Es imposible intentar entender la “autonomía modal” sin analizar a fondo previamente algunas de las disfunciones más evidentes de las nociones de “autonomía ilustrada” y “autonomía moderna” en el contexto de producción cultural y política de finales del siglo XX y principios del XXI. Se tratará de ver no sólo la medida en que han dejado de funcionar los acoplamientos estructurales que en su día definieron la operatividad social de los modelos de autonomía ya expuestos, sino sobre todo de ver la dirección en que ha evolucionado la sociedad capitalista occidental, introduciendo grados mayores de complejidad y cancelando fundamentalmente el potencial que antaño guardaran las transgresiones y acumulaciones de negatividad propias de la “autonomía moderna” y las vanguardias.
Por un lado es evidente que los movimientos de oposición y contestación a la sociedad disciplinaria y normalizadora han venido introduciendo, desde hace décadas, modos de resistencia que han dado una importancia hasta ahora desconocida a claves estéticas de organización, –desde los Provos o los Yippies en los años sesenta hasta el neozapatismo literario del subcomandante Marcos o las salvajes fiestas ravede Reclaim the Streets en los años noventa- reconociendo la ambigüedad, la diferencia y la espontaneidad como nuevos valores claves.
Por otro lado, resulta claro que al tiempo que el proyecto de las vanguardias se ha ido diluyendo en su proyectada fusión arte-vida, se ha ido abandonando, como reaccionaria, la idea de la diferencia estética, anulando así, con las distancias entre lo artístico y lo estético, no sólo la posible existencia de lo artístico como “reserva” de posibilidades, sino incluso también el mero reconocimiento de la distancia táctica que necesita toda experiencia estética. Se ha entendido que se avanzaría en la democratización general de la sociedad si se priorizaba un arte de comprensión rápida, un arte que aparentara no poner distancias.
Pero la espontaneidad definitivamente no es lo que era: mientras las vanguardias hacían como que se democratizaban y se disolvían en la estetización de la experiencia cotidiana, mientras la protesta y la revolución se hacían lúdicas y festivas, también el capitalismo de consumo, o capitalismo cultural ha ido tomando justo esas claves estéticas, junto con la espontaneidad y la diferencia como referentes, para proceder a la constitución de los nuevos sujetos productivos, unos nuevos sujetos que ya no se articularán desde las viejas claves normalizadoras y uniformes propias del fordismo, sino como sujetos postmodernos, vacaionados y jactanciosos gestores de su diferencia y creatividad.
Si el diagnóstico sobre esta deriva “creativa” del capitalismo es certero, la necesidad de repensar la vieja idea de la autonomía de las prácticas artísticas se hará más y más patente al menos en dos planos: técnica y políticamente. Técnicamente porque con la indiferenciación de procesos, con la eliminación de la especificidad y la distancia artística, nos encontraremos con que los criterios utilitarios de optimización de la eficacia comunicativa pueden estar empobreciendo y reduciendo significativamente los procesos de construcción artística. Políticamente esa misma absorción hará aún más difícil al arte ofrecer alternativa alguna a lo que el inmenso mercado de estilos de vida ya vende convenientemente empaquetado y codificado.
Duele decirlo pero habrá que reconocer que tanto la “democratización” del arte –mediante la reducción de la distancia entre lo artístico y lo estético- como la proliferación de la diferencia en la postmodernidad no han tenido los resultados esperados. Nos enfrentamos a una democracia irrelevante y a una diferencia reaccionaria.
Quizá para reconducir tanta decepción tengamos que revisar la medida en que la contestación política se ha basado acaso en un imaginario del conflicto con el poder anclado en los referentes de la guerra de posiciones, en la que se manejaba una imagen del poder hegemónico a combatir construida como un conglomerado, como veíamos en la primera sección de este trabajo, que pretendía fundir en un solo cuerpo Naturaleza, Razón y Estado. Ello hacía que allá por el siglo XVIII la mera invocación del sentimiento estético fuera una posición poco menos que revolucionaria. En ese contexto y con posterioridad, las figuras de la negatividad: el cultivo de la diferencia, de la rareza incluso, habría constituido una posición comprometida, como fue entendido ya desde principios del s. XIX y como seguirá siéndolo con los esteticismos de finales del XIX hasta llegar a las "contraculturas" de las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, de modo que los movimientos de la contracultura y de la misma glorificación postmoderna de la diferencia no son aparentemente sino secuelas de los planteamientos emancipatorios prerrománticos de la burguesía europea del XVIII, basados aún en una imagen monolítica del poder y en una mitificación de la acumulación y el despliegue de cargas de “negatividad” táctica.
Veremos ahora con más detalle el modo en que la diferencia ha dejado de ser un referente antagónico.
Las marcas de la cultura.
Muy posiblemente podríamos remontarnos al periodo de prosperidad comercial de los años 20, cuando en los EEUU empezaron a verse con claridad las posibilidades de un consumo extendido, de automóviles por ejemplo. Bruce Barton, que fue uno de los pioneros en el campo de la publicidad, concibió las campañas de corporaciones como General Electric o General Motors siguiendo un musiliano lema según el cual una buena campaña de publicidad debía ayudar a la Sociedad Anónima a "encontrar su alma"; en consecuencia los automóviles de la GM debían convertirse nada menos que en una metáfora de la familia americana "algo personal, cálido y humano".1
Con la crisis del 29 y la segunda guerra mundial este proceso se vería aplazado, pero ya después de la contienda estuvo claro que el camino a seguir era el que Barton había indicado y que es el que seguiría, allá por el 1954, el "cowboy" de Marlboro lanzado como icono y condensación de todo un modo de vida, no importa cuan inalcanzable o directamente falso: el curtido cowboy no anunciaba sólo cigarrillos, sino fundamentalmente la utopía de un mundo auténtico, “genuino”, poblado por hombres de una pieza, hombres sólidos y duros, amigos de placeres simples y profundos como cabalgar con los amigos por las praderas y fumarse un buen pitillo, todo un programa para los oficinistas y dependientes de los años 50. Sin duda hay aquí un componente pragmático, de diferenciación y captura de sectores de mercado, así como del previsible agotamiento de las campañas de publicidad basadas en meros "reclamos" o en suscitar ruido mediático. Las corporaciones y sus anunciantes descubrieron muy pronto el desarraigo, el desamparo del habitante de la gran ciudad, despojado de las competencias y los entornos comunitarios que eventualmente le hubieran permitido elaborar una "cultura" en los anticuados términos de la antropología cultural de un Scheler que hablaría de procesos de humanización, o de Lukàcs y su “antropomorfización”.
La postguerra nos traerá, con la hegemonía cultural de las clases medias, el final de los desarrollos autónomos de una cultura proletaria y la segregación de los sujetos en los suburbios enfatizará más que nunca la situación de ese "hombre sin atributos", convencido de que todo debería cambiar pero de que nada puede hacerse al respecto.
Se trata ya de una suerte de capitalismo cultural, pero que es aún, no obstante, sólo monocultural, un orden que funciona reproduciendo efectos de normalidad a través de gramáticas culturales cotidianas normalizadas, ofreciendo un puñado de modos de relación que se integran fuertemente en un conjunto tendente a la coherencia, un conjunto que en el caso de los EEUU coincide obviamente con el proyecto hegemónico de la clase media blanca y anglosajona. Es la época en que resultan pertinentes los análisis de los comportamientos autoritarios, cuando los maestros de la Escuela de Frankfurt harán sus más incisivas críticas a la hegemonía sacrificial de la razón instrumental. De hecho y ya hacia mediados de los 60’s se multiplicarán las formas de “resistencia estética” basadas en un cierto “surrealismo de masas”, como dijera Marcuse, en relación a las propuestas de la antipsiquiatría o la psicodelia. En el campo artístico el referente más inmediato serán los experimentos de Yippies, Provos, situacionistas y Fluxus.
Se trata en suma de un orden de reproducción económico que es a la vez cultural, con una veta indiscutiblemente hegemónica, frente a la cual puede tener sentido seguir jugando todavía los viejos juegos epatantes de la negatividad romántica y vanguardista.
Estos juegos jugarán su parte, sin duda, en la crisis del modelo de sociedad disciplinaria de mediados de siglo XX. La estructura piramidal y jerárquica se irá viendo así reemplazada, al menos en el imaginario social hegemónico, por la legitimidad otorgada a la forma social de red, que promete toda una alquimia de creación cooperativa en la que la libre iniciativa y la creatividad son los nuevos valores estrella. Hacia finales de los años sesenta la “Normalidad” perderá su valor hegémonico para otorgarselo a la “Diferencia”. Al mismo tiempo tendremos que ver cómo la pieza fundamental del fetichismo capitalista, de la necesidad de saberse “incluido”, se desplazará desde la mercancía estetizada y dotada de valores auráticos al "estilo de vida", con ello la mera multiplicidad o diferencia de modos de vida que alguna vez desde la "contracultura" se pensó constituirían una reserva de antagonismo, devendrá un elemento más de la nueva “normalidad” y su ostentoso “todo vale”. Por supuesto que ya en la misma década de los años sesenta encontramos lúcidos testimonios que advierten las claras limitaciones de esta “invasión de centauros” que pretendía ser la contracultura. Será de hecho a través de la experiencia de dichas limitaciones como podremos empezar a pensar los nuevos lineamientos del orden político y económico del capitalismo global.
jueves, 10 de diciembre de 2009
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