jueves, 4 de agosto de 2011

Edades del monstruo


Hasta ahora hemos ido sacando de la caja, de una en una, las piezas de nuestra filosofía política: los diferentes ordenes de monstruos y monstruosidades.
Es ahora el momento de irlos colocando sobre el tablero de tal modo que empiecen a mirarse unos a otros, que vayan entrando en tratos y que vayan interactuando. Malamente podríamos pensar una filosofía política de otra manera. Nuestras piezas van a tener que entrar en todo tipo de interacciones, es más: sólo en esas interacciones los podremos ver como dispositivos propiamente políticos. Su politicidad radica justo en su funcionar como sistemas prácticos que se interfieren, colaboran y eventualmente pugnan por excluirse. Para ello tendremos que recuperar la noción, clave para nuestro pensamiento, de paisaje. Un paisaje –lo hemos explicado ya en alguna otra ocasión- no es sino una matriz de conflictos posibles. Con ello queremos decir que no se limita a ser un simple recipiente, un contexto que acompaña discreto y displicente. Un paisaje es siempre productivo, cuanto menos de las condiciones de posibilidad de los sistemas prácticos que lo habitan y que al hacerlo son capaces de modificarlo. De este modo, al cambiarlo, modifican el equilibrio mismo, el ecosistema relacional en que habían hallado un nicho. En función de esas modificaciones cabe esperar que haya sistemas prácticos que resulten expulsados mientras que otros se refuerzan o mutan.

La noción de paisaje será entonces clave porque a partir de ella postularemos que nuestra filosofía política, en algún momento, tiene que dejar de ser una teoría de los monstruos, para convertirse, precisamente, en una teoría de los paisajes. Tiene que dejar de ser una teoría de la amenaza para constituirse en teoría de los cambios, una reflexión sobre los sistemas prácticos susceptibles de suceder y desarrollarse en cada paisaje, y a la vez una organización de la añoranza hacia los que no han tenido siquiera la posibilidad de comparecer.




Lo primero que habremos de hacer para organizar ese transito del pensamiento político será ir dotando -como hemos dicho- a nuestros entrañables monstruos de un poco de movilidad. Para ello los pensaremos como si de criaturas vivas se tratara, dotadas de edades y fases de crecimiento y maduración. Quizá para ello sea interesante establecer una cierta homología con los que se dado en llamar –de la mano de Wölfflin o Focillon- la vida de las formas. En este caso el desarrollo de la historia de los diversos estilos obedecería a una cierta fuerza inmanente, un proceso interno de definición y redefinición constante que, del mismo modo que en los estados de la materia, haría pasar las formas estéticas y las políticas de un estado sólido a uno líquido o gaseoso y viceversa. “Si queremos tener una idea clara –sostiene Wölfflin- de la evolución de un fenómeno elemental, podemos representarnos el espectáculo de una vasija llena de agua que empieza a hervir. Antes y después del hervor el elemento es el mismo; pero el elemento en reposo ha venido a ser elemento movido, y lo definible, indefinible”



Diríase que los monstruos aristocráticos tienen algunos de los rasgos de las fases arcaicas del desarrollo de las formas artísticas. Lo arcaico siempre ha mostrado el discreto encanto de lo tosco, de lo que siendo específico no deja de ser natural, no deja de tener un conatus y de seguirlo sin mayor premeditación. Así King Kong o La Momia, cada cual a su manera.
Por eso, los monstruos de la imaginación política en su fase aristocrática corresponden del modo más literal a su etimología derivada del latín “monstrare”. De hecho el monstruo en este momento es el jefe vencido al que se unce al carro del vencedor para ser arrastrado y mostrado como parte capital del botín, como demostración de que el enemigo y con él el concreto orden de amenaza que éste suponía, ha sido superado y conjurado. De Vercingetorix o Anibal a Drácula o King Kong hay una obsesión por personalizar la amenaza y por conjurarla mostrando el cuerpo del líder vencido y reducido a piltrafa. En la fase aristocrática de la política, el monstruo es una criatura natural, excepcional si se quiere pero natural.

Lo clásico sin embargo supone ya una ulterior, si bien moderada, fase de elaboración. Nadie aspira a presentar el orden clásico como un orden estrictamente natural. De hecho lo clásico en tanto muestra un elevado grado de equilibrio, de estabilidad es propiamente lo antinatural. Lo clásico, bien podemos decirlo, es un producto, el producto, de la civilización. Combina la excelencia de la forma lograda con cierta previsibilidad que siempre acompaña a lo que se sabe cumplido. Las formas en su fase clásica muestran su origen en el arte –por oposición a la naturaleza- sin dejarse llevar por lo artificioso ni caer en amaneramientos. ¿Y quién podría resultar a la vez más antinatural y menos amanerado que un zombi? Ese será pues nuestro modelo de monstruo clásico. Los zombies, como los comunistas, los marcianos y las turbamultas en general han constituido en Occidente el monstruo clásico de la imaginación política. Lo veremos luego en detalle.
El monstruo de masas, como lo político-autónomo-artificioso, sucede así, o suplanta más bien, al orden natural de los monstruos aristocráticos, de los monstruos naturales cuya presencia constituía signos ofrecidos por Dios para aumentar la legibilidad y racionalidad del mundo: todavía Lucero y Melanchton atribuyeron el nacimiento de una extraña foca-monje el sentido de una revelación y un aviso divino sobre la corrupción de Roma[4].
Si los monstruos aristocráticos son monstruos naturales y arcaicos. Y si los monstruos de masas son monstruos artificiales y clásicos. ¿Qué sucederá con los monstruos endógenos y los experienciales?

Los monstruos endógenos tendrán ya algunos rasgos del manierismo y en ellos resonará, por tanto, un cierto talante que podríamos aludir como el de lo artificial-en-lo-natural: lo que se impone y lucha dentro del pensamiento y formas clasicistas no es lo natural de la naturaleza sino lo no natural, lo vario, lo injertado, lo fiero, incluso lo feo y lo monstruoso , siendo esto así, en estos monstruos endógenos nos encontramos con que algo monstruosamente artificioso y ajeno ha sido empotrado, introyectado en un cuerpo natural y razonable, así Alien o The Stuff , manieristas monstruos que destrozan desde dentro los cuerpecillos de la gente.

Pero por otra parte, tenemos a los monstruos experienciales, que acercándose ya definitivamente al estatuto de lo barroco, nos permitirían columbrar más bien el aire de lo natural-en-lo artificial, puesto que la monstruosidad aquí surge, al contrario, al insertar un cuerpo natural en un medio experiencial artificioso, como sucede en The Game, dirigida por David Fincher o Cube de Vincenzo Natali. El barroco es un tiempo que ha perdido la confianza no sólo en lo natural como tal sino que da en dudar fundamentalmente de la validez de la experiencia de los sentidos: el cielo azul que vemos ni es cielo ni es azul