sábado, 24 de noviembre de 2012

Introducción efectiva (y II)


Lo Emergencial

Pero al final va a ser que todo “no vale” y hasta los más fieros adalides de la teoría del Actor-red como Latour o Law han dado en revisar sus posiciones y empezar a pensar en lo que, de modo aun muy torpe, llaman una “materialidad relacional”.
Sin duda, tanto psicológica como socialmente construimos conceptos y categorías, sin duda nuestros juicios estéticos o morales son constructos, pero quizá quepa pensar que esos constructos se levantan sobre bases que compartimos con otras comunidades, con elementos que tenemos en común con otras culturas.
Acaso para dejar de una vez la mesa de ping pong,  lo sustancial y lo construido no deban ser puestos en una relación de contraposición sino de emergencia. Una emergencia que nos permita pensar la continuidad y los saltos que van del entendimiento al juicio y la razón, si nos ponemos kantianos, o de lo inorgánico a lo orgánico y desde ambos a lo social e histórico, formando un gradiente cuyos cambios cuantitativos introduzcan saltos cualitativos discretos. De este modo cada nuevo estrato, el orgánico por ejemplo, reconoce su necesidad del estrato “inferior” como base o suelo de su propio surgimiento pero no podría “explicarse” en virtud de las solas leyes de ese estrato inferior. A eso le llamaba Nicolai Hartmann el “novum categorial” y como es obvio resulta una gran herramienta para descartar de una vez por todas la vieja y agria disputa entre los materialistas deterministas y los voluntariosos idealistas: lo que emerge necesita del estrato inferior, como del aire limpio y el agua clara necesitamos nosotros, pero nunca puede explicarse en virtud de la sola legalidad que impera en ese estrato inferior.
Nuestras cuentas y nuestros ordenes tienen que tomar en cuenta las de los estratos sobre los que nos apoyamos pero –querámoslo o no- introducen posibilidades, niveles de recursividad, representación y consciencia que no existen en ellos y que modifican necesariamente la configuración de nuestras legalidades.
Esto se entiende muy bien poniendo en paralelo la escala inorganico-orgánico-social con la escala teleomático-teleonómico-teleológico. El ámbito de lo teleomático afecta a aquello que se pliega a fines de un modo, como su nombre indica, automático, es decir sin introducir variaciones adaptativas ni disposicionales. Para entendernos: si se lanzan al vacío -desde un séptimo piso- un pensador materialista y uno idealista ambos caerán con una velocidad y una aceleración similar, con independencia de lo que piense cada uno de ellos al respecto. Ese plegarse a fines de modo relativamente automático es lo teleomático y si alguna vez te encuentras, querido lector, con un esforzado defensor del idealismo o el constructivismo radical no dudes en arrojarle desde cualquier pedestal en que se encuentre para que constate por sí mismo la pertinencia y alcance de la determinación material.
Ahora bien esta determinación material -teleomática- no tiene, como es obvio, la última palabra. De lo teleomático, imprescindible e inapelable en su nivel, emerge lo teleonómico, y en este ámbito sigue habiendo organización según fines, pero se trata ya de una organización adaptativa: como es notorio, cualquier criaturilla se organiza para atender a ciertos fines que si bien pueden ser tan ineludibles como alimentarse o sobrevivir, admiten un cierto grado de variación adaptativa en función del “nomos” de la ley interna de cada especie o comunidad. El no resultar forzado, el poder seguir cada cual su propio nomos se llama autonomía. Las criaturas dependen para su existencia misma de la continuidad de un mundo inorgánico y de la persistencia de una causalidad teleomática que les haga el mundo relativamente previsible y les permita aprender y organizarse. Ahora bien y en esto consiste el “novum categorial” el hecho de que las criaturas dependan de la existencia de lo teleomático no nos permite ni mucho menos explicarlas atendiendo exclusivamente a sus leyes. Antes al contrario, tendremos que estar atentos a la nueva legalidad que la autonomía y la especificidad conductual de las criaturas importa y sin cuyo concurso no podremos entender nada. Así nuestra pareja de pensadores caerá del mismo modo si son arrojados al vacío, pero si en vez de ello les ofrecemos unos ingredientes para que se preparen la comida harán su quehacer de modo diferenciado y cumplirán sus fines desde su autonomía.
Pero tampoco aquí acaba la cosa, puesto que tampoco lo teleonómico ni la autonomía pueden reclamarse  como un techo emergencial. Esto es así porque de lo teleomático y lo teleonómico emerge lo teleológico.  Aquí ya hay algo más que un cumplimiento ciego de fines y más tambieén que una adaptación disposicionalmente variable. Al comparecer lo teleológico nos encontramos con que hay una ponderación, una crítica e  incluso una “invención”, es decir un encuentro, de fines. Por supuesto que es imprescindible mantener este nivel dentro de las posibilidades demarcadas por lo inorgánico y lo orgánico que siguen existiendo en nosotros, pero de nuevo ni las leyes de lo uno ni las de lo otro “bastan” para explicar lo que sucede en ese tercer  nivel al que  llamamos “teleológico”. A la condición de las criaturas que lo habitan le llamó Kant “heautonomía” puesto que era una autonomía de la que se armaba cada cual para determinar aquello que quería o no quería hacer con su vida. Que haya existido falacias y abusos en el ámbito de lo teleológico es innegable, tan innegable como que no por ello vamos a dejar de poder sostener la pertinencia emergencial de dicho nivel.

Estética modal: Introducción efectiva (I)


Explorando el paisaje


SI bien esta es un área poco dada a los consensos, parece haber cierto acuerdo en denominar estética a la disciplina filosófica que aborda los problemas de la sensibilidad y el arte. Y bien está que hablemos de problemas desde el mismo principio porque la estética, como hace por lo demás toda filosofía digna de ese nombre no se conforma con instruir sobre los lineamientos de tal o cual sensibilidad o práctica artística, sino que está forzada a pensar, ese es su límite y su grandeza,  sobre las condiciones de posibilidad de toda sensibilidad y toda práctica de producción o recepción artística: por eso, de ella como de la ética, se dice que no enseña juicios ni frases hechas, sino que de diversos modos enseña a juzgar.

En esa medida merece la estética ser incluida dentro de la tradición de la filosofía práctica, porque aquello que exige de sus cultivadores no es una callada y sumisa recepción sino que es siempre un quehacer, un despliegue práctico. Las consecuencias del estudio de la estética no pueden ser otras que las de incitar a cada cual a conformar desde su autonomía el aparato y el juego de su propia sensibilidad, especificando su concreta modulación del equilibrio –como pedía Hartmann- entre lo caótico y lo demiúrgico, lo inestable y lo consolidado. Así, conformando una modulación de la sensibilidad, conforma uno su propia vida y da pistas a los demás para que hagan lo propio, si les place.

Y esto tiene su qué, porque si bien cada cual ha de construir en la práctica su estética, siendo capaz de dar cuenta y razón de aquellas cosas que le afectan, que le conmueven y le dan qué pensar, esta construcción no sucede en la más absoluta y perdida de las dispersiones, labando cada cual por libre, erráticamente. Constituye objeto de investigación el ver cómo, pese a la desconexión y las inevitables diferencias de lugar y tiempo,  acabamos los humanos por construir constelaciones de sentido estético, formas de organizar la sensibilidad que se distribuyen a lo largo -por así decir- de una serie de vectores que nos hacen reconocernos una y otra vez a lo largo de la historia, que nos hacen capaces de acoplarnos con quehaceres y obras distantes, que de otro modo nos resultarían inexplicables  e irreconciliablemente ajenas. Esta agrupación relativamente espontánea de las sensibilidades y sus posibilidades da pistas sobre un procomún estético, a cuya elucidación esperamos también contribuir con este trabajo.


En ese sentido, si algo quedó claro en toda la estética posterior a Kant es que los diferentes sistemas de atractores[1] estéticos habitan un extraño reino que no es ni el de lo objetivo ni el de lo enteramente subjetivo; ni el de lo rígidamente organizado ni el de lo que tantea por entero a ciegas.  Buena parte del esfuerzo necesario para trabajar en estética se nos va en el intento de pensar un estatuto que nos permita eludir tan estéril contraposición.
Una de las versiones mas recurridas de esa especie de ping pong filosófico del que todo estudioso de la estética debe saber zafarse, es el que contrapone a los que apuestan que lo dado –lo bello por ejemplo- es verdad o mentira con independencia de nuestras opiniones al respecto, frente a los que, por el contrario, creen a pies juntillas que todo –tanto lo bello como lo feo, es construido y depende por tanto enteramente de las categorías con las que social o psicológicamente, por ejemplo, lo construimos. Acaso sea ese uno de los torneos de ping pong más largos y que mayor peso ha tenido en muchas de las discusiones que han conformado la historia de la filosofía en Occidente. Obviamente no puede solventarse inclinando la balanza hacia el lado que -en cada época- esté más en boga, ni tampoco serviría de mucho forzar una componenda ecclecticista, que dejara –por así decir- las pelotas suspendidas en el aire.
Para empezar habrá que ajustar cuentas con las soluciones más recientes y aún en gran medida hegemónicas del problema. En ese respecto y si hemos de creer las caricaturas presentes de que se nutren buena parte de las historias oficiales de la postmodernidad filosófica, diríase que la cultura clásica fue -toda ella- un torpe, eurocéntrico, homofóbico y perverso intento de fosilización sustancialista de los valores dados, una inmoderada acumulación de relatos esencialistas que reinaron sin disputa,  hasta que -oh prodigio- llegaron los sucesivos equipos de superhéroes filosóficos a demoler esas certezas y demostrar lo irremediablemente improvisado de esas ciclópeas construcciones. Desde el famoso “Equipo Sospecha” formado por Nietzsche, Freud y Marx, a los formidables “Vengadores de la Deconstrucción” capitaneados con elegante desgana francesa por Foucault, Barthes y Derrida, ese ha sido el penúltimo capítulo de la pendular historia de nuestra epistemología y por extensión de nuestra estética.

Ahora bien, los innegables aires de familia que muestran los más diferentes y distantes sistemas de codificación y producción poética en las más diversas culturas no pueden sino hacernos cuestionar -generacionalmente parece que no podemos eludirlo-  lo absoluto del carácter construido que esos queridos superhéroes de nuestra adolescencia filosófica tan bizarramente habían asentado. Es cierto que nos costará, que buena parte de nuestro equilibrio sentimental y político se ha basado en la fe inquebrantable en los poderes de alguno o de todos esos superhéroes, pero los tiempos, como siempre, están cambiando y aquellos enunciados de constructivismo radical que nos parecían tan revolucionarios hace unas décadas son ahora  salmodiados por especuladores y agentes de bolsa que se convierten en artistas en los tiempos del todo vale. Los constructivistas se han metido a constructores. La reconstrucción, sobre todo la del estado del bienestar, se ha convertido en una herramienta financiera para acabar con los deficits en los presupuestos. El rizoma se confunde con una forma de trepar y resultan sospechosos de sustancialismo los que defienden aun cotas de soberanía de las instituciones políticas o abogan por la autonomía de las comunidades y las personas.


[1] Es decir, los valores o mejor acaso, las valencias estéticas en torno a las que circulan y se dibujan las más diversas poéticas

sábado, 17 de noviembre de 2012

Tríptico modal



La pregunta por el arte

La gran pregunta que, cual espectro o pesadilla, acosa al pensamiento estético de nuestra desorientada posmodernidad quizá ha sido la que indaga si algo es o no es arte.  ¿cómo sabemos que un objeto, una conducta o incluso un lienzo manchado con pintura es o no es arte?
La pregunta se ha vuelto ineludible y tanto más presente en la medida en que, desde las prácticas artísticas, se han superado todos los límites que nos hubieran permitido una definición formal o práctico-técnica del arte. Y no es que dichos límites se hayan superado tal cual: es que su superación se ha convertido en el deporte preferido de todos los buenos artistas de vanguardia,  herederos de la autonomía moderna y obsesionados -por tanto- con la búsqueda compulsiva y la acumulación de negatividad. Esta búsqueda hace que se incorporen al ámbito del arte todo tipo de objetos, experiencias, gestos tan extra-artísticos como sea posible. Cuanto peor mejor, cuanto más extraño sea el recurso integrado, más genialidad se le habrá de abonar al artista en cuestión. Esa ha sido la dinámica de la modernidad y vive dios que todos nos lo hemos pasado en grande.
Pero ¿ahora qué? ¿cómo hacemos para discernir lo que es arte de lo que no  lo es? ¿tiene sentido mantener siquiera esa distinción? ¿en verdad queremos disolver las diferencias entre lo artístico y lo cotidiano? ¿en verdad pensamos que nuestras vidas diarias, la tuya y la mía querido lector, dan la medida de lo que humanamente podemos alcanzar? ¿no habrá en lo  artístico algún fondo de perdida dignidad, de exploración de lo que puede nuestra sensibilidad, que se nos esté escapando en nuestras -por otra parte- intensas e interesantes vidas?
Pero entonces la pregunta debe ser ¿cómo sabemos si esto es arte o no lo es?

Como la buena filosofía analítica hubiera sospechado cuando una pregunta se vuelve tan recurrente  y obtiene respuestas tan variadas como esa, seguramente se trate de una cuestión mal planteada.
Quizá lo que nos inquieta o lo que queramos saber no sea exactamente lo que esa pregunta pregunta. Quizá si fuera posible responder de modo terminante y definitivo a esa pregunta –y no lo es- inmediatamente nos aparecerían otras preguntas, acaso más relevantes.
¿O es que al preguntarnos si algo es arte o no lo es, no nos estamos –también y fundamentalmente- preguntando por las consecuencias, por el cómo nos afecta que “eso” sea arte, por cómo cambia o condiciona nuestras vidas, cómo construye o destruye nuestra sensibilidad…?
Ese momento en que aparece el “cómo” es el momento adecuado para la introducir la modalidad.
Vamos por ella.




Lo necesario.

Cuando componemos unos versos, o hacemos música... ¿cómo sabemos si aquello que estamos haciendo es algo más que un mero capricho, una ocurrencia? ¿Cómo sabemos si es o no es necesario, es decir si es como es porque no podría ser de otra manera?
A modo de tentativa y ateniéndonos a nuestros clásicos, decimos que algo es necesario cuando se nos da en estrecha conexión con la completa serie de causas que no sólo lo hacen viable e sino también imprescindible en su concreta comparecencia.
La completa serie de causas no tiene porqué ser una concatenación mecánica de causas y efectos, puede también consistir en la comparecencia organizada de otros fenómenos de igual altura que aquel sobre el que estamos indagando y que dejan el hueco justo para que este suceda, para que este tenga que suceder, cerrando o ayudando a cerrar una serie de posibilidades formales u organizativas que de otro modo quedaría manifiestamente inestable.

Claro que la tendencia al equilibrio y a la compleción de las series es algo que tiene tanto de postulado como de superstición, bien lo sabemos, pero también sabemos que semejante tendencia por completo inherente a nuestras estructuras perceptivas, orientadas ellas mismas a completar, a redondear la información que nos falta para poder así hacer y comprender. Esto sucede desde los niveles básicos de la comprensión oral a la reconstrucción de los datos de nuestra percepción visual y su organización en patrones que sabemos fértiles.

Cuando hablamos con alguien a quien entendemos con dificultad, porque habla mal el idioma o simplemente porque es espeso, muy a menudo nos anticipamos a sus palabras o las completamos forzando así la tendencia al sentido. Parece algo cercano a lo natural que asimilemos lo que vemos u oimos a lo que sabemos o esperamos saber.

Esto no tiene porqué confundirse con pereza o cerrazón mental, llamémosle autopoiesis: cada cual no puede sino producir aquello que esta en condiciones de producir.
Pues bien, ya sea a nivel individual o al nivel de la gramática cultural de una comunidad tan amplia como queramos, son “necesarios” los objetos estéticos o cognitivos que fundamentan o completan nuestra autopoiesis, nuestra capacidad de autoproducción.

Por descontado -y esto siempre sucede en la filosofía modal- algo puede haber sido necesario en un momento cultural o biográfico y puede luego dejar de serlo. O al contrario puede, como el último vástago de una dinastía, haber pasado una buena temporada en el humilde asilo de lo posible y revelarse como algo necesario en su  momento, cuando todos sus parientes han sido asesinados. Así Claudio el emperador o algunas pinturas paleolíticas, antaño meros balbuceos o tanteos y ahora piezas imprescindibles de nuestra propia autocomprensión como especie.

Por supuesto que -especialmente cuando hablamos de la producción artística- suele hacer falta un determinado orden de atención, un especial cuidado, una veneración incluso para poder dar lugar a esos objetos o relaciones necesarias. Pero tampoco es imprescindible, ni mucho menos basta con ella: bien puede suceder que alguien pretenda en exceso generar algo necesario y por precipitación o inmadurez genere algo apenas contingente. No basta con poner la voz engolada, de hecho a menudo más bien es contraproducente.

En cualquier caso, y las impostaciones en absoluto descalifican esto, sino que más bien lo confirman: hay siempre algo de una especial seriedad, una rara solemnidad en lo necesario, aun cuando se trate de presentar con el aire juguetón de un cachorro o un artista de vanguardia.


Lo posible

El pathos de lo posible, en cambio, es mucho más convivial, campechano si se quiere. Habita deliberadamente el ámbito de lo que acontece, de lo que se sabe especial, por deseado, por buscado, pero que en ningún caso pretende convertir su estado actual en forma alguna de destino. Lo posible es feliz como proceso, como experiencia destinada a compartir mesa y cuchillo con otras experiencias sin pretender darle mayor solidez a su asociación que la que le damos a unos compañeros de viaje con los que compartimos un vagón de tren.
Lo posible son los borradores de nuestra sensibilidad: como suele ser el caso, borradores hay muchos, son todos muy parecidos y parecen felices de servirnos como experimentos.
Exponer los borradores como si se tratara de una obra maestra suele ser producto de intereses espurios o de una mente tan reverenda que es incapaz de aceptar el juego como lo que es. Revela una mala comprensión modal en cualquier caso, a no ser -claro está- que las cadenas causales o repertoriales hayan dado su vuelta completa y ese boceto posible haya sido ocupado a llamar su lugar en el reducido y escogido ámbito de lo necesario.
Si eso sucede, no por ello el boceto estará feliz: convertirse en necesario tiene sus servidumbres, como ser llamado a ocupar un trono. Gane lo que gane con el cambio modal, perderá -y a eso hay pocas excepciones- la capacidad para jugar, para ponerse en juego y mutar paso a paso o de un gran salto. Una de las pocas excepciones que podemos recordar sería el joven Alejandro Magno bañándose en el río con sus compañeros, en ese momento Alejandro era posible a la par que necesario aunque pronto tendría que decantarse. Entre los barbudos generales macedonios que le consideraban un igual y los cortesanos persas que se postraban ante él como un dios...

Nuestra cultura es -se advierte fácilmente- una cultura de lo posible, demasiado a menudo una cultura posibilista.
Lo que había de necesario en nuestras vidas ha sido desterrado de nuestra breve y chapucera cultura estética, en parte por las exigencias del mercado que requiere de carne fresca y continuo suministro de novedad, en parte por la embriaguez de nuestro propio ethos moderno, de nuestra soberbia de experimentadores que sólo conseguimos renovar beca si seguimos investigando, si seguimos parloteando y produciendo articulo tras articulo, tweet tras tweet.
La boga de lo posible que alguna filosofía francesa ha bendecido con las calificativos de lo nómada, lo rizomático y sabe dios que otros palabros apenas sirve para ocultar le penuria de una cultura que con la fineza modal ha perdido -marcadamente- el sentido de lo necesario.
Y no es que me caiga mal lo posible. No tengo nada contra los nómadas y me encanta la hierbecilla tan verde ella y tan persistente. Sólo hay que decirlo porque a nada solemos ser más ciegos que a aquello que nos tiene por completo rodeados y -que duda cabe- nuestro arte, nuestra política, nuestra ética y hasta nuestra erótica es apenas y sólo posible. En el mejor de los casos.


Lo efectivo

Lo efectivo sucede, está ahi. Sabe que quizás podría no haber estado pero eso ahora no importa, y si no importa ahora no importa nunca, porque simple y llanamente está. Y tenemos que contar con él. Esa es su fuerza y en su escala es una fuerza incontestable y que se pretende -eso siempre- definitiva.  Lo efectivo de hecho no puede ni imaginarse el mundo en su ausencia. De tal modo y con tal intensidad es.
Lo efectivo al contrario que lo necesario no necesita apoyarse en una serie causal completa o coherente. Esta, seguramente, se haya dado, puesto que aquí está lo efectivo, pero su inmenso orgullo de ser efectivo, de estar ahí, le permite ignorar la secuencia de causas o la concreta coherencia que su efectividad asegura. Lo efectivo suele ser  un miope orgulloso, un soberbio corto de miras.

Pero esto sucede sobre todo con los nuevos ricos de la efectividad, con los recién llegados. Así los artistas que recién consagra el mercado, los triunfadores de la temporada y que se aprestan a amarrarse al mundo con los garfíos de acero de su efectivo estar-ahí.
Porque hay también, obviamente, una efectividad más humilde. Es la efectividad de lo que lleva tanto tiempo ahí, que no se le ocurriría a nadie considerarlo un mérito o considerar que fuera a dejar de estar ahí.

Advertir la gracia e incluso la interna necesidad de esa efectividad humilde ha sido el motor de poéticas tan diversas como el wabi-sabi oriental o algunas series de ready-mades, fluxus o arte povera.


Goethe hablaba de una vis centrípeta y una vis centrifuga, Hegel de atracción y repulsión... tales eran las tendencias fundamentales, tan contradictorias como complementarias mediante las cuales podíamos entender los procesos de conformación estética. Por nuestra parte hemos denominado repertorialidad y disposicionalidad a ambos polos y los hemos completado con una noción sistémica de paisaje que nos permite introducir la policontexturalidad y calcular los alcances del conficto entre diferentes modos de producción.
Siendo así sostenemos que:

Lo repertorial tiende a la coherencia y la compleción.
Lo disposicional tiende a la variación y la adaptación.
El paisaje alberga la complejidad y el conflicto.
Si recapacitamos veremos entonces que lo necesario comparece vinculado con lo repertorial. Lo posible con lo disposicional y lo efectivo con el paisaje.

Ahora veremos cómo, con algo más de detalle, y al hacerlo, podremos  introducir los modos negativos.


Lo contingente

Si hemos considerado que lo necesario, y siempre hablamos de una necesidad interna sea cual sea la escala de esa internalidad, podía definirse por su venir a completar, a redondear decíamos un pequeño o gran sistema de formas y relaciones. Si consideramos que lo necesario se define y se legitima como tal, en la medida en que es relevante a un nivel repertorial, parecerá claro que lo contingente será aquel juicio, experiencia u objeto que sea trivial en términos repertoriales.
Puede ser un objeto despistado, procedente de otra galaxia repertorial y que en su desacoplamiento carece, por sí mismo, de la fuerza para fundar un nuevo repertorio.
Puede ser una experiencia espuria o redundante que no nos especifique ni nos aclare el conjunto de formas en el que habitamos, como un poema adocenado o una musiquilla de ascensor.


Lo imposible

Algo puede muy bien -como hemos visto- ser necesario, es decir, ser relevante repertorialmente pero ser ignorado por nosotros en ese sentido, en ese modo del ser y ser en cambio percibido desde la relevancia disposicional que despliega. Esto es así cuando no nos importa el conjunto de formas o relaciones en que se inserta una determinada actuación, sino que –cambiando la orientación por así decir de la mirada- nos fijamos en aquellas capacidades, aquellas competencias que el agente en cuestión  ha tenido que mostrar.
Así un objeto puede ser juzgado necesario o contingente, según sea o no relevante repertorialmente, pero sea cual sea su situación en ese plano, lo juzgaremos bajo el modo de lo posible cuando podamos ponerlo en relación con cualesquiera capacidades o disposiciones y lo juzguemos ateniéndonos a su estricto despliegue.
Obviamente ese mismo objeto caerá bajo el modo de la imposibilidad si nos resulta inviable relacionarlo con ningún tipo de disposiciones, si no se halla al alcance de intervención disposicional alguna.
Podemos pensar con cierta displicencia en un objeto a la vez contingente por espurio e imposible por inalcanzable disposicionalmente.
Ahora bien pensar un objeto necesario en términos repertoriales e imposible disposicionalmente nos produce un mal cuerpo muy cercano a la melancolía: echaremos de menos lo que nunca hemos tenido y nunca podremos tener.

….

Lo inefectivo...

Al decir que lo efectivo se definía por su relación de relevancia en el paisaje, esto es, en la matriz de conflictos posibles, nos hacíamos fuertes en la consideración de un modo que a diferencia de los otros dos atiende más a lo externo que a lo interno. Para lo efectivo el único dato interno relevante es la existencia, el estar aquí. Todo lo demás deja de contar ante ese gran dato.
Eso si, ese no es más que el principio, lo efectivo es y quiere seguir siendo y para ello se embarca en interminables y cambiantes luchas, alianzas y conspiraciones si es preciso. O bien se camufla e intenta pasar desapercibido como los humildes objetos cotidianos.
Siendo esto así el modo de la inefectividad comparecerá cuando seamos incapaces de establecer para un objeto o una experiencia postulada relación alguna de mundaneidad.
O bien, si nos queremos poner procesuales y diacrónicos algo será inefectivo, irá siendo inefectivo  tal y como veamos con toda claridad que va siendo expulsado de la mundaneidad efectiva, como aquel samurai a quien de un limpio tajo le habían cortado la cabeza , pero que seguía llevándola sobre los hombros y no advertía que ya no era efectivo...