miércoles, 2 de octubre de 2013

Belleza y necesidad: explicando qué narices es un repertorio


Dada una representación cualquiera, de esas que nos encontramos por la calle a cada momento, es posible -dice Kant- que comparezca enlazada con un placer, que es como decir que es posible que nos llevemos una alegría, uno de esos incrementos de nuestra capacidad de obrar y comprender que tanta vidilla nos dan.
A lo que Kant quiere llegar es que esa representación cualquiera, esa representación que, en principio, no tiene porqué haber sido preparada especialmente para nosotros y nuestra alegría, acontece bajo el modo de lo posible, porque puede o no implicar un placer estético y lo que es más -y con esto se refuerza su relación con ese modo de lo posible- que ello suceda no dependerá tanto del objeto en sí o su representación, cuanto de la puesta en juego de nuestras facultades, de nuestras disposiciones, las modulaciones de nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia, que seguramente pondrán mucho de su parte para convertir en fértil estéticamente al objeto o su representación. En esto consiste, al cabo, el modo de lo posible, cuya categoría principal -no en vano- es la de lo disposicional, es decir la que pone a plena luz la intervención constructiva de nuestras inteligencias, sensibilidades e ingenios, de nuestras disposiciones en una palabra.

Pero aquello que parece importarle más a Kant en este “cuarto momento del juicio” es lo necesario de la relación ya no de una repersentación cualquiera, sino de las representaciones de lo bello con nuestra satisfacción.
Pero ¿de qué tipo de necesidad se trata aquí?. Con la escolástica y el platonismo se decía de una cualidad que era necesaria para un ente si expresaba la sustancia de ese ente: en un hombre -en las mujeres no estaba el tema tan claro- tener un alma era necesario, ser rubio o moreno era contingente. Pero no es de este tipo de necesidad de la que nos habla Kant, que insiste en que no se trata aquí de una necesidad objetiva teórica “donde pueda sentirse a priori que todo el mundo sentirá esta satisfacción en el objeto que yo llamo bello1.
No es tampoco una necesidad práctica articulada desde los conceptos de una voluntad racional pura que extrae consecuencias “necesarias” de una ley objetiva y las cumple a rajatabla, caiga quien caiga.
Se tratará más bien de una necesidad que sólo puede llamarse ejemplar, por cuanto el juicio estético es siempre instancia concreta, un ejemplo de una regla universal que -en el esquema de Kant- no cabe indicar, puesto que si pudiéramos mostrar conceptualmente dicha regla, el juicio estético sería un mero juicio cognoscitivo. Hasta ahí podíamos llegar.
Este problema, el de diferenciar el juicio estético del cognoscitivo es, desde luego, un problema interno de la arquitectura de la razón kantiana que no tenemos porqué aceptar... a no ser que nos resulte clarificador, por supuesto. Y creo que ese es el caso. Me explico.

Parece claro que el juicio de gusto -pese a no proporcionarnos conocimiento objetivo alguno- siempre espera o reclama la adhesión de todo el mundo -dice Kant- o de una parte determinada de nuestros semejantes al menos. Y lo hace porque se piensa tener para ello un fundamento que es común a todos los que formarían parte de esa especie de comunidad de gusto. Pero ¿de qué tipo de fundamento se puede tratar? Y ¿cómo es que ese orden de fundamento genera una “necesidad” que no es ni objetiva ni práctica?
Bien sabemos que los juicios del gusto en el sistema de Kant no tienen un principio objetivo determinado, pero es preciso destacar que tampoco puede decirse de ellos, como acontece con los del mero gusto de los sentidos, que carezcan por completo de cualquier principio.
Kant fuerza así la máquina de su pensamiento -y del nuestro- al tener que defender que los juicios de gusto “deben tener un principio subjetivo que determine lo que guste o disguste tan sólo mediante el sentimiento y no mediante conceptos, y que sin embargo determine con validez universal. Pero un principio semejante sólo puede considerarse como un sentido común”2. Se tratará entonces de indagar en qué pueda consistir este “sentido común” bajo cuya suposición -sostiene Kant- podemos representar una necesidad subjetiva como una necesidad objetiva. O si nos ponemos hamletianos una necesidad que sea más que subjetiva y menos que objetiva.
Esto será así en la medida en que sabemos que fundamos nuestro juicio sobre sentimientos, pero no sobre sentimientos “privados” sino sobre sentimientos “comunes” que de hecho funcionan como patrones o principios constitutivos de las diferentes experiencias posibles de la belleza, experiencias en las que -huelga decirlo- nos conocemos y nos reconocemos.
Cuando ese es el caso, cuando nos reconocemos en una comunidad de sentido estético compartido, en un determinado sentido común, como el de los amantes del heavy metal o de las cantatas de Bach, hay determinados juicios estéticos que se revelan necesarios. Así si apreciamos “Wenn Sorgen auf mich dringen (BWV 3)




que contiene uno de los mejores duettos de soprano y alto de todas las Cantatas entenderemos como necesario el “Bring dem hungrigen dein Brot (BWV 39)”


que es una pieza compuesta para tres solistas, en la que a las voces de soprano y alto, añadimos como contrapunto la del bajo. Dado un determinado sentido común, un determinado juego de lenguaje, entenderemos como necesarios los elementos que completan, que redondean ese juego haciéndolo más consistente con sus propios -y no enunciados- principios. La necesidad en el ámbito de la estética modal es la necesidad que organiza toda auto-poiesis.
Podemos hablar de la necesidad del juicio estético sólo en relación a cada uno de esos sentidos comunes. Todo es como si esas constelaciones comunes, esos procomunes de la sensibilidad establecieran sus propias hojas de ruta, sus especificaciones de lo que viene a permitirles autoproducirse, completarse.

Es por esto que igual que relacionábamos el modo de lo posible con la categoría de la disposicionalidad, relacionamos el modo de la necesidad con la categoría de la repertorialidad, que es como decir con un sentido de conjunto determinado, con aquello que completa que permite lograrse a cierto grupo de elementos internamente coherentes y, por así decir, íntimamente solidarios. Por supuesto esto hace de toda necesidad una necesidad interna organizada en torno a eso que Kant llamaba un sentido común y que nosotros, más dados a lo sistémico, llamamos un modo de relación.
Esta categoría de la repertorialidad podría explicarse también a partir de lo que Whitehead entendía como el ideal de inteligibilidad, consistente en que todos los elementos de nuestra experiencia puedan integrarse en un sistema coherente de ideas generales... claro que para ello habría que pluralizarlo -ya no serían todos los elementos de nuestra experiencia sino todos los elementos de determinado ámbito de experiencia- y llevarlo algo más lejos añadiendo a la petición de coherencia la de máxima compleción y la tendencia -casi diríamos la querencia- hacia la estabilidad. En eso consiste la categoría de la repertorialidad: en postular y construir conjuntos máximamente coherentes, completos y estables de elementos. Huelga decir que la relación modal característica entre los elementos de un repertorio es la de la necesidad interna3.


Esta misma tensión y esa misma “solución” será la que recogerá Adorno del modo más explícito al constatar que lo bello no puede definirse, pero tampoco se puede renunciar a su concepto: se trata de una antinomia estricta. Una estética desprovista de categorías sería solamente la descripción histórico-relativista y parcial de cuanto aquí y allí,(...) se ha considerado.1
La diferencia radica, obviamente, en que lo que Kant llama “sentido común” son ya en Adorno determinadas combinaciones de nuestras queridas categorías estéticas. Nuestro acercamiento a la belleza se basará pues en su consideración como “óptimo modal”, es decir como instanciación ejemplar del lograrse de determinada categoría estética, o mejor aún del lograrse de determinada combinación de categorías organizadas como modo de relación.
Que muchas cosas y muy diferentes puedan ser necesarias y bellas no significa obviamente que cualquier cosa pueda ser necesaria y bella. Ahora sabemos que la belleza cae muy cerca de la necesidad estética, como un ejemplo del máximo grado de cumplimiento y logro de un determinado modo de relación.
En esa necesidad estética se esconde, como supo ver Hannah Arendt, una intensa potencia de vinculación social y política. Como es sabido para Arendt habría también en la historia de la humanidad doliente verdaderos “ejemplos”, instancias modales, que nos preceden y nos condicionan, que nos fuerzan -aun sin coacción como diría Hartmann- a asumir una herencia repertorial de dignidad e inteligencia: las grandes revoluciones -dice Arendt- de la Comuna de París a la república de los soviets, de los comunidades de Aragón al 15 M. De nuevo, no se trata de una necesidad absoluta, de una suerte de fatalidad ineludible, sino de una necesidad interna, repertorial, que sólo nos vincula en la medida en que somos parte de un “sentido común”, al que eso sí, todos estamos invitados.


1TH. ADORNO, Teoría estética, Barcelona, Orbis, 1983, pág.73
1#18, pág. 190
2Ibidem, #20, pág 191
3 De hecho, y en esto seguiríamos de cerca a Hartmann, propiamente sólo puede haber necesidades internas, es decir inherentes a repertorios, a conjuntos de elementos unidos por un sentido común. El primero de esos elementos, el que abriera -por así decir- un conjunto será siempre necesario en relación a otro repertorio con el que estaría acoplado o contingente si comparece solitario. Por eso -a todo esto- dios nunca podría ser el ente absolutamente necesario que pensaban los teólogos. Si dios estaba ahí antes que nada más, antes que ningún repertorio, será -en el mejor de los casos el ente absolutamente contingente... Dios -como saben bien los astrofísicos- podría ser cualquier cosa. Todo lo que se sigue es necesario, pero él no.