domingo, 18 de diciembre de 2011

Michael Douglas en el planeta de los simios.

Consideraciones en torno al específico modo de operar de la monstruosidad endógena. Una vez expuestos nuestros cuatro prototipos básicos de monstruosidad, y especificadas sus escalas y niveles de intervención, podemos abundar un poco más en aquello que podría ser, por así decir, el quehacer característico de cada uno de los monstruos. Querremos ahora proponer una acción, una forma verbal susceptible, de alguna manera, de dar cuenta de la consistencia operacional de cada monstruosidad, de aquel quehacer mediante el que cada uno de los monstruos se juega el tipo... sin abandonar -eso nunca- su estilo y especificidad modal. En un primer acercamiento vamos a sostener las siguientes correspondencias: Los Monstruos Aristocráticos comparecen. Los Monstruos de Masas se amontonan. Los Monstruos endógenos se desbordan. Los Monstruos experienciales se obcecan. Sólo a nota de breve observación, empezaremos aclarando porqué podemos sostener, respecto al monstruo aristocrático, que el peso tanto de su constituirse como de su operacionalidad misma, recae en lo que llamaremos procesos de comparecencia. Tanto cuando están como cuando no están, estos monstruos se distinguen en la medida en que cuidan escrupulosa y un tanto narcisísticamente su comparecer. Diríase que todo monstruo aristocrático es un esmerado escenógrafo de sí mismo, de sus apariciones y ocultaciones que rodea de vistosos trucos y escogidos efectos. Tanto los momentos en que el monstruo se deja ver como aquellos en los que elige ocultarse, han sido cuidadosamente construidos y equilibrados: así Drácula abriendo su capa o reposando solemne en su ataúd... Los monstruos de masas, por su parte, revelarán su especificidad al amontonarse, al agruparse de un modo no necesariamente más organizado que un montón de zombies o una marabunta de hormiguillas, confiando meramente en su número y su peso muerto. Esa es la específica estructura del miedo que recogía Ortega cuando alertaba del hecho básico del crecimiento y amontonamiento de las multitudes en las sociedades de masas: “la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización”. Es su hacinarse lo que les da presencia poder y especificidad. Igual que los monstruos aristocráticos asustan y paralizan al asustado, hipnotizándolo con su forma de comparecer, los monstruos de masas asustan en virtud de su capacidad inercial para arrollarnos, devorarnos o transformarnos en otra cosa. Pero es en relación al monstruo endógeno y su característico desbordarse, en lo queríamos centrar este artículo. Para ello, es preciso empezar considerando que semejante movimiento, el del derramarse o desbordarse de dentro a afuera, no puede darse si no es en relación a un conjunto orgánico que hay que postular como algo previamente existente, aunque sepamos que es mentira; un conjunto orgánico dotado de todos los atributos de estructuración y estabilidad que podamos reunir, organizado mediante la subordinación a fines de sus partes... Para que el monstruo endógeno pueda hacer su quehacer e implosionar o desbordarse, entonces, tiene antes que señalar un organismo, una trama jerarquizada susceptible de salirse de sus casillas. Seguramente uno de los primeros momentos de la historia moderna en que, con mayor claridad, se ha dejado ver ese miedo a la desconfiguración que acecha desde dentro mismo del cuerpo físico o social, sea en el periodo de la Reforma y las guerras de religión. En este momento y esto se puede rastrear de Cervantes a Shakespeare pasando por Calvino, se puede pensar que todavía sigue vigente una concepción del cosmos, según la cual a cada cosa corresponde un lugar y en la que hay un lugar para cada cosa. Se trata de una figuración del orden que es a la vez cósmico, social y biológico, un orden que tiene los caracteres de lo jerárquico y de lo orgánico a la vez, del que no puede fallar ni una sola pieza puesto que como dijera por aquel entonces Richard Hooker “ Si consideramos siquiera la posibilidad de que desapareciera o fallara cualquiera de las cosas principales, como el sol, la luna o cualquiera de las esferas celestes o elementos… quien no creerá que la segura secuela será la ruina de ese elemento y de todo lo que de él depende”. Planteado este orden, tan omniabarcante, tan cerrado en sí mismo y tan frágil como el Licenciado Vidriera, la teoría de la amenaza que nos acecha con el final del renacimiento no puede ser sino la del arruinarse de ese delicado y consistente paraíso repertorial mediante la acción de fuerzas contenidas en el mismo, fuerzas que como si de un cancer se tratara dan en desconocer su verdadera función y se extralimitan al punto de provocar y acompañar la ruina del conjunto. Esta ruina que sale desde dentro mismo del cuerpo es -como hemos dicho- una idea recurrente en Shakespeare: en el famoso soneto número 35 por ejemplo, o en el discurso de Laertes a su hermana, en que también recurre a la figura del cancer que amenaza desde dentro a aquello aparentemente más fresco y tierno: The canker galls the infants of the spring, Too oft before their buttons be disclosed Con la experiencia de la Reforma y las guerras de religión se ira confirmando esta teoría del miedo manierista, la teoría del miedo que precede y acompaña a la Ilustración y que se expresará en el postulado de un hombre que, siendo pieza fundamental del equilibrio orgánico del mundo, siendo nexus et naturae vinculum ha cometido la audacia y la impudicia de romper los diques que delimitaban su poder y daban medida de sus alcances. ¿Qué es lo que sucede cuando el hombre que ha sido “concebido para el servicio de Dios, del mismo modo que las demás criaturas han sido concebidas para estar a su servicio” desborda sus límites? ¿No se seguiría de ello que “el resto de las criaturas, que estaban sujetas y vinculadas al hombre, se insubordinarían igualmente, desbordando lo que venía siendo su lugar natural”1 Se da por tanto en este hombre del manierismo, en esta monstruosidad endógena una especie de descomposición y rebelión de lo orgánico, de los componentes de lo orgánico que al desbordarse muestran que no están dispuestas a seguir aceptando su rol subordinado y predeterminado. Hay entonces una rebelión de los fragmentos que conllevará la destrucción tanto de ellos mismos como la entidad de orden superior que los albergaba. Ese es el miedo característico de muchos de los personajes shakespereanos, desde Bruto en “Julio Cesar”2 cuyo fuero interno vive una insurrección a Hamlet y su tío, el usurpador Claudio, quienes desde sus diferentes posiciones constatan la monstruosidad inherente a que el hermano menor rompa el orden visceralmente orgánico y mate a su propio hermano para arrebatarle su reina y su corona: O, my offence is rank it smells to heaven It hath the primal eldest curse upon't, A brother's murder. En este caso, como en toda teoría de la amenaza que se precie, podemos verla operativa tanto en el nivel moral, casi teológico, como en forma de acecho político: así sucede con la revuelta de Laertes quien, del mismo modo que si el oceano desbordara sus límites, anegando las llanuras, desborda la guardia de palacio y alcanza el salón del trono: The ocean, overpeering of his list, Eats not the flats with more impetuous haste Than young Laertes, in a riotous head, O'erbears your officers. The rabble call him lord; Por supuesto que este desbordarse es uno de los movimientos básicos de cualquier desarrollo morfológico, por eso esta monstruosidad manierista, tan altamente característica de gente agotada, próxima a derrumbarse, tan propia de un fin de ciclo nos irá acompañando a lo largo de la historia y volverá a manifestarse una y otra vez. Ese mismo desbordarse característico será el desbordarse de las masas viscosas y caóticas en los alborotos y las matanzas de las guerras de religión, los pogroms o las revoluciones como La Comuna de París. Al final de la Primera Guerra Mundial, se manifestará de modo generalizado en la literatura de guerra que alude de modo persistente3 al desbordarse de las masas de vísceras a las que tanto teme el soldado amenazado por obuses y granadas, así como al desbordarse de las masas de soviets en la retaguardia alemana: “En el momento en el que se priva al soldado del apoyo de alguna forma de organización externa, amenaza la desintegración. La desintegración era la amenaza que acechaba, por ejemplo, cuando el ejército fue desmovilizado en Noviembre de 1918”4 El fascismo incipiente de los Freikorps se construirá, tal y como ha demostrado Klaus Thewelheit sobre el miedo a estas dos masas gelatinosas: la que todos llevamos dentro y las masas revolucionarias que contiene todo estado. De la mano de la este orden de monstruosidad, y el temor al desventramiento del cuerpo fisiológico o el social hacia el final de la Primera Guerra Mundial, la cadena de recurrencias modales nos lleva a uno de los clásicos de la historia de la ciencia ficción: El planeta de los simios. Tanto en la película original como en las diferentes secuelas de los años 70, no deja de apreciarse el funcionamiento específico de este orden de monstruosidad endógena: su ruptura del orden natural por desbordamiento. Lo que se presenta como monstruoso es, primero, el momento en que los simios sobrepasan los límites de lo que se suponía su lugar natural, dentro del jerarquizado orden de las especies. Hay un desbordarse de los simios, del orden de la naturaleza en su conjunto, cuando los monos abandonan sus jaulas y anegan la sociedad humana, inundándola en su ataque -la escena de los simios con Kalashnikov asaltando los centros de poder es del todo antológica-. Con todo, lo que más interesa de la serie de peliculas es que con la toma del poder por parte de los simios lo único que no desaparece es esa misma amenaza de ruptura de las paredes abdominales entre los diferentes estratos del ser, de los diques de contención categoriales que mantienen a cada cual en “su lugar”, el desbordamiento se convierte enseguida en el principal temor que tienen los simios, el temor a ser a su vez desbordados por los humanos, en lo que constituiría una nueva desintegración de lo que se había vuelto a postular como el orden natural y orgánico de las especies. Otro gran ejemplo del funcionamiento característico de esta monstruosidad endógena es “Un día de furia”, dirigida por Joel Schumacher en 1993. En ella Michael Douglas no hace otra cosa que desbordarse, salirse de sus casillas, perdiendo el dominio de sus acciones y de su propia y miserable vidilla. Douglas conduce su utilitario por Los Angeles cuando se ve atrapado en un atasco, calor sofocante, ruido infernal, niños gritones, y una mosca cojonera. El principio de la pelicula explica muy bien en qué consiste ese desbordarse, que en ese caso se resuelve saliendo del coche y dejándolo abandonado en el atasco. A partir de ese gesto, tan inverosimil en LA, la suerte está echada. No puede uno ir andando por LA sin provocar toda una serie de catástrofes de alcance cósmico, cuando Michael Douglas abandona su “lugar natural”, cuando abandona su coche, acaso no era de esperar que “el resto de las criaturas, que estaban sujetas y vinculadas al hombre, se insubordinarían igualmente, desbordando lo que venía siendo su lugar natural”5 Toda la película no puede ser ya sino la consecuencia modalmente lógica de ese primer desbordarse y en cada nuevo episodio se repite el mismo patrón: Michael intenta mantener las formas del viejo orden hegemónico, tratar a cada cual según su honor y dignidad -el de Michael como blanco de clase media respetable- para fracasar invariablemente ante el desbordarse de los elementos que debían conocer su lugar natural de subordinación y limitarse a permanecer en él. Pero ni el tendero coreano, ni los jóvenes latinos, ni los empleados del WhammyBurguer aceptan dicha limitación ni mucho menos la naturalidad del lugar que les asigna Michael... claro que tampoco -por otro lado- es Michael un respetable blanco de clase media. Despedido de su trabajo en la obsoleta industria armamentística, ha dejado de ser „viable“ económica y socialmente. Ya no es ni puede ser -si es que alguna vez lo ha sido- el nexus et naturae vinculum. El puente de Londres -como dice la cancioncilla que da titulo a la pelicula- se está cayendo, se cae como esos edificios que implosionan y se derriban hacia dentro, dejando sólo una nube de polvo. El Puente de Londres se está cayendo, como todo lo demás y el lago Havasu -por si no lo teníamos claro- no es más que un triste charco de barro al borde del cual se pudren como hojas los policías jubilados.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Primeros apuntes sobre la teoría clásica.

Si nos atenemos a nuestros clásicos, los quehaceres de los hombres merecen el alto calificativo de acciones en la medida en que revelan de qué pasta están hechos aquellos que les dan cuerpo, en la medida en que hacen explícito públicamente "quienes" son, o mejor quienes van siendo, esos hombres, sabiendo que se trata a la vez de un "quien" particular, individualizado por las disposiciones y los contextos puestos en juego en cada caso y de un “quien” común, de calado digamos antropológico, un quien susceptible de ser asumido como propio por otros hombres que, por ello, serán capaces de acoplarse con nuestra historia, del mismo modo que nosotros nos hemos acoplado con la historia de Hamlet o Antígona. Según cuerpos. La acción y el discurso son a la vez entonces lo más personal que cada cual podemos aspirar a desplegar, lo más irrenunciablemente nuestro… y al mismo tiempo, siempre al mismo tiempo y es importante sostener esto, son lo más común que podemos mostrar, aquellos polos de sentido que nos permiten encontrarnos con nosotros mismos y con los demás. Y lo son además de tal manera que este discurso y esta acción constitutiva sólo pueden darse, sostiene Arendt (Arendt, 2002, pág 80 y ss,) cuando estamos rodeados y en cierta forma asistidos por los otros, por uno u otro tipo de comunidad2. A esto contribuye la necesidad de que discurso y acción deban comparecer siempre tramados, articulados y apoyándose uno en el otro. No es aventurado suponer que un sujeto aislado no sea enteramente competente a la vez en ambos ámbitos. Así las gestas de Aquiles necesitan de los poemas de Homero para poder cumplirse del todo, puesto que sólo en su formulación verbal y en su reiterado acoplamiento con nuestra memoria y nuestra sensibilidad se cumplen enteramente las acciones del héroe. La acción sin el discurso, lo sabe también Hamlet al final de su vida, puede muy bien llegarnos como una mera colección de gestos descabalados, intratables e incomprensibles movimientos y muecas que dejan tras de nuestro paso apenas un nombre herido. Por otra parte el discurso sin acción, sin un conatus característico que se revele en ellas, no aporta más que palabras, palabras, palabras… Tanto en los consejos de Polonio a Laertes como en las admoniciones de Hamlet a los actores se persigue este mismo principio: ajustar la palabra a la acción y la acción a la palabra… encontrar cual es el modo de hacer, la praxis susceptible de dar cuenta de la mejor manera posible de aquello que somos. Estos son pues los dominios de la teoría clásica de acción y la expresión, que va de Aristóteles a Spinoza3. Es en ella donde encontramos que aquello que convierte cualquier actividad en praxis es justo su desvelar quien es aquel que esta actuando. Cuando Hamlet se adelanta, saliendo de las sombras y en su movimiento manifiesta su dolor por la muerte de Ofelia, cuando desafía a Laertes en su desgarro lo hace diciendo -y casi no haría falta que lo dijera-: This is I, Hamlet the Dane. Este soy yo, Hamlet de Dinamarca. En adelante entendermos que los hombres comparecen, ya no como objetos físicos sino propiamente como hombres, cuando son capaces de desplegarse bajo determinados modos del discurso y la acción que expresan certeramente su más característica potencia de obrar y comprender. … Y ¿para qué nos sirve la teoría de clásica de la acción? Para empezar nos es de cierta utilidad puesto que sólo desde ella podemos entender y pensar oportunamente el ideal griego de la eudaimonia, que no puede confundirse ni con la felicidad ni con la beatitud. La eudaimonia, como es sabido, alude al buen despliegue y al fértil acoplamiento de ese daimon -o a uno de los muchos daimonoi- que nos habita y acaso nos define a cada cual, y sigue siendo eudaimonia aunque ese desplegarse daimónico implique la muerte del individuo en cuestión, como le sucede a Aquiles y al mismo Hamlet. En la eudaimonia hay un cumplirse, un lograrse que no tiene porqué acabar en happy end, que de hecho casi nunca acaba en happy end. Por el contrario, y para esto también nos serviremos de la teoría clásica de la acción, la miseria de los mortales puede ahora ser entendida como su ceguera -voluntaria o inconsciente, lo mismo da- ante su propio daimon, resultando incapaz de reconocer y dar crédito a las necesidades operacionales de su conatus. Ignorándolo por necedad o por mala fe, negándolo –como sabe el príncipe de los desquiciados- por un olvido animal o por un escrúpulo cobarde. La teoría clásica nos proporciona también de este modo un marco para entender el concepto de héroe. Aquí no hablamos –claro está- de hombrecillos volantes, hormonados y embutidos en pijamas ajustados de colores chillones, con o sin capa. En Homero, un héroe no es eso obviamente, pero tampoco es alguien especialmente destacable por su valentía o su efectividad social o militar: a la luz de la teoría clásica, un héroe es todo hombre libre que ha abandonado el ámbito de su privacidad para mostrarse públicamente y dar curso a una historia propia (archein), especificando y construyendo las condiciones materiales bajo las cuales puede darse su quehacer (poiein) y estructurando y dando cuenta de su propia ética (prattein)4. Heroe es entonces el que autónomamente determina o encuentra su quehacer, y lo hace. Puede pagar un precio alto por ello, o no. Hasta cierto punto es lo de menos. Héroe es entonces quien se manifiesta constituyendo un determinado aspecto del mundo y una manera determinada de dar cuenta de él, conquistando la autonomía de quien establece sus fines y sus medios. Pero este quehacer característico no es único e irrepetible para cada héroe, hay destacables aires de familia entre diversos héroes que se agrupan a modo de fuerzas temáticas orientadas, como decía Souriau. Lo que individualiza a los héroes es entonces la peculiar manera en que se apropian y dan cuenta de ese su quehacer característico. Esto supone una especie de doble agencialidad, tal y como postulara la tesis clásica de Albin Lesky (Lesky 2001), recogida y desarrollada por Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet (Vernant y Vidal-Naquet 2002). Según la tesis de la doble agencialidad los héroes de la tragedia se arman a partir de una doble motivación: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad. Es imprescindible hacer notar que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto puede ser una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium5 de Huarte de San Juan (Huarte de San Juan 1991) y luego el de Spinoza tiende a conformar repertorialidad, convirtiendo en un conjunto coherente y limitado el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos. Ni que decir tiene que esa repertorialidad de formas será modulada diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones. Lo que constituye el obrar plenamente humano, y el del héroe que a estas alturas viene a ser lo mismo, es entonces la autonomía que deriva del acoplamiento entre daimon y ethos, entre repertorio y disposiciones. Es en virtud de esa autonomía de cada conatus, concebido como forma de vida específica que Hamlet se niega a tratar a cada cual según sus méritos. La ética en la teoría clásica es innegociablemente autopoiética, producida a la medida y el calor de cada conatus, de cada conjunción entre daimon y ethos... organizando cada quehacer para que pueda seguir siendo viable y eventualmente reproducible. La comparecencia de otros programas de acción, de otras praxis, puede o no afectarnos, y si lo hace sólo lo podrá hacer de un modo ético –literalmente- si ese aparecer de los otros desata en nosotros –gatilla diría Maturana- efectos determinados por nuestro propio “honor y dignidad”. Venga quien venga –le dice Hamlet a Polonio- debemos tratarles de acuerdo a la especificidad de nuestro conatus. Debemos por tanto hacer lo que nos es propio, sin comprometernos en serviles cálculos de oportunidades, sopesando ante cada interlocutor sus méritos o acaso las oportunidades de ganancia que nos ofrecería congraciarnos con él: the poor advanced makes friends of enemies, el pobre que sube ve convertirse en aliados a sus enemigos de antaño. Sólo Polonio el pescadero, podría confundir esa contabilidad miedosa con la ética. La ética aristocrática, y no hay otra ética, será siempre una ética que despliegue acciones, no una que haga componendas con miedos y esperanzas, malabarismos de pasiones tristes. En ese terreno poloniesco nos situamos cuando quebramos de modo estructural en un plano ético. Cuando de modo sistemático la conciencia nos hace a todos cobardes y la pálida sombra de la razón siega la hierba bajo los pies de nuestras resoluciones, entonces le perdemos la pista y el respeto a nuestra particular y procomún eudaimonia y nuestras empresas pierden todo su peso y entidad, dejando de merecer el alto nombre de “acciones”. … Pero la teoría clásica de la acción conlleva necesariamente no sólo una ética sino también una estética. Esto es así porque el carácter específicamente revelador del discurso tramado con la acción puede entenderse mejor -o acaso sólo puede entenderse- en el medio homogéneo (Lukács 1982) que constituye toda obra de arte y en gran medida toda experiencia estética, concebida como mimesis praxeos, la imitación de la praxis, del discurso y la acción constitutiva. Aristoteles dice que se escogió para las presentaciones teatrales la palabra drama, procedente del verbo dran: hacer, actuar… porque en el teatro se imita a los drontes (gente actuante. Poética 1448a28) En “On Aristotle and Greek tragedy” (Jones 1962) se explica cómo Aristóteles usa estos drontes o prattontes para aludir, precisamente, a los que dan cuerpo a una determinada praxis, mediante un discurso y una acción tan reveladores como el de Edipo o Antígona, pero que -y esto sorprende a Jones- Aristóteles no parece distinguir entre el personaje histórico o mítico (Aquiles) y el actor que pone en obra de nuevo su quehacer: diríase que ambos son el mismo o más claramente que el verdadero protagonismo tanto en la vida de Aquiles como en la del actor, la verdadera centralidad agencial corresponde a ese concreto orden de acción que dio en presentarse en vida del héroe y que se presenta cada vez que la obra se pone en escena. Para Aristóteles entonces, esa mimesis praxeos, esa imitación de la praxis, del ponerse de manifiesto de cada hombre que se da en la acción y el discurso, debe tramarse con cuidado no exento de técnica. Así lo sostiene y lo amplia Hamlet en sus consejos a los actores: Ajusta la acción a la palabra Y la palabra a la acción, con especial cuidado de no forzar La modestia de la naturaleza: puesto que todo aquello se exagera Se aleja del propósito del drama que no es y nunca ha sido otro, sino el de ofrecer un espejo a la naturaleza, mostrar a la virtud sus rasgos, Y al odio los suyos propios, y de cada época y parcela del tiempo Su forma y carácter. De modo que si esto se exagera o no se consigue mostrar, Aunque haga reír a los ignorantes, molestará a los juiciosos, cuya censura debe pesar más en vuestra opinión que la de un teatro repleto con los otros. Hay actores que he visto actuar, y que han sido altamente alabados, -No quiero ser irreverente- que sin tener acento de cristianos, Aspecto de cristianos, paganos o hombre alguno se pavonean y braman de tal manera que parecen una creación menor de la naturaleza y no parecen en modo alguno hombres, pues imitan inhumanamente a la humanidad. En este pequeño discurso de Hamlet se deja ver, además de la exigencia de unir palabra y la acción, la necesidad de que la imitación sucede bajo unos determinados parámetros, formales si se quiere, fuera de los cuales “se imita inhumanamente a la humanidad”. Con ello volvemos a Aristóteles, puesto que la tragedia es, según su Poética, además de imitación de las diferentes vectores de praxis que constituyen antropomofización, el hallazgo de un tipo de imitación muy determinado que se realiza a través de una forma o una trama: un mito, dice Aristóteles. Éste, de hecho, hace mucho énfasis en que el funcionamiento de la obra depende de que el autor haya configurado una trama, un mythos específicamente capaz de dar cuenta de la praxis que se pretende imitar de un modo comprensible. Un mito es entonces para Aristoteles “la organización de lo que sucede en la obra” (Aristóteles 2011, 50a4) y constituye en tanto mediación estética la parte más importante de la tragedia, puesto que sin su correcta construcción y dimensionamiento no podría darse la mimesis de la praxis que se pretende. De otra forma -insistimos con Hamlet- corremos el riesgo de esos actores apuestos y empelucados que hacen andrajos y jirones una pasión, imitando inhumanamente a la humanidad. El arte entonces refleja a la vez y de modo articulado una praxis y una forma. Si no imitara una praxis sería irrelevante y si no imitara una forma sería incomprensible... Si no imitara una praxis, un modo de hacer o un modo de organización como pedía Rodchenko -otro gran defensor de la teoría clásica de la acción- no aportaría nada relevante para nuestras vidas, que al cabo componemos del mejor modo enriqueciendo y refinando nuestro particular repertorio de modos de hacer. Si no imitara una forma, quizás podríamos columbrar que intenta decirnos algo, pero no habría modo de entendernos, hablaría en chino para nosotros, puesto que las formas son como los puertos que nos permiten iniciar el acoplamiento con la obra o con los otros en general. Sin formas compartidas, o sin el intento al menos porque las haya, no hay vida en común, no hay encuentro posible. En la estética occidental y con la decadencia de la teoría clásica de la acción después de Spinoza -quizá su mayor teórico moderno- se ha ido mutilando este par básico de la estética clásica y con la modernidad, à la Hanslick, se ha tendido a enfatizar únicamente la imitación autorreferencial de la forma. Salvo honrosísimas excepciones que van de la estética de Goethe a la de Pareyson, y a la del tan mal comprendido Lukács sobre todo, no se ha recuperado de modo explícito la segunda parte de este doblete: la noción misma de praxis característica y constitutiva, como unión de discurso y acción6, como expresión de la especificidad de un conatus, de una autopoiesis como las que podemos encontrar de modo característico en cualquier ser vivo o en cualquier morfología. Cuando se ha podido pensar en recuperarla, se han encontrado los teóricos con que esta praxis, que constituía el objeto clásico de imitación del arte, se había convertido en una especie de animal fabuloso, una criaturilla indescifrable que había quedado por completo fuera de juego, haciendo su estética difícil de asimilar para el hombre moderno, en el que el conatus ya no es un componente constitutivo de la psicología diferencial. A nosotros, temerarios desacoplados, más premodernos que postmodernos, ese decalage histórico no nos arredra en exceso y pensamos que es aún viable pensar y construir toda práctica artística como mimesis de una praxis, un medio homogéneo mediante el que se modula un sentido específico de antropomorfización vinculado al despliegue publico de un hacer y un comprender, de una acción y una palabra. … No deja de ser preciso que sometamos ahora a análisis este carácter público. Siempre según Arendt, la acción -al contrario que sucede con la fabricación propia del trabajo- no puede darse cuando estamos solos. La acción y el discurso necesitan tanto de la presencia de otros humanos como la fabricación necesita de la presencia de la naturaleza como material. Pero al defender esta posición, quizá se le escapa a Arendt que la presencia de los otros está ya de modo imborrable en el lenguaje y la memoria, que cada uno de nosotros somos también los otros. Lo que parece evidente es que la acción y el discurso necesitan de un todo repertorial hacia el que tender, al que de algún modo referirse. Nadie es capaz de hacer todo, de dar cuenta de todo … y en este juego si no damos cuenta de todo es como si no diéramos cuenta de nada. Esta tradición en la que necesitamos vitalmente insertarnos puede muy bien ser una tradición inventada como nos inventamos unos hitos intelectuales o estéticos que nos sirven de referencias. Tanto Aquiles como Hamlet necesitan no sólo de quien cuente su historia, sino de alguien que al hacerlo la integre -como hemos dicho- en una repertorialidad, la convierta en parte de un juego de sentidos, evitando que sea sólo un gesto descabalado, un wounded name. Por supuesto, como recuerda Arendt, sólo una comunidad de lenguajes, la polis por ejemplo, puede otorgar esta garantía repertorial y con ello mantener, al decir de Pericles, la fama inmortal de sus ciudadanos. Las acciones por sí solas son un poco como las fotografías que al decir de Berger, han sido extraídas de una continuidad (Berger 1982, pág 92 y ss), de una historia. Las fotografías como las acciones son menesterosas de palabras, de discursos que las devuelvan su carácter plenamente humano de praxis. Sabiendo que este discurso como todo mythos, como toda forma, no tiene fin, no clausura el potencial, ni la pregnancia de la acción, de la imagen que seguirá siendo puerto de innumerables acoplamientos. Bibliografía Hannah Arendt, La condición humana, Paidos, Barcelona 2002 Aristóteles, Poética, Gredos, Madrid, 2011 John Berger y Jean Mohr, Another way of telling, Vintage Books, Nueva York, 1982, Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, Espasa Calpe, Madrid, 1991 John Jones, On Aristotle and Greek Tragedy, Oxford University Press, Londres, 1962 Albin Lesky, La tragedia Griega, Barcelona, El Acantilado, 2001. Sobre una edición original de 1957. Georg Lukács, Estética, tomo II, Grijalbo, México, 1982 Luis Ramos-Alarcón Mercín, El concepto de “ingenium” en la obra de Spinoza; análisis ontológico, epistemológico, ético y político, Tesis Doctoral, Universidad de Salamanca, 2008 Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia Antigua, Barcelona, Paidos, 2002

viernes, 2 de diciembre de 2011

Leyes modales

Leyes de la repertorialidad


Ley de inmanencia: Una forma es como es, si es así, así debe ser

Ley de la compleción: Si hay una forma que da cuenta de esto, debe haber una forma que de cuenta de lo otro.

Ley de acotación repertorial, Lex parsimoniae: las formas que constituyen un repertorio no deben multiplicarse más allá de lo necesario




Leyes de la disposicionalidad


Ley de pertinencia disposicional, Ley "Sinatra" Si puedo hacer una cosa aplicando mis disposiciones, así debo hacerlo.

Ley de variabilidad disposicional: Si un agente en un tiempo cuenta con una serie de disposiciones, otro agente o el mismo en otro tiempo contará con otras.

Ley de expansión inmoderada: el conjunto de posibilidades disposicionales debe diversificarse y multiplicarse tanto como sea posible.





Leyes del paisaje


Ley de la policontexturalidad: Un paisaje debe configurarse para dar cabida de modo sostenible al máximo número de sistemas vivos.

Aplicación primera: las infraestructuras y grandes obras deberían ser concebidas como “facilitadores” de la policontexturalidad y no como fagocitadores de cualquier otro sistema que no sean ellas mismas.
Aplicación segunda: Los monocultivos, especies invasivas, o los productos transgénicos deberían cuestionarse en función de esta ley.

Ley de la potencia instituyente: Un paisaje debería configurarse de modo tal que no arrebatara a sus habitantes la capacidad intervención sobre el mismo, la capacidad de obrar y comprender respecto de él.

Aplicación primera: no se puede usar el poder instituyente para cancelar el poder instituyente en uno mismo o en los otros.
Aplicación segunda: la explotación de un recurso biológico o minero no debería expropiar el poder instituyente –ni mucho menos expulsar- a la comunidad que lo habita.



Ley de la irreducibilidad a concepto

Un paisaje debería contener y auspiciar un número suficiente de elementos indeterminados e imprevistos que mantuvieran un gradiente de variación de las posibilidades de acoplamiento que el mismo ofrece.

Aplicación primera: todo paisaje debería contener partes no diseñadas e incluso “descuidadas”.
Aplicación segunda: la enuncia Sun Bin en términos militares: “ajusta la formación para que contenga desorden”



Ley de la autonomía y la especifidad de cada paisaje.

Cada paisaje en virtud de los condicionantes geológicos, climáticos, macro-históricos se desarrolla en un sentido específico cuyas dinámicas internas cabe conocer y respetar.

Aplicación primera: constituye despropósito intentar travestir a un paisaje en otro en función de modas, o intereses espurios. Campos de golf, visitas turísticas.
Aplicación segunda: La presencia de turistas u observadores no debería formatearse de modo que quebrara la cohesión dinámica del paisaje. Tirolinas ruidosas en un bosque de lluvia.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Esteticas Fascistas.

Un viejo tema que nunca he querido dejar de lado. He revisado textos antiguos y los he actualizado y adaptado a mis ideas más recientes. Ahi va:




Cuando se alude a las Estéticas Fascistas, solemos empezar por pensar en grandes desfiles, encuentros de la juventud, marchas de antorchas, masivos sermones al aire libre y multitudes enardecidas dispuestas a lanzarse a degüello sobre el enemigo más próximo.
Que las estéticas fascistas susciten semejante asociación de ideas no es en absoluto extraño puesto que, no sin cierta razón, el término "fascismo" suele ligarse a la capacidad de encuadramiento y movilización de los elementos más violentos e irracionales de nuestro comportamiento.
En el cumplimiento de esa asimilación se le suelen atribuir no pocos, ni poco misteriosos, poderes a la estética de los fascismos. La estética parecería aquí ser la encargada de informar una propaganda total, una suerte de monopolio de las representaciones que permitiría modelar la consciencia de las masas, nada menos.
En lo que sigue vamos a intentar elucidar qué bases históricas permiten defender semejante función para la estética, al menos en el caso del nacionalsocialismo alemán entre 1934 y 1945, quizá el régimen fascista cuyos niveles de eficacia siempre dan en destacarse. Esperamos poder demostrar que no resulta sostenible, ni oportuno, atribuirle de unos poderes casi mágicos ni al arte ni tampoco a la propaganda del fascismo. Veremos, en cambio, cómo hay otros elementos de organización de la sensibilidad y la agencialidad que quizás han recibido menos atención y que a nosotros como investigadores de la estética y la teoría de las artes pueden sernos del mayor interés.


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Podemos entrar en materia, tomando como base de partida un texto clásico en lo que a "idees reçues" sobre fascismo y arte fascista refiere. A mediados de los años 50, en plena guerra fría, y en pleno auge del movimiento intelectual que tuvo que construir el concepto de totalitarismo, publicaba Werner Haftmann su obra de referencia "Malerei im 20 Jahrhundert", del que escogemos este breve párrafo, en el que definía el arte totalitario como:

"… el fenómeno de unidad estilística presente en todas las dictaduras. Así como éstas, para fundar su propia potencia proceden a la movilización de las masas y a destruir el libre espíritu individual, del mismo modo el arte totalitario como norma vinculante adopta el tipo medio de la mentalidad de la gran masa y elimina lo particular. El contenido y su importancia propagandística son los elementos prioritarios, adecuado a los hábitos visuales de la masa... En su más intima esencia el principio totalitario tiende a la aniquilación de la fe en el valor personal y en la función del espíritu aislado." 1

Se juntan en este texto una serie de ideas fuerza que por mucho que hayan tenido un papel constante y necesario en la legitimación de las democracias occidentales, especialmente como hemos dicho a lo largo de la década de los 50, resultan ahora difícilmente sostenibles tanto desde un punto de vista estrictamente estético como desde una más amplia visión histórica y política. Ahora que el enemigo totalitario soviético se ha reconvertido a mundo libre, y el principal arte que allí se produce acaso sea el que sus habitantes han de poner en juego para sobrevivir, quizás sea tiempo de analizar más comedidamente la base histórica y estética de algunos de los enunciados presentes en el discurso clásico sobre el totalitarismo y que se dejan ver con toda claridad en el breve párrafo que nos ha servido de aperitivo.

Yendo pues a por los términos a los que recurre Haftmann en el modélico párrafo citado, no cabe sino empezar contraviniendo el principio del mismo, dejando claro que el arte fascista no parece mostrar una especial unidad estilística ni tan siquiera una manifiesta ruptura respecto al corpus del arte "burgués" del siglo XIX: como hacía notar con orgullo la presidenta de la Asociación de Arte Alemán de Karlsruhe, la Sra Feistel-Rohmeder, su asociación había mantenido firmemente durante quince años y sin la mas mínima desviación, la línea señalada como válida por la dirección artística del Tercer Reich, antes siquiera que dicha línea hubiera sido definida o que Hitler llegara al poder ... en ese sentido sostiene Bertold Hinz:
“ después de la toma del poder no se había simplemente introducido un “nuevo” arte, sino que ya desde hacía mucho tiempo existían dos tipos de arte en Alemania; el arte moderno era quizá el dominante pero ciertamente no el único...” 2

El arte fascista parece por tanto entroncar de un modo relativamente aproblemático con una línea de producción artística perfectamente aceptada y a la búsqueda de hegemonía en la Alemania de los años 30, así como en el resto de Europa y Estados Unidos. Que esta producción artística tuviera un cierto carácter kitsch no es extraño si aceptamos las tesis de Hermann Broch que vinculan el kitsch precisamente con el recurso obsesivo a usar vocablos ya aceptados, impulsados por la necesidad -vileza ética diría Broch3- de agradar e impresionar sin salirse de la raya, ni arriesgarse en lo más mínimo... sin duda es difícil sostener que dichas limitaciones formales sean inherentes de modo exclusivo o distintivas siquiera del arte fascista. En otras palabras los elementos de un clasicismo decorativo y pompier, tan correcto como estéril y algo kitsch ya estaban instalados en la cultura estética europea desde finales del XIX. El fascismo acabó encontrando más oportuno acoplarse con ellos, sin perjuicio de que tanto en Italia como en Alemania e incluso en España hubiera sus momentos de flirteo con algunos artistas de la vanguardia -de Marinetti a Nolde o Jimenez Caballero, pero ello no le otorga una nueva ni una mayor unidad estilística a la producción artística de esa tendencia...
Tampoco puede sostenerse que una vez decantado el fascismo hacia el campo del arte academicista, éste haya destacado por una clara decantación hacia el contenidismo y la propaganda, dentro mismo del campo del arte y la pintura culta, que es, por lo demás, a lo que se refiere Haftmann en el texto arriba citado. Esta opinión se hace difícil de sostener si recurrimos a los datos que nos proporcionan investigaciones ya clásicas como la que presentara en su día Hildegard Brenner4 demostrando cómo las obras seleccionadas en las "Grandes exposiciones de Arte Alemán", como la de 1937 correspondían a los siguientes géneros: paisajes (40%), "mundo masculino y mundo femenino" (campesinos, deportistas, juventud - 20%), retratos (15'5%) animales (10%) oficios (7%) ... El único signo del Tercer Reich, dice Brenner, son los retratos de funcionarios (1'5%) y los de edificios del regimen (1''7%). Como ha destacado Joan Clinefelter en su más reciente estudio Artists for the Reich lo que se ha dado en llamar Arte nazi se define menos por el contenido y el estilo que por la glosa interpretativa que se le superpone. 5
Si el arte nazi no tuvo una especial unidad estilística, ni desde su falta de sentido de conjunto se orientó de modo irrefutable hacia la propaganda, entonces quizá haya que cambiar de foco y pensar que acaso los misteriosos poderes de la estética en los fascismos haya que buscarlos en las prácticas menos elevadas, aquellas correspondientes a la pura propaganda y los medios de masas, con sus escenografías, sus discursos y todo su aparato de movilización...

El caso es que trabajando sobre los datos correspondientes a la organización de grandes actos de masas y comparando su peso especifico en los primeros tiempos del régimen nazi y sus años de plenitud criminal, belicista y de catástrofe final, sorprende encontrarse cómo los análisis más recientes vienen a sostener que:
" Los rituales y organizaciones de masas, las campañas etc... sólo eran capaces de crear estados de animo maníacos e intoxicados durante periodos más y más breves frente a los desafíos que el régimen debía asumir... Por demás que muchos ingredientes eran precisos para un acto de masas exitoso y su efectividad era siempre limitada...De hecho estas grandes ceremonias con sus trucos limitados empezaron a ser menos frecuentes (aunque nunca desaparecerían del todo) a partir del 35."6
Es también en el año 35 (tan solo un año después del acceso al poder de Hitler) cuando se empiezan a recortar las emisiones radiofónicas dedicadas a transmitir los famosos discursos del Führer, pasando estas emisiones de una contar con una frecuencia prácticamente diaria, a una única emisión por semana, para desaparecer casi del todo en un periodo tan temprano como el año 38.

¿Es ese el medio de propaganda total, que debía exorcizar a las masas? ¿aquel en el que se basaba el nazismo para inducir una intoxicación colectiva en millones de personas?
Por supuesto que, de modo distintivo el régimen nazi contaba con un Ministerio de Propaganda, al cargo del cual se encontraba el mismísimo Goebbels, pero si este ministro merece algún crédito como buen propagandista, será precisamente no por saturar de discursos incendiarios y de retórica fácilmente desarticulable la esfera pública sino porque se dará cuenta, relativamente pronto, que no puede aspirar a generar y mucho menos a controlar en una sociedad compleja y moderna como era la alemana de los años 30, un clima de opinión perfectamente homogéneo. Uno de los mayores hallazgos y quizás de los más consensuados actualmente entre los investigadores del fascismo histórico, es que la forma más correcta de describir la tanto la atmósfera ideológica como el funcionamiento mismo del poder, no es tanto la de una absoluta centralización y homogeneidad como la de una poliarquía que basará su estabilidad en el equilibrio entre un número relativamente alto de discursos y fuentes de poder. El Führer mismo logrará sobrevivir a base de aprovechar y canalizar los enfrentamientos y rivalidades entre las diversas líneas que se componen en el aparato de gobierno y guerra nazi: el aparato militar e industrial de las SS de Himmler entrará en tensión con figuras como Goering que cuenta con el apoyo de la Luftwaffe o como Speer que canalizará las influencias de la gran industria metalúrgica y armamentística...
En el plano ideológico y propagandístico la mismas variaciones de la guerra y la hegemonía relativa de los diferentes sectores del partido y el ejército hicieron que los énfasis tuvieran que pasar de atacar al liberalismo inglés a meterse con el totalitarismo soviético, ensalzar la alianza con los italianos y los japoneses o ignorarla por completo...
Un dato bien relevante sobre la categoría como propagandista de Goebbels es que ni siquiera perdió esfuerzos en intentar reproducir el ambiente de entusiasmo colectivo que despertó el inicio de la guerra en el año 1914: ni en el 39 ni luego, mas tarde, ni tan siquiera con la toma de París, se producirán manifestaciones de gozo popular como las que se habían visto en los comienzos de la Primera Guerra Mundial. Goebbels sabe que puede jugar con tendencias e ideas que están de alguna manera presentes en la sociedad alemana, pero crearlas de cero excede sus posibilidades y él -a diferencia de muchos de los que han escrito sobre él- lo sabe.

La estrategia del flamante ministro de propaganda será, muy por el contrario, la de disponer que el ministerio de propaganda apoye la producción de sano entretenimiento apolítico, relajante para la dura vida de la gente en la retaguardia, tanto mas dura en tanto se vaya agravando el aislamiento del régimen y la marcha de la propia situación bélica. Esta es por lo demás una constante bien comprensible en las situaciones de ansiedad y stress, como las producidas por la guerra o la producción. Como destacaba un corresponsal del New York Times en 1943: "Los soldados quieren música, quieren reírse, ser entretenidos. No quieren dramáticas imágenes de guerra...”7
Y hay que tener en cuenta que en la segunda guerra mundial, sobre todo en la Alemania sometida a los bombardeos extensivos, el frente y sus estados de animo llegaba de lleno hasta la misma retaguardia, sometida a esfuerzos y tensiones a menudo comparables con las de los soldados de primera línea.
Los datos sobre la producción de cine en Alemania, quizá el entretenimiento de masas por excelencia, son bien iluminadores al respecto de lo que aquí sostenemos: como Richard Grünberger demuestra en su monumental “Historia Social del Tercer Reich”, de los 1100 largometrajes filmados más de la mitad eran historias de amor o comedias, una cuarta parte cintas policíacas, de aventuras o musicales. El veinticinco por cien restante lo formaban en partes más o menos iguales películas de temática histórica, militar, juvenil y política. Por eso podemos sostener con este autor que “en ningún arte se mantuvo tanto una continuidad después de 1933 como en el cine… gobernantes y gobernados llegaron así a un acuerdo acerca de la función primordial del cine: facilitar el Wirklichkeitsflucht, la huida de la realidad”8.
También coinciden en este sentido los datos procedentes de las producciones musicales: estilísticamente hablando los nuevos productos musicales de los media abrazaban el idilismo rural-folk, las marchas de metales, versiones “sentimentalizadas” de las grandes obras de concierto y opera, valses de ensueño de las películas UFA, etc...
Podemos concluir de estos datos que, como dice Detlev Peukert, uno de los principales actores del cambio de paradigma en la investigación del carácter y peculiaridades del nazismo:
"En el ministerio de Goebbels se dieron cuenta pronto de que una lealtad duradera, capaz de sobrellevar los problemas cotidianos no podía en modo alguno ser generada sólo por ceremonias de solsticio. El único modo de remedar la falta de sustancia de la Volkgemeinschaft era producir “lealtad pasiva”, y esta dependía más de que los media ofrecieran entretenimiento y distracción” CITA.
Por supuesto que dicha apuesta por el entretenimiento apolítico comparecía acompañada por el pronunciamiento de Goebbels que sostenía que el lugar de las SA estaba en la calle y no en la pantalla de cine9. Y ahí es donde queremos llegar: la especificidad de los fascismos no debe buscarse tanto en factores de orden estético, como en los muy diferenciados rasgos políticos y militares que conducirán a una guerra como la del frente del este, donde se violarán todas las convenciones y los usos militares comunes o a persecuciones como las sufridas por la oposición política, los gitanos o los judíos en toda Europa.
Parece entonces que si nos preocupa el funcionamiento de las estéticas en el fascismo, deberemos dirigir nuestra atención más a su funcionamiento en tanto generadoras de consenso e "indiferencia", que no a grandes y siempre peligrosas movilizaciones de masas.
Parecería que las palabras clave para "explicar" el funcionamiento cotidiano del fascismo podrían andar más cerca de las relativas a normalidad, buen gusto, armonía, etc...
No puede suponer esto una negación de la especificidad del fascismo, ni el enésimo intento de estirar la definición de los regímenes fascistas hasta hacerlos irreconocibles. Más bien al contrario, se trata de ver algo que acaso estábamos pasando por alto: las continuidades que se dan en un plano estético y las rupturas que efectivamente se dan en un plano militar y político y que por falta de estudio han podido seguir el camino abierto sin mayor problematización.
Como ya hemos adelantado, buena parte de los relatos sobre el fascismo realizados a la sombra de la Guerra Fría y en función de los enfoques totalitaristas e intencionalistas,dieron en construir una imagen tal de los regímenes fascistas que hubiera resultado del todo insostenible de no poder recurrir a algún misterioso componente, la estética, capaz de explicar el apoyo continuado de un porcentaje tan alto de la población, incluso en las condiciones desesperadas de los últimos años de la guerra. Sólo la estética podía hacer, en dichas teorías, el papelón de explicar ese apoyo sin tener que reconocer de un modo u otro los tan innegables como suicidas logros en el plano económico y militar. Algo nuevo del nazismo será seguramente la vinculación del crecimiento económico a las grandes obras públicas y a la generación de grandes conglomerados industriales, militares y tecnológicos, a cuyo calor se acabará con el desempleo y se logrará una base y una legitimidad social sin precedentes. El fascismo demuestra la viabilidad de esa receta, así como su necesario acompañamiento de las guerras y la proliferación armamentística necesarias para mantener en pie semejantes conglomerados. A su vez la disciplina productiva y bélica conllevará extremar los procesos de normalización y supresión de grupos percibidos como asociales o disruptivos.
Cabe recordar a este respecto que en la Alemania posterior a 1934 la estabilización de la situación económica dio asiento a una clase obrera relativamente acomodada que buscó en el cine y la radio una nueva dimensión de la esfera pública en la que encontrar fundamentalmente elementos de entretenimiento y consenso. Asimismo el creciente rol del turismo de masas y la promesa de acceso generalizado al automóvil contribuyeron no poco a la estabilidad del dominio nazi, como el mismo Hitler tuvo ocasión de reconocer abiertamente en repetidas ocasiones.10
Todo esto será en los años 30 altamente característico de los regímenes como el nazi, marcando una cierta ruptura con el estilo de vida de Weimar, e introduciendo una innegable especificidad. Ahora bien, una vez explorado el modelo, para nada este quedará restringido a Alemania.
Si consideramos los patrones de consumo, de filiación y persecución política desde los aparatos del estado y de implicación bélica de la América de los años 50, veremos como éstos ofrecen muchas continuidades interesantes. Nos encontramos ahí con la consecución de niveles elevados de consumo comparecieron vinculados a una política exterior y militar agresiva -de América Latina a Corea- y a una persecución relativamente abierta de la disidencia política, dotada de claros sesgos de discriminación racial y antibolchevismo, como pudo verse en los asesinatos y persecuciones de los luchadores por los derechos civiles o las listas negras del maccarthismo. Rasgos todos que si bien no permiten, en ningún caso, considerar a la sociedad americana de los años 50 como si de una sociedad fascista se tratara, tampoco hacen demasiado fácil una caracterización social, militar y política del fascismo... con la que se hubieran hallado -sin duda- demasiadas coincidencias como para dar cuenta cómodamente de las especificidades del fascismo.
De esta aseveración habrá que sacar consecuencias, considerando para empezar que no es fácil postular ninguna subjetividad radicalmente nueva o excepcional que sirva de base y apoyo al fascismo. Y desde luego no hay ninguna gran operación a de alta taumaturgia estético-propagandística capaz de explicar por sí misma las grandes transformaciones industriales, militares y políticas tramadas bajo la cobertura de los fascismos. Por el contrario, todas las pistas apuntarán a pensar que el equilibrio característico del ciudadano fascista, la proporción entre movimiento y reposo, entre entretenimiento e inopia, entre producción y guerra... . Veamos cómo.ha tenido sus continuidades después de la segunda guerra mundial en el seno de los regímenes del capitalismo fordista. Veamos cómo.




El largo camino de construcción de la normalidad.

Cabría, antes de nada, preguntarse en qué consiste movilizar una masa, o más bien, en qué se diferencia de movilizar a una cantidad de individuos, o mejor aun, de conseguir que una cantidad crítica de éstos se abstenga, por miedo o por falta de cauces, de intervenir, oponerse o eludir, las decisiones de grupos de poder.
¿Se ha de asumir que el fenómeno político fundamental en las sociedades industriales modernas, esa especie de (des)movilización-de-masas coincide plena y llanamente con la destrucción del libre espiritu individual, como parecen pensar autores como Haftmann o el mismo Wilhelm Reich?
¿Será del todo una casualidad que las primeras "movilizaciones de masas", en los ejércitos con levas generalizadas, por ejemplo, coincidan con la otorgación a los individuos de sus derechos y su dignidad de ciudadanos por las administraciones "revolucionarias" y napoleónicas? No en balde fueron estas administraciones las que impusieron elementos que, desde la numeración de las casas en las calles a los sistemas de higiene social, contribuyeron decisivamente a optimizar el encuadramiento individualizado de la población, facilitando así enormemente su movilización personalizada para la producción o la guerra...

Foucault ha mostrado con todo detalle cómo la evolución característica de la sociedad occidental hacia un orden político propiamente moderno se ha centrado en la producción y extensión de normalidad, de una serie de patrones conductuales y estéticos que han tenido un papel fundamental como herramienta de control político. Siguiendo las ideas apuntadas por Foucault podría sostenerse que lo primario para la movilización, o mucho mejor para que no pueda suscitarse oposición a ella, parece ser la partición de la masa, o si se prefiere la “fragmentación de la multitud”, de lo indiferenciado, en individuos responsabilizables, localizables, culpabilizables y tanto más expuestos cuanto más designables. En el caso del fascismo además, parece claro que lo que se realiza es una partición en individuos cansados pero con un nivel adquisitivo superior al acostumbrado y con ganas de distraerse.

Lo mismo habría que puntualizar respecto a lo de la "aniquilación de la fe en el valor personal" también enunciado por Haftmann. Justo si en algo se distinguen, precisamente, los fascismos es por la "re-dignificación" del valor de la nación (frente a la Republica de Weimar y la maltratada Italia de post-guerra) pero también del ciudadano individual -siempre y cuando sea miembro del club de la raza elegida claro está- al que se le ofrecen posibilidades de integración, de progreso personal y de responsabilidad en las múltiples organizaciones del partido. No se le ofrece democracia directa, ni capacidad alguna de intervención o decisión real, como tampoco lo hacen los regímenes burgueses, pero si que obtiene una sensación de continuado progreso y de mejora de sus posibilidades de vida. Otra cuestión es el grado en que semejante progreso esté directamente basado en el expolio sistemático de países enteros o que sea del todo insostenible... extremo este del que quizá nosotros mismos deberíamos poder decir algo. El programa de legitimación, la estética de la normalidad que reproduce el nazismo con cierta consistencia, podría describirse, para decirlo en los términos de los tour-operadores, como una especie de "inclusive-exclusive resort".Todo está incluido, mientras el grupo esté bien definido.
Aunque hablemos de turismo, o deportaciones de masas nunca insistiremos bastante en el hecho de que todos esos movimientos se dan tras un cuidadoso proceso de individuación. Contra todo lo que se ha dicho tantas veces, es importante tener presente que el fascismo no anula la individualidad de la gente, al contrario, más bien la hincha y no tanto con discursos belicistas y patrioteros, con discursos del Führer, como con ilusiones de ahorro, viajes de ensueño y, como ya hemos adelantado, automóviles
Semejante plan de "dignificación" se desplegaba por tanto en dos planos: el de las vidas personales de los ciudadanos y el de la Nación. El turismo y la guerra11, los vehículos familiares y los panzers son la cara y la cruz de la moneda del fascismo. Por eso, no es de extrañar que aun hoy en las entrevistas e "historias de vida" obtenidas de antiguos ciudadanos del Tercer Reich siga apareciendo un discreto apego al régimen "pese a todo".
Aunque la mayoría de los alemanes no pudieran permitirse acceder a los cruceros que, ya por entonces, empezaban a dirigirse a Turquía o Canarias, siempre quedaban los viajes de fin de semana a zonas más cercanas o las vacaciones en el campo... los nazis inventaron el turismo de masas, que tuvo su versión civil con Kraft durch Freude, la gran organización de ocio del régimen, su versión militar con las extensas zonas ocupadas desde Francia al Caucaso y su versión infrahumana con la obsesión por mover enormes cantidades de cuerpos antes de proceder a su extrema explotación o su liquidación.
Los informes del partido socialdemócrata en la clandestinidad dan prolijos detalles de cómo la antaño aguerrida clase obrera alemana empezó muy pronto a pillarle el gusto a esta vida disciplinada que permitía ahorrar y tener acceso a niveles de consumo poco habituales hasta entonces.
No en vano nos encontramos en la época de aparición en Europa de lo que Henry Ford ya había empezado a generalizar en los EEUU: el acceso al utilitario. Los trabajadores alemanes no sólo obtienen trabajo y una relativa estabilidad (otra cosa serán los derechos laborales) sino que obtienen sobre todo la trama de ilusiones que supone el ahorro, el ir pagando los bonos que en un plazo determinado le darán acceso a un automóvil: el Kdf Wagen (Kraft durch Freude, de nuevo, es decir, Energía a través de la alegría, algo así como el pensamiento positivo hecho institución nazi) precedente directo en diseño y lugar social del Volkswagen o Coche del Pueblo o la Gente.

El proyecto antropológico" que las estéticas fascistas parecen implicadas en llevar adelante no es ni el del ciudadano embrujado, de voluntad anulada por el estado omnipresente, ni el fanático continuamente dispuesto a la guerra y al exterminio (ambas figuras, si leemos ahora a autores como Wilhelm Reich, tienen más de fantoche, que de posibilidad humana sostenible).
El proyecto humano de las estéticas fascistas es nada menos que el del "ciudadano normal" el del buen chico, dotado de sentido común, y capaz de ser disciplinado y ahorrativo porque así le conviene y nada se puede hacer para cambiarlo.
Ya Musil había profetizado, por cierto, que ese convencimiento de que "el estado definitivo de un hombre espiritualmente instruido era poco más o menos la limitación, la "especialidad" unida al convencimiento de que todo debía cambiar; sin embargo era inútil reflexionar sobre ello..”. El ciudadano instruido, el ciudadano que lee los periódicos, que se reconoce en la opinión pública... que prefiere no hablar de política...

Así parece que lo siniestro de las estéticas fascistas no estará tanto en los grandes movimientos de masas, como en los consensos "individuales".
La diferencia es importante porque es en base a ella que el trabajo estético relevante del fascismo no está tanto en una tramoya de la excepción como en la horticultura de la "normalidad", no tanto en vistosos aquelarres de masas, como en pacíficos paisajes y bodegones para el salón de quien quiere asegurarse de quedar del lado de la zanja de que hay que estar.
Las estéticas fascistas serán entonces los dispositivos que cultivan y amarran esa indiferencia, esa "normalidad"...

miércoles, 26 de octubre de 2011

Disposiciones e ingenios

A mi compañero Luis Ramos Alarcón


Teoría de los ingenios como teoría de la intervención disposicional.

El equilibrio característico de la sensibilidad estética es el que se da entre extrañamiento y reconocimiento, entre sorpresa y familiaridad. Por eso toda producción artística se basa –de modo más o menos explícito- en la repetición, entendida como elucidación generativa, de una serie de patrones situacionales y formales que nos suenan pero con los que nos tenemos que hacer, cuya trama debemos descubrir aplicándonos, poniendo en juego las disposiciones que somos.
Estos lenguajes de patrones que dan base a nuestra intervención disposicional tienen la implacable tendencia, más evidente en los sistemas estéticos más consolidados, a constituir conjuntos máximamente completos y coherentes; organizándose de tal modo que puedan dar cuenta, en cierta medida, de aquello que como sensibilidad “podemos”, de aquellos registros con los que somos capaces de acoplarnos y que por ello mismo nos definen y ubican como cultura e incluso como especie. A esta tendencia a la compacidad, la coherencia y a dar cuenta de los alcances de la sensibilidad le hemos denominado “repertorialidad” y pensamos que seguramente sea uno de los fenómenos básicos de toda comprensión y producción estética.

Pero como ya hemos explicado, si la repertorialidad es uno de los puntales, el otro es el de la necesaria intervención disposicional, sin la cual no habría acoplamientos de ningún orden. Buena parte de las epistemologías y la estéticas premodernas dieron en tratar este nivel utilizando la noción de ingenio. Veámosla con detalle clarificando, ante todo, que en este uso clásico de la noción de ingenio, o mejor del plural ingenios, no nos referiremos en modo alguno a lo que ha venido siendo el uso tardío y que se limita a aludir a cierto tipo de inteligencia destacada por su ligereza y “creatividad”. No, para nuestros clásicos la teoría de los ingenios era mucho más que la teoría de un tipo determinado y acotable de inteligencia: era por encima de todo una “teoría de la distribución”, una teoría de los temperamentos y de los modos de estar vivo y de ejercer como tal.

No es difícil rastrear el proceso por el que la noción de ingenio ha dejado de tener el peso que tenía en la antigüedad, el filologo italiano del siglo XVII Egidio Forcellini en su Totius Latinus Lexicon nos ofrece un time-lapse de esta evolución, explicándonos las cuatro direcciones en las que se puede relacionar el término «ingenium» con otras raíces semánticas:

i) Designa las cualidades innatas de una cosa: vis, natura, indoles, insita facultas.
ii) Se aplica a los seres humanos y a sus disposiciones naturales, sus temperamentos y maneras de ser: natura, indoles, mores;
iii) Por metonimia, designa a los hombres dotados de modo notorio de alguna de estas facultades.
iv) Por especialización expresa particularmente algunas disposiciones naturales del hombre como la inteligencia, la habilidad y la inventiva: vis animi, facultas insita excogitandi, percipiendi, addiscendi, solertia, inventio.

Como se puede ver, estas cuatro posibilidades se pueden reducir a dos grupos, uno que aporta definición y otro que aporta aplicaciones. El de definición – i y ii- establece la noción de ingenio, tal y como hemos adelantado, como una teoría de la distribución: hay diversas índoles y estas se hallan distribuidas en las diferentes cosas y criaturas existentes. El segundo grupo, el correspondiente a las aplicaciones revela el proceso por el que la raíz ha ido perdiendo su carácter distributivo básico para especializarse en revelar algunas de estas disposiciones que por su carácter proactivo se hacen más notables. Con todo, es obvio que nos toca a nosotros desandar este camino si es que queremos entender en toda su potencia este nivel de intervención disposicional que aún en autores de nuestra Ilustración más temprana como Huarte de San Juan, Vives o Gracián se deja ver con toda claridad. Para la cultura estética y de la acción característica de la temprana y frustrada Ilustración latina, cada ingenio expresa algunas de las capacidades productivas y creativas innatas, inherentes pero susceptibles de ser cuidadas y desarrolladas en cada ser humano. Si ese desarrollo de los ingenios, comunes y presentes en cada cual, se da de modo oportuno y significativo, es fácil entender como a cada cual le es dado constituirse acoplándose con los repertorios establecidos y eventualmente hacerlos moverse, desplazarlos o transformarlos.
Los ingenios, siempre en plural, son entonces una suerte de administradores relacionales: conectan y desconectan términos y sentidos, revelando con ello equilibrios repertoriales quizás inesperados.
Ese es justo el sentido en que Cicerón consideraba los ingenia definiéndolos a la medida de la capacidad humana para comprender las relaciones de similitud entre cosas que aparentemente pueden diferir mucho entre sí pero que tienen nociones comunes. Esas son las inteligencias características de la poesía para dar con metáforas que nos revelen, como si fueran del todo nuevos, determinados aspectos, determinadas relaciones, basadas en semejanzas, en analogías poco recurridas, a ese orden de ingenios en concreto le llamó Aristóteles la euphyía:

" ...lo más importante con mucho es dominar la metáfora. Esto es, en efecto, lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio de talento (euphyía); pues hacer buenas metáforas es contemplar (theorein) las semejanzas"

por supuesto podemos encontrar –sin dejar a Aristóteles- otros niveles semejantes de intervención disposicional también caracterizados como operaciones de avistamiento y distribución de las relaciones, así en los Analíticos habla el Estagirita de un ingenio que él denomina anchinoia:

"La vivacidad mental (anchínoia) consiste en acertar en un tiempo imperceptible, con el medio, v.g. si uno, al ver que la luna tiene siempre brillo en la dirección del sol, en seguida intuye por qué es eso, a saber, porque recibe el brillo del sol;

del mismo modo que en la Ética a Nicómaco nos introduce a la synesis:

"Hay además la synesis y la eusynesía, por la cuales llamamos a ciertos hombres o comprensivos y penetrantes. No son estas cualidades lo mismo que la ciencia en general ni lo mismo que la opinión, pues si así fuese, todos serían comprensivos. Ni tampoco alguna de las ciencias en particular, como la medicina, que se refiere a la salud o la geometría a las magnitudes.
La synesis, en efecto no se refiere a las cosas eternas e inmóviles, ni a todas las sujetas a generación indistintamente, sino a aquéllas sobre las que se puede estar perplejo y de deliberar.
Se ocupa, pues, de los mismos objetos que la prudencia; pero, con todo, no son lo mismo synesis y phrónesis. La prudencia es imperativa (epitaktiké), pues su fin consiste en determinar lo que debe o no hacerse, mientras que la synesis juzga (kritiké); la synesis la tomamos aquí como sinónimo de penetración y lo que decimos de los comprensivos se entiende también de los penetrantes (eusynetoi)" .

Uno de los ilustrados que estuvo en la posición de recuperar esta importantísima teoría del procomún de la inteligencia y la sensibilidad con una clara intención de intervención social fue el médico navarro Juan Huarte de San Juan, autor de todo un best seller académico de finales del XVI, que se siguió editando sin interrupción a lo largo del siglo XVII en toda Europa y que Lessing vertió al alemán en Wittemberg en 1785.
Huarte aporta desde su teoría de los conocimientos un claro carácter constructivista a la comprensión del entendimiento que en ese sentido, se puede decir, anticipa algunas de las tesis fundamentales de Kant en su descripción del proceder del entendimiento:
"pero la verdad que el entendimiento ha de contemplar, si él mismo no la hace y no la compone… toda está desbaratada y suelta en sus materiales, como casa convertida en piedras, tierra, madera y teja, de los cuales se podrían hacer tantos errores en el edificio cuantos hombres llegasen a edificar con mala imaginativa… Lo mismo pasa en el edificio que el entendimiento hace componiendo la verdad: que si no es el que tiene buen ingenio, todos los demás harán mil disparates con unos mismos principios. De aquí proviene haber entre los hombres tantas opiniones acerca de una misma cosa, porque cada uno hace tal composición y figura como tiene el entendimiento. De estos errores y opiniones están reservados los cinco sentidos; porque ni los ojos hacen el color, ni el gusto los sabores, ni el tacto las calidades tangibles: todo está hecho y compuesto por naturaleza, antes que cada uno conozca su objeto".
En Huarte la noción de ingenio interviene para explicar por qué, mientras el mundo es el mismo para todos, los individuos y las diferentes culturas dan cuenta de él de modos tan diversos. Para Huarte, la diversidad de ingenios está intimamente conectada con la diversidad de las disposiciones del cuerpo – o al decir de Moreau: en la de las irreductibles maneras como la Naturaleza, en cada individuo singular, ha aplicado sus propias leyes. Lo que en Huarte remite a la mezcla de los cuatro humores, en Spinoza supone una ecuación en términos de reposo y movimiento. Pero en los dos casos se trata de un concepto forjado para delimitar la diversidad de los individuos y pensarla en relación con su determinación corporal.
Pese a las más de cincuenta ediciones europeas de la obra de Huarte, y pese a su clara influencia en la teoría de los ingenios de Spinoza , parece claro que la evolución de las teoría hegemónicas sobre la inteligencia y la sensibilidad acabó arrinconando –temporalmente- estas posiciones, hasta prácticamente borrarlas del mapa intelectual mismo.
Así por ejemplo en francés sólo se han seguido utilizando de modo claramente sesgado los adjetivos ingénieux e ingénieuse, mientras que ingenium ha sido traducido como ésprit, génie, talent… Tanto es así que los traductores al francés de Spinoza, para poder mantener algunas de las inherencias conceptuales de ingenium han tenido que traducirlo como complexión.
El mismo caso se da en la lengua inglesa: utilizan el adjetivo ingenious, pero el sustantivo ingenuity ya sólo tiene el sentido de ingenuidad, como el adjetivo ingenuous. En la traducción de la Ética realizada por Boyle se recurre a nature, disposition, etc., para traducir ingenium.
La situación se repite en la lengua alemana: traducen ingenio como Geist, Genie, geistreicher Mensch o Kunstgriff, e ingenioso como sinnreich o erfinderisch, pero no tienen que conserve las implicaciones etimológicas que destacan coherencia conceptual y sus derivados.

Tan evidente es la pérdida que el mismo Noam Chomsky ha tenido que recurrir al mismo Huarte y su teoría de los ingenios como antecedentes de las necesidades teóricas de su propia teoría de la generatividad gramatical. Para nosotros es ya obvio que no se puede sostener una teoría de la generatividad, así sea lingüística o estética en general sin una teoría de la diversidad y la agencialidad de los ingenios que en sus acoplamientos con los conjuntos repertoriales -conformados por los léxicos o las diversas poéticas- concreta y construye el procomún de la sensibilidad estética.

sábado, 1 de octubre de 2011

La monstruosidad experiencial

La monstruosidad experiencial


An experience must be as finely crafted and precission engineered as any other product .
Joseph Pine

No nos asusta quien quiere sino quien puede. Es decir, para que algo –un monstruo pongamos por caso- nos inquiete, tiene que haberse constituido a la medida y escala en la que es susceptible de afectarnos. De otro modo –obviamente- ni siquiera podríamos advertirlo o en vez de asustarnos nos provocaría risa quizás o conmiseración.
Este necesario acoplamiento entre asustadores y asustados nos ha hecho definir a todo monstruo como una figuración de relaciones susceptible de comprometer de un modo característico nuestra cohesión interna. Comprometer por tanto esa cohesión interna, es decir el concreto equilibrio entre acciones y pasiones, inteligencias e inercias que somos a cada momento y hacerlo de un modo sumamente característico es lo que define a un monstruo.
Con ello, todo sistema de figuración monstruosa no sólo hace explícita una determinada teoría de la amenaza, sino que constituye un instrumento de primera mano para elucidar los concretos niveles y escalas en los que concebimos la agencialidad de orden político o económico que habitamos y en la que podemos resultar afectados. Vamos por consiguiente a dejar de considerar –es una petición de principio metodológica- los monstruos como una especie de “otro absoluto”, un engendro con el que no tenemos absolutamente nada en común, para centrarnos precisamente en aquello en que coincidimos con el monstruo, con los momentos relacionales en los que nos encontramos con las diversas monstruosidades que cada contextura social logra pergeñar.

Cada monstruo entonces –debemos insistir- dará en amenazarnos de una manera y en una escala determinada, que a su vez exigirá una respuesta dimensionada según unas maneras y unas escalas acordes con las de la monstruosidad en cuestión. El monstruo relevante se construirá a la medida de la cohesión que pretende quebrar y esa cohesión a su vez adoptará buena parte de los niveles y escalas de la monstruosidad amenazante para poderla combatir.
En la medida en que nos centremos en esto, por eso hacíamos la petición de principio, podrá una teoría de la vida social de los monstruos aportarnos conocimientos sensibles sobre los modos en que concebimos como frágil una organización política, militar o productiva determinada.

En términos productivos, ya que nos ponemos, la hegemonía de los monstruos aristocráticos -característica de la primera mitad de siglo XX- parece coincidir con un tipo de capitalismo basado en los grandes capitanes de la banca y la industria: figuras como Henry Ford, Rockefeller o el mismísimo ciudadano Kane serían los equipotentes modales de Drácula, King Kong o La Momia…
Cuando la era de los monstruos aristocráticos ceda su preeminencia a los monstruos de masas, hacia los años 50 del siglo XX, los elementos claves del orden productivo ya no serán las grandes figuras personales de antaño, sino tramas corporativas formadas por miríadas de empleados y ejecutivos que, como hordas de zombies o marcianillos, invadirán el paisaje económico: los nuevos monstruos proactivos posteriores a la Segunda Guerra Mundial serán tan masivos como la Ford, la IBM o la mismísima Iberdrola...
La etapa correspondiente a los monstruos endógenos, los que salen de dentro como Alien o The Stuff, acompañará la emergencia de octavos pasajeros a los que les da por hacerse empendendores y fundar empresas aquí y allí, donde menos te lo esperas. Es el capitalismo de Reagan y Thatcher donde al calor del desmantelamiento y deslocalización de las grandes empresas-monstruos de masas se hace necesario que saquemos el empresario que todos llevamos dentro.

Pero lo que vamos a ver ahora es cómo, ya más recientemente, desde mediados de la década de los 90 especialmente, ha ido cobrando protagonismo un tipo de monstruosidad que ya ni siquiera busca sustanciarse en ningún tipo de personaje más o menos ajeno y que sea capaza de modular nuestros miedos.
Se trata ahora de un miedo que no puede afectarnos más que impregnando el centro más vivo de nuestra agencialidad, aquello mismo que produce y sustenta esa misma agencialidad: nuestra experiencia misma.
Hablaremos entonces de monstruosidad experiencial, cuando la destrucción de nuestra cohesión interna nos aceche, no ya desde cualquier criatura más o menos bizarra, sino desde nuestra experiencia misma, que debería ser –a todo esto- la base misma de la organización de esa cohesión interna que nos caracteriza y nos constituye como potencias de obrar y comprender, como seres vivos.
Bajo el régimen político-productivo de la monstruosidad experiencial, entonces, puede suceder que gastemos buena parte de nuestras energías conjurando una amenaza más o menos objetivada… pero al final advertiremos que la amenaza subsiste ineluctablemente ligada a nuestros dispositivos generadores de sensatez y lucidez, a nuestra capacidad misma de ordenación del conocimiento y la sensibilidad, a nuestra experiencia.

Jugar el juego

Los ordenes de monstruosidad han encontrado tradicionalmente acomodo y expresión en los distintos dispositivos narrativos –de los cantares de ciego a los videojuegos o los comics- de los que se dota cada contextura cultural. Pese a la multiplicación de soportes de narratividad que han supuesto las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, quizá el cine siga siendo una de las objetivaciones más recurridas por parte de los aspirantes a monstruosidad, de las teorías de la amenaza que insisten en circular entre nosotros. Así sucede con la monstruosidad experiencial en The game (1997) una película dirigida por David Fincher, en la que Michael Douglas haciendo de sí mismo, de millonario algo insensible –que combinación tan extraña- recibe como regalo de aniversario una “verdadera experiencia vital”. Este exclusivo regalo de última generación , la experiencia, parece estar planificado hasta en sus últimos detalles y es coordinado por una empresa especializada en estas cosas, que consigue convertir la vida de Michael en una verdadera pesadilla durante unos días, con todo tipo de persecuciones, tiroteos e infinitas carreras de coches, hasta que el millonario -que no ha pillado la broma- mata de un tiro a su propio hermano y acto seguido se suicida lanzándose desde un rascacielos… para ir a caer sobre una inmensa colchoneta hinchable (con una gran X pintada) en torno a la cual le están esperando un tropel de camareros, psicólogos y enfermeros para recogerle, sacudirle el traje y desearle feliz cumpleaños, junto con su hermano muerto de mentirijillas, claro está.
Es difícil saber cual era la intención del director y los guionistas de la película –responsables de cosas como “El club de la Lucha” o “La Red social” o si dicha intención es relevante de algún modo. Lo que se deja ver con toda claridad es el grado en que se ha hecho concebible un aparato de administración de la sensibilidad, de organización de las decisiones más íntimas dotado de un grado tal de desarrollo que logra despojar a éstas de toda relevancia. Tú te suicidas, nosotros te recogemos y te damos palmadas en la espalda.
Aunque a finales de los 90 el carácter construible y vendible de la experiencia se puso muy de moda, como veremos enseguida, no por ello podemos decir que se trate en absoluto de algo demasiado novedoso.
El tema es antiguo, por supuesto. Nuestro Segismundo, en La vida es sueño, ya fue víctima de un tipo de broma parecida, en que el estatuto mismo de su experiencia, la posibilidad de organizar su inteligencia y sensibilidad a partir de la experiencia quedaba radicalmente trastocada. Si hablamos de Calderón y de los inicios del estado absolutista barroco, podemos colegir que esta monstruosidad experiencial ha venido dándose con cierta continuidad y es por tanto compañera de viaje del estado moderno y de las primeras acumulaciones de capital. Diríase que tiene un cierto carácter barroco ella misma. Como tal corresponde al orden de monstruosidad capaz de movilizar tantos recursos: escenarios y extras que crean replicas del mundo y sus agentes a una escala que logra generar un ámbito experiencial tal que induce a creer, tanto a Segismundo como a Michael Douglas, que el mundo es así.
Esta fe en la constitución cerrada del mundo y esta absoluta carencia de herramientas para intervenirlo se da también de modo notorio en Multiplicity, dirigida por Harold Ramis en 1996. Aunque en el envoltorio se la clasifica como comedia válida para todos los públicos, conviene no dejarse engañar: se trata de una película de monstruos y de las más terribles que he visto jamás. Casi todos los personajes de la trama son monstruos y el monstruo principal, el protagonista, no deja de multiplicarse, generando clones desquiciados de sí mismo.
Si en Hamlet era el mundo o el tiempo el que estaba fuera de quicio, aquí –en el momento de la monstruosidad experiencial- es el sujeto agente el que lo está. Eso no sería tan grave de no ser porque la narración se arma sobre la pesadilla que supone precisamente multiplicar –por clonación- ese desquiciamiento agencial.
Michael Keaton hace de empleado clase mediero atrapado en su propia vida, propia por decir algo claro está. La narración construye bien los vectores mediante los que el pobre Michael va siendo estrujado y aplastado: trabajo, amor, familia, ocio… todos los cuales constituyen las dimensiones en los que lejos de construirse como ser humano resulta explotado hasta la extenuación. En lugar de preguntarse qué hay de malo en semejante situación la película plantea la jocosa posibilidad de multiplicarse para poder dar cuenta de todos esos frentes.
El resultado es que el peor enemigo de Michael es él mismo multiplicado. Su esquizofrénica multiplicación de sí mismo le lleva al más completo desastre: despido fulminante, abandono de su mujer, etc…
En vez de aprovechar el momento y largarse a la playa con sus clones, lo que hace Michael es explotarlos por enésima vez –explotarse a sí mismo cabe decir- para reformar la mac-casa familiar y convertirla en un pastel aún peor del que ya era y… montar su propia empresa: Así –le dice a su mujer- podré marcarme mi propio horario y estar más tiempo con vosotros...

Pero por supuesto y por mucho que este tipo de monstruosidad sea ahora especialmente pertinente en un sentido económico o existencial, no por ello constituye novedad ni mucho menos. Ya hemos mencionado al Segismundo de Calderón y no deberíamos dejar de mencionar El proceso de Kafka, El hombre sin atributos de Musil, como otras tantas instancias bien evidentes de monstruosidad experiencial… En todas ellas se confirma esa sospecha de que nuestra agencialidad no puede sino estar basándose en algo que sin ser verdad ha conseguido hacerse efectivo, en una experiencia retorcida pero acuciante que no podemos dar por buena pero que es la única que tenemos.

Esto mismo podemos encontrar, de un modo bien interesante en las memorias de los combatientes de ambas guerras mundiales. Aquí lo terrible, lo monstruoso no es ya el soldado del otro bando, sino el conjunto de las condiciones de acumulación y explotación que constituyen la experiencia del combatiente moderno: los desplazamientos, los atascos de tropas y suministros, la falta sistemática de sueño, el agotamiento constante, la inmundicia, y finalmente la incertidumbre ante la muerte que acecha desde cualquier lugar tan lejano y burocráticamente administrado como un disparo de artillería pesada o un bombardeo estratégico. De hecho el 80% de todas las bajas de ambas Guerras Mundiales fueron producidas no por las balas deportiva y liberalmente intercambiadas entre individuos, como sería lo esperable y lo digno entre monstruos aristocráticos, sino por la artillería pesada, los obuses y las bombas de fragmentación que convertían la muerte en algo tan industrializado y estadístico como la producción de automóviles o electrodomésticos.
La cuestión ahora es ver cómo esto que tanto en Kafka como en las memorias de las tropas de primera línea no constituye sino una monstruosa y relativamente breve excepción, ha cambiado su estatuto recientemente. Hay una serie de desarrollos del capitalismo y las ideas sobre la producción y gestión de las plusvalías que, a mediados de los años 90, convierten este orden de monstruosidad en una cuestión especialmente relevante. Veámoslo.









De cómo la experiencia ha pasado de ser un medio homogéneo e internamente solidario a convertirse en un pobre agregado de fragmentos vendido al por mayor.


Pero acumular vivencias es la señal prematura y pretenciosa del hombre adocenado
Robert Musil. El hombre sin atributos, Tomo II, pág. 96

“El trabajo es teatro y cada negocio es un escenario”
Pine & Gilmore



Algunos de los gurús económicos de los 90,s –como Joseph Pine- tuvieron buen cuidado en asegurarse su lugar al abrasador sol de las modas gerenciales, proclamando que del mismo modo que a la economía agraria y pastoril basada en la producción y distribución de simples cosas, le había sucedido, con el primer capitalismo, una economía de los productos y que a ésta le había sucedido a su vez una economía de los servicios… se estaría dando ahora una transición hacia una economía de la experiencia. Según Pine , los consumidores ya no nos conformamos con tener acceso a productos o a servicios; lo que queremos –como locos- son experiencias. Y sólo las empresas que nos las proporcionen “meticulosamente ingenierizadas hasta en su último detalle” podrán sobrevivir… y hacer caja del modo más jugoso.
Un ejemplo claro que nos permite entender esta transformación de la economía, dice Pine, lo encontramos cada vez que nos apetece tomarnos un café. Un puñado de granos de café en tanto mero valor de uso, en tanto cosa material que ha cultivado un campesino no cuesta más que unos 3 o 4 céntimos de dólar. Cuando lo tostamos y lo envasamos, cuando lo convertimos en producto, ya cuesta sus buenos 30 céntimos. Cuando lo convertimos en servicio, al tomarlo en una cafetería cualquiera, cuesta un dólar y cuando lo convertimos, por fin, en experiencia y lo tomamos en un Starbucks –sigue diciendo Pine- pagamos, muy a gusto, 4 o 5 dólares por él. Ese incremento de precios expresa la evolución del capitalismo y ese diferencial da una idea objetiva de cual puede ser el precio de la experiencia.
Otro ejemplo que aparece de modo recurrente y casi obsesivo en la literatura gerencial de la economía de la experiencia es Disneylandia: bien es cierto –dicen- que la comida es intragable, las colas larguísimas y el alojamiento un horror… pero con todo les parece indiscutible que visitar Disneylandia es una de las experiencias fundamentales de toda vida familiar. Luego viene el divorcio.
Habrá que indagar qué le puede haber pasado a la noción de experiencia para poder ser utilizada sin rubor en relación a lo que le pasa a una familia de clase media cuando visita Disneylandia... para ello podemos empezar revisando los escritos de uno de los ensayistas que ya en los años 30 señalaron ciertos síntomas de crisis que hacían que la experiencia ya no fuera lo que había venido siendo.

Así Walter Benjamín que en 1933, en su texto Experiencia y pobreza , cuenta cómo los hombres han vuelto de los campos de batalla de la 1ª Guerra Mundial no enriquecidos con la “experiencia” sino mudos e incapaces de contar nada. No era extraño, dice Benjamín: una generación que había ido al colegio en un tranvía tirado por caballos se encontró de repente con su quebradizo cuerpo en medio de un campo de explosiones y corrientes destructivas de propociones nunca vistas.
Lejos, muy lejos, quedaba aquel tiempo en que uno se iba de viaje, Goethe a Italia por ejemplo, y volvía cargado no sólo de souvenirs y anécdotas, sino también y fundamentalmente de experiencias, que lo eran –y ahí habrá que ir con cuidado- en tanto que se engarzaban entre sí y completaban una gramática cultural relativamente compacta y coherente: un repertorio de formas que se postulaban constitutivas de lo que suponía ser humano. En tiempos de Goethe hablábamos de algo vivido como “experiencia” en la medida en que contribuía definitivamente a configurar –dentro de esa repetorialidad que es toda gramática cultural- una instancia concreta de lo que se supone puede llegar a ser un humano.
¿Qué diferencia hay pues entre el viaje a Italia de Goethe y el de un turista del siglo XXI? ¿qué diferencia entre la experiencia de la guerra que tiene Tolstoi y la que tuvieron los mudos combatientes de la 1ª o la 2ª Guerra Mundial?
La experiencia en Goethe tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes el constituirse como un continuo, un conjunto coherente e internamente solidario, una colección de elementos cercana a lo orgánico, que se acopla y continua – así sea de modo crítico- con una tradición, una cultura clásica que le da base y perspectiva. Por eso, dice Goethe “todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas; todo lo aislado –sostiene el poeta- es recusable” . Para la noción clásica de experiencia lo fragmentario será índice de lo condenable.
Pero esta era de la unidad, este tiempo de las totalidades orgánicas estaba llamado a extinguirse –si es que alguna vez existió fuera de las olímpicas mentes de Goethe y Winckelmann.
El capitalismo se había ido encargando, tal y como mostró Marx al hablar de los cercamientos, de organizar la nueva sociedad a partir del expolio y fragmentación de las comunidades agrarias, cuyos pedazos se liquidarían o se volverían a animar a conveniencia del nuevo sistema de relaciones productivas y casi siempre de modo desgajado y despojado de potencia instituyente. Las nuevas comunidades, los nuevos cuerpos políticos, como la Criatura compuesta y animada por Víctor Frankenstein, carecerán de la posibilidad de auto-organizarse incluso de reproducirse de una forma autónoma: no serán más que una recolección improvisada y accidental de despojos proporcionados por la sala de disección, el matadero o la húmeda oscuridad de las tumbas en que la revolución industrial ha ido convirtiendo al mundo.
Otro tanto sucederá con los cuerpos de los trabajadores y los soldados. Tanto la producción como la destrucción, tanto las fábricas como los ejércitos, se organizarán industrialmente al modo fordista o taylorista, desde la fragmentación y la recomposición parcial y selectiva de esos fragmentos de las comunidades y los cuerpos. En términos clásicos ya no habrá ni sociedad, ni cuerpo productivo, ni cuerpo combatiente, sólo fragmentos llenos de costurones, añicos de aquello que alguna vez acaso fue.
De hecho el mayor de los miedos que tenían los combatientes no era el miedo a la muerte o las heridas, al fin y al cabo parte de su cotidianeidad, sino el miedo a ser literalmente triturados, despedazados por los proyectiles o las explosiones, a ser fragmentados más allá del nivel en que es concebible cualquier posibilidad de reorganización de la experiencia y el cuerpo. No era vano ese miedo, como hemos visto, dado el altísimo porcentaje de bajas “por fragmentación”, de cuerpos deshechos por artillería de largo alcance, morteros o granadas.
El final de la posibilidad misma de la experiencia sucede entonces del mismo modo que el de los cuerpos en las guerras del capital: por fragmentación, por el cercamiento y la descomposición de las unidades de sentido mínimas de las que nos habíamos dotado.
También el fin de los ejércitos mismos se pensará ya no tanto a través de su aniquilación total como de su fragmentación. La teoría operacional soviética –acaso el pensamiento militar más desarrollado y lúcido del siglo XX- se centrará en pensar las batallas de profundidad necesarias para penetrar tras las líneas de defensa, aprovisionamiento y comunicación del enemigo, provocando así un shock operacional capaz de hacer inviable que esa masa de hombres y recursos funcione como un ejército, como un cuerpo… lo que la teoría operacional soviética exige de sus estrategas es que organicen la descomposición del ejército enemigo, de modo que deje de serlo y se convierta en un informe mosaico, en un vidrio roto cuyos fragmentos ya no puedan volver a recomponerse.










¿Cómo hacer para asumir esa condición fragmentaria y construir desde ahí algo cercano a una vida digna e inteligente?

Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor.
Samuel Beckett, Molloy

Be kind, rewind
Michael Gondry




¿Qué es lo que hace un ejército cuando ha sido consistente y sistemáticamente penetrado, socavado y fragmentado? Si intenta volver a reagruparse y lo hace a través de las vías de comunicación y de las jerarquías que tenía establecidas, seguramente caerá en una trampa de la que no podrá salir. Precisamente esas vías y esas jerarquías son las que el enemigo habrá tenido mayor cuidado de minar e inutilizar…
La única opción, seguramente, que le queda es la de asumir parcialmente su condición fragmentaria, redefinirse en una nueva escala y reacoplarse con el paisaje adecuado a esa escala: convertirse en partisanos, en guerrilla. De ese modo su acción se centrará en identificar y atacar las líneas de aprovisionamiento y comunicación del ejército enemigo, de aquel que lo ha fragmentado. Diríase que lo que hace una guerrilla –y no puede hacer otra cosa- es fragmentar al fragmentador.

Por eso Benjamín en su pequeño ensayo sobre la pobreza y la experiencia concluye –y en eso acompaña, como en tantas otras cosas, al Lukács de los años 20- que el fragmentado, el mutilado –y todos lo somos bajo el capitalismo- no puede ya seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles, sino saberse y redefinirse como pobre, como bárbaro dice Benjamin y proceder –en palabras ahora de Lukács- conscientemente por el camino del desgarramiento y la fragmentación . La totalidad –ya lo sabía Hegel- no será posible más que por restauración a partir de la separación suma, pero se tratará ahora de otro tipo de totalidad, de una totalidad un tanto frankensteiniana que ya no dará por sentado ningún tipo de orden inmutable, una totalidad que sabrá de su provisionalidad y sobre todo de su carácter y potencia instituyente, susceptible por tanto de instaurar las costumbres y de cambiarlas, de rehacer los sistemas de relaciones de las que somos tanto productores como productos.
Ese constructivismo radical compuesto a partir de la recuperación de nuestra materialidad relacional y de nuestra potencia instituyente, serán la base de toda estética futura. A no ser que queramos quedarnos a vivir en Disneylandia…




¿Cómo buscarle pelea a Mickey Mouse, más acá de lo ontológico, es decir, sabiendo que en realidad es un tipo mal pagado y disfrazado con un traje de peluche y un cabezón de cartón-piedra?

Según Joseph Pine, cuando cuenta en Europa sus propuestas para una economía de la experiencia y pone como ejemplo Disneylandia, se le recrimina su americana proclividad a dar por buenos simulacros como ese, que no son “experiencias reales”. Pine los desmiente con el gran argumento de que las experiencias al cabo son subjetivas, eso dice, puesto que no en vano suceden desde cada cuerpo y ese carácter situado es lo que las define. Por lo demás no hay tal cosa como una naturaleza primigenia –dice Pine- que experimentar, por lo que es fútil rechazar Disneylandia por un supuesto carácter artificial que comparte con grandes jardines como Versalles, ciudades como Venecia o países enteros como Holanda.
Ahora bien en el juego del maniqueo tonto que despliega Pine, no incluye otra línea de argumentación que a nosotros nos resulta mucho más inquietante. Se trata de la ingenierización de la experiencia que tanto Pine como Brown reclaman, es decir su resolución en una serie de acoplamientos tan previstos y cuidadosamente acotados como los que suceden en las playas cercadas de los resorts vacacionales. Es obvio que la experiencia de la que habla Pine ha sido fragmentada y vuelta a armar teniendo buen cuidado en que no quede ningún cabo suelto, ninguna disposición incómoda a la búsqueda de acoplamientos imprevistos, ningún área ciega donde puedan suceder encuentros extraños. Se trata de una experiencia a la que se la han amputado las posibilidades de lo instituyente y que por eso mismo –y no por su infidelidad a sabe dios qué naturalidad- no merece ya el nombre de experiencia. O mejor dicho, parecería que aquello que define lo natural es precisamente su generatividad, es decir, la posibilidad de producir acoplamientos no previstos y de redefinir a partir de ellos todo el aparato disposicional –o parte de él- que nos define.
La experiencia –vamos a atrevernos a definirla nosotros ahora- será lo vivo instituyente.
Todo lo demás es Disneylandia.
















¿Cómo construir a base de los fragmentos que somos y los que encontramos un conjunto de modos de relación plural, abierto y sin embargo dotado de potencia crítica?

Una idea es como un virus, resistente, muy contagiosa, incluso el germen más insignificante de una idea puede desarrollarse, desarrollarse para definirte o para destruirte.
Leonardo di Caprio en Inception (Origen)



Como bien sabe Leonardo, toda gramática cultural se construye mediante la actualización disposicional de un conjunto relativamente estable y coherente de objetos de conocimiento, de formas básicas de la sensibilidad o el deseo. Siempre que estos elementos funcionan de modo solidario y tienden a dar cuenta de lo que supone ser humano en unas circunstancias determinadas, decimos que constituyen “repertorialidad”.
Todo elemento repertorial existe sólo a través de su acoplamiento con las disposiciones concretas, situadas, que cada cuerpo a cada momento es capaz de desplegar.
Un sistema social, así sea un sistema de producción poética, un ejército o un individuo, está vivo cuando es capaz de ejecutar de modo generativo (no mecánico ni preestablecido) sucesivos acoplamientos entre sus disposiciones y los elementos repertoriales con los que le es dado contar. El gradiente de vida de ese sistema crece cuando quiera que el sistema en cuestión muestra la capacidad no sólo de ejecutar acoplamientos discretos de carácter generativo, sino también de producir modificaciones sobre los repertorios dados, redefiniéndolos en tensión con sus propias disposiciones -acaso infrautilizadas en las combinaciones repertoriales instituidas- y con el paisaje donde se encuentran y en el que ocasionalmente se enfrentan diferentes ordenes de acoplamiento.
Lo que este juego de conceptos define es una policontexturalidad, y no un completo relativismo. Esto es importante.
La policontexturalidad asume que inevitablemente –y más nos vale que así sea- va a haber una multiplicidad de lógicas de sentido, de razones operativas en un mismo paisaje. Asume que esas lógicas van a organizarse según diferentes repertorialidades, que ofrecerán diferentes grados de acoplamiento a diferentes sujetos disposicionales… Mediante esos diferentes acoplamientos modales obtendremos, por tanto, diferentes extensiones e intensiones del mundo, del que daremos cuenta en sentidos y direcciones diferentes…
Ahora bien, esto no supone admitir que “todo vale” o que todo vale lo mismo. Para empezar, la noción de repertorialidad introduce un insoslayable matiz sobre el nivel de exhaustividad con el que una gramática cultural determinada (un sistema poético, un arte marcial, una constitución política) da cuenta de las posibilidades de ser humano en un momento dado de nuestra historia: una poética como la del rasa hindú con sus ocho emociones básicas seguramente ofrezca una repertorialidad más completa que la poética del gangsta rap, por ejemplo. Seguramente y mediante su lento despliegue el gangsta vaya generando matices repertoriales que ofrezcan acoplamiento a disposiciones diferentes de las que ahora encuentran acomodo, o bien puede suceder que el gangsta como poética se integre en un sistema modal susceptible de dar cabida a más modalidades de organización de la experiencia y la sensibilidad, el del hip hop en su conjunto por ejemplo, que sí ofrezca esta repertorialidad más amplia.
En cualquier caso, lo que nos parece relevante es que mediante la noción de repertorialidad tenemos una herramienta abierta de comparación y discusión –en los términos antropológicos que Marx sugiriera en su Sexta Tesis sobre Feuerbach- de diferentes gramáticas culturales.

Otro elemento de indudable calado crítico es el que nos aporta la noción de “desacoplamiento relativo” o su inversa de “hiperacoplamiento”. Veámoslas.
Dada una repertorialidad cualquiera, un sistema objetual o un léxico cualquiera, es inevitable que se generen acoplamientos con los diferentes agentes que entren en relación con el mismo. No olvidemos que esos agentes no pueden ni siquiera concebirse fuera del acoplamiento con una o más repertorialidades y que las repertorialidades necesitan a su vez de agentes disposicionales que se acoplen con ellas para existir. Pues bien, en cualquiera de estos acoplamientos lo más normal es que haya disposiciones del agente que queden desocupadas, funciones posibles que no hayan sido saturadas. Igualmente es muy posible que haya elementos, objetos de esa repertorialidad para los que no encontremos acoplamiento, que acaso no sepamos descodificar y que por tanto queden como en la reserva.
Ese relativo desacoplamiento, ese encuentro no saturado de sujetos y objetos, por el cual quedan tanto disposiciones como elementos repertoriales “sueltos”, no actualizados o definidos genera un relativo malestar en la cultura modal en que habitamos, una inquietud, una necesidad de mover esas disposiciones ociosas y de encontrar un acoplamiento acaso imprevisto o desviado para esos elementos repertoriales que habían quedado en reserva. Es muy posible que de esos relativos desacoplamientos y de las redefiniciones modales que producen surjan nuevas composiciones repertoriales, nuevos modos de relación o bien que se actualicen y afinen los ya existentes.
Por el contrario, cuando lo que se produce es un acoplamiento tan perfecto que no queda clavija alguna suelta, entonces parece que el sistema modal en cuestión se acerca a la extinción o mejor dicho a la más completa y aburrida esterilidad. Se hace difícil evitar pensar en Suiza, las sociedades escandinavas o en Disneylandia –ya que estamos- al hablar de estos hiperacoplamientos donde todo sucede para que nada suceda. De aquí la mala fama, en general, de la felicidad, de cierta felicidad un tanto ñoña que se obtiene a base de cegar las grietas, los desacoplamientos que –en última instancia- nos permiten ser instituyentes.
De eso se trata precisamente. Tampoco se trata de convertirnos todos en existencialistas o cowboys desacoplados galopando solitarios por el desierto. La medida en que cualquier desacoplamiento resulta fértil es la medida en que nos permite desplegar nuestras potencias instituyentes, nuestra capacidad para organizar nuestro entorno y nuestras vidas con la máxima autonomía. Y ahí te quiero ver.

….



Concluir sin cerrar.

Lo fácil tanto si uno se mueve por Hollywood o si frecuenta las reuniones informales de la Internacional Situacionista, es objetivar la monstruosidad experiencial en el Espectáculo o en Matrix,cada cual a su gusto y seguir esperando figuras mesiánicas –ya sean Keanu Reeves o Guy Debord- que vengan a desconectar la máquina y así nos liberen de una vez para siempre del mal… Pero ¿quien cree aun en Keanu Debord?
¿Qué máquina hay que desconectar, de quien hay que huir cuando sucede, como es característico en la monstruosidad experiencial, que el asustador y el asustado son uno y el mismo? Cuando sucede ya no que el monstruo surja de nosotros mismos, como era el caso con la monstruosidad endógena, sino cuando el monstruo es nosotros mismos.
¿Cómo vivir cuando no sabemos si en verdad estamos vivos o no somos más que un fragmento de algo que alguna vez ha estado vivo pero que ahora se encuentra sometido, según todas las evidencias, a un sistema de producción donde la generatividad está tan prevista y pre-dicha como la producción mecánica de efectos?
¿Cual es la operación que ejecuta Segismundo, al cabo nuestro referente en esto de la monstruosidad experiencial, para superar la paradoja de la experiencia que no constituye experiencia?
Ante la ausencia de certezas de orden metafísico, Segismundo transforma el problema ontológico en un problema epistemológico. Segismundo se hace kantiano, que es tanto como decir que se convierte en moderno e ilustrado. Es decir, adopta una serie de imperativos de organización del conocimiento y la acción que decide aplicar con independencia de que esté despierto o soñando. ¿Es ese el único camino que le queda a los fragmentados? ¿Una especie de palos de ciego metódicamente administrados?. Lo que nos queda por saber es si el ciego, por ser metódico es menos ciego o si con ello empieza a conformar un sentido o una sensibilidad diferente, la del que sabiéndose fragmentado inicia lenta y tentativamente la recuperación de su dignidad posible.
Ese es el camino que nos ofrecen todos los monstruos de la fragmentación, desde la Criatura de Frankenstein a los bibliófilos disidentes de Fahrenheit 451 o los fragmentados y magnetizados habitantes del barrio basura de “Be kind, rewind”, cuando deciden mudarse a las enormes llanuras de Sudamerica , escaparse a los bosques a musitar en voz baja una y otra vez los libros que han aprendido de memoria, o deciden empezar a hacer su propio relato en vez de seguir haciendo componendas, bricolages con las cintas borradas, los trastos del desguace y los no menos ruinosos restos de su memoria .
Ese parece ser también el geométrico camino que siguieron Spinoza o Descartes y que cabrá estudiar en una Teoría de las Formas, un organon a la vez lógico, epistemológico y conductual. Una estética modal.