miércoles, 13 de junio de 2012

La Tercera Antinomia de Kant, el Ejército Rojo avanzando sobre Berlín y Nicolai Hartmann saliendo por piernas con su Lógica inédita a cuestas


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La cosa venía de largo. 
 Alrededor de 1770 uno de los superhéroes de nuestra historia filosófica, Immanuel Kant, ya se encontraba asediado, en su placida casita de Königsberg, por dos poderosos y temibles ejércitos que le tenían rodeado y sometido mediante una clásica maniobra de pinza, cercado por dos frentes como siempre han temido los alemanes.
Ya en su Disertación Inaugural (De mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis) el recién nombrado Profesor de Lógica y Metafísica, que sin lugar a dudas se las veía venir, había intentado dar cuenta de la distinción entre las facultades correspondientes al pensamiento intelectual y las relativas a la receptividad sensible. Era imprescindible diferenciarlas -decía el nuevo profesor- para entender bien sus especificidades, su necesaria autonomía y sus leyes internas. Pero una vez tramada esta diferenciación, una vez constituida esa autonomía ¿aceptarían las facultades, así por las buenas, cooperar en un proyecto conjunto de dignidad e inteligencia? ¿O como abogados de causas impías buscarían embaucarse mutuamente y, ya puestos, pillarnos a todos entre dos fuegos? Si así fuera se llevarían de calle, ya no al joven Kant, sino al proyecto Ilustrado mismo basado en la exploración y la expansión -sobre todo- de la autonomía de las facultades, las sociedades y los individuos. Si los defensores del proyecto de la autonomía ilustrada en vez de centrarse en el carácter contagioso e instituyente, de la exigencia de autonomía, utilizaban las cotas de autonomía conquistada en cada área del espiritu para zurrarse unos a otros... mal nos iba a ir.

Esta era entonces la guerra en curso. Y estos eran -y en cierta medida siguen siendo- los brazos de la tenaza que rodeaban al Kant precrítico:
En el frente Norte, el de la receptividad sensible, le acechaba la epistemología británica que con Hume y Newton acabarían por imponer una teoría del conocimiento absolutamente dependiente de la causalidad mecánica, sometida a leyes de tipo matemático y que hacía del mundo algo tan previsible y calculable como una sesión de la Cámara de los Lores.
En el frente Sur, el del pensamiento intelectual, resonaba sus trompetillas la filosofía francesa que seguía postulando, pese a sus eventuales y epatantes alardes de mecanicismo maquínico, una clara preponderancia de la Razón, del Esprit, del más incorporeo Cogito incluso.  Que no se engañe nadie, a los franceses lo suyo les viene de lejos, no es solo cosa de Deleuze.

No en balde los ingleses la habían cortado la cabeza ,y el cogito ya puestos, a su rey hacía prácticamente un siglo y tanto sus colonias como sus negocios o sus reformas políticas parecían ir cayendo por sí mismas, tan por su propio peso como la manzana de Newton. En el mundo de los ingleses del XVIII la mano invisible era algo beligerantemente eficiente y no parecían necesitar de intervención externa alguna. Eso hacía sensato creer en la omnipresencia de la causalidad mecánica, la universal aplicabilidad de las leyes físicas.

Por el contrario y por su parte, los franceses, pese a la brillantez de su vida intelectual, de sus Luces y su Enciclopedia no parecían capaces de columbrar que ningún cambio político significativo fuera a darse de suyo, antes al contrario diríase que se hacía preciso un salto cualitativo, la intervención de un Deus ex machina, o de una suprema y barbada Ratio ex machina si se quiere...

En definitiva, parecía que el espíritu les sobraba a los ingleses allí donde a los franceses les hacía demasiada falta.

Ni qué decir tiene que el brazo francés de la pinza había tomado fuerza y modelos de la epistemología teleológica tradicional que a la hora de explicar el porqué de los fenómenos naturales -de la caída de una piedra a los movimientos de las estrellas- siempre dispuso de la posibilidad de postular finalidades, sosteniendo que la piedra caía o la estrella se desplazaba buscando su lugar natural, tal y como haría cualquier hijo de vecino buscando aquel lugar de entre todo el universo donde se sintieran más a sus anchas. Por supuesto había en ello una clara extrapolación del tipo de explicaciones que utilizaríamos para dar cuenta de las acciones humanas, cuya explicación se convertía en modelo de todas las demás1. Un gran invento el animismo. Tanto era así que la posibilidad de postular una finalidad como parte de la explicación de los fenómenos naturales, la causalidad teleológica, estuvo presente desde Aristóteles y en toda la Edad Media. Por supuesto que los franceses no eran exactamente animistas: eran demasiado monocontexturales para ello y vive dios que eso les provocaba considerables quebraderos de cabeza. Pero sí que podemos sostener que su recurso a la Diosa Razón introducía en su epistemología un recurso de Gran Estilo que les era especialmente querido.

Desde el frente norte, el brazo inglés de la tenaza con la ya mencionada hegemonía de la física newtoniana, no sólo obligaba a que la causalidad teleológica cayera en descrédito en el campo de los fenómenos físicos, de los que Newton se había ocupado, sino que incluso en el de los organismos y las actividades humanas parecía querer imponer el nuevo paradigma ahora en boga. Siendo así, en adelante nos limitaríamos a postular causas eficientes que colocan a los cuerpos en un estado inercial. Esta combinación de causas eficientes y estados inerciales, del todo oportuna para la explicación de los fenómenos físicos de los que se ocupaba Newton, pasó a suministrar el patrón de causalidad por el que se querrían organizar todas las ciencias y asuntos humanos. Con ello se produjo, ahora en un sentido diferente, el mismo proceso de contagio epistemológico que había generado el animismo: solo que ahora en lugar de postular un alma, una finalidad, para cada elemento y criatura se la habíamos quitado a todas, incluso a nosotros mismos y a nuestros semejantes, bueno en realidad más a nuestros semejantes que a nosotros mismos.

El brazo inglés era innegablemente brillante en un plano táctico. Eficaz a la hora de explicar fenómenos físicos que hasta entonces parecían exigir hipótesis harto forzadas. Por el contrario en un plano estratégico simplemente carecía de discurso, mostrándose alérgico a las grandes palabras e intenciones necesarias en semejante plano.
Al brazo francés le sucedía  justamente lo contrario: resultaba tan ambicioso y grandilocuente en un plano estratégico como manifiestamente inútil en el táctico.

Kant había advertido esto ya en su Discurso Inaugural, pero no acababa de ver cómo escabullirse. De modo que ante lo peligroso del ataque, optará por recluirse diez años de nada en su casa, a darle vueltas a la cuestión. Tras ese respetable periodo de tiempo, saldrá Inmanuel de su retiro, armado de su Filosofía Crítica, en la que se contiene esa obra maestra de las maniobras de distracción que conocemos como la Tercera Antinomia de la Razón Pura y que se formula del modo siguiente:

Tesis: La causalidad según las leyes de la naturaleza no es la única de la que puedan derivar los fenómenos del mundo. Para explicar éstos nos hace falta otra causalidad por libertad
Antitesis: No hay libertad. Todo cuanto sucede en el mundo se desarrolla exclusivamente según las leyes de la naturaleza.

Ambas afirmaciones, dice Kant, serán verdaderas o ambas serán falsas y no se podrán excluir la una a la otra de modo definitivo, puesto que si la necesidad de la naturaleza se refiere simplemente a fenómenos y la libertad simplemente a cosas en sí mismas, entonces no se origina ninguna contradicción, aunque uno admita o suponga ambas clases de causalidad.

Por si un simil ferroviario sirve para aclarar la cuestión, todo era como si Kant estuviera merendando sentado en medio de una vía y se le vinieran encima dos trenes lanzados a toda máquina: el tren francés de la causalidad teleológica y el Esprit de un lado, y el tren inglés de la causalidad mecánica y el mpirismo por el otro lado.
Ante tal perspectiva Kant se calzó la gorra de ferroviario y movió las agujas de las vías del tren, justo a tiempo para evitar el choque que le iba a pillar de lleno. Los trenes pasaron -y siguen pasando-  cada uno por un lado, mientras Kant se quedaba esperando en una estación que aún no tenía ni nombre.

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Pero si además de salir vivo del trance, se trataba de articular y superar la dualidad y la ruptura entre determinismo y libertad, entre el mundo sensible e inteligible, entonces Kant tenía que sudar un poco más la gorra de ferroviario y decidirse a ponerle nombre a la estación, convertirla en parada y fonda y si se tercia montarle una cantina donde tomarse un chocolate caliente con las señoras de Koenigsberg. Hay quien sostiene que la Crítica del Juicio es el nombre de esa estación y que en la sensibilidad estética tenemos el nudo de comunicaciones necesario para rearticular la racionalidad occidental...
Si así es, aun hay muchos mapas de trenes que no incluyen la estación de marras.
De hecho hay muchos campos del pensamiento y la acción en los que la cesura entre lo estratégico y lo táctico no sólo no se ha cerrado sino que no ha dejado de aumentar al tiempo en que se agudizaban los efectos de la creciente complejidad de nuestros aparatos productivos y destructivos, de lo industrial y de lo bélico que- obvio es decirlo- van de la manita.

En uno de los lugares y de los momentos cumbres de esa abigarrada complejidad de capacidades productivas y destructivas, en la Alemania de los años 40, se encontraba trabajando Nicolai Hartmann. Hacia 1944 ya había publicado la Ética, los cinco volúmenes de su monumental Ontología, andaba componiendo la Estética y terminando una obra que nadie había podido leer aún: su Lógica. En ella había de organizar precisamente la articulación entre el mundo sensible y el inteligible, ahora considerados por Hartmann como estratos del ser conectados de modo emergente: de modo que acaso lo inteligible se apoye sobre lo sensible pero no pueda explicarse en función de las solas categorías de este, puesto que la emergencia conlleva la irrupción y acción de un determinado novum categorial, que es capaz de romper con el determinismo causal propio de las categorías que operan en los estratos inferiores. Algo asi.
Por supuesto que esto ya estaba en el tomo II y el V de su Ontología publicados entre 1937 y 1941, pero faltaba ahora organizarlo en una Lógica que no se rompiera la crisma con los saltos y piruetas necesarios para conectar lo sensible y lo inteligible, lo táctico y lo estratégico.

Porque a todo esto, quien en esos mismos años ya se había roto la crisma y casi todo lo demás, era la Wehrmacht, el temible ejército alemán en su avance hacia el Este.
Todos los estudiosos de la historia militar suelen coincidir en destacar tanto la brillantez táctica de las tropas motorizadas alemanas, como lo básicamente acertado de la directriz estratégica encaminada a conseguir los recursos petroliferos y alimentarios que atesoraba la Unión Soviética... Pero si la estrategia era correcta y la táctica eficaz ¿cómo es que estaban perdiendo la guerra? Ese era el problema de los generales alemanes y ese era el problema del que Hartmann debía dar cuenta en su Lógica. Ni los generales alemanes pudieron dar con una solución, ni a Hartmann le dio tiempo a concluir su Lógica. El ejército rojo llegaba a Berlín y Hartmann se unió a la marea de refugiados llevando consigo el manuscrito original de su Lógica. En los azares y peligros de esa huida, perdió Hartmann el manuscrito que nunca se recuperó ni se llegó a reescribir.

Hermoso y cruel -foul and fair- en extremo sería que las mismas tropas que en su avance en 1945 le hicieron perder a Hartmann el manuscrito , le trajeran de regalo el nivel operacional de la acción que es el que le faltaba -entre la táctica mecánica a la inglesa y la estrategia del esprit a la francesa- para acabar de resolver la tercera antinomia kantiana.
En efecto, mientras Hartmann le daba vueltas a la noción de emergencia y su ración de novum categorial, un grupo de extraordinarios teóricos militares soviéticos -Tukhachevsky y Svechin, entre otros- habían dado en pensar un nuevo giro en el arte de la guerra al que llamarían "arte operacional" y que venía a dar cuenta de las nuevas  condiciones características de la moderna y compleja sociedad industrial2 cuyos inmensos recursos bélicos, productivos y culturales difícilmente podían ser desplegados, confrontados y superados en una única batalla decisiva, a la antigua usanza, ni en una campaña que sólo confíara en la velocidad y la movilidad de sus dispositivos. Lo que unió a esos teóricos era acaso una creencia común en “la desaparición del combate general decisivo3 y la búsqueda de una mediación, de un término intermedio, que nos permitiera hacer operativa la forma general de la estrategia en su despliegue táctico. Parece evidente que en los frentes extendidos modernos, tanto en los bélicos como en los culturales y artísticos, se requiere una sucesión de golpes y operaciones sucesivas para poder controlar un campo de batalla en tiempo, espacio y escala, y poder así conectar adecuadamente, por un “miembro intermedio” o nivel operacional, todas las acciones tácticas a un objetivo estratégico. Solamente en el nivel operacional podían fraguarse las acciones de combate en un conjunto tan complejo4. En términos artísticos  -puesto que los artistas y teóricos de las vanguardias rusas también andaban detrás de un novum parecido... este miembro intermedio vendrá dado al considerar sus trabajos como propuestas modales, experimentos sobre modos de organización y modos de relación. Shklovski en 1921 ya pensaba que una obra literaria “no es objeto, ni es material, es una relación de materiales. De modo que el significado aritmético del numerador y el denominador es insignificante: lo que importa es su relación.”

Lo que importaba, y esto es tan fácil de entender frente a la Wehrmacht como frente al capitalismo cultural, era dar con una mediación que nos permitiera pensar la integración de operaciones sucesivas y distribuidas sobre un frente amplio y sostenido de confrontación bélica o cultural.

¿Podríamos recuperar la perdida Lógica de Hartmann -se preguntaba mi buen compañero Jon Barcena- mediante la sugerencia operacional soviética de emplear operaciones sucesivas para transformar una serie de batallas tácticas en rupturas operacionales utilizando el choque y la maniobra
¿Cabe pensar una articulación entre finalidad estratégica, distribución operacional y pasos tácticos, cuya trabazón convendría comparar a la que reúne y organiza lo teleológico, lo teleonómico y lo teleomático?.
¿Qué relación guardaría con las categorías modales de la necesidad, la posibilidad y la efectividad?

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1 Esta epistemología era tan discutible como cualquier otra, pero gracias a ella se lograba hacer el mundo algo más cercano, menos inquietante, puesto que si las piedras y las estrellas tenían, como nosotros, su poquito de alma, entonces no estábamos tan solos en la galaxia y de todos los elementos y criaturas podíamos tomar indicios que nos orientaran sobre nuestra propia situación
2 A. A. Svechin, Strategy, ed. Kent Lee, East View Publications, Minneapolis, MN, 1992; V. K. Triandafillov, The Nature of the Operations of Modern Armies, trans. William A. Burhans, Frank Cass, Ilford, Essex, 1994; James J. Schneider, "V. K. Triandafillov: Military Theorist", Journal of Soviet Military Studies, September 1988, vol. 1, no. 3, pp. 287–306 and The Structure of Scientific Revolution, chapters 3–5; Jacob W. Kipp, "Soviet Military Doctrine and the Origins of Operational Art, 1917– 1936", in Willard C. Frank and Philip S. Gillette (eds), Soviet Military Doctrine from Lenin to Gorbachev, 1915–1991, Greenwood Press, Westport, CT, 1992, pp. 85–131; and David M. Glantz, "The Intellectual Dimension of Soviet (Russian) Operational Art", in McKercher and Hennessy, The OperationalArt: Developments in the Theories of War, pp. 125–46
3 Harrison, The Russian Way of War: Operational Art, 1904–40, p. 153
4 [A. A. Svechin, Strategy, ed. Kent Lee, East View Publications, Minneapolis, MN, 1992 p. 69].