miércoles, 2 de agosto de 2023

La fotografía como abrazo: el trabajo de Aurore Valade

http://www.aurore-valade.com/ Aurore Valade se hubiera llevado muy bien con Nicolai Hartmann, un filósofo letón que en los años 30 del siglo XX escribió una ética capaz de abrazar en un mismo gesto las miradas para el valor de la Grecia clásica, el Cristianismo y la Modernidad, nada menos. Y digo que se llevarían bien para empezar porque creo que coincidirían en esta su capacidad para abrazar, para abarcar, para dar cuenta de lo complejo y lo vivo sin simplificarlo ni violentarlo... puesto que en ello radica buena parte del secreto de un buen abrazo, de esos que lo dan todo. En la introducción a su Ética escribió Hartmann un diagnóstico que bien podría servir como presentación de la obra de Aurore: “No sabemos ante qué riqueza pasamos de largo diariamente, no sospechamos qué nos perdemos, qué se nos escurre de las manos; por eso, lo pasamos por alto. Por eso se desperdicia en nosotros la plenitud de los más altos valores de la vida. Lo que ansiamos está aquí, para nosotros, en innumerables corazones humanos. Pero lo dejamos echar a perder y nosotros mismos andamos vacíos”. Evidentemente Aurore no deja que parte alguna de esa riqueza se eche a perder ni ande vacía de aquí para allá: al contrario, Aurore va siempre cargada de carteles, pancartas, almohadones o botellas de vino con palabras escritas sobre ellos. Y no son las palabras de Aurore, son las palabras de la gente que ella ve, de la gente que ella retrata con su abrazo. Para ello demuestra que sabe conseguir lo que todos queremos y casi nadie tiene: tiempo para escuchar, tiempo para observar, para apreciar aquello que define a sus personajes, las palabras que de alguna manera flotan a su alrededor y de forma invisible les acompañan allá donde van. Esto es algo muy extraño, no sólo porque la mayor parte de nosotros creemos que no tenemos tiempo, sino porque cuando de alguna manera lo tenemos, resulta que no sabemos demorarnos en él, no sabemos hacerlo fértil. La condición de los hombrecillos modernos es la de los que viven de sensación en sensación, de forma que nuestra comprensión se vuelve tan banal como efímera y la aspera aspiración misma hacia lo sensacional evita que seamos capaces de verlo y mucho menos de apreciarlo, en el improbable caso de que nos fuera dado darnos de bruces con ello. En esa búsqueda y esa apreciación de lo valioso me parece a mi que se sitúa el trabajo de Aurore, sus retratos de gente que tiene algo que decir, o sus retratos de esos tablones de anuncios que bajo la barahúnda y el atolondramiento de mensajes y reclamos superpuestos, unos sobre otros, parecen tener algo que contarnos sin lo cual no podríamos o no deberíamos vivir. Con el Romanticismo, el fin-de-siglo y las vanguardias buena parte del arte contemporáneo ha funcionado como un sistemático dispositivo de extrañamiento, recordándonos lo contingente y fragmentario del mundo en el que vivimos, lo precario y lo absurdo de nuestra propia condición. Esta ha sido, sin duda, una de las mayores y más potentes contribuciones del arte contemporáneo en la modernidad y seguramente esto fue necesario1 en un contexto de cambios y desarraigos tan brutales como los que propició la revolución industrial y urbana de finales del XIX y principios del XX. La cuestión es que cumplido ese ciclo nos parece fundamental constatar cómo un número creciente de prácticas artísticas -sin renunciar en absoluto a una actitud crítica un mucho menos a la lucidez- han dejado de estar obsesionadas con el extrañamiento y han retomado el imprescindible y complementario polo del reconocimiento. Así el trabajo de Aurore, que más que presentarse como una maniobra de extrañamiento funciona como toda una operación de reconocimiento. El reconocimiento en tanto irrupción creativa de la memoria, en tanto cierre y apertura de ciclo constituye ese otro componente fundamental de la emoción y la inteligencia estética. Pensemos en un reconocimiento como el que nos trae uno de los momentos más hermosos de la Odisea. El que sucede cuando Odiseo llega a la isla de los feacios donde Nausicaa le está esperando o como cuando llega a Itaca donde ya nadie le espera. Nosotros como Odiseo llegamos también disfrazados de mendigos y acaso por ello pasamos desapercibidos para todo el mundo. El trabajo de Aurore hace entonces lo mismo que Argos, el perro de Ulises, nos ve, nos reconoce y se apresta a saludarnos y a lamernos las rodillas, a decirnos que no nos preocupemos que aunque los demás lo ignoren él sabe quien somos. Pero el trabajo de Aurore, al contrario que Argos, no muere después del reconocimiento sino que nos acompaña y nos proporciona herramientas para modular esa memoria. Para ello hace falta una técnica, tekhné le llamaban los griegos al arte, un saber hacer que sea capaz de medir las proporciones en las que nos exploramos y nos cumplimos. Confucio se preguntaba de qué servían los ritos y la música si, siendo hombre, se carece de humanidad y no somos cuidadosos2. Así las cosas, para Confucio, la noción de cuidado Ren es fundamental. Como en la obra de Aurore, en la frase de Confucio se pone en relación el cuidado (Ren) con la técnica (Li) -las formas de los ritos- y con la inspiración poética o la música ( Yue) Todo concepto sustantivo de lo que debe ser una práctica artística debe incluir al menos estos tres factores: la técnica, la inspiración y el cuidado de los otros, de los materiales y de uno mismo. Nadie ha dicho que su inclusión y su equilibrio sea fácil. Quien lo logra y lo mantiene en el tiempo, como hace Aurore, bien merece el calificativo de artista. Y un artista como sabía Hartmann es la contrafigura en todo del presuroso y embotado. Es el divisador del valor, el sapiens en el primer sentido de la palabra: el «degustador». Es el que tiene el órgano para el pleno valor de la vida. De nuevo es Hartmann quien lo expresa de manera difícilmente mejorable: “Los caminos de la vida se cruzan de modo diverso. Innumerables hombres le salen al encuentro al hombre. Pero son pocos los que realmente «ve» en sentido ético; pocos, para los que tiene una mirada participativa -también se podría decir una mirada que ama, pues la mirada que siente el valor es una mirada que ama. Y a la inversa, ¡por cuán pocos de los cuales él mismo es «visto»! Los mundos se encuentran; la superficie roza fugazmente en la superficie; en el fondo permanecen intactos, aislados, y se distancian otra vez. O discurren paralelos una generación y más, externamente vinculados, quizás ligados entre sí, pero siguen estando recíprocamente cerrados. Ciertamente, ni puede, ni debe cada hombre sumergirse y perderse en cada otro cualquiera. La participación más profunda siempre es singular y exclusiva. Pero en este pasar por alto universal, ¿no sucede, no obstante, que cada una anda con el callado anhelo en el corazón de llegar a ser «visto», comprendido amorosamente, sentido, vislumbrado?” Esa y no otra ha sido mi experiencia tanto al tratar de cerca a Aurore como al tener la oportunidad de conocer su obra y su sensibilidad con más detalle. Nada me alegra más que el privilegio de haber estado ahí. http://www.aurore-valade.com/