Uno de los frentes de crítica de la pornografía más comúnmente asumidos y quizás por ello menos cuestionados, es el que la cuestiona en función de sus supuestos mecanismos deshumanizadores o cosificadores, que resultarían funcionar especialmente en el tratamiento de las mujeres representadas en la pornografía. El argumento establecería que dicha deshumanización deriva de la representación descontextualizada del cuerpo desnudo, o peor aún de algunas de sus partes o funciones. Esta falta de referencias en lo que refiere a la vida emocional o intelectual de los personajes pornográficos provocaría que cayéramos en la ficción de tomar a dichos personajes como meros objetos de contemplación o de uso sexual. Aun asumiendo la distinción, que ya hemos mencionado, entre usos representativos y usos performativos de la pornografía, parecería claro que en cualquier caso se estaría promocionando un acercamiento al “otro” incapaz de captarle en toda su complejidad, conformándose con una caricatura de uso estrictamente sexual y por ello objetivado. Algunos ensayistas, como David Holbrook –ponente del informe Longford- han opinado además que dicha cosificación refuerza un carácter socialmente determinado de tipo esquizoide y perennemente inmaduro.
Obviamente dicho juicio depende de algunas ecuaciones conceptuales que quizá no estén del todo claras. Fundamentalmente parece que se admiten tácitamente otras priorizaciones de la atención o la representación en campos diferentes del de la vida erótica, donde semejante especificación de la atención se asume como resultado inevitable de cierto grado de especialización. Parecería que el problema de fondo no tiene que ver con el procedimiento formal de acotar un área de atención o representación cuanto que esta área es, en el caso que nos ocupa, el de la vida erótica con exclusión de otras consideraciones. Por ello, algunas pensadoras han contraatacado, desde el campo feminista, denunciando que la corporeidad de las mujeres, y la de los hombres por cierto, en su conjunto o en relación a determinadas partes del cuerpo o sus funciones es una parte del ser humano tan digna de ser representada, como lo pueda ser su vida mental o sus balbuceos poéticos:
“Normalmente el término objeto sexual significa que las mujeres son representadas como cuerpos o partes del cuerpo, reduciéndolas a meros objetos físicos. ¿Qué hay de malo en esto? Las mujeres son tanto sus cuerpos como sus mentes o sus almas. Nadie se molesta si se presenta a una mujer como un cerebro o como un ser espiritual. Y sin embargo semejantes representaciones ignoran a la mujer como ser corporal.”
El argumento “cosificador” debería ser capaz de sostener que las únicas representaciones de actividad humana que no son deshumanizadoras son aquellas que dan un retrato global del ser humano que las produce. Esto podría producir consecuencias a las que estamos poco habituados puesto que por ahora nadie exige ver una foto de cuerpo entero (mucho menos de su cuerpo desnudo o de sus genitales vistos de cerca) del científico que ha escrito un artículo para no considerar dicho articulo una muestra de la fragmentación de las facultades y posibilidades del ser humano y por tanto un ejemplo de cosificación deshumanizadora.
Siguiendo con McElroy: “molestarse por una imagen que prioriza el cuerpo humano meramente demuestra una mala actitud hacia lo físico... ¿por qué es degradante fijarse en la sexualidad de una mujer? Bajo esta actitud subyace la convicción de que el sexo debe ser de alguna manera ennoblecido para por ser presentable”.
Para que el argumento cosificador pudiera sostenerse debería entonces afirmar alguna diferencia de calidad tan radical entre la vida estrictamente sexual y otras áreas de acción o representación humanas que hicieran de la pornografía, en tanto representación de aquella una clara excepción a las normas que permiten a las demás funcionar con un razonable grado de especialización y autonomía. Por supuesto para ello habría que recurrir a un arsenal de valores morales muy determinado y con el que quizá no toda la población se sienta vinculada.
Sostendremos así que hasta cierto punto como en seguida veremos, el hecho de que la pornografía se centre con casi total exclusividad en la representación no ya de los cuerpos sino de su funcionamiento estrictamente erótico, abundando en detalles o incidiendo en partes del cuerpo o procesos de relación que desde el punto de vista pornográfico resulten especialmente interesantes no es muestra de ninguna irreversible deshumanización, o que en cualquier caso no se puede defender que lo sea en un grado mayor que el que se puede inferir de los procesos normales de producción científica o estética, en los que se asume que a determinada facultad o dimensión humana debe permitírsele funcionar autónomamente desarrollando sus propias especificidades sin excesivas trabas. Seguramente de esto no se puede inferir que ninguno de estos campos de actividad humana cuente con una suerte de licencia absoluta: los experimentos del Dr. Mengele son rechazables, como pueda serlo las míticas “snuff movies” sin por ello tener que prohibir la ciencia o la pornografía en su conjunto. Del mismo modo en que se asume con naturalidad que el desarrollo o especialización unilateral de determinada facultad o actividad, si bien puede provocar a nivel individual ciertas deformaciones profesionales, es a largo término beneficioso para el conjunto de la comunidad, el mismo nivel de tolerancia debería aplicarse al campo de la pornografía.
Ahora bien, sin duda hay una parte específica de determinada ficción pornográfica que consiste, ya no sólo en la exacerbación de planos genitales o momentos concretos de algunas relaciones sexuales, sino en la especificación de procesos de humillación o castigo, presentes no sólo en la relativamente minoritaria pornografía sado-masoquista sino en materiales de mayor distribución que presentan planos “faciales” o “anales” de modos que no inducen a considerar que se haya llegado a un consenso previo. Igualmente comunes son las fantasías de violación.
Quizás en este nivel la diferencia entre la consideración de la pornografía a un nivel representacional y un nivel performativo cobra una mayor importancia: en efecto, los defensores de la pornografía esgrimirán su carácter representacional, ficticio y por ende catártico si se quiere, no aceptando que de la representación de dichas prácticas deba colegirse una imitación mecánica y directa, del mismo modo que de la contemplación de un filme de acción donde se ve a un intrépido agente secreto corriendo por encima de un tren de alta velocidad, o a un grupo de jubilados asaltando un banco no se extraen consecuencias performativas directas.
Por su parte los grupos defensores de la censura o de la prohibición, tal cual, de toda pornografía sostienen que las representaciones pornográficas violentas contribuyen de modo directo y mecánico a conformar la conducta sexual de sus espectadores. Parece que ni el sentido común ni evidencia judicial alguna pueden respaldar estas inferencias, que de hecho fueron abiertamente descartadas por los informes encargados por los presidentes Nixon y Reagan, bien a despecho, por cierto, de los políticos que habían preparado y organizado dichas comisiones de investigación.
Seguramente tengamos que volver a pensar las relaciones entre los valores representativos y performativos de las artes, puesto que éste es un problema que se presenta recurrentemente y no sólo en el campo de la pornografía, basta pensar en la alarma social generada ahora por los videojuegos y no hace tanto por los programas de televisión. Parece que a la sociedad le cuesta deshacerse de cierto fetichismo de la representación estética y sus efectos hipnóticos sobre la población más impresionable: niños y mujeres como se ha dicho durante largo tiempo.
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