Una introducción a una teoría histórica de la pornografía como proceso de construcción de la autonomía de lo erótico
En Le espectacle de la nature, enciclopédica obra del abate Pluche, publicada en 1732 y de pensamiento suficientemente plano como para resultar buen portavoz de las ideas del Absolutismo y buena parte de la Ilustración se presentaba la naturaleza como un todo armónico gobernado por Dios, un todo en el que los placeres del arte "fueron creados para un sabio fin y para invitarnos a obtener, bajo la égida de las reglas, un bien útil para el individuo que no actúa perjudicialmente para la sociedad...” ahora bien, sostiene el abate “si separáis este bien, o el fin deseado por el Autor de la Naturaleza, del placer, que es solamente el signo externo y el polo de atracción de aquel bien, tendremos el desorden. Si presentáis el placer por el placer, esto es subversivo, o hablando más claramente, una prostitución" . Dando ahora un salto de tres siglos y situándonos justo en el otro extremo de la modernidad, nos encontramos con que los experimentos musicales del joven Shostakowich ya mediados los años 30 del siglo XX fueron calificados unánimemente, singular gesta, por el New York Times y por el Pravda como pornografía .
No es casualidad que reunamos referencias a la prostitución y la pornografía, de hecho están etimológica e históricamente relacionados, ni es casualidad tampoco que se recurra a ellos a la hora de condenar, como hace tanto el abate Pluche como el Pravda, determinadas prácticas artísticas. Pero nos interesará hacer algunas indagaciones sobre los motivos de semejante vinculación.
Es obvio que pocos campos de actividad formal, gráfica o literaria han estado sujetos a más persecuciones, ataques furibundos y condenas globales que la pornografía, aunque, y aun quizás porque, pocos géneros literarios y de producción audiovisual han conocido una difusión tan enorme como a su vez sucede con la pornografía.
Si bien habrá lugar en los textos que siguen para analizar buena parte de las líneas de crítica a la pornografía lo que nos interesará poner en claro desde un principio es nuestra propia posición teórica, y ello en la medida en que creemos que desde dicha posición es posible entender las a menudo contradictorias críticas recibidas por la pornografía, así como acaso nos sea factible encajar dichas críticas y la producción misma de la pornografía en una dinámica de mayor alcance en el ámbito de la modernidad.
Parece evidente que hay consenso en sostener que la pornografía consiste en la representación explícita de prácticas eróticas, parece también evidente que con mucha frecuencia se puede constatar en la pornografía una marcada tendencia a descuidar o directamente excluir cualquier elemento narrativo o contextual que nos tienda a distraer del elemento central del genero: la relación erótica.
En muchos análisis bienintencionados de la pornografía y por supuesto siempre que se dan intentos por dignificarla y sacarla del purgatorio de la cultura basura se da por hecho que sería imprescindible dotar a la pornografía de “argumento”, de una especie de armazón narrativo que la sostuviera y le diera “interés”.
En este libro vamos a defender que ésta es una postura fundamentalmente errónea en la medida en que parte de ignorar precisamente lo que consideramos el núcleo mismo de la práctica pornográfica.
Partimos de constatar, como hemos adelantado en la introducción, un hecho incuestionable, esto es, nos encontramos con que la pornografía, como ha sucedido con tantas otras áreas de actividad humana al paso de la Ilustración y la modernidad ha ido reclamando y construyendo para sí y su campo de prácticas: la erótica, una autonomía que la eximiera de justificarse en relación a ideas morales o religiosas ya instituidas. La pornografía será considerada como tal, desde sus inicios hasta las últimas polémicas, en la medida en que no pueda justificarse ni ampararse en un supuesto valor moral, social o incluso didáctico; es decir, en la medida en que nos encontremos ante la pura representación de actos sexuales sin más coartada parece que existe consenso en asumir que nos hallamos ante una producción pornográfica. Desde una perspectiva completamente diferente Susan Sontag, en su influyente ensayo sobre la imaginación pornográfica, asume como inherente a dicha imaginación la planicie emocional de los personajes pornográficos, planicie que no se debería a ningún defecto de configuración artística ni a ningún alarde de inhumanidad, sino a que sólo en ausencia de las emociones de los personajes, sostiene Sontag, podemos a su vez emocionarnos nosotros.
Para nosotros esto no resulta tan obvio, si bien compartimos con la autora que la ausencia de emociones o sentimientos en los personajes pornográficos es un rasgo específico, si no deliberado, de la imaginación pornográfica, nos sentimos inclinados a defender que no se trata de que las emociones de los personajes pornográficos impidan la posibilidad de excitarnos ante un material pornográfico, se trata más bien de que tales emociones y sentimientos no nos resultan imprescindibles, no nos hacen ni poca ni mucha falta, para la configuración de un contexto pornográfico. Si molestan a alguien no es tanto al espectador de la pornografía como a la imaginación pornográfica misma en su pugna por definir un ámbito autónomo, y por ello tan distanciado de sentimientos y emociones como de valores morales u otros factores edificantes, de lo erótico.
Ahora bien, ¿acaso esta especificación y autonomización de un área de actividad o representación sucede exclusivamente en el ámbito de la erótica?
Nada más lejos de la realidad, desde el siglo XVI con el pensamiento humanista y ya de lleno en el XVIII con la Ilustración y los movimientos revolucionarios nos hallamos inmersos en un característico proceso de especificación de las facultades, una suerte de desagregación por el cual las ideas religiosas, políticas, morales, epistemológicas, las poéticas de los distintos campos de producción artística y, sostendremos aquí, también las ideas eróticas, tenderán a construirse dominios autónomos que no dependan de una relación servil con el poder instituido, político o religioso fundamentalmente, para poder desarrollarse. Quizá el caso de la estética sea uno de los más claros a la hora de ver este proceso de autonomización, culminando en la tercera crítica de Kant que establecerá para las ideas estéticas un ámbito específico en el que no pueden ser reducidas a concepto ni sometidas a los arbitrios, siquiera, de la razón práctica. Por tanto si por su parte las diverass artes tuvieron que construir sus dominios autónomos, como especificaciones del libre juego de las facultades o lo que más tarde en su versión fin de siglo será conocido como arte por el arte –art pour l’art o art for its own sake-, en el que no se aceptaba que una práctica artística derivara su valor de trasegar las convenciones morales, políticas o religiosas al uso; de igual modo, la pornografía tendrá que bregar, como veremos, para deslindar la representación del erotismo de las justificaciones derivadas de su uso exclusivo en el campo del matrimonio o la reproducción biológica socialmente legitimada: la pornografía se construirá así, como bien acusara uno de los prelados que participó del informe Longford, como una búsqueda del “sexo por el sexo” [sex for its own sake].
Como es bien sabido el ataque a la pornografía en razón de su búsqueda de autonomía, de su falta de decoro a la hora de justificarse o de justificar la aparición o el despliegue de lo erótico será una crítica recurrente tanto desde la derecha como desde la izquierda del pensamiento social. De hecho, esta relación entre la pornografía como “sexo por el sexo” y del arte moderno como “arte por el arte” es decir, la relación entre la construcción de autonomía en los campos, respectivamente, del erotismo y las ideas estéticas no ha pasado en absoluto inadvertida para los críticos de la modernidad, como veíamos al inicio mismo de este texto. La importancia de este proceso de construcción de la autonomía de lo erótico difícilmente puede ser exagerado si consideramos que es acaso este movimiento el que ha contribuido en mayor medida a identificar la pornografía con la pornotopía por excelencia, la de la relación erótica incondicionada, no sometida a ninguna conveniencia, cálculo o consideración estratégica. La tan a menudo criticada “falta de argumento” en las películas pornográficas puede muy bien ser la mejor transposición de esta pornotopía: que en una ficción pornográfica baste la llegada del lechero a cualquier hogar respetable para desatar la más feroz de las orgías, no tiene porqué ser falta de imaginación sino que más bien se trataría de la puesta en acción de la imaginación propiamente pornográfica, es decir aquella que ya se revela en plena posesión de la autonomía de lo erótico y que por ello no somete la relación sexual a ninguna consideración extraña, ni tiene que recurrir a justificaciones ni tramas para solazarse en ella. Tan ridículo, desde el punto de vista ilustrado, es pedirle “argumentos” al porno como pedirle “contenidos” al arte, o “obediencia a la Biblia” a la ciencia.
Ahora bien, la búsqueda ilustrada de autonomía no ha sido en ningún caso un proceso exento de polémicas, de hecho se ha argumentado que dicha búsqueda de autonomía, característica como hemos dicho del pensamiento ilustrado, llega acompañada de otros procesos que como han señalado Horkheimer y Adorno en su “Dialéctica de la Ilustración” hacen que “los seres humanos compren el incremento de su poder a cambio del extrañamiento de aquello sobre lo que ejercen dicho poder” (pág. 6 ed.inglesa) de forma -nos dicen los de Frankfurt- que “el hombre de ciencia conoce las cosas en la medida en que puede manipularlas... en su transformación la esencia de las cosas se revela siempre la misma, un substrato para la dominación”. Con todas las reservas que hoy quepa plantear a los argumentos de Horkheimer y Adorno lo que definitivamente no nos ha de resultar extraño es que también en la construcción de esta autonomía de lo erótico la pornografía ha hecho uso, y quizás abuso, de recursos formales y estructurales, basados en la descontextualización y la fragmentación de los cuerpos y sus movimientos, que la han acercado peligrosamente a los mecanismos de cosificación propios del circuito de la producción y circulación de la mercancía en el capitalismo, descritos por los críticos de la Escuela de Frankfurt. Efectivamente en su pugna por un erotismo liberado de las ataduras morales e institucionales se ha tendido a construir la narración pornográfica, especialmente en el cine, de modo que el espectador carezca, a la hora de sintetizar el comportamiento de los personajes, de referentes biográficos e incluso psicológicos. De este modo, ciertamente se nos acercaba a la pornotopía del deseo liberado de constricciones y consideraciones, pero por otro lado se nos estaba llevando al terreno de “one size fits all”, de la mercancía hecha al por mayor y que funciona igualmente en cualquier contexto social o situacional: así la presencia corporativa de la Coca Cola o de Telefónica, por ejemplo, que no siente ninguna veleidad de adaptación contextual, sería un buen ejemplo de presencia pornográfica. Pero hay que afinar bastante más en esta dirección, la crítica no se puede limitar, en absoluto, a este aspecto de homogeneización e indiferenciación de la mercancía: ya han pasado los tiempos en que el capitalismo dependía exclusivamente de la producción al por mayor de productos estereotipados y nos encontramos de lleno, como es sabido, en un capitalismo a la demanda, en el que los productos multiplican sus apariencias, presentaciones y matices para satisfacer a nichos de mercado cada vez más especializados y acaso aislados – basta una visita a la sección de yogures de cualquier hipermercado para convencerse que de la “diferencia” no es precisamente el problema del capitalismo tardío. De igual modo y en paralelo se observa en la pornografía una creciente tendencia a la clasificación y estratificación del deseo que de un modo casi clínico, a guisa de una postmoderna y benévola psicopathia sexualis, elabora una oferta especializada. Sostendremos aquí que hay una “violencia” detectada y denunciada a menudo en la pornografía que podría relacionarse, más que con una búsqueda del erotismo como un fin en sí mismo, con el uso de determinados procedimientos formales y estructurales compartidos, por lo demás, con otros dominios como el de la configuración de la mercancía. Sin descartar, en absoluto, “causas” relacionadas con la violencia machista, que luego analizaremos específicamente, esta coincidencia de procedimientos formales podría contribuir a explicar las muy frecuentes acusaciones de objetificación y de cierta “violencia” a la hora de construir los personajes pornográficos. Ahora bien, el hecho de que las mujeres y los hombres de la pornografía sean máquinas siempre dispuestas a todo tipo de cópulas e intercambios de flujos supone tanto una “rebaja” de su estatuto de sujetos y agentes soberanos, como una liberación, para estos mismos sujetos de los mecanismos de poder más enquistados, aquellos que el sujeto identifica con el “sí mismo” y que funcionan en el plano de lo biopolítico y las tecnologías del yo, que han señalado tantos filósofos desde Nietzsche hasta Foucault o Negri.
A este respecto analizaremos de inmediato lo que hemos denominado “fantasías de aceptación” y “fantasías de dominio” en el terreno de la producción de erotismo y en el de mecanismos de sujeción disciplinaria y organización militar. De esta comparación de las fantasías del poder, en los terrenos de la pornografía y el militarismo habremos de extraer algunas consecuencias de radical importancia para nuestra consideración del principio mismo de autonomía como uno de los motores de la modernidad.
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1 comentario:
Me retracto, escribes muy bien verdaderamente . . . aunque este texto me sabe a poco, ¿hay más?
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