miércoles, 7 de diciembre de 2011
Primeros apuntes sobre la teoría clásica.
Si nos atenemos a nuestros clásicos, los quehaceres de los hombres merecen el alto calificativo de acciones en la medida en que revelan de qué pasta están hechos aquellos que les dan cuerpo, en la medida en que hacen explícito públicamente "quienes" son, o mejor quienes van siendo, esos hombres, sabiendo que se trata a la vez de un "quien" particular, individualizado por las disposiciones y los contextos puestos en juego en cada caso y de un “quien” común, de calado digamos antropológico, un quien susceptible de ser asumido como propio por otros hombres que, por ello, serán capaces de acoplarse con nuestra historia, del mismo modo que nosotros nos hemos acoplado con la historia de Hamlet o Antígona. Según cuerpos. La acción y el discurso son a la vez entonces lo más personal que cada cual podemos aspirar a desplegar, lo más irrenunciablemente nuestro… y al mismo tiempo, siempre al mismo tiempo y es importante sostener esto, son lo más común que podemos mostrar, aquellos polos de sentido que nos permiten encontrarnos con nosotros mismos y con los demás. Y lo son además de tal manera que este discurso y esta acción constitutiva sólo pueden darse, sostiene Arendt (Arendt, 2002, pág 80 y ss,) cuando estamos rodeados y en cierta forma asistidos por los otros, por uno u otro tipo de comunidad2.
A esto contribuye la necesidad de que discurso y acción deban comparecer siempre tramados, articulados y apoyándose uno en el otro. No es aventurado suponer que un sujeto aislado no sea enteramente competente a la vez en ambos ámbitos. Así las gestas de Aquiles necesitan de los poemas de Homero para poder cumplirse del todo, puesto que sólo en su formulación verbal y en su reiterado acoplamiento con nuestra memoria y nuestra sensibilidad se cumplen enteramente las acciones del héroe. La acción sin el discurso, lo sabe también Hamlet al final de su vida, puede muy bien llegarnos como una mera colección de gestos descabalados, intratables e incomprensibles movimientos y muecas que dejan tras de nuestro paso apenas un nombre herido. Por otra parte el discurso sin acción, sin un conatus característico que se revele en ellas, no aporta más que palabras, palabras, palabras… Tanto en los consejos de Polonio a Laertes como en las admoniciones de Hamlet a los actores se persigue este mismo principio: ajustar la palabra a la acción y la acción a la palabra… encontrar cual es el modo de hacer, la praxis susceptible de dar cuenta de la mejor manera posible de aquello que somos.
Estos son pues los dominios de la teoría clásica de acción y la expresión, que va de Aristóteles a Spinoza3. Es en ella donde encontramos que aquello que convierte cualquier actividad en praxis es justo su desvelar quien es aquel que esta actuando. Cuando Hamlet se adelanta, saliendo de las sombras y en su movimiento manifiesta su dolor por la muerte de Ofelia, cuando desafía a Laertes en su desgarro lo hace diciendo -y casi no haría falta que lo dijera-: This is I, Hamlet the Dane. Este soy yo, Hamlet de Dinamarca.
En adelante entendermos que los hombres comparecen, ya no como objetos físicos sino propiamente como hombres, cuando son capaces de desplegarse bajo determinados modos del discurso y la acción que expresan certeramente su más característica potencia de obrar y comprender.
…
Y ¿para qué nos sirve la teoría de clásica de la acción?
Para empezar nos es de cierta utilidad puesto que sólo desde ella podemos entender y pensar oportunamente el ideal griego de la eudaimonia, que no puede confundirse ni con la felicidad ni con la beatitud. La eudaimonia, como es sabido, alude al buen despliegue y al fértil acoplamiento de ese daimon -o a uno de los muchos daimonoi- que nos habita y acaso nos define a cada cual, y sigue siendo eudaimonia aunque ese desplegarse daimónico implique la muerte del individuo en cuestión, como le sucede a Aquiles y al mismo Hamlet. En la eudaimonia hay un cumplirse, un lograrse que no tiene porqué acabar en happy end, que de hecho casi nunca acaba en happy end.
Por el contrario, y para esto también nos serviremos de la teoría clásica de la acción, la miseria de los mortales puede ahora ser entendida como su ceguera -voluntaria o inconsciente, lo mismo da- ante su propio daimon, resultando incapaz de reconocer y dar crédito a las necesidades operacionales de su conatus. Ignorándolo por necedad o por mala fe, negándolo –como sabe el príncipe de los desquiciados- por un olvido animal o por un escrúpulo cobarde.
La teoría clásica nos proporciona también de este modo un marco para entender el concepto de héroe. Aquí no hablamos –claro está- de hombrecillos volantes, hormonados y embutidos en pijamas ajustados de colores chillones, con o sin capa. En Homero, un héroe no es eso obviamente, pero tampoco es alguien especialmente destacable por su valentía o su efectividad social o militar: a la luz de la teoría clásica, un héroe es todo hombre libre que ha abandonado el ámbito de su privacidad para mostrarse públicamente y dar curso a una historia propia (archein), especificando y construyendo las condiciones materiales bajo las cuales puede darse su quehacer (poiein) y estructurando y dando cuenta de su propia ética (prattein)4. Heroe es entonces el que autónomamente determina o encuentra su quehacer, y lo hace. Puede pagar un precio alto por ello, o no. Hasta cierto punto es lo de menos.
Héroe es entonces quien se manifiesta constituyendo un determinado aspecto del mundo y una manera determinada de dar cuenta de él, conquistando la autonomía de quien establece sus fines y sus medios.
Pero este quehacer característico no es único e irrepetible para cada héroe, hay destacables aires de familia entre diversos héroes que se agrupan a modo de fuerzas temáticas orientadas, como decía Souriau. Lo que individualiza a los héroes es entonces la peculiar manera en que se apropian y dan cuenta de ese su quehacer característico.
Esto supone una especie de doble agencialidad, tal y como postulara la tesis clásica de Albin Lesky (Lesky 2001), recogida y desarrollada por Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet (Vernant y Vidal-Naquet 2002).
Según la tesis de la doble agencialidad los héroes de la tragedia se arman a partir de una doble motivación: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad.
Es imprescindible hacer notar que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto puede ser una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium5 de Huarte de San Juan (Huarte de San Juan 1991) y luego el de Spinoza tiende a conformar repertorialidad, convirtiendo en un conjunto coherente y limitado el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos. Ni que decir tiene que esa repertorialidad de formas será modulada diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones.
Lo que constituye el obrar plenamente humano, y el del héroe que a estas alturas viene a ser lo mismo, es entonces la autonomía que deriva del acoplamiento entre daimon y ethos, entre repertorio y disposiciones.
Es en virtud de esa autonomía de cada conatus, concebido como forma de vida específica que Hamlet se niega a tratar a cada cual según sus méritos. La ética en la teoría clásica es innegociablemente autopoiética, producida a la medida y el calor de cada conatus, de cada conjunción entre daimon y ethos... organizando cada quehacer para que pueda seguir siendo viable y eventualmente reproducible.
La comparecencia de otros programas de acción, de otras praxis, puede o no afectarnos, y si lo hace sólo lo podrá hacer de un modo ético –literalmente- si ese aparecer de los otros desata en nosotros –gatilla diría Maturana- efectos determinados por nuestro propio “honor y dignidad”. Venga quien venga –le dice Hamlet a Polonio- debemos tratarles de acuerdo a la especificidad de nuestro conatus. Debemos por tanto hacer lo que nos es propio, sin comprometernos en serviles cálculos de oportunidades, sopesando ante cada interlocutor sus méritos o acaso las oportunidades de ganancia que nos ofrecería congraciarnos con él: the poor advanced makes friends of enemies, el pobre que sube ve convertirse en aliados a sus enemigos de antaño. Sólo Polonio el pescadero, podría confundir esa contabilidad miedosa con la ética. La ética aristocrática, y no hay otra ética, será siempre una ética que despliegue acciones, no una que haga componendas con miedos y esperanzas, malabarismos de pasiones tristes.
En ese terreno poloniesco nos situamos cuando quebramos de modo estructural en un plano ético. Cuando de modo sistemático la conciencia nos hace a todos cobardes y la pálida sombra de la razón siega la hierba bajo los pies de nuestras resoluciones, entonces le perdemos la pista y el respeto a nuestra particular y procomún eudaimonia y nuestras empresas pierden todo su peso y entidad, dejando de merecer el alto nombre de “acciones”.
…
Pero la teoría clásica de la acción conlleva necesariamente no sólo una ética sino también una estética. Esto es así porque el carácter específicamente revelador del discurso tramado con la acción puede entenderse mejor -o acaso sólo puede entenderse- en el medio homogéneo (Lukács 1982) que constituye toda obra de arte y en gran medida toda experiencia estética, concebida como mimesis praxeos, la imitación de la praxis, del discurso y la acción constitutiva.
Aristoteles dice que se escogió para las presentaciones teatrales la palabra drama, procedente del verbo dran: hacer, actuar… porque en el teatro se imita a los drontes (gente actuante. Poética 1448a28) En “On Aristotle and Greek tragedy” (Jones 1962) se explica cómo Aristóteles usa estos drontes o prattontes para aludir, precisamente, a los que dan cuerpo a una determinada praxis, mediante un discurso y una acción tan reveladores como el de Edipo o Antígona, pero que -y esto sorprende a Jones- Aristóteles no parece distinguir entre el personaje histórico o mítico (Aquiles) y el actor que pone en obra de nuevo su quehacer: diríase que ambos son el mismo o más claramente que el verdadero protagonismo tanto en la vida de Aquiles como en la del actor, la verdadera centralidad agencial corresponde a ese concreto orden de acción que dio en presentarse en vida del héroe y que se presenta cada vez que la obra se pone en escena.
Para Aristóteles entonces, esa mimesis praxeos, esa imitación de la praxis, del ponerse de manifiesto de cada hombre que se da en la acción y el discurso, debe tramarse con cuidado no exento de técnica. Así lo sostiene y lo amplia Hamlet en sus consejos a los actores:
Ajusta la acción a la palabra
Y la palabra a la acción, con especial cuidado de no forzar
La modestia de la naturaleza: puesto que todo aquello se exagera
Se aleja del propósito del drama que no es y nunca ha sido otro,
sino el de ofrecer un espejo a la naturaleza, mostrar a la virtud sus rasgos,
Y al odio los suyos propios, y de cada época y parcela del tiempo
Su forma y carácter. De modo que si esto se exagera o no se consigue mostrar,
Aunque haga reír a los ignorantes, molestará a los juiciosos,
cuya censura debe pesar más en vuestra opinión que la de un teatro repleto con los otros.
Hay actores que he visto actuar, y que han sido altamente alabados,
-No quiero ser irreverente- que sin tener acento de cristianos,
Aspecto de cristianos, paganos o hombre alguno
se pavonean y braman de tal manera que parecen una creación menor de la naturaleza
y no parecen en modo alguno hombres, pues imitan inhumanamente a la humanidad.
En este pequeño discurso de Hamlet se deja ver, además de la exigencia de unir palabra y la acción, la necesidad de que la imitación sucede bajo unos determinados parámetros, formales si se quiere, fuera de los cuales “se imita inhumanamente a la humanidad”.
Con ello volvemos a Aristóteles, puesto que la tragedia es, según su Poética, además de imitación de las diferentes vectores de praxis que constituyen antropomofización, el hallazgo de un tipo de imitación muy determinado que se realiza a través de una forma o una trama: un mito, dice Aristóteles. Éste, de hecho, hace mucho énfasis en que el funcionamiento de la obra depende de que el autor haya configurado una trama, un mythos específicamente capaz de dar cuenta de la praxis que se pretende imitar de un modo comprensible. Un mito es entonces para Aristoteles “la organización de lo que sucede en la obra” (Aristóteles 2011, 50a4) y constituye en tanto mediación estética la parte más importante de la tragedia, puesto que sin su correcta construcción y dimensionamiento no podría darse la mimesis de la praxis que se pretende. De otra forma -insistimos con Hamlet- corremos el riesgo de esos actores apuestos y empelucados que hacen andrajos y jirones una pasión, imitando inhumanamente a la humanidad.
El arte entonces refleja a la vez y de modo articulado una praxis y una forma.
Si no imitara una praxis sería irrelevante y si no imitara una forma sería incomprensible...
Si no imitara una praxis, un modo de hacer o un modo de organización como pedía Rodchenko -otro gran defensor de la teoría clásica de la acción- no aportaría nada relevante para nuestras vidas, que al cabo componemos del mejor modo enriqueciendo y refinando nuestro particular repertorio de modos de hacer.
Si no imitara una forma, quizás podríamos columbrar que intenta decirnos algo, pero no habría modo de entendernos, hablaría en chino para nosotros, puesto que las formas son como los puertos que nos permiten iniciar el acoplamiento con la obra o con los otros en general. Sin formas compartidas, o sin el intento al menos porque las haya, no hay vida en común, no hay encuentro posible.
En la estética occidental y con la decadencia de la teoría clásica de la acción después de Spinoza -quizá su mayor teórico moderno- se ha ido mutilando este par básico de la estética clásica y con la modernidad, à la Hanslick, se ha tendido a enfatizar únicamente la imitación autorreferencial de la forma. Salvo honrosísimas excepciones que van de la estética de Goethe a la de Pareyson, y a la del tan mal comprendido Lukács sobre todo, no se ha recuperado de modo explícito la segunda parte de este doblete: la noción misma de praxis característica y constitutiva, como unión de discurso y acción6, como expresión de la especificidad de un conatus, de una autopoiesis como las que podemos encontrar de modo característico en cualquier ser vivo o en cualquier morfología. Cuando se ha podido pensar en recuperarla, se han encontrado los teóricos con que esta praxis, que constituía el objeto clásico de imitación del arte, se había convertido en una especie de animal fabuloso, una criaturilla indescifrable que había quedado por completo fuera de juego, haciendo su estética difícil de asimilar para el hombre moderno, en el que el conatus ya no es un componente constitutivo de la psicología diferencial.
A nosotros, temerarios desacoplados, más premodernos que postmodernos, ese decalage histórico no nos arredra en exceso y pensamos que es aún viable pensar y construir toda práctica artística como mimesis de una praxis, un medio homogéneo mediante el que se modula un sentido específico de antropomorfización vinculado al despliegue publico de un hacer y un comprender, de una acción y una palabra.
…
No deja de ser preciso que sometamos ahora a análisis este carácter público. Siempre según Arendt, la acción -al contrario que sucede con la fabricación propia del trabajo- no puede darse cuando estamos solos. La acción y el discurso necesitan tanto de la presencia de otros humanos como la fabricación necesita de la presencia de la naturaleza como material.
Pero al defender esta posición, quizá se le escapa a Arendt que la presencia de los otros está ya de modo imborrable en el lenguaje y la memoria, que cada uno de nosotros somos también los otros.
Lo que parece evidente es que la acción y el discurso necesitan de un todo repertorial hacia el que tender, al que de algún modo referirse. Nadie es capaz de hacer todo, de dar cuenta de todo … y en este juego si no damos cuenta de todo es como si no diéramos cuenta de nada. Esta tradición en la que necesitamos vitalmente insertarnos puede muy bien ser una tradición inventada como nos inventamos unos hitos intelectuales o estéticos que nos sirven de referencias. Tanto Aquiles como Hamlet necesitan no sólo de quien cuente su historia, sino de alguien que al hacerlo la integre -como hemos dicho- en una repertorialidad, la convierta en parte de un juego de sentidos, evitando que sea sólo un gesto descabalado, un wounded name. Por supuesto, como recuerda Arendt, sólo una comunidad de lenguajes, la polis por ejemplo, puede otorgar esta garantía repertorial y con ello mantener, al decir de Pericles, la fama inmortal de sus ciudadanos. Las acciones por sí solas son un poco como las fotografías que al decir de Berger, han sido extraídas de una continuidad (Berger 1982, pág 92 y ss), de una historia. Las fotografías como las acciones son menesterosas de palabras, de discursos que las devuelvan su carácter plenamente humano de praxis. Sabiendo que este discurso como todo mythos, como toda forma, no tiene fin, no clausura el potencial, ni la pregnancia de la acción, de la imagen que seguirá siendo puerto de innumerables acoplamientos.
Bibliografía
Hannah Arendt, La condición humana, Paidos, Barcelona 2002
Aristóteles, Poética, Gredos, Madrid, 2011
John Berger y Jean Mohr, Another way of telling, Vintage Books, Nueva York, 1982,
Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, Espasa Calpe, Madrid, 1991
John Jones, On Aristotle and Greek Tragedy, Oxford University Press, Londres, 1962
Albin Lesky, La tragedia Griega, Barcelona, El Acantilado, 2001. Sobre una edición original de 1957.
Georg Lukács, Estética, tomo II, Grijalbo, México, 1982
Luis Ramos-Alarcón Mercín, El concepto de “ingenium” en la obra de Spinoza; análisis ontológico, epistemológico, ético y político, Tesis Doctoral, Universidad de Salamanca, 2008
Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia Antigua, Barcelona, Paidos, 2002
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1 comentario:
Creo que era Mike Hammer el que decía (en una de las apostillas más chungas de la historia de la tele) "tomaré nota"... Por cierto, ¿no crees que el pícaro antisanto Lazarillo de Tormes se inserta más en la "españolidad" -mal que nos pese- de lo que lo hace Hamlet o Don Mendo?
Santi
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