jueves, 28 de diciembre de 2017

Un corazon no tan sencillo


Treinta años tardó en darles su forma definitiva. Así que no será sino en 1877, casi al final de su vida, cuando publicó Flaubert sus Tres Cuentos, tres piezas aparentemente muy diferentes, si nos limitamos a considerar el marco temporal en el que transcurren, pero que en las que no dejarán de resonar temas muy parecidos, como tendremos ocasión de ver. Temas que siguen siendo de la mayor importancia. De eso va este breve artículo.

De entrada, una de las cosas que más impresionan al leer Un corazón sencillo, y es algo que pasa también con algunos de sus otros trabajos más emblemáticos como Mme. Bovary o Bouvard y Pecuchet, es la estridente desproporción que se da entre la intensidad y sentido del drama con el que sus personajes centrales viven sus pasiones... y la mezquindad y poca cosa que resultan ser los objetos a través de los cuales se materializa dicha pasión.
Que Felicité, la protagonista del cuento, sea capaz de pasarse una noche entera llorando sola en el campo1 y que dé un giro radical a su vida abandonando su trabajo y su aldea da una medida de su capacidad para amar y para emocionarse.
Pero una vez entendida la medida de esa pasión, y aquí es donde Flaubert revela su poética más específica, empieza a llamarnos poderosamente la atención que el objeto de pasión tan tronante haya podido ser un mozo tan banal y prescindible como el bueno de Teodoro, un claro trasunto de Charles Bovary, que el narrador, sin esforzarse por ser cruel, nos ha mostrado en dos pinceladas como una criatura verbosa, cobarde y tornadiza.

Lo primero, la capacidad de amar de Felicité, nos la hace cercana, casi entrañable, nos hace reconocernos en ella. Felicité c'est moi, como diría una entrada en el diccionario para idiotas del mismo Flaubert. Ahora bien, la constatación de lo segundo, de la desproporción del objeto de la pasión con la pasión misma, acaba por caracterizar a Felicité como un personaje un tanto patético, un poco como si se tratara de la parodia de un personaje verdaderamente dramático... y eso sólo puede ir a peor.

E ir a peor es lo que sucede y no deja de suceder a lo largo del cuento. A la fallida pasión por Teodoro le sigue un breve e interrumpido arrobamiento por los hijos de Mme Aubain -hasta que ésta le prohibe besarlos a cada rato- después por el sobrino marinero y al cabo por el loro Lulú, primero como criatura viva y finalmente incluso como objeto de devoción disecado. Lulú en ambas versiones es fundamental por cuanto, al irnos acercando a las páginas finales del relato, se muestra muy a las claras justo esa desproporción entre estratos de la que estamos hablando, asumiendo la posición central del gran objeto de pasión en su rol de espiritu santo relleno de serrín2.

Este tema, este gran tema ya no del desacoplamiento -que ese es otro- sino el de la desproporción es uno de los temas centrales en la modernidad. Todo es como si en este mundo improvisado y chapucero ya no hubiera objetos situados a la altura de nuestras pasiones y nuestras exigencias de trascendencia, las que nos permiten pasar de un estrato a otro, convertir -como quería Vigotsky- lo interpersonal en intrapersonal y viceversa. En una sociedad bien tramada podría pensarse que los hombres y las mujeres tienen el gobierno y la poesía que se merecen... y saben dar buena cuenta de ella. Ahora bien, en la modernidad burguesa todo sucede como si hubiera una falla, una enorme quiebra entre los repertorios de objetos a los que podemos recurrir y la inteligencia y la sensibilidad con la que podemos hacernos cargo de ellos. Así las pasiones son tan grandes y arrebatadoras como siempre pueden haberlo sido, pero la pequeñez y torpeza de los objetos en los que las apoyamos nos hacen parecer imbéciles o algo peor.

¿No es esto, por otro lado, lo que también acontece con Quijote? ¿No muestra nuestro caballero, entre otras muchas cosas sin duda, la triste figura de quien se ve obligado a atender lo alto de sus miras y anhelos mediante las bajezas con las que tropieza a cada paso?

Y está bien, muy bien, aquí hablar de lo alto y lo bajo, porque de este modo podremos llevar el análisis de esta desproporción tan característica al terreno que hemos ido construyendo gracias a la teoría de estratos y al cuadro de necesidades esbozado por Max-Neef.
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Creación, Identidad, Libertad
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Entendimiento, Ocio, Participación
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Subsistencia, Protección, Afecto
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El cuento nos muestra así lo que sucede cuando pretendemos atender lo alto -lo sublime de una pasión en todo su poder- mediante lo bajo, o mejor dicho: lo cada vez más bajo: así de un novio tornadizo, cuyo juego aun podría ser una decente pareja de baile de la pasión de Felicité pasamos a un sobrino con tendencias al naufragio y finalmente a un loro mal disecado al que se le sale el relleno... así se completa el descenso de los objetos de la pasión de Felicité desde el estrato de lo social-objetivado hasta los más bajos fondos del estrato de lo inorgánico.
Acaso la evolución de esta correlación podría verse reflejada en el decurso que va de Fortuna Minor a Amissio llegando finalmente -con el loro ya disecado- a Carcer

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Esta disposición de estratos se repite en multitud de relatos, hasta el punto incluso de ser una constante seguramente en la historia de la literatura y de los recursos artísticos en general3. Tanto es así que este atender lo alto mediante lo bajo acaso esté en el origen mismo de lo paródico.

El arte de Flaubert, y con esto nos iremos adentrando en los dominios de lo categorial, se nos muestra justo en esa capacidad para mostrarnos cómo en sus personajes centrales -de Frederic Moureau o Mme. Bovary a la misma Felicité- conviven los más elevados designios y disposiciones junto con un repertorio de objetos y procedimientos que no pueden sino conducir al personaje a su propia disolución en lo contingente o lo imposible. Su fracaso no será el fracaso grandioso de los personajes épicos ni tampoco el enteramente risible de los personajes cómicos.
Aquí reirnos duele y no reirnos nos hace sentirnos imbéciles.
Y la tensión entre esas dos polaridades eso es quizás lo más característico del modo de relación que Flaubert pone en juego.




Y ya que vamos entrando en lo categorial, aquellas herramientas que nos permitirán apreciar con una mayor fineza aquello con que nos encontremos, bien estará que constatemos cómo la especificidad de lo categorial consiste precisamente en la introducción de diferentes dinámicas dentro mismo de la concreta configuración de estratos que se nos da en cada caso.

Así, igual que hemos visto que al proceso que atiende lo alto mediante lo bajo le conviene la categoría de la parodia. Podríamos sostener que al proceso que atiende lo bajo mediante lo alto le conviene la categoría de lo épico.

Esto nos acerca, sin duda al juego que planteaba Aristóteles en su Poética cuando sostenía que la épica era el género que mostraba a los hombres mejores de lo que en verdad eran y esto es justo lo que sucede cuando son capaces de llevar a lo más alto la atención que deben dedicar a lo más bajo... y que la comedia surgía cuando dábamos en mostrar a los hombres peores de lo que en verdad eran, es decir cuando se conformaban con atender sus necesidades más altas en los términos de lo más bajo.

Por supuesto ahora sabemos que ahí se le colaba a Aristóteles -y casi se nos cuela a nosotros- un importante matiz al hablar de hombres mejores y peores o hablar de lo más alto y lo más bajo como si lo alto fuera bien y lo bajo mal.
Gracias a lo que hemos avanzado en teoría de estratos sabemos que la cuestión -como el corazón de Felicité- para nada es tan simple: lo más bajo lejos de ser -de suyo- deleznable es acaso lo más común, aquello que nos proporciona una base, una base ampliamente compartida en la que vivir y desde la que explorar lo más alto, sabiendo que lo más alto no tiene porque ser intrínsecamente más virtuoso o más lucido, lo más alto es sólo lo extraordinario, lo que se escapa de lo previsto y que por ello puede ser tan sublime como errático, tan genial como precario y frágil.

Por eso, sin entrar en moralismos de ningún tipo podemos sostener que cuando se resuelven las pretensiones de lo extraordinario en el campo de lo ordinario damos pie a la parodia... mientras que cuando somos capaces de convertir las pulsiones de lo ordinario en combustible para lo extraordinario nos situamos en los dominios de la épica.

Por supuesto que categorialmente caben otras dinámicas menos extremas.
Así tenemos que entender también el lugar categorial del drama y de la comedia.
El drama es la categoría pertinente cuando damos en atender lo extraordinario mediante lo extraordinario.
Mientras que la comedia es la categoría conveniente a la poética que atiende lo ordinario mediante lo ordinario...

Algo relevante que nos aporta aquí la teoría de estratos es la inteligencia de que el drama, en la medida en que atiende lo alto mediante lo alto, le acecha el peligro de mostrarse “in-intuible”, es decir, que al mantener su juego restringido a lo más alto y más especializado, por así decir, puede bien suceder que no hallemos por donde coger la obra en cuestión, que no hallemos puerto mediante el que acoplarnos.

Por su parte el peligro específico que acecha a la comedia cuando atiende lo ordinario mediante lo ordinario, no es otro que el de la trivialidad de lo que no cuestiona ni conmueve ... o que lo hace desde la más absoluta inconsecuencialidad.

Por supuesto que pueden haber -de hecho abundan- dramas triviales y comedias in-intuibles... si bien eso, sin duda, constituiría una muestra de una doble torpeza y debería ser objeto de un muy detallado estudio que nos llevaría de lo malo a lo peor.


En cualquier caso y para no alejarnos demasiado del cuento de Flaubert del que hemos partido, habrá que dejar claro que “Un corazón sencillo” no es ni in-intuible, ni mucho menos trivial, como tampoco lo son los otros dos cuentos que e acompañan... y no lo son, entre otras cosas porque los tres, aun estando ambientados en épocas bien distintas, tratan de uno de esos temas que cruza lo mejor de nuestra literatura, el tema de la alienación, el tema de quien no es ni lo que puede ser, ni mucho menos lo que tiene que ser... Veamoslo con la ayuda de Hegel, nada menos.
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En su Fenomenología del Espiritu, el joven Hegel plantea un abordaje al barco fantasma de la Alienación, y decimos que es un barco fantasma y espectral donde los haya porque para nada se trata con esto de la alienación de que uno pueda ser así, de buenas a primeras y limpiamente, uno mismo o pueda ser otra cosa que no se corresponde con él. Sencillo sería el corazón de las tinieblas si ese fuera el caso. Bastaría con ser uno mismo como nos aconsejan los libros de auto-ayuda y los vendedores de zapatillas deportivas y ya estaría todo resuelto.

Pero no, no va a resultar tan simple, porque según Hegel creyendo saber quien somos nos perdemos y cuando más desorientados y perdidos estamos... más cerca de conocernos resultamos estar.
Dadas estas dos situaciones que a menudo se nos vienen encima simultáneamente, nuestra conciencia -dice Hegel- no es sino la unidad inmediata de ambas, pero de tal modo que no son para ella lo mismo, sino que son contrapuestas. Así tenemos que la una, la conciencia simple e inmutable, es para ella como la esencia, mientras que la otra, la que cambia de un modo múltiple, es como lo no esencial.4
Pero cuidado porque esta esencia y esta no-esencia no se contraponen como blanco y negro sino que se trata de una lucha contra un enemigo frente al cual el triunfar es más bien sucumbir y el alcanzar lo uno es mas bien perderlo en su contrario.

Así las cosas, no es extraño que Hegel plantee un juego de espejos entre lo que él llama Esencialidad e Inesencialidad, de modo tal que ambos términos no pueden sino funcionar en tensión uno con el otro, como dos muchachos testarudos, uno de los cuales dice A cuando el otro dice B y B si aquél dice A y que, contradiciéndose cada uno de ellos consigo mismo, se dan la satisfacción de permanecer en contradicción el uno con el otro.5
Y el caso es que todos somos, como poco, ambos muchachos testarudos a la vez y sabemos que si le damos la razón a uno, no tardará en aparecer el otro mucho más poderoso de lo que lo creíamos... un poco como sucede con la tensión entre energía cinética y energía potencial, donde la absoluta actualización de una de ellas lejos de implicar la aniquilación de la otra, más bien conlleva su máxima potencialización.
Para dar cuenta de estos incrementos y decrementos de potencialización y actualización sostiene Hegel que Esencialidad e Inesencialidad pueden a su vez ser marcadas como Estables e Inestables, según tiendan a actualizarse o a potencializarse.

Así las cosas ¿podría trazarse la historia de Felicité como el juego entre una Esencialidad Inestable y una serie de Inesencialidades que se van, poco a poco, estabilizando?

Lo que está claro es que Felicité se da de bruces con una primera Esencialidad Inestable que se le presenta de sopetón cuando, con la fugaz aparición de Teodoro, descubre la protagonista su natural apasionado. Pero en ella se encuentra y como dice Hegel, se pierde...
A partir de ahí -y eso es lo que la convierte en un personaje de Flaubert- se busca a si misma con una entrañable torpeza, entreviéndose en toda una serie Inesencialidades que tienden a actualizarsele encima, que tienden a la estabilidad que sólo pueden proporcionar los afectos vicarios: los hijos de Mme Aubain, el sobrino naufragable y cómo no, Lulú, el loro.
Todo es como si el primer desacoplamiento, el que la separa de su aldea y su entorno, la hubiera colocado en una posición desde la cual nada pudiera ya, de suyo, decantarse en alguna forma de Esencialidad, sino que se limitara a ser una sucesión de pasiones sin consecuencias, una sucesión de Inconsecuencialidades.
Semejante palabro nos abre a una inteligencia más afinada de los términos que propone Hegel.
En términos modales sería más fértil que en vez de Esencialidades e Inesencialidades hablásemos de Consecuencialidades e Inconsecuencialidades.
Es decir, de cómo aquello que hacemos, aquellas composiciones de relaciones en las que entramos, confirman una Consecuencialidad siendo susceptibles de integrarse como un eslabón más en una cadena de sentido, que vamos definiendo y construyendo a cada paso... o cómo, por el contrario producen Inconsecuencialidad, no contribuyendo a reforzar conjunto de sentido alguno, sino proyectándose como variaciones, juegos no centrados ni planificados mediante estrategia alguna.
Se trataría aquí, claro está de una Consecuencialidad y una Inconsecuencialidad Inestables, enzarzadas de lleno en un movimiento contradictorio en el que el contrario no llega a la quietud en su contrario, sino que simplemente se engendra de nuevo en él como contrario6.

La alienación, la miseria no estaría por tanto en la Consecuencialidad Inestable, ni mucho menos en la Inconsecuencialidad Inestable... sino que nos acecharía doblemente en la estabilización de cada una de ellas. Eso nos abocaría a entender dos modulaciones de la alienación: una forma específica de alienación en la Consecuencialidad que se estabiliza y que es del todo incapaz de darle juego a nada que no se integre en el conjunto de sentido ya asentado. Y otro orden de alienación en la Inconsecuencialidad que se encierra en su juego de variaciones incapaces de forma alguna de decantación.
Habría una alienación por falta de juego -en la Consecuencialidad Estable- y otra por falta de sentido -en la Inconsecuencialidad Estable-.

Podriamos pensar que Felicité empieza perdiendo pie en la Consecuencialidad y que se va perfilando al ir derivando por diversas formas de Inconsecuencialidad que alcanzan su mayor estabilidad en el momento en que llega el loro ya disecado y picoteando una nuez dorada -por un prurito de grandiosidad- .
Pero no se trata, en absoluto, de fijar a cuales de estas polaridades se acerca y se aleja Felicité, sino de dejar que sean las lecturas que hagamos cada cual a cada momento las que nos la muestren a una u otra luz. Nuestro trabajo consiste en afinar cada uno de los focos, en preparar una escenografía conceptual en la que puedan darse todo tipo de dramas y de comedias, de historias épicas y de chanzas paródicas...
Esa es la vida y el juego que encontramos en cada obra de arte verdaderamente grande.
Y es que modalmente ninguna obra se nos muestra jamás como una foto fija, como el resultado cerrado de un experimento formal o una poética consolidada: es siempre el paisaje tornasolado que como esas laminas de gatitos y cascadas que se venden en los bazares nos muestran diferentes composiciones según nos vamos moviendo.
Seguro que a Felicité esas láminas le habrían encantado.













1Fue un dolor desmesurado. Se tiró al suelo, rompió a gritar, invocó a Dios y estuvo gimiendo completamente sola en medio del campo hasta el amanecer. Después volvió a la alquería, dijo que pensaba marcharse, y, pasado un mes, le dieron la cuenta, envolvió todo su equipaje en un pañuelo y se fue a Pont-l’Évêque.
2 El Padre, para expresarse, no había podido elegir una paloma, porque estos animales no tienen voz, sino más bien un antepasado de Lulú.
3 Y nada de esto, sin duda, sucede por entero al margen del contexto social y político que habita Flaubert. Frederic Moureau es mucho más comprensible cuando lo vemos sobre el trasfondo de la sociedad del Segundo Imperio, una sociedad de oportunistas sin oportunidades, cuyo personaje ya no es el Rastignac de Balzac sino precisamente Moureau, una especie de Felicité con infulas literarias
4GWF Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 80
5GWF Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 79
6Ibidem, pág. 80