.
La
cosa venía de largo.
Alrededor de 1770 uno de los superhéroes de nuestra historia filosófica, Immanuel Kant, ya se encontraba asediado, en su placida casita de Königsberg, por dos poderosos y temibles ejércitos que le tenían rodeado y sometido mediante una clásica maniobra de pinza, cercado por dos frentes como siempre han temido los alemanes.
Alrededor de 1770 uno de los superhéroes de nuestra historia filosófica, Immanuel Kant, ya se encontraba asediado, en su placida casita de Königsberg, por dos poderosos y temibles ejércitos que le tenían rodeado y sometido mediante una clásica maniobra de pinza, cercado por dos frentes como siempre han temido los alemanes.
Ya
en su Disertación Inaugural (De mundi sensibilis atque
intelligibilis forma et principiis)
el recién nombrado Profesor de Lógica y Metafísica, que sin lugar
a dudas se las veía venir, había intentado dar cuenta de la
distinción entre las facultades correspondientes al pensamiento
intelectual y las relativas a la receptividad sensible. Era
imprescindible diferenciarlas -decía el nuevo profesor- para
entender bien sus especificidades, su necesaria autonomía y sus
leyes internas. Pero una vez tramada esta diferenciación, una vez
constituida esa autonomía ¿aceptarían las facultades, así por las
buenas, cooperar en un proyecto conjunto de dignidad e inteligencia?
¿O como abogados de causas impías buscarían embaucarse mutuamente
y, ya puestos, pillarnos a todos entre dos fuegos? Si así fuera se
llevarían de calle, ya no al joven Kant, sino al proyecto Ilustrado
mismo basado en la exploración y la expansión -sobre todo- de la autonomía de
las facultades, las sociedades y los individuos. Si los defensores
del proyecto de la autonomía ilustrada en vez de centrarse en el
carácter contagioso e instituyente, de la exigencia de autonomía,
utilizaban las cotas de autonomía conquistada en cada área del
espiritu para zurrarse unos a otros... mal nos iba a ir.
Esta era entonces la guerra en curso. Y estos eran -y
en cierta medida siguen siendo- los brazos de la tenaza que rodeaban
al Kant precrítico:
En
el frente Norte, el de la receptividad sensible, le acechaba la
epistemología británica que con Hume y Newton acabarían por imponer una
teoría del conocimiento absolutamente dependiente de la causalidad
mecánica, sometida a leyes de tipo matemático y que hacía del
mundo algo tan previsible y calculable como una sesión de la Cámara
de los Lores.
En
el frente Sur, el del pensamiento intelectual, resonaba sus
trompetillas la filosofía francesa que seguía postulando, pese a
sus eventuales y epatantes alardes de mecanicismo maquínico, una
clara preponderancia de la Razón, del Esprit, del más incorporeo
Cogito incluso. Que no se engañe nadie, a los franceses lo suyo les viene de lejos, no es solo cosa de Deleuze.
No
en balde los ingleses la habían cortado la cabeza ,y el cogito ya puestos, a su
rey hacía prácticamente un siglo y tanto sus colonias como sus
negocios o sus reformas políticas parecían ir cayendo por sí
mismas, tan por su propio peso como la manzana de Newton. En el mundo
de los ingleses del XVIII la mano invisible era algo beligerantemente
eficiente y no parecían necesitar de intervención externa alguna.
Eso hacía sensato creer en la omnipresencia de la causalidad
mecánica, la universal aplicabilidad de las leyes físicas.
Por
el contrario y por su parte, los franceses, pese a la brillantez de
su vida intelectual, de sus Luces y su Enciclopedia no parecían
capaces de columbrar que ningún cambio político significativo fuera
a darse de suyo, antes al contrario diríase que se hacía preciso un
salto cualitativo, la intervención de un Deus ex machina, o de una
suprema y barbada Ratio ex machina si se quiere...
En
definitiva, parecía que el espíritu les sobraba a los
ingleses allí donde a los franceses les hacía demasiada
falta.
Ni
qué decir tiene que el brazo francés de la pinza había tomado
fuerza y modelos de la epistemología teleológica tradicional que a la hora de
explicar el porqué de los fenómenos naturales -de la caída de una
piedra a los movimientos de las estrellas- siempre dispuso de la
posibilidad de postular finalidades, sosteniendo que la piedra caía
o la estrella se desplazaba buscando su lugar natural, tal y
como haría cualquier hijo de vecino buscando aquel lugar de entre
todo el universo donde se sintieran más a sus anchas. Por supuesto
había en ello una clara extrapolación del tipo de explicaciones que
utilizaríamos para dar cuenta de las acciones humanas, cuya
explicación se convertía en modelo de todas las demás1.
Un gran invento el animismo. Tanto era así que la posibilidad de
postular una finalidad como parte de la explicación de los fenómenos
naturales, la causalidad teleológica, estuvo presente desde
Aristóteles y en toda la Edad Media. Por supuesto que los franceses
no eran exactamente animistas: eran demasiado monocontexturales para
ello y vive dios que eso les provocaba considerables quebraderos de
cabeza. Pero sí que podemos sostener que su recurso a la Diosa Razón
introducía en su epistemología un recurso de Gran Estilo que les
era especialmente querido.
Desde
el frente norte, el brazo inglés de la tenaza con la ya mencionada
hegemonía de la física newtoniana, no sólo obligaba a que la
causalidad teleológica cayera en descrédito en el campo de los
fenómenos físicos, de los que Newton se había ocupado, sino que
incluso en el de los organismos y las actividades humanas parecía
querer imponer el nuevo paradigma ahora en boga. Siendo así, en
adelante nos limitaríamos a postular causas eficientes que colocan a
los cuerpos en un estado inercial. Esta combinación de causas
eficientes y estados inerciales, del todo oportuna para la
explicación de los fenómenos físicos de los que se ocupaba Newton,
pasó a suministrar el patrón de causalidad por el que se querrían
organizar todas las ciencias y asuntos humanos. Con ello se produjo,
ahora en un sentido diferente, el mismo proceso de contagio
epistemológico que había generado el animismo: solo que ahora en
lugar de postular un alma, una finalidad, para cada elemento y
criatura se la habíamos quitado a todas, incluso a nosotros mismos y
a nuestros semejantes, bueno en realidad más a nuestros semejantes
que a nosotros mismos.
El
brazo inglés era innegablemente brillante en un plano táctico.
Eficaz a
la hora de explicar fenómenos físicos que hasta entonces parecían
exigir hipótesis harto forzadas. Por el contrario en un plano
estratégico
simplemente carecía de discurso, mostrándose alérgico a las
grandes palabras e intenciones necesarias en semejante plano.
Al
brazo francés le sucedía justamente lo contrario:
resultaba tan ambicioso y grandilocuente en un plano estratégico
como manifiestamente inútil en el táctico.
Kant
había advertido esto ya en su Discurso Inaugural, pero no acababa de
ver cómo escabullirse. De modo que ante lo peligroso del ataque,
optará por recluirse diez años de nada en su casa, a darle vueltas
a la cuestión. Tras ese respetable periodo de tiempo, saldrá
Inmanuel de su retiro, armado de su Filosofía Crítica, en la que se
contiene esa obra maestra de las maniobras de distracción que
conocemos como la Tercera Antinomia de la Razón Pura y que se
formula del modo siguiente:
Tesis:
La
causalidad según las leyes de la naturaleza no es la única de la
que puedan derivar los fenómenos del mundo. Para explicar éstos nos
hace falta otra causalidad por libertad
Antitesis:
No hay libertad. Todo cuanto sucede en el mundo se desarrolla
exclusivamente según las leyes de la naturaleza.
Ambas
afirmaciones, dice Kant, serán verdaderas o ambas serán falsas y no
se podrán excluir la una a la otra de modo definitivo, puesto que si
la necesidad de la naturaleza se refiere simplemente a fenómenos y
la libertad simplemente a cosas en sí mismas, entonces no se origina
ninguna contradicción, aunque uno admita o suponga ambas clases de
causalidad.
Por si un simil ferroviario sirve para aclarar la cuestión, todo era como si Kant
estuviera merendando sentado en medio de una vía y se le vinieran encima
dos trenes lanzados a toda máquina: el tren francés de la
causalidad teleológica y el Esprit de un lado, y el tren inglés de
la causalidad mecánica y el mpirismo por el otro lado.
Ante
tal perspectiva Kant se calzó la gorra de ferroviario y movió las
agujas de las vías del tren, justo a tiempo para evitar el choque
que le iba a pillar de lleno. Los trenes pasaron -y siguen pasando-
cada uno por un lado, mientras Kant se quedaba esperando en una estación que aún no tenía
ni nombre.
….
Pero
si además de salir vivo del trance, se trataba de articular y
superar la dualidad y la ruptura entre determinismo y libertad, entre
el mundo sensible e inteligible, entonces Kant tenía que sudar un poco más la gorra de ferroviario y decidirse a ponerle nombre a
la estación, convertirla en parada y fonda y si se tercia montarle
una cantina donde tomarse un chocolate caliente con las señoras de Koenigsberg. Hay quien
sostiene que la Crítica del Juicio es el nombre de esa estación y
que en la sensibilidad estética tenemos el nudo de comunicaciones
necesario para rearticular la racionalidad occidental...
Si
así es, aun hay muchos mapas de trenes que no incluyen la estación
de marras.
De
hecho hay muchos campos del pensamiento y la acción en los que la
cesura entre lo estratégico y lo táctico no sólo no se ha cerrado
sino que no ha dejado de aumentar al tiempo en que se agudizaban los
efectos de la creciente complejidad de nuestros aparatos productivos
y destructivos, de lo industrial y de lo bélico que- obvio es
decirlo- van de la manita.
En
uno de los lugares y de los momentos cumbres de esa abigarrada
complejidad de capacidades productivas y destructivas, en la Alemania
de los años 40, se encontraba trabajando Nicolai Hartmann. Hacia
1944 ya había publicado la Ética, los cinco volúmenes de su
monumental Ontología, andaba componiendo la Estética y terminando una obra que nadie había
podido leer aún: su Lógica. En ella había de organizar precisamente
la articulación entre el mundo sensible y el inteligible, ahora
considerados por Hartmann como estratos del ser conectados de modo
emergente: de modo que acaso lo inteligible se apoye sobre lo sensible pero
no pueda explicarse en función de las solas categorías de este,
puesto que la emergencia conlleva la irrupción y acción de un
determinado novum categorial, que es capaz de romper con el
determinismo causal propio de las categorías que operan en los
estratos inferiores. Algo asi.
Por supuesto que esto
ya estaba en el tomo II y el V de su Ontología publicados entre 1937
y 1941, pero faltaba ahora organizarlo en una Lógica que no se
rompiera la crisma con los saltos y piruetas necesarios para conectar
lo sensible y lo inteligible, lo táctico y lo estratégico.
Porque a todo esto, quien en esos mismos años ya se había roto la crisma y casi todo lo demás, era la Wehrmacht, el temible ejército alemán en su avance hacia el Este.
Todos
los estudiosos de la historia militar suelen coincidir en destacar
tanto la brillantez táctica de las tropas motorizadas alemanas, como
lo básicamente acertado de la directriz estratégica encaminada a
conseguir los recursos petroliferos y alimentarios que atesoraba la
Unión Soviética... Pero si la estrategia era correcta y la táctica
eficaz ¿cómo es que estaban perdiendo la guerra? Ese era el
problema de los generales alemanes y ese era el problema del que
Hartmann debía dar cuenta en su Lógica. Ni los generales alemanes
pudieron dar con una solución, ni a Hartmann le dio tiempo a concluir
su Lógica. El ejército rojo llegaba a Berlín y Hartmann se unió a
la marea de refugiados llevando consigo el manuscrito original de su
Lógica. En los azares y peligros de esa huida, perdió Hartmann el
manuscrito que nunca se recuperó ni se llegó a reescribir.
Hermoso
y cruel -foul and fair- en extremo sería que las mismas
tropas que en su avance en 1945 le hicieron perder a Hartmann el
manuscrito , le trajeran de regalo el nivel operacional de la
acción que es el que le faltaba -entre la táctica mecánica a la
inglesa y la estrategia del esprit a la francesa- para acabar de
resolver la tercera antinomia kantiana.
En efecto, mientras Hartmann le daba vueltas a la noción de emergencia y su ración de novum categorial, un
grupo de extraordinarios teóricos militares soviéticos -Tukhachevsky y Svechin, entre otros- habían dado en pensar un nuevo giro en el arte de la guerra al que llamarían "arte operacional" y que venía a dar cuenta de las nuevas condiciones características de la
moderna y compleja sociedad industrial2
cuyos inmensos recursos bélicos, productivos y culturales
difícilmente podían ser desplegados, confrontados y superados en una
única batalla decisiva, a la antigua usanza, ni en una campaña que
sólo confíara en la velocidad y la movilidad de sus dispositivos. Lo
que unió a esos teóricos era acaso una creencia común en “la desaparición del combate
general decisivo”3
y la búsqueda de una mediación, de un término intermedio, que nos
permitiera hacer operativa la forma general de la estrategia en su
despliegue táctico. Parece evidente que en los frentes extendidos
modernos, tanto en los bélicos como en los culturales y artísticos,
se requiere una sucesión de golpes y operaciones sucesivas para
poder controlar un campo de batalla en tiempo, espacio y escala, y
poder así conectar adecuadamente, por un “miembro intermedio” o
nivel operacional, todas las acciones tácticas a un objetivo
estratégico. Solamente en el nivel operacional podían fraguarse las
acciones de combate en un conjunto tan complejo4.
En términos artísticos -puesto que los artistas y teóricos de las vanguardias rusas también andaban detrás de un novum parecido... este miembro intermedio vendrá dado al considerar sus trabajos como propuestas modales, experimentos sobre
modos de organización y modos de relación. Shklovski en 1921 ya
pensaba que una obra literaria “no es objeto, ni es material, es
una relación de materiales. De modo que el significado aritmético
del numerador y el denominador es insignificante: lo que importa es
su relación.”
Lo
que importaba, y esto es tan fácil de entender frente a la Wehrmacht
como frente al capitalismo cultural, era dar con una mediación que
nos permitiera pensar la integración de operaciones sucesivas y
distribuidas sobre un frente amplio y sostenido de confrontación
bélica o cultural.
¿Podríamos recuperar la perdida Lógica de Hartmann -se preguntaba mi buen compañero Jon Barcena- mediante la sugerencia operacional soviética de emplear operaciones sucesivas para transformar una serie de batallas tácticas en rupturas operacionales utilizando el choque y la maniobra?
¿Cabe pensar una articulación entre finalidad estratégica, distribución operacional y pasos tácticos, cuya trabazón convendría comparar a la que reúne y organiza lo teleológico, lo teleonómico y lo teleomático?.
¿Qué relación guardaría con las categorías modales de la necesidad, la posibilidad y la efectividad?
….
1
Esta epistemología era tan discutible como cualquier
otra, pero gracias a ella se lograba hacer el mundo algo más
cercano, menos inquietante, puesto que si las piedras y las
estrellas tenían, como nosotros, su poquito de alma, entonces no
estábamos tan solos en la galaxia y de todos los elementos y
criaturas podíamos tomar indicios que nos orientaran sobre nuestra
propia situación
2
A. A. Svechin, Strategy, ed. Kent Lee, East View Publications,
Minneapolis, MN, 1992; V. K. Triandafillov, The Nature of the
Operations of Modern Armies, trans. William A. Burhans, Frank Cass,
Ilford, Essex, 1994; James J. Schneider, "V. K. Triandafillov:
Military Theorist", Journal of Soviet Military Studies,
September 1988, vol. 1, no. 3, pp. 287–306 and The Structure of
Scientific Revolution, chapters 3–5; Jacob W. Kipp, "Soviet
Military Doctrine and the Origins of Operational Art, 1917– 1936",
in Willard C. Frank and Philip S. Gillette (eds), Soviet Military
Doctrine from Lenin to Gorbachev, 1915–1991, Greenwood Press,
Westport, CT, 1992, pp. 85–131; and David M. Glantz, "The
Intellectual Dimension of Soviet (Russian) Operational Art", in
McKercher and Hennessy, The OperationalArt: Developments in the
Theories of War, pp. 125–46
3
Harrison, The Russian Way of War: Operational Art, 1904–40, p.
153
4
[A. A. Svechin, Strategy, ed. Kent Lee, East View Publications,
Minneapolis, MN, 1992 p. 69].
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