lunes, 28 de septiembre de 2009

Cartas sobre la educación estética del cowboy (*)

Las pelis de vaqueros –como tantas otras cosas- tienen cierta fama de entretenimiento intrascendente, de ser un producto especialmente adocenado de la cultura de masas…
El caso es que diga lo que diga Adorno desde su suite del Hotel Abismo, y esto lo sabe cualquier vecino o amigo epistemólogo al que se quiera consultar, toda percepción dice más sobre las estructuras perceptivas de aquel que percibe que sobre lo percibido mismo. Así que vamos al Oeste…
Estoy pensando en ir armando una comprensión modal de materiales como los westerns. Y hete aquí que he dado en empezar con "El hombre que mató a Liberty Valance".
La pelicula empieza con la llegada en tren de un hombre que viene del civilizado Este y que no lleva pistola sino un título de abogado y su conocimiento sobre unos procedimientos legales que en Shinbone –ese es el pueblo al que llega- nadie está aún listo para apreciar. ¿Nadie?
En realidad sí: hay un montón de pequeños granjeros y agricultores que necesitan un estado de derecho, un ordenamiento legal que les preserve de los atropellos cuasi-fascistas a los que les someten los grandes terratenientes y su esbirro Liberty Valance.
Nadie puede hacer frente al facineroso en cuestión excepto John Wayne, que hace de sí mismo, es decir, de hombre de una pieza capaz de hacerse cargo tanto de un ataque comanche como del parto de una yegua.
Ransom Stoddard –que así se llama el abogado que interpreta James Stewart- quiere poner fin a los abusos por la vía de la ley, pero es obvio que Liberty no se lo va a poner fácil. De eso va la cosa de hecho y, entre otros asuntos, la película se arma con la tensión entre los diferentes procesos de constitución de la socialidad que encarnan el abogado y el matón. Esa tensión se va acumulando –ante la distante y jocosa observación de Wayne- hasta que el legalista Ransom tiene que coger un revolver y enfrentarse a tiros con el malvado Liberty para matarle y poder así fundar un estado de derecho como dios manda.
Por supuesto que Ransom no ha sido quien lo ha matado, sino Wayne -muy discretamente eso sí-en uno de esos supremos gestos de desinterés autista que le caracteriza.
Como sabía Kant, que también venía del Este, las ideas estéticas –como las pelis de vaqueros- no se pueden reducir a concepto pero siempre podemos postular que uno de los polos que organizan la pelicula es la difícil institución del moderno estado de derecho y el rastreo de su anclaje sobre un, acaso imprescindible, estrato de violencia fundacional. Modular el grado de reconocimiento y hasta de prestigio que esa violencia instituyente pueda tener, es uno de los atractores de la peli.
Parecería que no se puede fundar un estado de derecho sino es sobre un acto de violencia, acto que debe ser “el último” de alguna manera, pero que no se puede eludir. Lo gracioso es que James Stewart –con o sin delantal- no parece el hombre más apropiado para ello, puesto que de hecho pertenece ya a la nueva civilización. El único que puede hacerlo –Wayne- sabe que con ese gesto fundacional firma su propia acta de desaparición , si es que hay actas de esas, y que su modo de vida –que era el mismo que el del bandidesco Liberty por otra parte- está llamado a desaparecer…lo cual no deja de ser otro acto de violencia…

En ese aspecto es inevitable ver la película con los ojos del Schiller que quería reformar el mecanismo de relojería del estado sin detenerlo. La pistola de James Stewart y la escopeta de John Wayne son los equivalentes de la educación estética que postulara Schiller. En la visión cowboyesca del mundo el duelo a tiros sustituye al ennoblecimiento que Schiller atribuyera a la educación estética pero en ambos casos aporta el lubricante necesario para la transición entre diferentes formaciones políticas. Que sea arte o sea sangre es lo de menos seguramente.



……

¿Por qué hacer un análisis modal?

Estudiar materiales como los westerns o las pelis de monstruos desde una estética modal tiene la virtud de hacernos ver en toda su operatividad no una trama narrativa o psicológica particular sino precisamente un modo de relación que es fundamentalmente común a los materiales analizados y a nosotros mismos. Cuando se hacían lecturas no relacionales nos fijábamos precisamente en aquello que de particular, de propio, tenía una narración o una situación determinada; por el contrario desde la estética modal nos fijaremos en la estructura de relaciones que se establece en el material analizado y que es susceptible de resultar generativo en diferentes contextos de sentido.
Aquí se trata no de dar con algun tipo de aplicación o moraleja más o menos adaptada sino de poner a trabajar la matriz relacional que articula la pieza en otros contextos diferentes, los nuestros propios.
Con ello todo análisis modal tiene algo de introspección competencial: nos obliga a levantar acta de aquellas competencias de las que estamos dotados nosotros mismos. Puesto que seguramente sólo podremos detectar, reconocer y poner a trabajar aquellos modos de relación en los que, al menos de forma potencial, seamos competentes…

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A todo esto y como ya he dicho alguna vez antes, parecería que todas los westerns –como si de una extensión de la Bildungsroman se tratara- trabajan con la importancia y la inevitabilidad de “hacerse cargo”. Wayne en La Diligencia, Gary Cooper en Solo ante el peligro, no rehuyen, ni deconstruyen, ni hacen componendas con las circunstancias: se hacen cargo. Y eso les define y en su modo cowboyesco les hace grandes.
Por supuesto que el hacerse cargo es un principio modal que admite modulaciones. En “El hombre que mató a Liberty Valance” nos encontramos, incluso, con la contraposición de dos formas diferentes de hacerse cargo, dos formas diferentes pero quizá complementarias y eso es lo que hace inquietante la peli en términos políticos, dos modos de relación diferentes, el de Stewart y el de Wayne, que llevan implícitas dos diferentes comprensiones del papel de la violencia. En uno de ellos la violencia se condena y condenándose acaba por ser usada y acaba por otorgar prestigio y autoridad a aquel que, al cabo, la ha ejercido. En la otra modulación del hacerse cargo, como modo de relación distintivo del cowboy, la violencia parece ser un ingrediente más de la cotidianeidad y, sin embargo, no se usa de ella hasta que la impericia del abogado fuerza a Wayne a matar a Liberty.
Por supuesto que buena parte del drama surge de constatar cómo aquella modulación que parece más clara y más directa, más pura en lo que a hacerse cargo se refiere –la de Wayne- es la que está condenada a desaparecer en una sociedad estructurada, una sociedad de enanos, de representados, que no parece obtener su fuerza de la de cada uno de sus miembros por separado sino de la confabulación de todos esos enanos. Muy nietzscheanas las pelis de vaqueros como veis.


(*) Este texto es un adelanto de una idea que hace tiempo voy considerando: contribuir a una comprensión modal de materiales como los westerns, el cine negro, los culebrones etc... Se situaría en la misma línea que el trabajo sobre la copla o el flamenco, pero capaz que tiene su vidilla propia porque los westerns que me interesan son los de los años 40 y 50 en EEUU y ahí hay un tipo de tomate cívico y político, con todo lo que supone el McCarthysmo -o como se llame- la aplastante Amerika y ya a poco que nos metamos en los westerns más tardíos la naciente contracultura y la oposición a Vietnam. Los mismos directores y actores pasarán de pelis del oeste a pelis de guerra -es el caso de Wayne- haciendo todo el tiempo de sí mismos. Bueno, ya veremos que da de sí este filón. La semana que viene subiré el texto sobre High Noon y Rio Bravo que tienen su telita.

lunes, 21 de septiembre de 2009

De donde no se puede escapar

Una de las acusaciones más recurrentes que suelen caer por igual sobre las novelas románticas y la copla -con su supuesta carga de exacerbada sentimentalidad- es la de constituir una experiencia “escapista”. Se diría que dichas prácticas se dejan llevar por un deseo inmoderado y autocomplaciente de alejarse de la realidad y retirarse a otro mundo creado por la ficción. Incluso grandes investigadoras de las artes populares como Geraghty parecen estar dispuestas a conceder la mayor y asumir cabizbajas que esto es así y que qué se le va a hacer.

Ahora bien, parece evidente que con semejante juicio se nos está colando una distinción que es del todo menos evidente. Bien mirado, no parece en sí tan grave que los relatos femeninos, las novelas del oeste o las coplas auspicien “otro mundo creado por la ficción”. Ver mal semejante posibilidad no puede proceder sino de nuestras disposición a asumir, en primer lugar, que hay algo así como un mundo donde ninguna ficción interviene, una realidad tan real que no necesita de modelo alguno de comprensión o percepción siquiera, una realidad que se impone por sí misma de un modo por completo unívoco.
Parece claro que eso no es demasiado plausible. Ahora sabemos que incluso las más fácticas de las realidades: las que manejan los poderes económicos, políticos o militares están densísimamente trufadas de modelos de configuración y percepción. Sabemos que no hay realidad que valga si no hay un modo de relación que la estructure y la distribuya.

Siendo así la oposición ya no puede darse entre un orden de realidad pura, sin mancha de ficción alguna y mundos puramente ficticios: si las ficciones son principios de selección modal, principios distributivos de organización de la percepción y las relaciones, si son en suma modos de relación, éstos están presentes en todos los cortes de realidad que queramos efectuar. En otras palabras: no podemos echar por la borda ninguna experiencia estética por el mero hecho de auspiciar un mundo relacional otro regido, claro está, por una ficción. Y no podemos hacerlo, para empezar, porque no hay mundo alguno en cuya conformación relacional no intervengan ficciones o modelos del más diverso alcance.
¿Quiere esto decir que podemos situar en pie de igualdad todas las ficciones, todos los modos de relación y todos los mundos, las realidades que éstos contribuyen a alumbrar? En absoluto, seguramente haya modos de relación que estén muy estrechamente articulados entre sí, acoplados formando constelaciones modales cuyos mundos posibles se imponen de modo hegemónico. Igualmente es fácil pensar que otros modos de relación -aquellos por ejemplo mediante los cuales una lectora de novela rosa pueda permitirse concebir una relación de pareja no necesariamente basada en el miedo, la inseguridad y la miseria- puedan darse de modo tan desarticulado, tan atomizado en su comparecencia exclusiva en la esfera de lo íntimo y lo privado, de lo emocional y poco menos que incomunicable, que los mundos posibles que nos es dado pensar a partir de ellos tienen más bien pocas posibilidades de estructurarse socialmente, de plantear una mínima aspiración si no a la hegemonía sí al menos a la existencia social.

La oposición entre realismo y escapismo puede entonces reformularse de un modo que entendemos puede ser mucho más fértil, a saber como el gradiente que conecta –en su diferencia- los modos de relación, las realidades modales según estén más o menos articuladas con otras realidades modales, según sean –por tanto- susceptibles de establecerse hegemónicamente y producir “realidad”. Que un determinado modo de relación sea incapaz de articularse con otros modos, de acoplarse con otros cuerpos no tiene porqué ser motivo de condena moral o política, simplemente es indicio de que podemos estar siendo torpes con él o que quizá su tiempo no ha llegado, aún.
Un saber de los acoplamientos nos es necesario, una especie de cartografía vectorial que nos deje ver por dónde van los tiros, qué modos de relación comparecen aislados y qué los separa de sus congeneres, de sus parientes y amigos, qué evita que se lo monten juntos y le planten cara a cualquier cosa que tenga la desfachatez de presentarse a sí misma como realidad, nada menos.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Estrategia, táctica y operacionalidad de la autonomía.

Etimológicamente la noción de estrategia nos remite al strategos, al que conoce los caminos para conducir al ejército adecuadamente. Por extensión, desde la Ilustración, su uso se ha generalizado para aludir al tipo de conocimiento que tiene como fin distribuir y organizar un conjunto general de fuerzas y recursos con vistas al logro de objetivos previamente marcados y relativamente distantes.
Por el contratio, la palabra “táctica” derivada también del griego “taktos” remite a un conocimiento de proximidad, un conocimiento práctico necesario para lidiar con los aspectos inmediatos de las situaciones en las que el estratega hace operar las fuerzas y recursos que administra.
Estrategia y táctica han aludido por tanto, históricamente, a dos aspectos opuestos y a la vez complementarios de toda organización: la planificación general y su desempeño inmediato, los grandes principios rectores y los saberes concretos y prácticos.
En el terreno del arte y la producción cultural quizá no sería inoportuno sostener que los sistemas de pensamiento estético han proporcionado las estrategias y que las poéticas han funcionado a un nivel táctico.
Tanto en el arte como en la guerra todo depende de un buen acoplamiento entre principios estratégicos y posibilidades tácticas. Cuando ambos niveles se separan o incluso se contradicen nada bueno puede esperarse.

A los efectos de nuestra específica investigación sobre las diferentes nociones de autonomía, vamos a ampliar nuestro arsenal recurriendo a las precisiones que sobre ambos conceptos realizara Michel de Certeau para diferenciar modos diferentes de acción social y política:
“Llamo ‘estrategia’ al cálculo o la manipulación de las relaciones de fuerzas que se hace posible desde el momento en que un sujeto de voluntad y poder (una empresa, un ejército, una ciudad...) resulta aislable. La estrategia postula un lugar susceptible de ser definido como algo propio y de ser la base desde la que administrar las relaciones con una exterioridad de metas o amenazas (los clientes o los competidores, los enemigos, el campo alrededor de la ciudad )... dicho de otro modo, un poder es la condición previa de ese orden de conocimiento” .
La estrategia, según de Certeau, necesita pues de un lugar fuerte, de un cuartel general desde el que planear con cierta distancia, siendo capaz eventualmente de retirarse, recuperar fuerzas y seguir así con las operaciones previstas. En ese sentido y en la medida en que las estrategias dependen de la creación o postulado de una especie de base desde la que poder distribuir y desplegar las fuerzas, quizá las estrategias sean conceptores adecuados para entender el funcionamiento de la autonomía ilustrada que como hemos visto tendía a generar su pequeña esfera pública, sus cinturones perimetrales de seguridad y que era capaz, por definición, de establecer un programa –no otra cosa es la Ilustración- de expansión de esa autonomía, inicial y necesariamente acotada. La estrategia gradualista de la autonomía ilustrada consistía, como hemos visto, en la lenta implementación de un ámbito –el de la sensibilidad estética- donde nuestras experiencias serían fines en sí mismas, del mismo modo que las obras de arte también lo eran. De ese modo y por un progresivo y lento contagio de la autonomía llegaría un momento en que los ciudadanos no aceptaríamos ser objetos puestos a disposición de nuestros gobernantes, un momento en que exigiríamos que nuestras vidas fueran consideradas como fines y no como medios. La credibilidad de semejante despliegue de grandes palabras y mejores propósitos dependía, obviamente, de la progresiva expansión de la condición autónoma que se le había otorgado a la sensibilidad estética.

Ahora bien, tal y como hemos podido ver, la situación cambió radicalmente tras el estancamiento de la Revolución francesa y la llegada de la Restauración. En ese momento se hizo dolorosamente evidente que los cuarteles-esferas públicas de la autonomía ilustrada no iban jamás a poder cumplir sus propios planes de expansión. La autonomía concedida a la sensibilidad estética pasó –con Hegel- a ser privativa de las obras de arte aceptadas como tales y no tanto de nuestra propia sensibilidad. En esa medida, pronto las bases estratégicas de la agotada autonomía ilustrada tomaron pronto el aspecto de pacíficos conventos de clausura desde los que, a los ojos de los inquietos románticos, sólo cabía esperar cierta cansina supervivencia.
Para entender el surgimiento y sucesivo despliegue de la autonomía moderna podemos entonces recurrir al concepto de táctica, tal y como lo define Michel de Certeau. De ese modo, se puede decir de la autonomía moderna que como la táctica “no tiene más lugar que el del otro...debe actuar en el terreno que le impone y organiza la ley de una fuerza extraña” . Al contrario que sucedía con el pensamiento estratégico, los procedimientos tácticos –según de Certeau- no pueden contar con un lugar estable, unas bases a las que retirarse y desde las que pensar a largo plazo. La táctica impone un contínuo movimiento, una forzosa improvisación con lo que se tiene en las manos y lo que sabemos del adversario.
En los tiempos de la autonomía moderna este proceder táctico se verificaría en la contínua búsqueda y variación de elementos de negatividad desde cuya acumulación y eventual despliegue se jugaría una peculiar guerra de movimientos, de guerrillas casi, contra la hegemónica cultura burguesa y sus procesos de normalización compulsiva.
Con la ventaja que nos proporciona el tiempo podemos comparar los resultados de ambas autonomías y sus diferentes modos de operar. Como ya hemos dicho, la estratégica autonomía ilustrada cuyo programa formulara Kant no pudo imponer un rítmo creíble de avance y tuvo que retirarse a sus tan confortables como esteriles cuarteles de invierno, resignándose a una desgatadora guerra de posiciones contra la reacción. Por el contrario, la táctica autonomía moderna logró batir por completo la normalizadora cultura burguesa, o más bien logró que ésta mutara tanto sus formas de despliegue que se acabó mimetizando casi por completo con la autonomía moderna misma.
Con ello, el resultado de la autonomía ilustrada fue el estancamiento estratégico y el de la autonomía moderna la confusión táctica. Por supuesto que ambas autonomías han convivido, a menudo desdeñosamente, una con otra y casi siempre sin advertir que lo que le faltaba a una le sobraba a la otra. Que la agilidad táctica de las vanguardias hubiera podido ser tramada desde las bases del proyecto ilustrado. Ha habido ocasiones, como algunas fases de la Bauhaus o de las vanguardias rusas, en que semejante conciliación de estrategia y táctica ha podido parecer factible. No pudo ser y no siempre fue culpa de los agentes implicados.
De hecho, ese desencuentro entre estrategia y táctica no fue, en absoluto, privativo del campo del arte o el pensamiento estético. Antes al contrario, parece ser una condición insoslayable de la complejidad liberada por las sociedades de la modernidad tardía. Tanto en términos bélicos como estéticos, la distancia entre estrategia y táctica se hizo absolutamente evidente a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XX. Las directrices estratégicas de los ejércitos de la Primera Guerra Mundial fueron a estrellarse contra la imposibilidad táctica de arrasar con oleadas de carne las barreras de acero que las ametralladoras, los fusiles de carga rápida y la artillería de campaña eran capaces de oponer. Del mismo modo las directrices estratégicas sobre la ilustración de las masas y sobre su formación estética fueron a estrellarse contra la no menos letal barrera de la ramplonería de la cultura de masas, el analfabetismo funcional y el voraz mercado del arte.
Tras el enorme revés de la Primera Guerra Mundial y con la Revolución rusa, buena parte de los teóricos de la guerra y la estética se volcaron en pensar los problemas que nos impedían conectar estrategia y táctica, asumiendo que dichos problemas eran los mismos que los que teníamos para articular la creciente complejidad de recursos y agentes implicados.
Tanto los teóricos de la guerra como los de la cultura enseguida advirtieron que ya no cabía pensar en una única batalla decisiva, que la primera condición que planteaba la complejidad era la de trabajar con una escala y en una amplitud hasta entonces desconocidas, integrando armas con tiempos de avance y consolidación cada vez más distantes. Los blindados, la artillería de largo alcance y la aviación cambiarían tanto el paisaje de la guerra como los medios de comunicación de masas, la reproductibilidad técnica y la urbanización acelerada harían lo propio con el paisaje de la producción cultural. Al mismo tiempo, los frentes tanto bélicos como culturales se harían mucho más extensos de lo que nunca habían sido y al mismo tiempo habría que ser capaces de pensarlos en una escala temporal mucho más amplia que la que las batallas napoleónicas o los escándalos de los salones habían concebido.
Harían falta nuevos saberes, nuevas mediaciones que nos permitieran integrar complejidad de factores, amplitud de escala geográfica y alcance temporal. De ese modo, a la tradicional contraposición entre estrategia y táctica se uniría un tercer conocimiento que haría las veces de bisagra, de articulación entre lo grande y lo pequeño, lo general y lo concreto. Se definiría así un nivel operacional que plantearía los movimientos tácticos a través de maniobras y operaciones, cuya profundidad, alcance y escala se dimensionaría de modo que fuera implementando las directrices estratégicas marcadas y diera cuenta de la complejidad de los factores y los escenarios implicados.
Toda una generación de teóricos soviéticos de la guerra y el arte trabajarían sobre este nivel operacional a lo largo de los años 30.
El nivel operacional de la guerra, tal y como fue definido por Isserson o Svechin en la Rusia soviética invadida por la Wehrmacht, articulará la tensión entre estrategia y táctica a través de mediaciones como la noción de operación, más amplia y de mayor alcance que la mera batalla táctica y capaz de aterrizar los designios demasiados generales de la gran estrategia. Será mediante este arte operacional que los soviéticos serán capaces de oponer a la brillantez táctica germana un nivel de pensamiento que daba cuenta de la complejidad con mucha más competencia que la limitada Blitzkrieg alemana. La guerra relampago de los alemanes será impotente para encadenar sus éxitos tácticos en una escala adecuada: será, de hecho, la inmensidad de la escala de la guerra en Rusia la que desgastará fatalmente a las tropas alemanas que irán de triunfo táctico en triunfo táctico hasta su completa extenuación y su disolución como ejército en las estepas rusas.
Lo mismo le sucederá a las vanguardias históricas en Occidente cuya innegable brillantez táctica –de las provocaciones de Dadá a los logros formales del cubismo- se verá desgastada en la aún más desolada e inmensa estepa del capitalismo cultural. Algunos teóricos del arte soviéticos como Sklovski empezarán en esos mismos años a plantear otras tantas mediaciones que como las “operaciones” en términos militares, sean capaces de reconectar la estrategia ilustrada y las tácticas modernas. Será en ese sentido que las vanguardias rusas empezarán a hablar de su trabajo como “modos de relación” , como matrices formales y situacionales susceptibles de acoplarse tanto con la producción poética propiamente dicha como con la construcción de la propia vida cotidiana como si de un fin en sí misma se tratara, es decir como si tanto nuestro arte como nuestra vida fuera parte de una pequeña pero operacionalmente creciente República de los Fines.
A la noción de autonomía propia de este pensamiento operacional, de estos modos de relación, le llamaremos autonomía modal y su elucidación constituirá el núcleo de la tercera y última sección de "La República de los fines", en sus librerías el día menos pensado...