Dada
una representación cualquiera, de esas que nos encontramos por la
calle a cada momento, es posible -dice
Kant- que comparezca enlazada con un placer, que es como decir
que es posible que nos llevemos una alegría, uno de esos incrementos
de nuestra capacidad de obrar y comprender que tanta vidilla nos dan.
A lo
que Kant quiere llegar es que esa representación cualquiera,
esa representación que, en principio, no tiene porqué haber sido
preparada especialmente para nosotros y nuestra alegría, acontece
bajo el modo de lo posible, porque puede o no implicar
un placer estético y lo que es más -y con esto se refuerza su
relación con ese modo de lo posible- que ello suceda no
dependerá tanto del objeto
en sí o su representación, cuanto de la puesta en juego de nuestras
facultades, de nuestras disposiciones, las modulaciones de
nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia, que seguramente pondrán
mucho de su parte para convertir en fértil estéticamente al objeto
o su representación. En esto consiste, al cabo, el modo de lo
posible, cuya categoría principal -no en vano- es la de lo
disposicional, es decir la que
pone a plena luz la intervención constructiva de nuestras
inteligencias, sensibilidades e ingenios, de nuestras disposiciones
en una palabra.
Pero
aquello que parece importarle más a Kant en este “cuarto momento
del juicio” es lo necesario de la relación ya no de una
repersentación cualquiera, sino de las representaciones de lo
bello con nuestra satisfacción.
Pero
¿de qué tipo de necesidad se trata aquí?. Con la escolástica y el
platonismo se decía de una cualidad que era necesaria para un ente
si expresaba la sustancia de ese ente: en un hombre -en las mujeres
no estaba el tema tan claro- tener un alma era necesario, ser rubio o
moreno era contingente. Pero no es de este tipo de necesidad de la
que nos habla Kant, que insiste en que no se trata aquí de una
necesidad objetiva teórica “donde pueda sentirse a priori que
todo el mundo sentirá esta satisfacción en el objeto que yo llamo
bello”1.
No es
tampoco una necesidad práctica articulada desde los conceptos de una
voluntad racional pura que extrae consecuencias “necesarias”
de una ley objetiva y las cumple a rajatabla, caiga quien caiga.
Se
tratará más bien de una necesidad que sólo puede llamarse
ejemplar, por cuanto el
juicio estético es siempre instancia concreta, un ejemplo de una
regla universal que -en el esquema de Kant- no cabe
indicar, puesto que si
pudiéramos mostrar conceptualmente dicha regla, el juicio estético
sería un mero juicio cognoscitivo. Hasta ahí podíamos llegar.
Este problema, el de diferenciar el juicio estético del cognoscitivo
es, desde luego, un problema interno de la arquitectura de la razón
kantiana que no tenemos porqué aceptar... a no ser que nos resulte
clarificador, por supuesto. Y creo que ese es el caso. Me explico.
Parece claro que el juicio de gusto -pese a no proporcionarnos
conocimiento objetivo alguno- siempre espera o reclama la adhesión
de todo el mundo -dice Kant- o de una parte determinada de
nuestros semejantes al menos. Y lo hace porque se piensa tener para
ello un fundamento que es común a todos los que formarían parte de
esa especie de comunidad de gusto. Pero ¿de qué tipo de
fundamento se puede tratar? Y ¿cómo es que ese orden de
fundamento genera una “necesidad” que no es ni objetiva ni
práctica?
Bien
sabemos que los juicios del gusto en el sistema de Kant no tienen un
principio objetivo determinado, pero es preciso destacar que tampoco
puede decirse de ellos, como acontece con los del mero gusto de los
sentidos, que carezcan por completo de cualquier principio.
Kant
fuerza así la máquina de su pensamiento -y del nuestro- al tener
que defender que los juicios de gusto “deben tener un
principio subjetivo que determine lo que guste o disguste tan sólo
mediante el sentimiento y no mediante conceptos, y que sin embargo
determine con validez universal. Pero un principio semejante sólo
puede considerarse como un sentido
común”2.
Se tratará entonces de indagar en qué pueda consistir este
“sentido común” bajo cuya suposición -sostiene Kant- podemos
representar una necesidad subjetiva como una necesidad objetiva. O si
nos ponemos hamletianos una necesidad que sea más que
subjetiva y menos que objetiva.
Esto será así en la medida en que sabemos que fundamos nuestro
juicio sobre sentimientos, pero no sobre sentimientos “privados”
sino sobre sentimientos “comunes” que de hecho funcionan como
patrones o principios constitutivos de las diferentes experiencias
posibles de la belleza, experiencias en las que -huelga decirlo- nos
conocemos y nos reconocemos.
Cuando
ese es el caso, cuando nos reconocemos en una comunidad de
sentido estético compartido, en
un determinado sentido común,
como el de los amantes del heavy metal o de las cantatas de Bach, hay
determinados juicios estéticos que se revelan necesarios.
Así si apreciamos “Wenn Sorgen auf mich dringen (BWV 3)
que contiene uno de los mejores duettos de soprano y alto de todas las Cantatas entenderemos como necesario el “Bring dem hungrigen dein Brot (BWV 39)”
que es una pieza compuesta para tres solistas, en la que a las voces de soprano y alto, añadimos como contrapunto la del bajo. Dado un determinado sentido común, un determinado juego de lenguaje, entenderemos como necesarios los elementos que completan, que redondean ese juego haciéndolo más consistente con sus propios -y no enunciados- principios. La necesidad en el ámbito de la estética modal es la necesidad que organiza toda auto-poiesis.
que contiene uno de los mejores duettos de soprano y alto de todas las Cantatas entenderemos como necesario el “Bring dem hungrigen dein Brot (BWV 39)”
que es una pieza compuesta para tres solistas, en la que a las voces de soprano y alto, añadimos como contrapunto la del bajo. Dado un determinado sentido común, un determinado juego de lenguaje, entenderemos como necesarios los elementos que completan, que redondean ese juego haciéndolo más consistente con sus propios -y no enunciados- principios. La necesidad en el ámbito de la estética modal es la necesidad que organiza toda auto-poiesis.
Podemos
hablar de la necesidad del juicio estético sólo en relación a cada
uno de esos sentidos comunes. Todo es como si esas constelaciones
comunes, esos procomunes de la sensibilidad establecieran sus propias
hojas de ruta, sus especificaciones de lo que viene a permitirles
autoproducirse, completarse.
Es por
esto que igual que relacionábamos el modo de lo posible con la
categoría de la disposicionalidad, relacionamos el modo de la
necesidad con la categoría de la repertorialidad, que es como
decir con un sentido de conjunto determinado, con aquello que
completa que permite lograrse a cierto grupo de elementos
internamente coherentes y, por así decir, íntimamente solidarios.
Por supuesto esto hace de toda necesidad una necesidad interna
organizada en torno a eso que Kant llamaba un sentido común y que
nosotros, más dados a lo sistémico, llamamos un modo de relación.
Esta
categoría de la repertorialidad podría explicarse también a partir
de lo que Whitehead entendía como el ideal de inteligibilidad,
consistente en que todos los elementos de nuestra experiencia puedan
integrarse en un sistema coherente de ideas generales... claro que
para ello habría que pluralizarlo -ya no serían todos los elementos
de nuestra experiencia sino todos los elementos de determinado ámbito
de experiencia- y llevarlo algo más lejos añadiendo a la petición
de coherencia la de máxima compleción y la tendencia -casi diríamos
la querencia- hacia la estabilidad. En eso consiste la categoría de
la repertorialidad: en postular y construir conjuntos máximamente
coherentes, completos y estables de elementos. Huelga decir que la
relación modal característica entre los elementos de un repertorio
es la de la necesidad interna3.
…
Esta
misma tensión y esa misma “solución” será la que recogerá
Adorno del modo más explícito al constatar que “lo
bello no puede definirse, pero tampoco se puede renunciar a su
concepto: se trata de una antinomia estricta. Una estética
desprovista de categorías sería solamente la descripción
histórico-relativista y parcial de cuanto aquí y allí,(...) se ha
considerado.”1
La
diferencia radica, obviamente, en que lo que Kant llama “sentido
común” son ya en Adorno determinadas combinaciones de nuestras
queridas categorías estéticas. Nuestro acercamiento a la belleza se
basará pues en su consideración como “óptimo modal”, es decir
como instanciación ejemplar del lograrse de determinada categoría
estética, o mejor aún del lograrse de determinada combinación de
categorías organizadas como modo de relación.
Que
muchas cosas y muy diferentes puedan ser necesarias y bellas no
significa obviamente que cualquier cosa pueda ser necesaria y bella.
Ahora sabemos que la belleza cae muy cerca de la necesidad estética,
como un ejemplo del máximo grado de cumplimiento y logro de un
determinado modo de relación.
En
esa necesidad estética se esconde, como supo ver Hannah Arendt, una
intensa potencia de vinculación social y política. Como es sabido
para Arendt habría también en la historia de la humanidad doliente
verdaderos “ejemplos”, instancias modales, que nos preceden y nos
condicionan, que nos fuerzan -aun sin coacción como diría Hartmann-
a asumir una herencia repertorial de dignidad e inteligencia: las
grandes revoluciones -dice Arendt- de la Comuna de París a la
república de los soviets, de los comunidades de Aragón al 15 M. De
nuevo, no se trata de una necesidad absoluta, de una suerte de
fatalidad ineludible, sino de una necesidad interna, repertorial, que
sólo nos vincula en la medida en que somos parte de un “sentido
común”, al que eso sí, todos estamos invitados.
1TH.
ADORNO, Teoría estética, Barcelona, Orbis, 1983, pág.73
1#18,
pág. 190
2Ibidem,
#20, pág 191
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