyes que los organizan vease el capítulo dedicado a ellos en este mismo ensayo.
3Obviamente no vamos a entrar en todo el idealista trapo implícito en la argumentación hegeliana y su limitada concepción de la aparición sensible como Oberfläche, superficie. Nos interesa ahora la parte lógica, relacional de su argumentación y por eso lo traemos a colación.

4W. Biemel, La Estética de Hegel, Universidad de Colonia 1962, pág 150