Hamlet podría ahora ser una máquina.
Lo decía Marx, las máquinas –como los repertorios de modos de relación- son órganos del cerebro humano creados por la mano del hombre, potencia objetivada, formalizada del saber. Pero como muestra Marx en “El Capital” y Chaplin en “Tiempos Modernos” las máquinas de dar sopa y los modos de relación pueden eventualmente proclamar su independencia de fragmento, la soberanía del pedacito de lógica que encierran y replican, para imponérnosla sin consideración alguna a nuestras preferencias o nuestras tragaderas. Lo característicamente eficiente, triste y relativamente desquiciado de las máquinas marxiano-chaplinianas es precisamente esa resolución unidimensional y desacoplada de su funcionamiento.
Por eso nos sigue cayendo bien Hamlet mientras se ahoga en su mar de dudas, porque pese a la tabarra que le da el espectro se resiste a convertirse en una máquina del todo desacoplada. Es sólo cuando la torpe conspiración de Claudio le pone contra las cuerdas, que se dice “Todos mis pensamientos serán sanguinarios o no valdrán nada”. Ese es el momento en que Hamlet declina ser un hombre entero, puesto que –recordémoslo- es de la articulación de la sangre con el buen juicio de lo que dependía, según el mismo Hamlet ser un hombre bueno. Al hacer que todos sus pensamientos sean sanguinarios, o repertoriales para el cao, sin mediación alguna del buen juicio y las demás disposiciones capaces de modular el conatus, Hamlet mismo se aboca a la monocontexturalidad más cerril, más suicida en extremo.
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Es emocionante ver cómo dos ingenios chocan de frente.
Una de las cosas que más me ha interesado en Hamlet y que ahora puedo formular en términos teóricos es la medida en que plantea un paisaje basado en el desdoblamiento y la contraposición, un paisaje en el que dos modos de relación se van tanteando lentamente y con vacilaciones, sondeando las posibilidades de acoplamiento o de convivencia en el desacoplamiento... para acabar concluyendo la necesidad de su mutua destrucción.
Por su parte, Claudio ha ido achantando con los desplantes e insolencias de Hamlet, con su inoportunamente largo duelo, mientras intenta averiguar en el mayor de los secretos si éste sabe o sospecha siquiera parte de su crimen secreto. Tras caer en la trampa conceptual que Hamlet le tiende en la obra de teatro, ya no puede seguir debatiéndose entre dudas y mortificaciones, de modo que organiza la expedición a Inglaterra que implica la necesaria muerte de Hamlet: "pues él es como una enfermedad mortal en mi sangre... hasta que (su muerte) no se haya consumado, nada podrá alimentar mi dicha, sea lo que sea”.
Por el otro lado, Hamlet ha chapoteado persistentemente en su propio mar de dudas: si es mejor para el alma sufrir los dardos y golpes de la insolente fortuna, etc etc… Pero con las conclusiones que obtiene de contemplar la trampa que él mismo ha tramado en el teatro y de ver la que Fortimbras está organizando en el campo de batalla, despeja por completo sus propias vacilaciones llegando por su parte a la misma conclusión y exigiendo la muerte de su enemigo modal.
Eso sí, mientras que Claudio se mantiene en el consabido plano táctico de los afectos –de sus propios afectos- a la hora de justificar la muerte de Hamlet, el príncipe le da una fundamentación operacional que anticipa –de hecho- la legitimación del magnicidio que –apenas cincuenta años después- planteará Hume en su Ensayo sobre el gobierno civil: si el Rey atenta contra nuestros derechos naturales, entonces será de todo punto legítimo, perfect conscience le llama Hamlet –y hasta obligatorio- acabar con su vida. En ese caso, lo condenable, lo pecaminoso sería permitir que siguiera haciendo daño un rey que no es sino “un cancer en nuestra naturaleza”.
Que semejante conflagración arrastre tras de sí también a otros agentes modales no es en absoluto extraño, puesto que como premonitoriamente dice Rosenkrantz: cuando la majestad muere no muere sola: como un abismo arrastra tras de sí lo que está cerca de ella…es como una enorme rueda fijada en la cima del monte más alto a cuyo radio se han pegado multitud de cosas menores...
Algo de eso hay en nuestra lectura que se propone como una indagación sobre el alcance ontológico de lo modal: cuando un modo de relación gime no lo hace solo, con él gime la parte del universo que se ha construido y definido bajo sus parámetros.
Por eso, la diferencia entre Hamlet y Claudio no es una mera disputa de poder, mientras la hierba crece... sino de toda una disputa modal, del choque y conflicto de dos modos de organizar la sensibilidad y la acción, de dos proyectos antropológicos irreconciliables.
La contraposición modal en cuestión no es simétrica en absoluto, puesto que uno de los referentes tiene una corte y un estado detrás mientras que el otro está fundamentalmente solo con sus fantasmas y su borrosa legitimidad.
En su caso, sin embargo, la revuelta modal está estrechamente vinculada con el carácter forzosamente insurgente, antihegemónico que conlleva oponerse al rey y a todos los muñequillos que habitan la Corte.
La guerra modal de Hamlet acarrea pues la vindicación de una dignidad de carácter antropológico vinculada con la capacidad instituyente que caracteriza al hombre. Justo antes de conjurarse a fondo en su propia destrucción y la de Claudio, Hamlet se pregunta… ¿qué es un hombre? Resolviendo que se trata de una bestia nada más: si lo único que hace en su vida es dormir y comer, es decir cumplir con el modo de relación hegemónico sin estridencias ni rupturas. Para Hamlet sólo se puede ser hombre enteramente usando de sus facultades, de su raciocinio, de esta divina facultad que ve el antes y el después… y eso implica romper en mil pedazos el tiesto modal llamado Elsinor. Aunque eso suponga la muerte del insurgente.
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Podríamos decir entonces que otra de las cosas que diferencia a Hamlet es que a partir de su desacoplamiento se genera una toma de partido que es al principio de carácter ético y que se transforma enseguida en una posición con implicaciones políticas, puesto que conlleva cometer un magnicidio. Al contrario que Laertes que sí que es capaz de tramar y organizar una rebelión popular para vengar la muerte de su padre, Hamlet no acaba de asumir una posición articulada plenamente en términos políticos
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Flirtear con la muerte y la consumación
Hamlet arrasado en su primera melancolía de desacoplado duda –un tanto retóricamente, todo hay que decirlo- sobre si es mejor ser y por las mismas sufrir los dardos y golpes de la ultrajante fortuna, arriesgando el conatus en la humillación de quien se ve forzado a vivir las mil miserias y mezquindades que constituyen la vida de cualquier hombre entero… o no ser poniendo fin de un solo golpe a todos los males que son herencia de la misma carne… morir, dormir nada más.
Pero pese a la fama del monólogo no se revela aquí una tensión especialmente relevante puesto que desde el momento mismo en que se le aparece el espectro de su padre, como hemos dicho, Hamlet deja de ser un mero desacoplado para convertirse en un albacea, un ejecutor modal progresivamente monocontextural que no puede sino consagrarse a ajustarle las cuentas a Claudio. Por eso la duda sobre el suicidio suena en él algo literaria y retórica. Si Hamlet intentara envenenarse o lanzarse al vacío desde la torre más alta de Elsinor, allí estaría el espectro de su padre para darle la brasa y chafarle el plan.
Por el contrario, lo que sí que constituye dilema es si entregarse de lleno a la monocromática misión que le ha encomendado el espectro o bien ser capaz de compatibilizarla con sus dudas y su vida, manteniendo algún tipo de amarre con el mundo de los vivos, como su relación con Horacio, Ofelia o su madre… al fin y al cabo eso de reorganizarse uno la vida entera porque se le haya aparecido un espectro no deja de ser un poco rarito. Lo que ya no es retórica barroca sobre la muerte, el sueño y todo lo demás es el momento en que Hamlet entiende que sólo mediante su entero compromiso modal con el espectro podrá propiamente ser, mientras que cualquier otra componenda, así lo entiende él, le conducirá inevitablemente a la más completa inanidad, a ser una bestia nada más, o a no ser ya que nos ponemos groseros.
Habrá quien quiera ver en esto algo de la vieja cuestión de la existencia auténtica que planteara Heidegger. Hay que descartar de plano cualquier relación en la medida en que la cuestión no es si aquello a lo que se consagra Hamlet es más o menos auténtico y expresa por ello sabe dios qué angelical esencia –sin contar con que nada hay de especialmente más auténtico en consagrarse al espíritu de su padre que a la concupiscencia de Ofelia, sin ir más lejos-. El drama, por tanto, no es el derivado de contraponer lo auténtico y lo inauténtico o espurio, sino el que surge de tener que comprometerse con una única dimensión del ser, con un único juego de lenguaje enajenándose de la policontexturalidad que nos hace tratables e inteligentes, puesto que la inteligencia y la civilización misma, ya que nos ponemos, tiene mucho que ver con la transcomputabilidad, con la capacidad de traducir de un modo a otro, de ponerse en la piel de otro, pugnando por poner entre paréntesis la centralidad y el monopolio del juego de lenguaje que eventualmente se nos haya hecho hegemónico.
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Otra lectura de la apasionante monocontexturalidad de Hamlet sería la propuesta de carácter ético que hiciera el joven Luckacs en 1910, en cuyos Diarios se puede leer que “sería un imperativo de la ética que viviéramos sólo en el nivel del estado de animo de más alto rango que hayamos experimentado jamás (aunque fuese siquiera como una posibilidad), mejor dicho, en una prolongación hasta el infinito de ese nivel… aquella situación constituye el verdadero contenido de la vida (el yo para sí) y lo restante el mero fenómeno” , el resto es silencio, o dispersión o la vida de hombre entero
Este imperativo de la ética tiene todo el aspecto de un imperativo ontológico, que transforme lo posible en necesario, decantando las posibilidades, las situaciones o los estados de animo, en modos de relación articulados operacionalmente.
Eso sí, para todos nosotros a los que no se nos ha aparecido ningún espectro, carece de sentido plantearnos que nos corresponda una sola de esas posibilidades o modos de relación. La crisis de la modernidad ha sido también la crisis de los sujetos hechos de un solo bloque, parece que todos podamos aspirar, en parte como corolarios que somos del capitalismo de diseño y consumo especializado, a unas subjetividades complejas en las que se traman varias posibilidades modales. Lo extremadamente vigente de las posiciones de Lukács es precisamente el imperativo de vivir según esas posibilidades y para ellas. “Aquel instante en que fui yo constituye efectivamente la vida, la vida auténtica, la vida plena” aunque en realidad no podamos dejar de recalificar esa atribución del instante, como “el instante en que fui yo” en términos modales como “el instante en que viví a la altura de determinados óptimos modales con los cuales me es extremadamente fértil acoplarme” . Claro que ahí se esconde otro de los grandes desfases que sentimos respecto al jovencísimo y algo heideggeriano Lukács: para nosotros no cabe pensar en un Yo para sí, sino que parecería que son los modos de relación mismos, los haces de posibilidades en los que vivimos los que cuentan con una verdadera autonomía. El mismo Lukács, sólo un par de páginas más adelante en su Diario:”No hay en mi una verdadera grandeza que descanse en sí misma, que proceda de sí misma, requiere continua confirmación” .
Diríase que Lukács está aquí reconociendo, aun como fallo, la dimensión irrenunciablemente social de la antropomorfización …
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martes, 21 de diciembre de 2010
jueves, 16 de diciembre de 2010
Hamlet o el lugar de la ética en el sistema de las actividades humanas.
Todo lo que hay lo encontramos formando relaciones que comparecen distribuidas según un modo u otro. A los inevitables lenguajes de patrones desde los que se organizan las relaciones que conforman lo existente y lo porvenir les llamamos modos de relación. Algunos modos de relación se toleran y comparten el paisaje. Otros hacen como que se ignoran. Otros, finalmente, son del todo incompatibles y se dedican a hacerse la vida imposible con más o menos persistencia.
Todo agente es tanto un conjunto de relaciones como una serie de modos específicos de organizar y producir esas relaciones en un determinado paisaje. Una de las diferencias cruciales entre Hamlet y Claudio –su tío el usurpador- es que el trabajo modal de éste comparece superlativamente tramado y articulado con otras producciones modales que junto con la suya forman una hegemonía llamada Elsinor. Una buena forma de referirnos a la hegemonía es mediante la figura del hiperacoplamiento. Claudio o Polonio, como James Bond en otro orden de cosas son hiperacoplados: 007 tiene todos los medios, todos los contactos, todos los gadgets. Es el hombre de las redes que siempre sabe qué atuendo elegir y qué desayuno pedir –yogur, café negro e higos secos en Estambul- .
Por el contrario, Hamlet es un agente cuya producción modal ha quedado relativamente copada de sus análogas, con los suministros cortados y sin posibilidad de establecer comunicaciones con sus acaso ya inexistentes iguales, con sus anhelados cuarteles de invierno, sus retaguardias. Esto puede suceder al hilo de un proceso de acumulación originaria, una de esas clásicas maniobras envolventes mediante las que la historia separa a un productor de sus medios de producción, a un conjunto disposicional de la repertorialidad con la que hallaba acoplamientos fértiles.
Cuando eso sucede tenemos un desacoplado.
Desacoplamiento
Hamlet es una de las figuras claves de mi galería de desacoplados, porque para él, al contrario de lo que le sucede a Macbeth, sólo existe aquello que ya no existe, el conjunto de relaciones generativas que –para entendernos- asumimos como propias del reinado de Hamlet padre. Ahora, muerto el rey, su padre, y habiendo heredado el reino su tío Claudio, diríase que se ha impuesto otra contextura, otro modo de relación.
Los dos reyes son sólo dos modos de relación, dios nos libre de meternos a destripar estructuras de parentesco e incestos traumáticos. Para nuestro análisis Hamlet padre y Claudio no son sino dos modos operacionalmente articulados de distribución y organización de la experiencia.
Es obvio que Hamlet – ya en su duelo inoportunamente largo- ha quedado desacoplado y prácticamente solo en su defensa del antiguo modo y que la corte toda, como era de esperar, se ha pasado en masa a la nueva hegemonía: y aquellos que ayer se burlaban de Claudio pagan hoy 20, 50 y hasta 100 ducados por su retrato en miniatura…
Ese primer desacoplamiento marca su aparición en el drama: cuando la reina le pregunta porqué le parece tan extraño que su padre haya muerto –siendo eso lo natural- la respuesta de Hamlet se agarra al verbo y dice: ¿parecer?, yo no entiendo de apariencias, es decir yo no entiendo del repertorio ahora establecido según el cual mi dolor es de mal tono, yo no entiendo del modo de relación ahora hegemónico bajo el cual no hallo acoplamiento, bajo el cual, es forzoso percibir como estériles, rancias, vacías y sin provecho las costumbres de este mundo, un mundo que a ojos de Hamlet no puede sino parecer un jardín descuidado que engendra semillas podridas… asqueroso y fétido es cuanto habita en él.
Conversión
Pero si Hamlet sólo fuera un desacoplado, Shakespeare hubiera escrito un western ambientado en Dinamarca y ese no es el caso. Esta desolación no es sino el primer paso del desacoplamiento de Hamlet. Aquello a lo que asistimos es al paso de ese primer momento de desamparo modal a algo cualitativamente diferente que es lo individualiza y lo que mata a Hamlet: su cada vez más completo y abnegado compromiso con el antiguo modo de relación, con el que se va encerrando a partir de la aparición del espectro.
Hay una especie de proceso de conversión, similar al de los santos o al de los superhéroes –de San Pablo a Spiderman- una progresiva pero tendencialmente completa quiebra de las antiguas cohesiones, las obligaciones ajenas al modo de relación con el que se compromete el convertido. Hamlet de hecho jura recordar al espectro de modo exclusivo, borrando de su pobre memoria cualquier recuerdo ahora inútil o frívolo, todos los consejos, lo leído y las formas, impresiones del pasado que desde mi juventud copié allí hasta hoy, para conservar sólo y con gran celo aquello que el espectro le ha encargado: el ajuste de cuentas modal. Evitando que se mezcle con materia más grosera.
Primera muerte
Tras su desdoblamiento y su principio de abandono de la policontexturalidad, tras su conversión, Hamlet se apresura a morir más o menos discretamente. Aunque sólo tenemos el relato de Ofelia, sabemos que aparece ante ella como si quisiera despedirse: con el jubón desabrochado, las medias como grilletes, exhalando un suspiro como si en ese momento se le escapara el alma… Hamlet en efecto se despide como persona, como individuo particular. Con esa primera muerte Hamlet deja de ser un hombre entero –como llamaba Lukács a cualquiera dotado de una vida amplia e implicada de diferentes contexturas y dimensiones: una vida cívica, política, erótica, intelectual- y se convierte en otra cosa: un hombre enteramente, enteramente volcado al modo de relación que su juramento con el espectro le ha impuesto. Pero todo hombre enteramente corre peligro de devenir una especie de fanático, de solipsista modal incapaz de ver más allá de las narices de su particular modo de relación. Este puede sucederle especialmente cuando pierde las pistas de la dialéctica que le podría devolver a su vida policontextural de hombre entero, ahora crecido y renovado -si se quiere- por su haber sido hombre enteramente. Lo peculiar de la dialéctica hombre entero-hombre enteramente consiste entonces en que cuando alguien da en habitar esta segunda fase, la del hombre enteramente, se convierte en algo más que humano y también en algo menos que humano. Más que humano, porque en la concreta tajada de humanidad en que escoge desempeñarse alcanza cotas que le constituyen en hito. Menos que humano porque a aquel que habita la nuda monocontexturalidad no se le puede considerar como perteneciente al mundo de los vivos. Por eso los pueblos que apedrean a los santos y a los profetas siempre han hecho bien. No está de más recordarles esa dialéctica que les lleva de su solitaria exploración y avance en la monocontexturalidad a su regreso y relativa despeanalización mediante el reconocimiento de su habitar múltiples dimensiones… en algunas de las cuales puede ser muy diestro, mientras que en otras puede revelarse como un pequeño torpe, necesitado por tanto de ayuda y apoyo mutuo…
Hamlet no escoge –no puede escoger- esta vía. Con la única excepción de su amigo Horacio, y la ambigua conversación con su madre, no tiene más remedio que impostar una locura que le permita dedicarse en exclusiva a perseguir su definición modal. A partir de aquí ya no será sino un agente encargado de liquidar las cuentas pendientes del modo de relación fantasmal con el que se juramentado.
Intolerancia
Una vez que Hamlet ha dejado de ser persona, es decir mascara común de un conjunto de modos de relación, sólo puede ser intolerante como intolerante es cualquier santo que se precie.
Las personas habitan y van pastando -como dóciles ovejillas o rampantes cabras- a lo largo y lo ancho de una multiplicidad de modos de relación que nos hace impuros pero que a la vez nos permite modular nuestras comparecencias, ser flexibles y seguir vivos, aunque sea a riesgo de vivir como un batiburrilo modal de relativa estabilidad y esterilidad.
Hamlet en cambio ha renunciado a esa multiplicidad, y al devenir santo se ha hecho -también él- perfectamente intolerante, por eso cuando ve de nuevo a Ofelia explota de cólera ante el juego de apariencias, de composiciones –paintings le llama Hamlet- que ésta se ve forzada a desplegar: Ya he oído hablar demasiado de tus componendas. Lo que San Hamlet condena es la innegable capacidad disposicional de Ofelia que le permite modular su repertorialidad y eventualmente desplazarla o renovarla: dios te ha dado un rostro y tú te has hecho otro mintiendo, contoneándote mientras hablas y poniéndole nombres a las criaturas.
Cuando un modo de relación no sólo queda del todo desacoplado sino que además compromete en sus agentes en una dinámica de santidad se clausuran las posibilidades operacionales de sus disposiciones. Es como si el modo de relación en cuestión se blindara por completo, negándose a cualquier modulación que introduzca la mínima promiscuidad o generatividad.
Si las apariencias son una especie de ensayo, una tierra de nadie en términos modales, el santo no sólo se revelará por completo incapaz de dar cuenta de ellas, sino que tenderá a percibir como un perverso que quiere aparentar ignorancia a cualquiera que plantee el mínimo juego disposicional. Eso es lo que me ha vuelto loco, le dice Hamlet a Ofelia…
Pero es una afirmación inexacta: lo que le ha vuelto loco, lo que le define como loco de hecho, es su propia clausura modal, su negativa a articular generativamente sus disposiciones y su repertorialidad. Lo que hace loco a Hamlet , como a cualquier hijo de vecino, no es que esté con su tema, sino que no sea capaz de salir de él.
Segunda agencialidad.
Uno de los más grandes estudiosos de Shakespeare, Frank Kermode, dedica todo su ensayo sobre Hamlet a la importancia que los desdoblamientos lingüísticos y las hendíadis tienen en el ritmo y el planteamiento de la obra. La endíadis o hendíadis (del latín hendiadys, y éste de la expresión griega ἓν διὰ δυοῖν, 'uno mediante dos') es una figura retórica que consiste en la expresión de un único concepto mediante dos términos coordinados. La hendíadis es una forma –dice Kermode- de convertir en extraña una idea sencilla, invocando asociaciones inesperadas, eventualmente incluso siniestras.
Resulta francamente sorprendente e inquietante como toda la obra se halla poblada y tensada por el reiterado apareamiento de conceptos y calificativos que -como sucede en esta frase- no sólo dan a toda la pieza un ritmo muy particular, sino que introducen esta especie de tensión dualizante: Are you honest? Are you fair? como parte de la atmósfera misma que respiran personajes y espectadores en la obra.
Por nuestra parte, estaríamos dispuestos a sostener que este desdoblamiento léxico al que Kermode da con razón tanta importancia corre en paralelo a un desdoblamiento dramático que empareja y contrapone sucesivamente a Hamlet padre con Fortimbras padre, a los hijos de ambos, a Laertes y a Hamlet y a cada uno de ellos en su mismo interior, cuando al final de la obra, justo antes del duelo se produce por un lado un desdoblamiento entre Hamlet y su locura, que es enemiga de Hamlet, mientras que por otro lado se muestra la doblez entre la naturaleza de Laertes –que acepta las disculpas de Hamlet- y su honor –que no lo hace- Pero veremos esto luego con más detalle puesto que lo merece.
Uno de estos desdoblamientos es justo lo que acaece cuando tras la primera muerte de Hamlet, como le pasaría a cualquiera, éste ya no es el que era. Por eso, en razón de esa primera muerte, Hamlet no miente demasiado cuando al querer Ofelia devolverle regalos y cartas, él le contesta yo nunca te he dado nada. Ese “yo” que ahora habla irritado a Ofelia ya no tiene nada que ver con el antiguo Hamlet, porque todo “yo” se identifica por la capacidad de obrar y comprender que es susceptible de desplegar y las capacidades en ese sentido de los sucesivos Hamlets no se parecen en maldita la cosa. En verdad que ese Hamlet, el que ha quedado tras la muerte de su condición de hombre entero, de su policontexturalidad, ni le ha dado nada a Ofelia ni nada espera recibir de ella. De hecho lo único que puede aconsejarle es que se vaya a un convento. El Hamlet espectral, el santo, parece estar obsesionado con que no haya más matrimonios, es decir, que no haya generatividad: los que estén casados –todos menos uno- vivirán, los demás –dice atronador- que se queden como están. O ¿es que quieres engendrar pecadores? es decir, sucesivos híbridos modales ignorantes de la perfecta continencia que implica la santidad modal del que conoce su distinción.
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Elegía por la policontexturalidad perdida
Visto lo visto, ahora sí que Ofelia entona la elegía y da por perdido a su Hamlet, aquel que en tanto particularidad ejercía como referente modal de múltiples contexturas; Que noble inteligencia destruida para siempre, del cortesano, el soldado y el estudiante, su ojo, lengua y espada, la flor y la esperanza de nuestro reino, espejo de elegancia y modelo de conducta, observado por los observadores, y ahora, ahora destrozado...
La miseria de Ofelia es la miseria de todo aquel que constata cómo se ha desertificado un paisaje que antes era fértil y variado y que ahora se ha convertido en una estepa uniforme donde todas las sombras son iguales. Como sabía Gracian: La uniformidad limita, la variedad dilata; y tanto es más sublime cuanto más nobles perfecciones multiplica.
Por eso ahora Ofelia es ahora la mas miserable y desgraciada de las mujeres… no sólo por constatar esta desertificación de la complejidad modal antes llamada Hamlet sino por cuanto, en su entrevista vigilada, ni siquiera tiene la oportunidad de ver nada parecido a un principio, aunque sólo fuera uno, de organización. Por eso deplora contemplar la razón antes soberana ahora desafinada y rota como una campana agrietada… Pobre de mi haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo. Otra cosa es que Hamlet esté siempre tan ido como cuando encuentra a Ofelia o sea capaz a ratos de establecer un verdadero arte operacional que aún en su restringido campo de movimiento, limitado a sus conversaciones con Horacio, le permita un alto grado de lucidez.
Lo que empieza a aparecer es una especie de ley de la ecología de los ingenios, una ley según la cual -siguiendo de nuevo el decir de Baltasar Gracián- naturaleza hurta al juicio todo lo que aventaja al ingenio. Volvemos a incidir sobre la quiebra de la dialéctica hombre entero- hombre enteramente para ver que a la preponderancia inmoderada de alguno de los ingenios en particular, que como el del espectro de Hamlet se impone y expulsa a todos los demás –ahora inútiles o frívolos- corresponde una creciente incapacidad de articulación operacional. En esta falta de ponderada distribución de los ingenios se fundaría aquella paradoja que enunciara Séneca: que todo ingenio grande –y desacoplado- tiene un grado de demencia.
En esta ley se halla la grandeza y la miseria de Hamlet, así como su relativa incapacidad para pasar del momento ético que lo define a un momento, un impulso, de carácter ya netamente político.
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Jerarquía de certezas
Con todo Hamlet no se limita e embestir por la línea que le marca su conatus, duda y al dudar advierte que el espectro de su padre, es decir la imagen a cuyo servicio ha desdoblado su su quehacer podría ser un engaño, un deus deceptor o un diablo burlón que, como todos sabemos, es capaz de asumir formas agradables y aprovecharse de la debilidad y la melancolía de cualquier desacoplado. Hamlet necesitará pruebas más fuertes y para ello utilizará la misma escalera que un siglo más tarde usará Descartes para ir de certeza en certeza. Su escalón más alto sin embargo no será el del Cogito abstracto, universal y desnatado del francés, sino la conjura de su sangre y su razón, que en su juego conforman el específico modo de relación en que vive y en que se va desviviendo, falto de policontexturalidad, el bueno de Hamlet.
En esta confluencia de niveles se revela, por cierto y esto es de la mayor relevancia, la diferencia entre la antropología característica del Renacimiento y la de la modernidad a la francesa. Es esta segunda una modernidad que ya ha perdido de vista lo somático –Descartes describiéndose a sí mismo como un Cogito puro, mientras su criada a la que acaba de dejar embarazada le sirve el chocolate caliente- los amarres con lo corporal, lo fisiológico entendido como irrenunciable y cultivable base, tan determinada como determinante.
Cuando Hamlet quiere escoger alguien en quien confiar mira a su alrededor buscando a aquel cuya sangre y buen juicio –ambas cosas- van tan de la mano que le impiden ser marionetas de la propia Fortuna. Se trata en suma y también al modo de Spinoza de todo un arte de los encuentros, de los acoplamientos… pero en este caso se trata de los encuentros consigo mismo, de las disposiciones que uno mismo –su sangre o sus demás humores- es capaz de suscitar y poner en juego y la vidilla que le podamos dar mediante los repertorios de formas de los que nuestro buen juicio tenga a bien dotarnos, ya sea cosechándolas de las tradiciones estéticas operativas –que para eso están- ya sea trapicheando con los materiales de nuestra percepción y nuestro entorno –que también, ahora que lo pienso- están para eso.
De este modo en lo más alto de la escala de certezas de Hamlet no se sitúa una especie de mojama metafísica, un tentetieso conceptual y pensante al estilo de Descartes sino la certeza fisiológica e intelectual de quien se sabe templado como un acero, de quien se sabe fértil en sus acoplamientos, pese a que su obstinación modal pueda acabar acarreando su caída en desgracia en Elsinor, en el Elsinor que a cada cual le haya caído en suerte, e incluso perdiendo la vida, que a estas alturas, obviamente, debería cada uno tener en su justo aprecio.
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El teatro, la guerra, el concepto.
(A divinity that shapes our ends)
Dado un determinado principio de organización modal, un conatus o modo de relación, es preciso ser capaz de organizar su despliegue en términos operacionales, es decir, es preciso dar cuenta de las necesidades tácticas de ese despliegue sin perder de vista la escala de las intervenciones, la complejidad y la diferencia de los recursos empleados para ello y su final adecuación a las determinaciones estratégicas pertinentes.
A la hora de organizar ese saber operacional, de prever el despliegue del conatus, administrando los afectos y limitando el número y alcance de las pasiones, se hace preciso contar con los crafts e ingenios correctos y ser capaz de mezclarlos en su justa medida. Para orientarse operacionalmente, puesto que de esto se trata, los modelos a los que recurre Hamlet son el teatro y la guerra. Nada menos.
Es al ver el ejercito de Fortimbras avanzando mudo e imponente, como un bosque en movimiento, cuando se siente exhortado también él a seguir su conatus. Del mismo modo es al admirarse cómo el actor que explica la muerte de Príamo, consigue forzar su alma por una mera ficción, por una pasión soñada, adaptando su naturaleza al total servicio de un concepto, cuando gesta el plan para desenmascarar a Claudio.
Hamlet ha oído que culpables que habían asistido al teatro, por la misma fuerza de la escena se sintieron tan impresionados que confesaron públicamente todos sus delitos. Su ingenio le sugiere entonces una maniobra de flanqueo clásica: hará asistir a Claudio al teatro, le inmovilizará sobre el campo de batalla de modo que puedan observarle tanto él como Horacio y representará ante él algo parecido a la muerte de su padre: observaré todos sus gestos, hurgaré en su herida, con que vea que se estremece, sabré qué hacer.
El drama será entonces la trampa en que atrapar la conciencia del Rey. El drama no implicará la muerte física del Rey, este es un cuerpo: una cosa que no es cosa. Se trata de un choque de ideas, de conceptos. Por eso cuando se represente la obra ante el Rey, éste se levantará –dice Hamlet- como herido por bala de fogueo.
Al pensar su plan, reflexionando sobre la actuación del actor que tanto le ha impresionado, y las modulaciones a que somete su cuerpo y si alma toda, Hamlet usa –dos veces- la noción de “conceit” (force his soul so to his own conceit, his whole function suiting with forms to his conceit). Es a este conceit a cuyo total servicio se pone el alma del actor. Conceit parece derivar de la raíz latina y el barroco conceto, que funciona aquí a modo de imagen, de unidad tonal emocional. Es preciso entonces que pensemos este conceto como el equivalente en el plano estético de los ingenios, siendo tanto el ingenio como el conceto mediaciones entre conatus y afectos, entre estética y obras... El gran esquema barroco y moderno en definitiva, de la operacionalidad queda entonces así:
Conatus vs Afectos mediado por Crafts-Ingenios
Estética vs Obras mediado por Conceits-Poéticas
Estrategia vs Táctica mediada por Operacionalidad
Claro que Claudio, aún siendo mucho más fino que otros personajes, tampoco es que sea una lumbrera incuestionable. De hecho le vemos funcionar con cierta conspicuidad –como si se tratara de un Rommel danés- exclusivamente en un plano táctico, intentando averiguar hacia dónde van los afectos de Hamlet, pero siendo incapaz de figurarse la forma o el dispositivo más bien mediante el que dichos afectos se organizan. Por eso, no dudará en llamar a Rosenkrantz y Guildenstern para que le sonsaquen, en hacer que Polonio y Ofelia le espíen y en observarle él mismo… sin ser capaz de llegar a nada concluyente. Cuando Polonio sugiere que su locura es resultado del amor despechado de Ofelia el Rey duda: ¿Amor? Sus afectos no siguen ese camino… (His affections do not that way tend).
Por el contrario Hamlet no se demora demasiado en ese plano táctico de los afectos: la precipitada boda de Claudio y su madre le ha dado suficientes pistas. Habita el plano de lo estratégico y no desconoce del todo el operacional, lo cual demuestra –como quería Sun Zi- siendo capaz de comparecer sin que nadie pueda adivinar cual es su “forma”, mientras induce a otros a adoptar una formación que no puede sino ponerles en evidencia, como les sucede a Rosekrantz y Guildestern o al mismo Polonio. Su recurso a una especie de locura discrecional –sólo estoy loco al nor-noroeste, cuando sopla viento del sur distingo un halcón de una garza- de “crafty madness” le permiten mantener el juego abierto.
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Tócame la flauta
Hamlet hace gala de una gran pericia operacional, organizando la representación del drama en que el Rey deja ver su culpabilidad y turbación, dejándose afectar por una imagen, una pasión soñada. El contraste de esta pericia se nos sirve de inmediato con la torpeza de Rosenkrantz y Guildenstern, que no pueden sino fracasar lamentablemente en su intento de sonsacar a Hamlet las causas de su aparente locura. Para ello –como sabía hasta Polonio- no les puede bastar indagar directamente, sino que tienen que dominar el arte de componer encuentros, de colocar trampas, un arte operacional que Hamlet compara con la tekhné, el craft-oficio que resulta imprescindible –por ejemplo- para tocar un instrumento. Ni Rosenkrantz ni Guildenstern saben hacer sonar la flauta, pese a las jocosas instrucciones que les da Hamlet: Tapa los agujeros con índice y pulgar, sopla con fuerza y pronunciará música elocuente. Por un lado, ellos saben que quieren obtener música, incluso recuerdan o pueden tararear alguna musiquilla –digamos que eso hace las veces de estrategia- . Por otro lado, saben por dónde coger la flauta, por donde soplar y qué agujeros hay que tapar alternativamente -y eso sin duda puede hacer las veces de conocimiento táctico- pero incluso así, Guildenstern asegura que no podrá conseguir ni una triste melodía, puesto que –como él mismo dice- no domina el arte. Si esto es así con una simple flauta, se indigna Hamlet, cómo pretenden sus dos amigos hacerle “sonar” a él, como si fuera a su vez un instrumento cualquiera, arrancando sus notas y dominando todos sus resortes…
Hamlet no abomina de sus amigos por manipuladores, sino por simples. Por ser incapaces de conectar sus intuiciones de orden táctico, correspondientes al ámbito de los afectos o los agujeros de la flauta… con el orden estratégico, con el “adonde” al que quieren llegar, a la indagación del conatus que mueve a Hamlet, a la secreta partitura cuya música sólo él oye.
Rosenkrantz y Guildenstern son seguramente los peores chapuzas de toda la obra, no sólo carecen por completo de saber operacional sino que incluso resultan insoportablemente torpes en el mero plano táctico de los afectos: no pueden producir melodía alguna que no suene a chabacana improvisación… obviamente no podrán -ni mucho menos- componer encuentros, producir imágenes-concepto que se acoplen con los ingenios, que los hagan desplegarse y mostrarse a la luz.
Por cierto que estamos tocando aquí uno de los problemas teóricos y prácticos de mayor calado del siglo XVII y buena parte del XVIII: el problema de la creación y manipulación de repertorios de afectos –mediante la música por ejemplo-. Ésta será una de las más persistentes y fantasiosas obsesiones teóricas del tiempo, de Zarlino a Kirchner se publicarán decenas de Disciplinas de los Afectos, Affektenlehre en las que infinitos Rosenkrantzs y Guildensterns establecerán sus mecánicas correspondencias entre los sonidos de su flauta y los efectos que se creen capaces de inducir sobre la voluntad y el animo de las personas.
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“Conceit in weakest bodies strongest works”
Como dice el fantasma de Hamlet padre en su segunda aparición: el concepto incide con más fuerza sobre los cuerpos más débiles… En las dos apariciones, el fantasma le da a Hamlet las pistas que necesita. En su primera aparición le explica el modus operandi de Claudio, en la segunda le confirma cómo debe actuar el mismo Hamlet, en qué nivel puede situar la efectividad de su labor de zapa. De hecho, ya en la obra de teatro había hecho trabajar Hamlet a ese conceit del que habla el fantasma, un disopositivo de imágenes capaz de hacer saltar –como herido por bala de fogueo- a Claudio. El fantasma entonces se limita a ratificar la lucidez de Hamlet y la importancia de situar su acción en este nivel operacional donde actúa el conceto, un nivel efectivo a la par que manejable, puesto que los términos de la primera columna: Conatus, Estética o Estrategia resultan demasiado pesados, demasiado grandes, no sólo para ser movidos a cada instante, sino incluso para ser percibidos. Son un poco como el medio en que nos movemos y que muy a menudo, aunque sepamos que existe nos resulta difícil de aprehender.
Los términos de la segunda columna: Afectos, Obras o Táctica, resultan por el contrario demasiado pequeños, son piezas en extremo inestables con las que es impensable construir nada de una escala medianamente ambiciosa. Es como si tratáramos de construirnos una casa de verdad con las diminutas piezas de madera de un juego infantil de construcción. O como si al intentar orientarnos en una marcha a través del bosque nos fijáramos en cada brizna de hierba, en cada hoja caída…
Los términos de la tercera columna: ingenios, conceptos u operacionalidad son lo que necesitamos para mediar entre este nivel de las pequeñas criaturas y el inmenso paisaje que habitan y las explica…
Toda la obra, en cierto modo, es también un ensayo sobre la necesidad de ese tercer nivel, una lección magistral sobre la operacionalidad de los crafts-ingenios, sobre la articulación y la efectividad de los fantasmas y las formas, a cuya altura se desenvuelve la guerra modal.
Cuando Hamlet ve por segunda vez el espectro de su padre, su madre intenta devolverle al plano táctico insitiendo en que el fantasma no es sino una creación incorpórea (bodiless creation). Pero nosotros sabemos que las imágenes, aún siendo incorpóreas, no son vanas en la medida en que son las que mueven la trama toda de la acción. La pugna se sitúa por tanto en el campo operacional de las imágenes: son ellas las que mueven a Hamlet y las que hacen caer al Rey tras revelarse su culpabilidad en el teatro y por fin las que provocan la muerte de Hamlet mismo atraído a la trampa –también muy escenográfica- del duelo con Laertes.
Algo similar sucede con Fortimbras en el campo de la guerra, que consigue mantener oculta su forma, generando una ilusión vana en torno de su fingido ataque a Polonia, con ello consigue engañar a los daneses y llevar a cabo su audaz golpe de mano que como en una buena fuga barroca coincide, en la stretta final, con el desenlace de las maniobras de Claudio y Laertes para matar a Hamlet.
En gran medida la obra se organiza por tanto en torno a la contraposición de los agentes verdaderamente finos en términos operacionales: Hamlet y Fortimbras. De los que son capaces de establecer o al menos columbrar estrategias: Polonio, Claudio y Laertes y de los personajes por fin que apenas alcanzan a despegar los pies del más inmediato plano táctico y que forman por tanto la carme de cañón de la trama: Ofelia, Gertrude, Rosenkrantz y Guildenstern quienes ya revueltos con personajes menores como el joven Osric no pasan de ser una yeasty collection, unos auténticos chapuzas modales que apenas alcanzan a captar la tonadilla del tiempo y las formas aparentes de los encuentros: the tune of the time and the outward habit of encounter.
Todo la pieza es una colección de estas confrontaciones en las que Hamlet se entretiene deshaciéndose de la baser nature de sus pobres contrincantes, viendo cómo salta el ingeniero con su propia bomba… No hay gran mérito en ello, puesto que basta con superar el burdo nivel de las trampas tácticas, del que no sabe sino esconderse detrás de una cortina o simular desinterés.
Le queda luego la tarea de burlar a los personajes que habitan el nivel estratégico, y que dentro del mismo se limitan –como recomienda Liddell Hart- a adoptar aproximaciones indirectas, así es –dice Polonio- “como nosotros, hombres sabios y prudentes, con formas sutiles y atacando de costado, vamos a lo directo por un camino indirecto. Normalmente las argucias estratégicas llevan implícita la caída de quien los pergeña, puesto que sus maniobras envolventes les acabarán por rodear a ellos mismos: como una espada sin botón o como una copa de vino envenenada… hay que saber manejarse con ella si no se quiere acabar cayendo en la propia trampa como les pasa a Claudio o Laertes atrapados en su propia foul practice, su trichery.
Frente a unos y otros Hamlet despliega todo un arte operacional basado en la creación de concetos o formas, imágenes o fantasmas que son los que hacen saltar a un hombre de un modo de relación a otro, los que le hacen confesar su culpabilidad o le comprometen definitivamente con su propio destino. Pero el arte operacional de Hamlet esta limitado porque éste al contrario que Fortimbras no ha dado del todo el paso de lo ético a lo político. Su antagonismo no está articulado en términos políticos, ni mucho menos militares. Por eso su juego operacional no acaba de salir del ámbito de las fantasmagorías y como ellas se disuelve y se agota. Será preciso que pasemos del momento ético que pone en juego Hamlet a una ontología del ser social que de consistencia a las bodiless creations del danés.
Todo agente es tanto un conjunto de relaciones como una serie de modos específicos de organizar y producir esas relaciones en un determinado paisaje. Una de las diferencias cruciales entre Hamlet y Claudio –su tío el usurpador- es que el trabajo modal de éste comparece superlativamente tramado y articulado con otras producciones modales que junto con la suya forman una hegemonía llamada Elsinor. Una buena forma de referirnos a la hegemonía es mediante la figura del hiperacoplamiento. Claudio o Polonio, como James Bond en otro orden de cosas son hiperacoplados: 007 tiene todos los medios, todos los contactos, todos los gadgets. Es el hombre de las redes que siempre sabe qué atuendo elegir y qué desayuno pedir –yogur, café negro e higos secos en Estambul- .
Por el contrario, Hamlet es un agente cuya producción modal ha quedado relativamente copada de sus análogas, con los suministros cortados y sin posibilidad de establecer comunicaciones con sus acaso ya inexistentes iguales, con sus anhelados cuarteles de invierno, sus retaguardias. Esto puede suceder al hilo de un proceso de acumulación originaria, una de esas clásicas maniobras envolventes mediante las que la historia separa a un productor de sus medios de producción, a un conjunto disposicional de la repertorialidad con la que hallaba acoplamientos fértiles.
Cuando eso sucede tenemos un desacoplado.
Desacoplamiento
Hamlet es una de las figuras claves de mi galería de desacoplados, porque para él, al contrario de lo que le sucede a Macbeth, sólo existe aquello que ya no existe, el conjunto de relaciones generativas que –para entendernos- asumimos como propias del reinado de Hamlet padre. Ahora, muerto el rey, su padre, y habiendo heredado el reino su tío Claudio, diríase que se ha impuesto otra contextura, otro modo de relación.
Los dos reyes son sólo dos modos de relación, dios nos libre de meternos a destripar estructuras de parentesco e incestos traumáticos. Para nuestro análisis Hamlet padre y Claudio no son sino dos modos operacionalmente articulados de distribución y organización de la experiencia.
Es obvio que Hamlet – ya en su duelo inoportunamente largo- ha quedado desacoplado y prácticamente solo en su defensa del antiguo modo y que la corte toda, como era de esperar, se ha pasado en masa a la nueva hegemonía: y aquellos que ayer se burlaban de Claudio pagan hoy 20, 50 y hasta 100 ducados por su retrato en miniatura…
Ese primer desacoplamiento marca su aparición en el drama: cuando la reina le pregunta porqué le parece tan extraño que su padre haya muerto –siendo eso lo natural- la respuesta de Hamlet se agarra al verbo y dice: ¿parecer?, yo no entiendo de apariencias, es decir yo no entiendo del repertorio ahora establecido según el cual mi dolor es de mal tono, yo no entiendo del modo de relación ahora hegemónico bajo el cual no hallo acoplamiento, bajo el cual, es forzoso percibir como estériles, rancias, vacías y sin provecho las costumbres de este mundo, un mundo que a ojos de Hamlet no puede sino parecer un jardín descuidado que engendra semillas podridas… asqueroso y fétido es cuanto habita en él.
Conversión
Pero si Hamlet sólo fuera un desacoplado, Shakespeare hubiera escrito un western ambientado en Dinamarca y ese no es el caso. Esta desolación no es sino el primer paso del desacoplamiento de Hamlet. Aquello a lo que asistimos es al paso de ese primer momento de desamparo modal a algo cualitativamente diferente que es lo individualiza y lo que mata a Hamlet: su cada vez más completo y abnegado compromiso con el antiguo modo de relación, con el que se va encerrando a partir de la aparición del espectro.
Hay una especie de proceso de conversión, similar al de los santos o al de los superhéroes –de San Pablo a Spiderman- una progresiva pero tendencialmente completa quiebra de las antiguas cohesiones, las obligaciones ajenas al modo de relación con el que se compromete el convertido. Hamlet de hecho jura recordar al espectro de modo exclusivo, borrando de su pobre memoria cualquier recuerdo ahora inútil o frívolo, todos los consejos, lo leído y las formas, impresiones del pasado que desde mi juventud copié allí hasta hoy, para conservar sólo y con gran celo aquello que el espectro le ha encargado: el ajuste de cuentas modal. Evitando que se mezcle con materia más grosera.
Primera muerte
Tras su desdoblamiento y su principio de abandono de la policontexturalidad, tras su conversión, Hamlet se apresura a morir más o menos discretamente. Aunque sólo tenemos el relato de Ofelia, sabemos que aparece ante ella como si quisiera despedirse: con el jubón desabrochado, las medias como grilletes, exhalando un suspiro como si en ese momento se le escapara el alma… Hamlet en efecto se despide como persona, como individuo particular. Con esa primera muerte Hamlet deja de ser un hombre entero –como llamaba Lukács a cualquiera dotado de una vida amplia e implicada de diferentes contexturas y dimensiones: una vida cívica, política, erótica, intelectual- y se convierte en otra cosa: un hombre enteramente, enteramente volcado al modo de relación que su juramento con el espectro le ha impuesto. Pero todo hombre enteramente corre peligro de devenir una especie de fanático, de solipsista modal incapaz de ver más allá de las narices de su particular modo de relación. Este puede sucederle especialmente cuando pierde las pistas de la dialéctica que le podría devolver a su vida policontextural de hombre entero, ahora crecido y renovado -si se quiere- por su haber sido hombre enteramente. Lo peculiar de la dialéctica hombre entero-hombre enteramente consiste entonces en que cuando alguien da en habitar esta segunda fase, la del hombre enteramente, se convierte en algo más que humano y también en algo menos que humano. Más que humano, porque en la concreta tajada de humanidad en que escoge desempeñarse alcanza cotas que le constituyen en hito. Menos que humano porque a aquel que habita la nuda monocontexturalidad no se le puede considerar como perteneciente al mundo de los vivos. Por eso los pueblos que apedrean a los santos y a los profetas siempre han hecho bien. No está de más recordarles esa dialéctica que les lleva de su solitaria exploración y avance en la monocontexturalidad a su regreso y relativa despeanalización mediante el reconocimiento de su habitar múltiples dimensiones… en algunas de las cuales puede ser muy diestro, mientras que en otras puede revelarse como un pequeño torpe, necesitado por tanto de ayuda y apoyo mutuo…
Hamlet no escoge –no puede escoger- esta vía. Con la única excepción de su amigo Horacio, y la ambigua conversación con su madre, no tiene más remedio que impostar una locura que le permita dedicarse en exclusiva a perseguir su definición modal. A partir de aquí ya no será sino un agente encargado de liquidar las cuentas pendientes del modo de relación fantasmal con el que se juramentado.
Intolerancia
Una vez que Hamlet ha dejado de ser persona, es decir mascara común de un conjunto de modos de relación, sólo puede ser intolerante como intolerante es cualquier santo que se precie.
Las personas habitan y van pastando -como dóciles ovejillas o rampantes cabras- a lo largo y lo ancho de una multiplicidad de modos de relación que nos hace impuros pero que a la vez nos permite modular nuestras comparecencias, ser flexibles y seguir vivos, aunque sea a riesgo de vivir como un batiburrilo modal de relativa estabilidad y esterilidad.
Hamlet en cambio ha renunciado a esa multiplicidad, y al devenir santo se ha hecho -también él- perfectamente intolerante, por eso cuando ve de nuevo a Ofelia explota de cólera ante el juego de apariencias, de composiciones –paintings le llama Hamlet- que ésta se ve forzada a desplegar: Ya he oído hablar demasiado de tus componendas. Lo que San Hamlet condena es la innegable capacidad disposicional de Ofelia que le permite modular su repertorialidad y eventualmente desplazarla o renovarla: dios te ha dado un rostro y tú te has hecho otro mintiendo, contoneándote mientras hablas y poniéndole nombres a las criaturas.
Cuando un modo de relación no sólo queda del todo desacoplado sino que además compromete en sus agentes en una dinámica de santidad se clausuran las posibilidades operacionales de sus disposiciones. Es como si el modo de relación en cuestión se blindara por completo, negándose a cualquier modulación que introduzca la mínima promiscuidad o generatividad.
Si las apariencias son una especie de ensayo, una tierra de nadie en términos modales, el santo no sólo se revelará por completo incapaz de dar cuenta de ellas, sino que tenderá a percibir como un perverso que quiere aparentar ignorancia a cualquiera que plantee el mínimo juego disposicional. Eso es lo que me ha vuelto loco, le dice Hamlet a Ofelia…
Pero es una afirmación inexacta: lo que le ha vuelto loco, lo que le define como loco de hecho, es su propia clausura modal, su negativa a articular generativamente sus disposiciones y su repertorialidad. Lo que hace loco a Hamlet , como a cualquier hijo de vecino, no es que esté con su tema, sino que no sea capaz de salir de él.
Segunda agencialidad.
Uno de los más grandes estudiosos de Shakespeare, Frank Kermode, dedica todo su ensayo sobre Hamlet a la importancia que los desdoblamientos lingüísticos y las hendíadis tienen en el ritmo y el planteamiento de la obra. La endíadis o hendíadis (del latín hendiadys, y éste de la expresión griega ἓν διὰ δυοῖν, 'uno mediante dos') es una figura retórica que consiste en la expresión de un único concepto mediante dos términos coordinados. La hendíadis es una forma –dice Kermode- de convertir en extraña una idea sencilla, invocando asociaciones inesperadas, eventualmente incluso siniestras.
Resulta francamente sorprendente e inquietante como toda la obra se halla poblada y tensada por el reiterado apareamiento de conceptos y calificativos que -como sucede en esta frase- no sólo dan a toda la pieza un ritmo muy particular, sino que introducen esta especie de tensión dualizante: Are you honest? Are you fair? como parte de la atmósfera misma que respiran personajes y espectadores en la obra.
Por nuestra parte, estaríamos dispuestos a sostener que este desdoblamiento léxico al que Kermode da con razón tanta importancia corre en paralelo a un desdoblamiento dramático que empareja y contrapone sucesivamente a Hamlet padre con Fortimbras padre, a los hijos de ambos, a Laertes y a Hamlet y a cada uno de ellos en su mismo interior, cuando al final de la obra, justo antes del duelo se produce por un lado un desdoblamiento entre Hamlet y su locura, que es enemiga de Hamlet, mientras que por otro lado se muestra la doblez entre la naturaleza de Laertes –que acepta las disculpas de Hamlet- y su honor –que no lo hace- Pero veremos esto luego con más detalle puesto que lo merece.
Uno de estos desdoblamientos es justo lo que acaece cuando tras la primera muerte de Hamlet, como le pasaría a cualquiera, éste ya no es el que era. Por eso, en razón de esa primera muerte, Hamlet no miente demasiado cuando al querer Ofelia devolverle regalos y cartas, él le contesta yo nunca te he dado nada. Ese “yo” que ahora habla irritado a Ofelia ya no tiene nada que ver con el antiguo Hamlet, porque todo “yo” se identifica por la capacidad de obrar y comprender que es susceptible de desplegar y las capacidades en ese sentido de los sucesivos Hamlets no se parecen en maldita la cosa. En verdad que ese Hamlet, el que ha quedado tras la muerte de su condición de hombre entero, de su policontexturalidad, ni le ha dado nada a Ofelia ni nada espera recibir de ella. De hecho lo único que puede aconsejarle es que se vaya a un convento. El Hamlet espectral, el santo, parece estar obsesionado con que no haya más matrimonios, es decir, que no haya generatividad: los que estén casados –todos menos uno- vivirán, los demás –dice atronador- que se queden como están. O ¿es que quieres engendrar pecadores? es decir, sucesivos híbridos modales ignorantes de la perfecta continencia que implica la santidad modal del que conoce su distinción.
…
Elegía por la policontexturalidad perdida
Visto lo visto, ahora sí que Ofelia entona la elegía y da por perdido a su Hamlet, aquel que en tanto particularidad ejercía como referente modal de múltiples contexturas; Que noble inteligencia destruida para siempre, del cortesano, el soldado y el estudiante, su ojo, lengua y espada, la flor y la esperanza de nuestro reino, espejo de elegancia y modelo de conducta, observado por los observadores, y ahora, ahora destrozado...
La miseria de Ofelia es la miseria de todo aquel que constata cómo se ha desertificado un paisaje que antes era fértil y variado y que ahora se ha convertido en una estepa uniforme donde todas las sombras son iguales. Como sabía Gracian: La uniformidad limita, la variedad dilata; y tanto es más sublime cuanto más nobles perfecciones multiplica.
Por eso ahora Ofelia es ahora la mas miserable y desgraciada de las mujeres… no sólo por constatar esta desertificación de la complejidad modal antes llamada Hamlet sino por cuanto, en su entrevista vigilada, ni siquiera tiene la oportunidad de ver nada parecido a un principio, aunque sólo fuera uno, de organización. Por eso deplora contemplar la razón antes soberana ahora desafinada y rota como una campana agrietada… Pobre de mi haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo. Otra cosa es que Hamlet esté siempre tan ido como cuando encuentra a Ofelia o sea capaz a ratos de establecer un verdadero arte operacional que aún en su restringido campo de movimiento, limitado a sus conversaciones con Horacio, le permita un alto grado de lucidez.
Lo que empieza a aparecer es una especie de ley de la ecología de los ingenios, una ley según la cual -siguiendo de nuevo el decir de Baltasar Gracián- naturaleza hurta al juicio todo lo que aventaja al ingenio. Volvemos a incidir sobre la quiebra de la dialéctica hombre entero- hombre enteramente para ver que a la preponderancia inmoderada de alguno de los ingenios en particular, que como el del espectro de Hamlet se impone y expulsa a todos los demás –ahora inútiles o frívolos- corresponde una creciente incapacidad de articulación operacional. En esta falta de ponderada distribución de los ingenios se fundaría aquella paradoja que enunciara Séneca: que todo ingenio grande –y desacoplado- tiene un grado de demencia.
En esta ley se halla la grandeza y la miseria de Hamlet, así como su relativa incapacidad para pasar del momento ético que lo define a un momento, un impulso, de carácter ya netamente político.
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Jerarquía de certezas
Con todo Hamlet no se limita e embestir por la línea que le marca su conatus, duda y al dudar advierte que el espectro de su padre, es decir la imagen a cuyo servicio ha desdoblado su su quehacer podría ser un engaño, un deus deceptor o un diablo burlón que, como todos sabemos, es capaz de asumir formas agradables y aprovecharse de la debilidad y la melancolía de cualquier desacoplado. Hamlet necesitará pruebas más fuertes y para ello utilizará la misma escalera que un siglo más tarde usará Descartes para ir de certeza en certeza. Su escalón más alto sin embargo no será el del Cogito abstracto, universal y desnatado del francés, sino la conjura de su sangre y su razón, que en su juego conforman el específico modo de relación en que vive y en que se va desviviendo, falto de policontexturalidad, el bueno de Hamlet.
En esta confluencia de niveles se revela, por cierto y esto es de la mayor relevancia, la diferencia entre la antropología característica del Renacimiento y la de la modernidad a la francesa. Es esta segunda una modernidad que ya ha perdido de vista lo somático –Descartes describiéndose a sí mismo como un Cogito puro, mientras su criada a la que acaba de dejar embarazada le sirve el chocolate caliente- los amarres con lo corporal, lo fisiológico entendido como irrenunciable y cultivable base, tan determinada como determinante.
Cuando Hamlet quiere escoger alguien en quien confiar mira a su alrededor buscando a aquel cuya sangre y buen juicio –ambas cosas- van tan de la mano que le impiden ser marionetas de la propia Fortuna. Se trata en suma y también al modo de Spinoza de todo un arte de los encuentros, de los acoplamientos… pero en este caso se trata de los encuentros consigo mismo, de las disposiciones que uno mismo –su sangre o sus demás humores- es capaz de suscitar y poner en juego y la vidilla que le podamos dar mediante los repertorios de formas de los que nuestro buen juicio tenga a bien dotarnos, ya sea cosechándolas de las tradiciones estéticas operativas –que para eso están- ya sea trapicheando con los materiales de nuestra percepción y nuestro entorno –que también, ahora que lo pienso- están para eso.
De este modo en lo más alto de la escala de certezas de Hamlet no se sitúa una especie de mojama metafísica, un tentetieso conceptual y pensante al estilo de Descartes sino la certeza fisiológica e intelectual de quien se sabe templado como un acero, de quien se sabe fértil en sus acoplamientos, pese a que su obstinación modal pueda acabar acarreando su caída en desgracia en Elsinor, en el Elsinor que a cada cual le haya caído en suerte, e incluso perdiendo la vida, que a estas alturas, obviamente, debería cada uno tener en su justo aprecio.
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El teatro, la guerra, el concepto.
(A divinity that shapes our ends)
Dado un determinado principio de organización modal, un conatus o modo de relación, es preciso ser capaz de organizar su despliegue en términos operacionales, es decir, es preciso dar cuenta de las necesidades tácticas de ese despliegue sin perder de vista la escala de las intervenciones, la complejidad y la diferencia de los recursos empleados para ello y su final adecuación a las determinaciones estratégicas pertinentes.
A la hora de organizar ese saber operacional, de prever el despliegue del conatus, administrando los afectos y limitando el número y alcance de las pasiones, se hace preciso contar con los crafts e ingenios correctos y ser capaz de mezclarlos en su justa medida. Para orientarse operacionalmente, puesto que de esto se trata, los modelos a los que recurre Hamlet son el teatro y la guerra. Nada menos.
Es al ver el ejercito de Fortimbras avanzando mudo e imponente, como un bosque en movimiento, cuando se siente exhortado también él a seguir su conatus. Del mismo modo es al admirarse cómo el actor que explica la muerte de Príamo, consigue forzar su alma por una mera ficción, por una pasión soñada, adaptando su naturaleza al total servicio de un concepto, cuando gesta el plan para desenmascarar a Claudio.
Hamlet ha oído que culpables que habían asistido al teatro, por la misma fuerza de la escena se sintieron tan impresionados que confesaron públicamente todos sus delitos. Su ingenio le sugiere entonces una maniobra de flanqueo clásica: hará asistir a Claudio al teatro, le inmovilizará sobre el campo de batalla de modo que puedan observarle tanto él como Horacio y representará ante él algo parecido a la muerte de su padre: observaré todos sus gestos, hurgaré en su herida, con que vea que se estremece, sabré qué hacer.
El drama será entonces la trampa en que atrapar la conciencia del Rey. El drama no implicará la muerte física del Rey, este es un cuerpo: una cosa que no es cosa. Se trata de un choque de ideas, de conceptos. Por eso cuando se represente la obra ante el Rey, éste se levantará –dice Hamlet- como herido por bala de fogueo.
Al pensar su plan, reflexionando sobre la actuación del actor que tanto le ha impresionado, y las modulaciones a que somete su cuerpo y si alma toda, Hamlet usa –dos veces- la noción de “conceit” (force his soul so to his own conceit, his whole function suiting with forms to his conceit). Es a este conceit a cuyo total servicio se pone el alma del actor. Conceit parece derivar de la raíz latina y el barroco conceto, que funciona aquí a modo de imagen, de unidad tonal emocional. Es preciso entonces que pensemos este conceto como el equivalente en el plano estético de los ingenios, siendo tanto el ingenio como el conceto mediaciones entre conatus y afectos, entre estética y obras... El gran esquema barroco y moderno en definitiva, de la operacionalidad queda entonces así:
Conatus vs Afectos mediado por Crafts-Ingenios
Estética vs Obras mediado por Conceits-Poéticas
Estrategia vs Táctica mediada por Operacionalidad
Claro que Claudio, aún siendo mucho más fino que otros personajes, tampoco es que sea una lumbrera incuestionable. De hecho le vemos funcionar con cierta conspicuidad –como si se tratara de un Rommel danés- exclusivamente en un plano táctico, intentando averiguar hacia dónde van los afectos de Hamlet, pero siendo incapaz de figurarse la forma o el dispositivo más bien mediante el que dichos afectos se organizan. Por eso, no dudará en llamar a Rosenkrantz y Guildenstern para que le sonsaquen, en hacer que Polonio y Ofelia le espíen y en observarle él mismo… sin ser capaz de llegar a nada concluyente. Cuando Polonio sugiere que su locura es resultado del amor despechado de Ofelia el Rey duda: ¿Amor? Sus afectos no siguen ese camino… (His affections do not that way tend).
Por el contrario Hamlet no se demora demasiado en ese plano táctico de los afectos: la precipitada boda de Claudio y su madre le ha dado suficientes pistas. Habita el plano de lo estratégico y no desconoce del todo el operacional, lo cual demuestra –como quería Sun Zi- siendo capaz de comparecer sin que nadie pueda adivinar cual es su “forma”, mientras induce a otros a adoptar una formación que no puede sino ponerles en evidencia, como les sucede a Rosekrantz y Guildestern o al mismo Polonio. Su recurso a una especie de locura discrecional –sólo estoy loco al nor-noroeste, cuando sopla viento del sur distingo un halcón de una garza- de “crafty madness” le permiten mantener el juego abierto.
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Tócame la flauta
Hamlet hace gala de una gran pericia operacional, organizando la representación del drama en que el Rey deja ver su culpabilidad y turbación, dejándose afectar por una imagen, una pasión soñada. El contraste de esta pericia se nos sirve de inmediato con la torpeza de Rosenkrantz y Guildenstern, que no pueden sino fracasar lamentablemente en su intento de sonsacar a Hamlet las causas de su aparente locura. Para ello –como sabía hasta Polonio- no les puede bastar indagar directamente, sino que tienen que dominar el arte de componer encuentros, de colocar trampas, un arte operacional que Hamlet compara con la tekhné, el craft-oficio que resulta imprescindible –por ejemplo- para tocar un instrumento. Ni Rosenkrantz ni Guildenstern saben hacer sonar la flauta, pese a las jocosas instrucciones que les da Hamlet: Tapa los agujeros con índice y pulgar, sopla con fuerza y pronunciará música elocuente. Por un lado, ellos saben que quieren obtener música, incluso recuerdan o pueden tararear alguna musiquilla –digamos que eso hace las veces de estrategia- . Por otro lado, saben por dónde coger la flauta, por donde soplar y qué agujeros hay que tapar alternativamente -y eso sin duda puede hacer las veces de conocimiento táctico- pero incluso así, Guildenstern asegura que no podrá conseguir ni una triste melodía, puesto que –como él mismo dice- no domina el arte. Si esto es así con una simple flauta, se indigna Hamlet, cómo pretenden sus dos amigos hacerle “sonar” a él, como si fuera a su vez un instrumento cualquiera, arrancando sus notas y dominando todos sus resortes…
Hamlet no abomina de sus amigos por manipuladores, sino por simples. Por ser incapaces de conectar sus intuiciones de orden táctico, correspondientes al ámbito de los afectos o los agujeros de la flauta… con el orden estratégico, con el “adonde” al que quieren llegar, a la indagación del conatus que mueve a Hamlet, a la secreta partitura cuya música sólo él oye.
Rosenkrantz y Guildenstern son seguramente los peores chapuzas de toda la obra, no sólo carecen por completo de saber operacional sino que incluso resultan insoportablemente torpes en el mero plano táctico de los afectos: no pueden producir melodía alguna que no suene a chabacana improvisación… obviamente no podrán -ni mucho menos- componer encuentros, producir imágenes-concepto que se acoplen con los ingenios, que los hagan desplegarse y mostrarse a la luz.
Por cierto que estamos tocando aquí uno de los problemas teóricos y prácticos de mayor calado del siglo XVII y buena parte del XVIII: el problema de la creación y manipulación de repertorios de afectos –mediante la música por ejemplo-. Ésta será una de las más persistentes y fantasiosas obsesiones teóricas del tiempo, de Zarlino a Kirchner se publicarán decenas de Disciplinas de los Afectos, Affektenlehre en las que infinitos Rosenkrantzs y Guildensterns establecerán sus mecánicas correspondencias entre los sonidos de su flauta y los efectos que se creen capaces de inducir sobre la voluntad y el animo de las personas.
…..
“Conceit in weakest bodies strongest works”
Como dice el fantasma de Hamlet padre en su segunda aparición: el concepto incide con más fuerza sobre los cuerpos más débiles… En las dos apariciones, el fantasma le da a Hamlet las pistas que necesita. En su primera aparición le explica el modus operandi de Claudio, en la segunda le confirma cómo debe actuar el mismo Hamlet, en qué nivel puede situar la efectividad de su labor de zapa. De hecho, ya en la obra de teatro había hecho trabajar Hamlet a ese conceit del que habla el fantasma, un disopositivo de imágenes capaz de hacer saltar –como herido por bala de fogueo- a Claudio. El fantasma entonces se limita a ratificar la lucidez de Hamlet y la importancia de situar su acción en este nivel operacional donde actúa el conceto, un nivel efectivo a la par que manejable, puesto que los términos de la primera columna: Conatus, Estética o Estrategia resultan demasiado pesados, demasiado grandes, no sólo para ser movidos a cada instante, sino incluso para ser percibidos. Son un poco como el medio en que nos movemos y que muy a menudo, aunque sepamos que existe nos resulta difícil de aprehender.
Los términos de la segunda columna: Afectos, Obras o Táctica, resultan por el contrario demasiado pequeños, son piezas en extremo inestables con las que es impensable construir nada de una escala medianamente ambiciosa. Es como si tratáramos de construirnos una casa de verdad con las diminutas piezas de madera de un juego infantil de construcción. O como si al intentar orientarnos en una marcha a través del bosque nos fijáramos en cada brizna de hierba, en cada hoja caída…
Los términos de la tercera columna: ingenios, conceptos u operacionalidad son lo que necesitamos para mediar entre este nivel de las pequeñas criaturas y el inmenso paisaje que habitan y las explica…
Toda la obra, en cierto modo, es también un ensayo sobre la necesidad de ese tercer nivel, una lección magistral sobre la operacionalidad de los crafts-ingenios, sobre la articulación y la efectividad de los fantasmas y las formas, a cuya altura se desenvuelve la guerra modal.
Cuando Hamlet ve por segunda vez el espectro de su padre, su madre intenta devolverle al plano táctico insitiendo en que el fantasma no es sino una creación incorpórea (bodiless creation). Pero nosotros sabemos que las imágenes, aún siendo incorpóreas, no son vanas en la medida en que son las que mueven la trama toda de la acción. La pugna se sitúa por tanto en el campo operacional de las imágenes: son ellas las que mueven a Hamlet y las que hacen caer al Rey tras revelarse su culpabilidad en el teatro y por fin las que provocan la muerte de Hamlet mismo atraído a la trampa –también muy escenográfica- del duelo con Laertes.
Algo similar sucede con Fortimbras en el campo de la guerra, que consigue mantener oculta su forma, generando una ilusión vana en torno de su fingido ataque a Polonia, con ello consigue engañar a los daneses y llevar a cabo su audaz golpe de mano que como en una buena fuga barroca coincide, en la stretta final, con el desenlace de las maniobras de Claudio y Laertes para matar a Hamlet.
En gran medida la obra se organiza por tanto en torno a la contraposición de los agentes verdaderamente finos en términos operacionales: Hamlet y Fortimbras. De los que son capaces de establecer o al menos columbrar estrategias: Polonio, Claudio y Laertes y de los personajes por fin que apenas alcanzan a despegar los pies del más inmediato plano táctico y que forman por tanto la carme de cañón de la trama: Ofelia, Gertrude, Rosenkrantz y Guildenstern quienes ya revueltos con personajes menores como el joven Osric no pasan de ser una yeasty collection, unos auténticos chapuzas modales que apenas alcanzan a captar la tonadilla del tiempo y las formas aparentes de los encuentros: the tune of the time and the outward habit of encounter.
Todo la pieza es una colección de estas confrontaciones en las que Hamlet se entretiene deshaciéndose de la baser nature de sus pobres contrincantes, viendo cómo salta el ingeniero con su propia bomba… No hay gran mérito en ello, puesto que basta con superar el burdo nivel de las trampas tácticas, del que no sabe sino esconderse detrás de una cortina o simular desinterés.
Le queda luego la tarea de burlar a los personajes que habitan el nivel estratégico, y que dentro del mismo se limitan –como recomienda Liddell Hart- a adoptar aproximaciones indirectas, así es –dice Polonio- “como nosotros, hombres sabios y prudentes, con formas sutiles y atacando de costado, vamos a lo directo por un camino indirecto. Normalmente las argucias estratégicas llevan implícita la caída de quien los pergeña, puesto que sus maniobras envolventes les acabarán por rodear a ellos mismos: como una espada sin botón o como una copa de vino envenenada… hay que saber manejarse con ella si no se quiere acabar cayendo en la propia trampa como les pasa a Claudio o Laertes atrapados en su propia foul practice, su trichery.
Frente a unos y otros Hamlet despliega todo un arte operacional basado en la creación de concetos o formas, imágenes o fantasmas que son los que hacen saltar a un hombre de un modo de relación a otro, los que le hacen confesar su culpabilidad o le comprometen definitivamente con su propio destino. Pero el arte operacional de Hamlet esta limitado porque éste al contrario que Fortimbras no ha dado del todo el paso de lo ético a lo político. Su antagonismo no está articulado en términos políticos, ni mucho menos militares. Por eso su juego operacional no acaba de salir del ámbito de las fantasmagorías y como ellas se disuelve y se agota. Será preciso que pasemos del momento ético que pone en juego Hamlet a una ontología del ser social que de consistencia a las bodiless creations del danés.
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lunes, 5 de julio de 2010
De la fragmentación y la experiencia
El futuro es un invento, que sea instituido o instituyente dependerá en parte de la noción de experiencia de la que nos dotemos.
Lo dicho, el futuro, lo toméis como lo toméis, es un invento. Y lo es en casi todos los sentidos en los que tal palabra puede plantearse, puesto que un invento -etimológicamente- es algo que nos llega, que se nos viene encima y por supuesto, también algo que nosotros u otros podemos construir, hacer que suceda. Por eso la clave está es saber que el futuro puede ser un buen invento, si lo inventamos entre todos y nos acoplamos bien con él, o un mal invento si nos lo inventan otros – o lo inventa a su medida el sistema de relaciones de producción hegemónico- y nos lo echan encima por mal que nos parezca.
Este dilema, el que establece la tensión irresoluble entre lo instituido y lo instituyente puede rastrearse en la filosofía política, la filosofía del derecho y por supuesto en el ámbito de la estética. En este dominio, desde las primeras vanguardias y de modo prácticamente ininterrumpido hasta hoy se ha postulado la necesidad de que tanto lo estético como lo artístico deje de ser un invento instituido y ajeno al despliegue de nuestra vida, de modo que se conciba como elemento fundamental y constituyente de nuestra experiencia. Ya Dewey en 1934 recurrió a ese procomún constituido por nuestras experiencias para intentar construir una estética basada en ellas. Con ello se insertaba, quizás sin quererlo del todo, en una línea de tiempo que desde los improvisados cabarets de los dadaístas a la construcción de situaciones vindicada por la IS, parece haber convertido esa misma noción de experiencia en una de las palabras claves del futuro de lo estético; poniendo de manifiesto que sólo como experiencia, es decir, de un modo situado, in-corporado, cabe pensar y hacer fluir la sensibilidad. Ahora bien, la noción de experiencia no siempre ha significado lo mismo ni siempre ha tenido la misma carga que quizás ahora pueda estar teniendo. De hecho igual que se ha hablado de un proceso de estatización, podemos hablar de una expansión inmoderada de la centralidad de la idea de experiencia. Para elucidar el futuro de lo estético, por tanto, bueno será que indaguemos en las vicisitudes del concepto de experiencia.
De cómo la experiencia ha pasado de ser un medio homogéneo e internamente solidario a convertirse en un pobre agregado de fragmentos vendido al por mayor.
Algunos de los gurús económicos de los 90,s –como Joseph Pine- tuvieron buen cuidado en asegurarse su lugar al abrasador sol de las modas gerenciales, proclamando que del mismo modo que a la economía agraria y pastoril basada en las cosas, le había sucedido, con el primer capitalismo, una economía de los productos y que a ésta le había sucedido, ya en un capitalismo más desarrollado, una economía de los servicios… se estaría dando ahora una transición hacia una economía de la experiencia. Según Pine, los consumidores ya no nos conformamos con tener acceso a productos o a servicios; lo que queremos –como locos- son experiencias. Y sólo las empresas que nos las proporcionen “meticulosamente ingenierizadas hasta en su último detalle” y asesoradas por él, podrán sobrevivir… y hacer caja del modo más jugoso. Por eso dice Pine, un puñado de granos de café en tanto cosa material que ha cultivado un campesino no cuesta más que unos 3 o 4 céntimos de dólar. Cuando lo tostamos y lo envasamos, cuando lo convertimos en producto ya cuesta sus buenos 50 céntimos. Cuando lo convertimos en servicio, al tomarlo en una cafetería cualquiera, cuesta un dólar y cuando lo convertimos, por fin, en experiencia y lo tomamos en un Starbucks pagamos muy a gusto 4 o 5 dólares por él. Ese incremento de precios expresa objetivamente (risas) la evolución del capitalismo y ese diferencial da una idea de cual puede ser el precio de la experiencia.
Para estudiar en qué puede consistir esto de la experiencia, el ejemplo que Joseph Pine, Tim Brown y otros entusiastas del capitalismo experiencial ponen una y otra vez es nada menos que Disneylandia: bien es cierto –dicen- que la comida es intragable, las colas larguísimas y el alojamiento un horror… pero con todo les parece indiscutible que visitar Disneylandia es una de las experiencias fundamentales de toda vida familiar. A todo esto, es bien posible que aquí ya no estemos hablando del mismo orden de experiencia que la que el pensamiento estético vanguardista ha estado pugnando por establecer. A no ser que los dadaístas, los fluxus y los situacionistas fueran agentes encubiertos del mismísimo Walt Disney, habrá que pensar cuales son las características de esos diferentes ordenes de experiencia y qué las distingue. O mejor, habrá que indagar qué le puede haber pasado a la noción de experiencia para poder ser utilizada sin rubor para aludir a lo que le pasa a una familia de clase media cuando visita Disneylandia... para ello podemos empezar revisando los escritos de uno de los ensayistas que ya en los años 30 señalaron ciertos síntomas de crisis que hacían que la experiencia ya no fuera lo que había venido siendo.
Así Walter Benjamín que en 1933, en su texto Pobreza y experiencia, cuenta cómo los hombres han vuelto de los campos de batalla de la 1ª Guerra Mundial no enriquecidos con la “experiencia” sino mudos e incapaces de contar nada. No era extraño, dice Benjamín: una generación que había ido al colegio en un tranvía tirado por caballos se encontró de repente con su quebradizo cuerpo en medio de un campo de explosiones y corrientes destructivas.
Lejos, muy lejos, quedaba aquel tiempo en que uno se iba de viaje, Goethe a Italia por ejemplo, y volvía cargado no sólo de cosas que contar, sino también y fundamentalmente de experiencias, que lo eran en tanto que se engarzaban y completaban una gramática cultural compacta y coherente, un repertorio de posibilidades que se postulaban constitutivas de lo que suponía ser humano.
¿Qué diferencia hay pues entre el viaje a Italia de Goethe y el de un turista del siglo XXI? ¿qué diferencia entre la experiencia de la guerra que tiene Tolstoi y la que tuvieron los mudos combatientes de la 1ª o la 2ª GM?
La experiencia en Goethe tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes el constituirse como un contínuo, un conjunto coherente e internamente solidario, una colección de elementos cercana a lo orgánico, que se acopla y continua – así sea de modo crítico- con una tradición, una cultura clásica que le da base y perspectiva. Por eso, dice Goethe “todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas; todo lo aislado –sostiene Goethe- es recusable” . Para la noción clásica de experiencia lo fragmentario será índice de lo condenable.
Pero esta era de la unidad, de las totalidades orgánicas estaba llamada a extinguirse –si es que alguna vez existió fuera de las olímpicas mentes de Goethe y Winckelmann.
El capitalismo se había ido encargando, tal y como mostró Marx al hablar de los cercamientos, de organizar la nueva sociedad a partir del expolio y fragmentación de las comunidades agrarias, cuyos pedazos se liquidarían o se volverían a animar a conveniencia del nuevo sistema de relaciones productivas y casi siempre de modo desgajado y despojado de potencia instituyente. Otro tanto hará el capitalismo con los cuerpos tanto de sus trabajadores como de sus soldados. Tanto la producción como la destrucción se organizarán industrialmente al modo fordista o taylorista, desde la fragmentación y la recomposición parcial y selectiva de esos fragmentos de las comunidades y los cuerpos. En términos clásicos ya no habrá ni sociedad, ni cuerpo productivo, ni cuerpo combatiente, sólo fragmentos, añicos de aquello que alguna vez acaso fue.
De hecho el mayor de los miedos que tenían los combatientes no era el miedo a la muerte o las heridas, al fin y al cabo parte de su cotidianeidad, sino el miedo a ser mutilados o triturados, despedazados por los proyectiles o las explosiones, a ser fragmentados más allá del nivel en que es concebible cualquier posibilidad de reorganización de la experiencia y el cuerpo. No era vano ese miedo, puesto que el 80% de las bajas en ambas guerras fueron –efectivamente- los muertos y heridos “por fragmentación”, deshechos por artillería de largo alcance, morteros o granadas.
El fin de la posibilidad de la experiencia sucede entonces del mismo modo que el de los cuerpos: por fragmentación, por la descomposición de las unidades de sentido mínimas de las que nos habíamos dotado.
También el fin de los ejércitos mismos se pensará ya no tanto a través de su aniquilación total como de su fragmentación. La teoría operacional soviética –acaso el pensamiento estratégico más desarrollado y lúcido del siglo XX- se centrará en pensar las batallas de profundidad necesarias para penetrar (deep, close and rear) quebrar las comunicaciones y socavar las bases de un ejército, descomponiéndolo de modo que deje de serlo y se convierta en un informe mosaico, en un vidrio roto cuyos fragmentos ya no pueden volver a recomponerse. Algo parecido, por cierto, a lo que han hecho los israelíes en Cisjordania.
¿Cómo hacer para asumir esa condición fragmentaria y construir desde ahí algo cercano a una vida digna e inteligente?
Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor.
(Samuel Beckett, Molloy )
¿Qué es lo que hace un ejército cuando ha sido consistente y sistemáticamente penetrado, socavado y fragmentado? Si intenta volver a reagruparse y lo hace a través de las vías de comunicación y de las jerarquías que tenía establecidas seguramente caerá en una trampa de la que no podrá salir. Precisamente esas vías y esas jerarquías son las que el enemigo habrá tenido mayor cuidado de minar e inutilizar…
La única opción, seguramente, que le queda es la de asumir parcialmente su condición fragmentaria, redefinirse en una nueva escala y reacoplarse con el paisaje adecuado a esa escala: convertirse en partisanos, en guerrilla. De ese modo su acción se centrará en identificar y atacar las líneas de aprovisionamiento y comunicación del ejército enemigo, de aquel que lo ha fragmentado. Diríase que lo que hace una guerrilla –y no puede hacer otra cosa- es fragmentar al fragmentador.
Por eso Benjamín en su pequeño ensayo sobre la pobreza y la experiencia concluye –y en eso sigue, como en tantas otras cosas, al Luckacs de los años 20- que el fragmentado, el mutilado –y todos lo somos bajo el capitalismo- no puede ya seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles, sino saberse y redefinirse como pobre, como bárbaro dice Benjamin y proceder –en palabras ahora de Luckacs- “conscientemente por el camino del desgarramiento y la fragmentación”. La totalidad –ya lo sabía Hegel- no será posible más que por restauración a partir de la separación suma, pero se tratará ahora de otro tipo de totalidad, de una totalidad un tanto frankensteiniana que ya no dará por sentado ningún tipo de orden inmutable, una totalidad que sabrá de su provisionalidad y sobre todo de su carácter y potencia instituyente, susceptible por tanto de instaurar las costumbres y de cambiarlas, de rehacer los sistemas de relaciones de las que somos tanto productores como productos.
Ese constructivismo radical compuesto a partir de la recuperación de nuestra materialidad relacional y de nuestra potencia instituyente, serán la base de toda estética futura. A no ser que queramos quedarnos a vivir en Disneylandia…
…
¿Cómo buscarle pelea a Mickey Mouse, más acá de lo ontológico, es decir, sabiendo que en realidad es un tipo disfrazado con un cabezón de peluche?
Según Joseph Pine, cuando cuenta en Europa sus propuestas para una economía de la experiencia y pone como ejemplo Disneylandia, se le recrimina que los americanos parecen especialmente proclives a dar por buenos simulacros como ese, que no son “experiencias reales”. Pine los desmiente con el gran argumento de que las experiencias al cabo son subjetivas, suceden desde cada cuerpo y ese carácter situado es lo que las define. Por lo demás no hay tal cosa como una naturaleza primigenia –dice Pine- que experimentar, por lo que es fútil rechazar Disneylandia por un supuesto carácter artificial que comparte con grandes jardines como Versalles, ciudades como Venecia o países enteros como Holanda.
Ahora bien en el juego del maniqueo tonto que despliega Pine no se da cuenta de otra línea de argumentación que a nosotros nos resulta mucho más inquietante. Se trata de la ingenierización de la experiencia que tanto Pine como Brown reclaman, es decir su resolución en una serie de acoplamientos tan previstos y cuidadosamente acotados como los que suceden en las playas cercadas de los resorts vacacionales. Es obvio que la experiencia de la que habla Pine ha sido fragmentada y vuelta a armar teniendo buen cuidado en que no quede ningún cabo suelto, ninguna disposición incómoda a la búsqueda de acoplamientos imprevistos, ningún área ciega donde puedan suceder encuentros extraños. Se trata de una experiencia a la que se la han amputado las posibilidades de lo instituyente y que por eso no merece ya el nombre de experiencia.
…
¿Cómo construir a base de los fragmentos que somos y los que encontramos un conjunto de modos de relación plural, abierto y sin embargo dotado de potencia crítica?
Toda gramática cultural se construye mediante un conjunto relativamente estable y coherente de objetos de conocimiento, de formas básicas de la sensibilidad o el deseo… cuando todos estos elementos funcionan de modo solidario y tienden a dar cuenta de lo que supone ser humano en unas circunstancias determinadas, decimos que constituyen “repertorialidad”.
Todo elemento repertorial existe sólo a través de su acoplamiento con las disposiciones concretas, situadas, que cada cuerpo a cada momento es capaz de desplegar.
Un sistema social, así sea un sistema de producción poética, un ejército o un individuo, está vivo cuando es capaz de ejecutar de modo generativo (no mecánico ni preestablecido) sucesivos acoplamientos entre sus disposiciones y los elementos repertoriales con los que le es dado contar. El gradiente de vida de ese sistema crece cuando quiera que el sistema en cuestión muestra la capacidad no sólo de ejecutar acoplamientos discretos de carácter generativo, sino también de producir modificaciones sobre los repertorios dados, redefiniéndolos en tensión con sus propias disposiciones -acaso infrautilizadas en las combinaciones repertoriales instituidas- y con el paisaje donde se encuentran y en el que ocasionalmente se enfrentan diferentes ordenes de acoplamiento.
Lo que este juego de conceptos define una es policontexturalidad, y no un completo relativismo. Esto es importante.
La policontexturalidad asume que inevitablemente –y más nos vale que así sea- va a haber una multiplicidad de lógicas de sentido, de razones operativas en un mismo paisaje. Asume que esas lógicas van a organizarse según diferentes repertorialidades, que ofrecerán diferentes grados de acoplamiento a diferentes sujetos disposicionales… Mediante esos diferentes acoplamientos modales obtendremos, por tanto, diferentes extensiones e intensiones del mundo, del que daremos cuenta en sentidos y direcciones diferentes…
Ahora bien, esto no supone admitir que “todo vale” o que todo vale lo mismo. Para empezar, la noción de repertorialidad introduce un insoslayable matiz sobre el nivel de exhaustividad con el que una gramática cultural determinada (un sistema poético, un arte marcial, una constitución política) da cuenta de las posibilidades de ser humano en un momento dado de nuestra historia: una poética como la del rasa hindú con sus ocho emociones básicas seguramente ofrezca una repertorialidad más completa que la poética del gangsta rap, por ejemplo. Seguramente y mediante su lento despliegue el gangsta vaya generando matices repertoriales que ofrezcan acoplamiento a disposiciones diferentes de las que ahora encuentran acomodo, o bien puede suceder que el gangsta como poética se integre en un sistema modal más amplio, el del hip hop en su conjunto por ejemplo, que sí ofrezca esta repertorialidad más amplia.
En cualquier caso, lo que nos parece relevante es que mediante la noción de repertorialidad tenemos una herramienta abierta de comparación y discusión –en los términos antropológicos que Marx sugiriera en su Sexta Tesis sobre Feuerbach- de diferentes gramáticas culturales.
Otro elemento de indudable calado crítico es el que nos aporta la noción de “desacoplamiento relativo” o su inversa de “hiperacoplamiento”. Veámoslas.
Dada una repertorialidad cualquiera, un sistema objetual o un léxico cualquiera, es inevitable que se generen acoplamientos con los diferentes agentes que entren en relación con el mismo. No olvidemos que esos agentes no pueden ni siquiera concebirse fuera del acoplamiento con una o más repertorialidades y que las repertorialidades necesitan a su vez de agentes disposicionales que se acoplen con ellas para existir. Pues bien, en cualquiera de estos acoplamientos lo más normal es que haya disposiciones del agente que queden desocupadas, funciones posibles que no hayan sido saturadas. Igualmente es muy posible que haya elementos, objetos de esa repertorialidad para los que no encontremos acoplamiento, que acaso no sepamos descodificar y que por tanto queden como en la reserva.
Ese relativo desacoplamiento, ese encaje incompleto de sujetos y objetos, por el cual quedan tanto disposiciones como elementos repertoriales “sueltos”, no actualizados o definidos genera un relativo malestar en la cultura modal en que habitamos, una inquietud, una necesidad de mover esas disposiciones ociosas y de encontrar un acoplamiento acaso imprevisto o desviado para esos elementos repertoriales que habían quedado en reserva. Es muy posible que de esos relativos desacoplamientos y de las redefiniciones modales que producen surjan nuevas composiciones repertoriales, nuevos modos de relación o bien que se actualicen y afinen los ya existentes.
Por el contrario, cuando lo que se produce es un acoplamiento tan perfecto que no queda clavija alguna suelta, entonces parece que el sistema modal en cuestión se acerca a la extinción o mejor dicho a la más completa y aburrida esterilidad. Se hace difícil evitar pensar en Suiza, las sociedades escandinavas o en Disneylandia sin ir más lejos al hablar de estos hiperacoplamientos donde todo sucede para que nada suceda. De aquí la mala fama, en general, de la felicidad, de cierta felicidad un tanto ñoña que se obtiene a base de cegar las grietas, los desacoplamientos que –en última instancia- nos permiten ser instituyentes.
De eso se trata precisamente. Tampoco se trata de convertirnos todos en existencialistas o cowboys desacoplados galopando solitarios por el desierto. La medida en que cualquier desacoplamiento resulta fértil es la medida en que nos permite desplegar nuestras potencias instituyentes, nuestra capacidad para organizar nuestro entorno y nuestras vidas con la máxima autonomía. Y ahí te quiero ver.
Lo dicho, el futuro, lo toméis como lo toméis, es un invento. Y lo es en casi todos los sentidos en los que tal palabra puede plantearse, puesto que un invento -etimológicamente- es algo que nos llega, que se nos viene encima y por supuesto, también algo que nosotros u otros podemos construir, hacer que suceda. Por eso la clave está es saber que el futuro puede ser un buen invento, si lo inventamos entre todos y nos acoplamos bien con él, o un mal invento si nos lo inventan otros – o lo inventa a su medida el sistema de relaciones de producción hegemónico- y nos lo echan encima por mal que nos parezca.
Este dilema, el que establece la tensión irresoluble entre lo instituido y lo instituyente puede rastrearse en la filosofía política, la filosofía del derecho y por supuesto en el ámbito de la estética. En este dominio, desde las primeras vanguardias y de modo prácticamente ininterrumpido hasta hoy se ha postulado la necesidad de que tanto lo estético como lo artístico deje de ser un invento instituido y ajeno al despliegue de nuestra vida, de modo que se conciba como elemento fundamental y constituyente de nuestra experiencia. Ya Dewey en 1934 recurrió a ese procomún constituido por nuestras experiencias para intentar construir una estética basada en ellas. Con ello se insertaba, quizás sin quererlo del todo, en una línea de tiempo que desde los improvisados cabarets de los dadaístas a la construcción de situaciones vindicada por la IS, parece haber convertido esa misma noción de experiencia en una de las palabras claves del futuro de lo estético; poniendo de manifiesto que sólo como experiencia, es decir, de un modo situado, in-corporado, cabe pensar y hacer fluir la sensibilidad. Ahora bien, la noción de experiencia no siempre ha significado lo mismo ni siempre ha tenido la misma carga que quizás ahora pueda estar teniendo. De hecho igual que se ha hablado de un proceso de estatización, podemos hablar de una expansión inmoderada de la centralidad de la idea de experiencia. Para elucidar el futuro de lo estético, por tanto, bueno será que indaguemos en las vicisitudes del concepto de experiencia.
De cómo la experiencia ha pasado de ser un medio homogéneo e internamente solidario a convertirse en un pobre agregado de fragmentos vendido al por mayor.
Algunos de los gurús económicos de los 90,s –como Joseph Pine- tuvieron buen cuidado en asegurarse su lugar al abrasador sol de las modas gerenciales, proclamando que del mismo modo que a la economía agraria y pastoril basada en las cosas, le había sucedido, con el primer capitalismo, una economía de los productos y que a ésta le había sucedido, ya en un capitalismo más desarrollado, una economía de los servicios… se estaría dando ahora una transición hacia una economía de la experiencia. Según Pine, los consumidores ya no nos conformamos con tener acceso a productos o a servicios; lo que queremos –como locos- son experiencias. Y sólo las empresas que nos las proporcionen “meticulosamente ingenierizadas hasta en su último detalle” y asesoradas por él, podrán sobrevivir… y hacer caja del modo más jugoso. Por eso dice Pine, un puñado de granos de café en tanto cosa material que ha cultivado un campesino no cuesta más que unos 3 o 4 céntimos de dólar. Cuando lo tostamos y lo envasamos, cuando lo convertimos en producto ya cuesta sus buenos 50 céntimos. Cuando lo convertimos en servicio, al tomarlo en una cafetería cualquiera, cuesta un dólar y cuando lo convertimos, por fin, en experiencia y lo tomamos en un Starbucks pagamos muy a gusto 4 o 5 dólares por él. Ese incremento de precios expresa objetivamente (risas) la evolución del capitalismo y ese diferencial da una idea de cual puede ser el precio de la experiencia.
Para estudiar en qué puede consistir esto de la experiencia, el ejemplo que Joseph Pine, Tim Brown y otros entusiastas del capitalismo experiencial ponen una y otra vez es nada menos que Disneylandia: bien es cierto –dicen- que la comida es intragable, las colas larguísimas y el alojamiento un horror… pero con todo les parece indiscutible que visitar Disneylandia es una de las experiencias fundamentales de toda vida familiar. A todo esto, es bien posible que aquí ya no estemos hablando del mismo orden de experiencia que la que el pensamiento estético vanguardista ha estado pugnando por establecer. A no ser que los dadaístas, los fluxus y los situacionistas fueran agentes encubiertos del mismísimo Walt Disney, habrá que pensar cuales son las características de esos diferentes ordenes de experiencia y qué las distingue. O mejor, habrá que indagar qué le puede haber pasado a la noción de experiencia para poder ser utilizada sin rubor para aludir a lo que le pasa a una familia de clase media cuando visita Disneylandia... para ello podemos empezar revisando los escritos de uno de los ensayistas que ya en los años 30 señalaron ciertos síntomas de crisis que hacían que la experiencia ya no fuera lo que había venido siendo.
Así Walter Benjamín que en 1933, en su texto Pobreza y experiencia, cuenta cómo los hombres han vuelto de los campos de batalla de la 1ª Guerra Mundial no enriquecidos con la “experiencia” sino mudos e incapaces de contar nada. No era extraño, dice Benjamín: una generación que había ido al colegio en un tranvía tirado por caballos se encontró de repente con su quebradizo cuerpo en medio de un campo de explosiones y corrientes destructivas.
Lejos, muy lejos, quedaba aquel tiempo en que uno se iba de viaje, Goethe a Italia por ejemplo, y volvía cargado no sólo de cosas que contar, sino también y fundamentalmente de experiencias, que lo eran en tanto que se engarzaban y completaban una gramática cultural compacta y coherente, un repertorio de posibilidades que se postulaban constitutivas de lo que suponía ser humano.
¿Qué diferencia hay pues entre el viaje a Italia de Goethe y el de un turista del siglo XXI? ¿qué diferencia entre la experiencia de la guerra que tiene Tolstoi y la que tuvieron los mudos combatientes de la 1ª o la 2ª GM?
La experiencia en Goethe tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes el constituirse como un contínuo, un conjunto coherente e internamente solidario, una colección de elementos cercana a lo orgánico, que se acopla y continua – así sea de modo crítico- con una tradición, una cultura clásica que le da base y perspectiva. Por eso, dice Goethe “todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas; todo lo aislado –sostiene Goethe- es recusable” . Para la noción clásica de experiencia lo fragmentario será índice de lo condenable.
Pero esta era de la unidad, de las totalidades orgánicas estaba llamada a extinguirse –si es que alguna vez existió fuera de las olímpicas mentes de Goethe y Winckelmann.
El capitalismo se había ido encargando, tal y como mostró Marx al hablar de los cercamientos, de organizar la nueva sociedad a partir del expolio y fragmentación de las comunidades agrarias, cuyos pedazos se liquidarían o se volverían a animar a conveniencia del nuevo sistema de relaciones productivas y casi siempre de modo desgajado y despojado de potencia instituyente. Otro tanto hará el capitalismo con los cuerpos tanto de sus trabajadores como de sus soldados. Tanto la producción como la destrucción se organizarán industrialmente al modo fordista o taylorista, desde la fragmentación y la recomposición parcial y selectiva de esos fragmentos de las comunidades y los cuerpos. En términos clásicos ya no habrá ni sociedad, ni cuerpo productivo, ni cuerpo combatiente, sólo fragmentos, añicos de aquello que alguna vez acaso fue.
De hecho el mayor de los miedos que tenían los combatientes no era el miedo a la muerte o las heridas, al fin y al cabo parte de su cotidianeidad, sino el miedo a ser mutilados o triturados, despedazados por los proyectiles o las explosiones, a ser fragmentados más allá del nivel en que es concebible cualquier posibilidad de reorganización de la experiencia y el cuerpo. No era vano ese miedo, puesto que el 80% de las bajas en ambas guerras fueron –efectivamente- los muertos y heridos “por fragmentación”, deshechos por artillería de largo alcance, morteros o granadas.
El fin de la posibilidad de la experiencia sucede entonces del mismo modo que el de los cuerpos: por fragmentación, por la descomposición de las unidades de sentido mínimas de las que nos habíamos dotado.
También el fin de los ejércitos mismos se pensará ya no tanto a través de su aniquilación total como de su fragmentación. La teoría operacional soviética –acaso el pensamiento estratégico más desarrollado y lúcido del siglo XX- se centrará en pensar las batallas de profundidad necesarias para penetrar (deep, close and rear) quebrar las comunicaciones y socavar las bases de un ejército, descomponiéndolo de modo que deje de serlo y se convierta en un informe mosaico, en un vidrio roto cuyos fragmentos ya no pueden volver a recomponerse. Algo parecido, por cierto, a lo que han hecho los israelíes en Cisjordania.
¿Cómo hacer para asumir esa condición fragmentaria y construir desde ahí algo cercano a una vida digna e inteligente?
Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor.
(Samuel Beckett, Molloy )
¿Qué es lo que hace un ejército cuando ha sido consistente y sistemáticamente penetrado, socavado y fragmentado? Si intenta volver a reagruparse y lo hace a través de las vías de comunicación y de las jerarquías que tenía establecidas seguramente caerá en una trampa de la que no podrá salir. Precisamente esas vías y esas jerarquías son las que el enemigo habrá tenido mayor cuidado de minar e inutilizar…
La única opción, seguramente, que le queda es la de asumir parcialmente su condición fragmentaria, redefinirse en una nueva escala y reacoplarse con el paisaje adecuado a esa escala: convertirse en partisanos, en guerrilla. De ese modo su acción se centrará en identificar y atacar las líneas de aprovisionamiento y comunicación del ejército enemigo, de aquel que lo ha fragmentado. Diríase que lo que hace una guerrilla –y no puede hacer otra cosa- es fragmentar al fragmentador.
Por eso Benjamín en su pequeño ensayo sobre la pobreza y la experiencia concluye –y en eso sigue, como en tantas otras cosas, al Luckacs de los años 20- que el fragmentado, el mutilado –y todos lo somos bajo el capitalismo- no puede ya seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles, sino saberse y redefinirse como pobre, como bárbaro dice Benjamin y proceder –en palabras ahora de Luckacs- “conscientemente por el camino del desgarramiento y la fragmentación”. La totalidad –ya lo sabía Hegel- no será posible más que por restauración a partir de la separación suma, pero se tratará ahora de otro tipo de totalidad, de una totalidad un tanto frankensteiniana que ya no dará por sentado ningún tipo de orden inmutable, una totalidad que sabrá de su provisionalidad y sobre todo de su carácter y potencia instituyente, susceptible por tanto de instaurar las costumbres y de cambiarlas, de rehacer los sistemas de relaciones de las que somos tanto productores como productos.
Ese constructivismo radical compuesto a partir de la recuperación de nuestra materialidad relacional y de nuestra potencia instituyente, serán la base de toda estética futura. A no ser que queramos quedarnos a vivir en Disneylandia…
…
¿Cómo buscarle pelea a Mickey Mouse, más acá de lo ontológico, es decir, sabiendo que en realidad es un tipo disfrazado con un cabezón de peluche?
Según Joseph Pine, cuando cuenta en Europa sus propuestas para una economía de la experiencia y pone como ejemplo Disneylandia, se le recrimina que los americanos parecen especialmente proclives a dar por buenos simulacros como ese, que no son “experiencias reales”. Pine los desmiente con el gran argumento de que las experiencias al cabo son subjetivas, suceden desde cada cuerpo y ese carácter situado es lo que las define. Por lo demás no hay tal cosa como una naturaleza primigenia –dice Pine- que experimentar, por lo que es fútil rechazar Disneylandia por un supuesto carácter artificial que comparte con grandes jardines como Versalles, ciudades como Venecia o países enteros como Holanda.
Ahora bien en el juego del maniqueo tonto que despliega Pine no se da cuenta de otra línea de argumentación que a nosotros nos resulta mucho más inquietante. Se trata de la ingenierización de la experiencia que tanto Pine como Brown reclaman, es decir su resolución en una serie de acoplamientos tan previstos y cuidadosamente acotados como los que suceden en las playas cercadas de los resorts vacacionales. Es obvio que la experiencia de la que habla Pine ha sido fragmentada y vuelta a armar teniendo buen cuidado en que no quede ningún cabo suelto, ninguna disposición incómoda a la búsqueda de acoplamientos imprevistos, ningún área ciega donde puedan suceder encuentros extraños. Se trata de una experiencia a la que se la han amputado las posibilidades de lo instituyente y que por eso no merece ya el nombre de experiencia.
…
¿Cómo construir a base de los fragmentos que somos y los que encontramos un conjunto de modos de relación plural, abierto y sin embargo dotado de potencia crítica?
Toda gramática cultural se construye mediante un conjunto relativamente estable y coherente de objetos de conocimiento, de formas básicas de la sensibilidad o el deseo… cuando todos estos elementos funcionan de modo solidario y tienden a dar cuenta de lo que supone ser humano en unas circunstancias determinadas, decimos que constituyen “repertorialidad”.
Todo elemento repertorial existe sólo a través de su acoplamiento con las disposiciones concretas, situadas, que cada cuerpo a cada momento es capaz de desplegar.
Un sistema social, así sea un sistema de producción poética, un ejército o un individuo, está vivo cuando es capaz de ejecutar de modo generativo (no mecánico ni preestablecido) sucesivos acoplamientos entre sus disposiciones y los elementos repertoriales con los que le es dado contar. El gradiente de vida de ese sistema crece cuando quiera que el sistema en cuestión muestra la capacidad no sólo de ejecutar acoplamientos discretos de carácter generativo, sino también de producir modificaciones sobre los repertorios dados, redefiniéndolos en tensión con sus propias disposiciones -acaso infrautilizadas en las combinaciones repertoriales instituidas- y con el paisaje donde se encuentran y en el que ocasionalmente se enfrentan diferentes ordenes de acoplamiento.
Lo que este juego de conceptos define una es policontexturalidad, y no un completo relativismo. Esto es importante.
La policontexturalidad asume que inevitablemente –y más nos vale que así sea- va a haber una multiplicidad de lógicas de sentido, de razones operativas en un mismo paisaje. Asume que esas lógicas van a organizarse según diferentes repertorialidades, que ofrecerán diferentes grados de acoplamiento a diferentes sujetos disposicionales… Mediante esos diferentes acoplamientos modales obtendremos, por tanto, diferentes extensiones e intensiones del mundo, del que daremos cuenta en sentidos y direcciones diferentes…
Ahora bien, esto no supone admitir que “todo vale” o que todo vale lo mismo. Para empezar, la noción de repertorialidad introduce un insoslayable matiz sobre el nivel de exhaustividad con el que una gramática cultural determinada (un sistema poético, un arte marcial, una constitución política) da cuenta de las posibilidades de ser humano en un momento dado de nuestra historia: una poética como la del rasa hindú con sus ocho emociones básicas seguramente ofrezca una repertorialidad más completa que la poética del gangsta rap, por ejemplo. Seguramente y mediante su lento despliegue el gangsta vaya generando matices repertoriales que ofrezcan acoplamiento a disposiciones diferentes de las que ahora encuentran acomodo, o bien puede suceder que el gangsta como poética se integre en un sistema modal más amplio, el del hip hop en su conjunto por ejemplo, que sí ofrezca esta repertorialidad más amplia.
En cualquier caso, lo que nos parece relevante es que mediante la noción de repertorialidad tenemos una herramienta abierta de comparación y discusión –en los términos antropológicos que Marx sugiriera en su Sexta Tesis sobre Feuerbach- de diferentes gramáticas culturales.
Otro elemento de indudable calado crítico es el que nos aporta la noción de “desacoplamiento relativo” o su inversa de “hiperacoplamiento”. Veámoslas.
Dada una repertorialidad cualquiera, un sistema objetual o un léxico cualquiera, es inevitable que se generen acoplamientos con los diferentes agentes que entren en relación con el mismo. No olvidemos que esos agentes no pueden ni siquiera concebirse fuera del acoplamiento con una o más repertorialidades y que las repertorialidades necesitan a su vez de agentes disposicionales que se acoplen con ellas para existir. Pues bien, en cualquiera de estos acoplamientos lo más normal es que haya disposiciones del agente que queden desocupadas, funciones posibles que no hayan sido saturadas. Igualmente es muy posible que haya elementos, objetos de esa repertorialidad para los que no encontremos acoplamiento, que acaso no sepamos descodificar y que por tanto queden como en la reserva.
Ese relativo desacoplamiento, ese encaje incompleto de sujetos y objetos, por el cual quedan tanto disposiciones como elementos repertoriales “sueltos”, no actualizados o definidos genera un relativo malestar en la cultura modal en que habitamos, una inquietud, una necesidad de mover esas disposiciones ociosas y de encontrar un acoplamiento acaso imprevisto o desviado para esos elementos repertoriales que habían quedado en reserva. Es muy posible que de esos relativos desacoplamientos y de las redefiniciones modales que producen surjan nuevas composiciones repertoriales, nuevos modos de relación o bien que se actualicen y afinen los ya existentes.
Por el contrario, cuando lo que se produce es un acoplamiento tan perfecto que no queda clavija alguna suelta, entonces parece que el sistema modal en cuestión se acerca a la extinción o mejor dicho a la más completa y aburrida esterilidad. Se hace difícil evitar pensar en Suiza, las sociedades escandinavas o en Disneylandia sin ir más lejos al hablar de estos hiperacoplamientos donde todo sucede para que nada suceda. De aquí la mala fama, en general, de la felicidad, de cierta felicidad un tanto ñoña que se obtiene a base de cegar las grietas, los desacoplamientos que –en última instancia- nos permiten ser instituyentes.
De eso se trata precisamente. Tampoco se trata de convertirnos todos en existencialistas o cowboys desacoplados galopando solitarios por el desierto. La medida en que cualquier desacoplamiento resulta fértil es la medida en que nos permite desplegar nuestras potencias instituyentes, nuestra capacidad para organizar nuestro entorno y nuestras vidas con la máxima autonomía. Y ahí te quiero ver.
domingo, 13 de junio de 2010
Una de santos
What is a saint? A saint is someone who has achieved a remote human possibility.
L. Cohen, "Beautiful Losers" (1966).
Los santos de uno en uno.
Entendemos que un santo es alguien que se ha dedicado a explorar, llevando hasta su extremo, determinada posibilidad de organización de la percepción o la conducta. Al hacerlo se va haciendo extremadamente humano, en el sentido de aquello que ha explorado, del específico vector de antropomorfización que el santo ha llevado más lejos que nadie. Pero en este movimiento el santo ha devenido, a la vez, extremadamente inhumano, intratable a menudo, en la medida en que deja de tener interlocutores, en la medida en que ya sólo puede tener seguidores y detractores, no iguales.
Urge pues trabajar sobre la consistencia y la diversidad de esas posibilidades remotas de lo humano, los óptimos modales, los inhabitables y sin embargo imprescindibles y heroicos extremos que se tocan cada vez que alguien se dedica a explorar las posibilidades contenidas en cualquier modo de relación.
Esta concepción de la santidad supone entender que los que no somos santos, los humanos como tales, vivimos en la policontexturalidad, cruzados por haces de modos de relación que establecen los ámbitos en los que somos alguien. Por eso, todos habitamos, de modo natural una cierta policontexturalidad que nos permite tener incoherencias y contradicciones derivadas necesariamente de la pluralidad modal que nos constituye.
Los santos, en cambio, han concentrado toda su fuerza, toda su virtud en una determinada dirección.
Para ello y para empezar, el santo ha de reducir drásticamente ese conjunto de modos de relación que constituye la vida de los no-santos. Seguramente se empieza a ser santo cuando se escoge un determinado modo, uno cualquiera, y se empieza a perseverar en él sin mirar a los lados. Hamlet es un buen ejemplo de esta actitud: después de escuchar las revelaciones del espectro de su padre y de asumir su exigencia de no olvidar su causa, va el hombre y dice:
¿Recordarte a ti? … pobre espectro, Mientras quede un ápice de memoria en este desquiciado mundo. ¿¡Recordarte a ti!? Sí, borraré de mi pobre memoria cualquier recuerdo ahora inutil o frívolo, todos los consejos, lo leído y las formas, impresiones del pasado que desde mi juventud copié allí hasta hoy, y sólo conservaré con gran celo aquello que me has encargado y debo cumplir... evitando que nada lo infecte...
Hamlet se conjura entonces para no perseverar más que en el orden modal que el espectro le ha indicado. Eso le convierte en una especie de loco estratégico, que ha subordinado toda su socialidad, incluso su amor por Ofelia o su amistad con Rosenkranz y Guildenstern, al plan que le impone el modo en el que debe perseverar.
Una de las consecuencias, muy típica por otra parte, que tiene este compromiso con un seco monismo modal es alguna forma de desprecio por el mundo, o mejor por aquello que obtiene el reconocimiento hegemónico como tal:
Qué esteriles, rancias, vacías y sin provecho me parecen las costumbres de este mundo, que absurdo, repugna ver un jardin descuidado que engendra semillas podridas, asqueroso y fetido es cuanto habita en él.
A menudo se ha pensado que el desprecio por el mundo, el cuerpo, etc era una consecuencia de la visión del mundo cristiana. Algo de razón se tiene al decirlo, pero No creemos que sea una explicación del todo válida. Sea cual sea la doctrina metafísica de conjunto sobre el mundo o el cuerpo, todo santo seguramente haya de incurrir en alguna forma de ese desprecio por el mundo como resultado de su extrema reducción modal, de ese movimiento que es el que hace que Hamlet, por seguir con el ejemplo, deje de lado todas sus actividades a resultas de lo cual: esta hermosa creacion, la tierra, me parece un esteril promontorio, y esta maravillosa boveda, el cielo, fijaos bien, ese admirable e imponente firmamento que reina allá en lo alto, tachonado de dorado fuego, no me parece otra cosa que una turbia y pestilente union de inmundos vapores.
Lo hemos adelantado: consecuencia de esa extrema soledad modal suele también ser el devenir intratable del santo en cuestión. En su momento de santidad tentativa, antes de ser canonizado obviamente , el santo, como el cowboy, es un desacoplado. Alguien cuyo modo de relación ya no encuentra acoplamientos, ni siquiera resonancias quizás, en los sistemas modales de sus semejantes. En el Flos Sanctorum, una interesante recopilación de vidas de santos editada en el s. XVI se recoge la vida de San Nosequien que lleva una vida de extrema penitencia en mitad del desierto durante veinte años alcanzando fama y respeto en toda la cristiandad; en un momento dado se dirige a un convento habitado por hombres piadosos y sabios que... acaban por expulsarle por no poder soportar vivir junto a alguien tan santo...
Los santos en su conjunto.
Dado un sistema cultural cualquiera, es imprescindible que se estructure, por precario que sea, un santoral, es decir, un repertorio de las posibilidades modales extremas que nos definen y nos marcan los hitos de aquello que como sistema religioso, sistema cultural o incluso como especie nos es dado alcanzar.
Se puede ser casto como Santa Agueda, sabio como Sto, Tomás, paciente como Santa Rita o perseverante como San Pablo... El conjunto de los santos deberían constituir una repertorialidad de todas aquellas virtudes o potencias que nos es dado explorar y habitar.
Cada santo funciona entonces, estructuralmente, como una suerte de pionero, de explorador de los caminos de su específica potencia, abriendo vías en que los demás podemos conformarnos.
En esta su función repertorial, los diferentes santorales se van sucediendo e incluso encabalgándose unos con otros, como sucede con santos como Santiago Matamoros que es a la vez santo religioso y santo militar...
Así es obvio que a los santos del cristianismo les han sucedido los del orden cívico, moral y epistemológico de la burguesía: los grandes conquistadores, los héroes patrióticos, los científicos y los artistas geniales acaban por constituir la repertorialidad modal de la nueva sociedad...
Los santorales concretos tienen fecha de caducidad, pero lo que no parece tener tal fecha es la necesidad misma de estructurar en términos repertoriales las posibilidades de nuestra potencia y el procomún que definen.
En alguno de esos posters que se venden para decorar las habitaciones de los adolescentes se ha compuesto un cuadro que al modo de la “Última cena” de Leonardo da Vinci, agrupa un conjunto de actores y actrices de Hollywood.
Es obvio que los actores aquí retratados pueden ser más significativos en términos modales para nosotros que lo que puedan serlo los doce apóstoles. Por lo demás las vidas y las muertes de algunos de los personajes retratados, de Elvis Presley o James Dean a Marylin Monroe son buenas ilustraciones de otras tantas vidas de santos, con sus propios itinerarios de autodestrucción, de martirio -que significa testimonio, no lo olvidemos- modal.
Santorales, repertorios modales y procomún
-¿Qué insana vanidad te posee? ¿crees que puedes desafiar a Galactus? ¿crees que puedes cambiar algo?
-Sí… porque en verdad cualquier hombre puede hacerlo.
(Stan Lee en “Silver Surfer: Parábola”)
Lo que nos interesa por tanto de toda esta curiosa cuestión de los santorales es la medida en la que nos proporcionan una repertorialidad, es decir, un conjunto limitado y relativamente estable de posibilidades de organización de la experiencia, de modos de relación. En el cuadro de la Última Cena hollywoodiana se hace bien evidente esa repertorialidad. Todos podemos acoplarnos con uno o más de los modos de relación que instancian los actores incluidos en él. Podemos adoptar ese aire desentendido y fatal de James Dean, cínico y apasionado a la vez de Humphrey Bogart... o juguetón y tierno como Chaplin… Ahora bien, ¿podemos sostener que el conjunto constituido por los actores de Hollywood o por el Flos Sanctorum constituye una buena repertorialidad? Es decir, ¿podemos sostener que dicho conjunto da cuenta de un modo relativamente exhaustivo de las posibilidades que en tanto humanos podemos desplegar? ¿o se deja fuera un número inmenso de posibilidades que quedan fuera de juego? De hecho sólo hay una actriz: ¿es que todas las mujeres deben ser –modalmente como Marylin Monroe?
Y ya que nos ponemos preguntones, ante toda repertorialidad es preciso preguntarse varias cosas:
En primer lugar ¿cuales son los mecanismos de su institución: ¿quién puede instituir y quien no los repertorios?
En segundo lugar ¿cuales son los protocolos de su modulación? Es decir, ¿qué es lo equivalente a la improvisación que necesariamente acomete un músico de jazz o una bailarina de Khatak en nuestra vida moral? ¿cómo dan en actualizarse los elementos de una repertorialidad dada en relación con las disposiciones que nos caracterizan en un determinado momento de nuestras vidas?
La primera es una cuestión semántica y la segunda sintáctica.
Ambos ordenes de cuestiones tienen que ver con la capacidad instituyente de los modos de relación, de los procomunes modales que nos definen como cultura y como especie.
L. Cohen, "Beautiful Losers" (1966).
Los santos de uno en uno.
Entendemos que un santo es alguien que se ha dedicado a explorar, llevando hasta su extremo, determinada posibilidad de organización de la percepción o la conducta. Al hacerlo se va haciendo extremadamente humano, en el sentido de aquello que ha explorado, del específico vector de antropomorfización que el santo ha llevado más lejos que nadie. Pero en este movimiento el santo ha devenido, a la vez, extremadamente inhumano, intratable a menudo, en la medida en que deja de tener interlocutores, en la medida en que ya sólo puede tener seguidores y detractores, no iguales.
Urge pues trabajar sobre la consistencia y la diversidad de esas posibilidades remotas de lo humano, los óptimos modales, los inhabitables y sin embargo imprescindibles y heroicos extremos que se tocan cada vez que alguien se dedica a explorar las posibilidades contenidas en cualquier modo de relación.
Esta concepción de la santidad supone entender que los que no somos santos, los humanos como tales, vivimos en la policontexturalidad, cruzados por haces de modos de relación que establecen los ámbitos en los que somos alguien. Por eso, todos habitamos, de modo natural una cierta policontexturalidad que nos permite tener incoherencias y contradicciones derivadas necesariamente de la pluralidad modal que nos constituye.
Los santos, en cambio, han concentrado toda su fuerza, toda su virtud en una determinada dirección.
Para ello y para empezar, el santo ha de reducir drásticamente ese conjunto de modos de relación que constituye la vida de los no-santos. Seguramente se empieza a ser santo cuando se escoge un determinado modo, uno cualquiera, y se empieza a perseverar en él sin mirar a los lados. Hamlet es un buen ejemplo de esta actitud: después de escuchar las revelaciones del espectro de su padre y de asumir su exigencia de no olvidar su causa, va el hombre y dice:
¿Recordarte a ti? … pobre espectro, Mientras quede un ápice de memoria en este desquiciado mundo. ¿¡Recordarte a ti!? Sí, borraré de mi pobre memoria cualquier recuerdo ahora inutil o frívolo, todos los consejos, lo leído y las formas, impresiones del pasado que desde mi juventud copié allí hasta hoy, y sólo conservaré con gran celo aquello que me has encargado y debo cumplir... evitando que nada lo infecte...
Hamlet se conjura entonces para no perseverar más que en el orden modal que el espectro le ha indicado. Eso le convierte en una especie de loco estratégico, que ha subordinado toda su socialidad, incluso su amor por Ofelia o su amistad con Rosenkranz y Guildenstern, al plan que le impone el modo en el que debe perseverar.
Una de las consecuencias, muy típica por otra parte, que tiene este compromiso con un seco monismo modal es alguna forma de desprecio por el mundo, o mejor por aquello que obtiene el reconocimiento hegemónico como tal:
Qué esteriles, rancias, vacías y sin provecho me parecen las costumbres de este mundo, que absurdo, repugna ver un jardin descuidado que engendra semillas podridas, asqueroso y fetido es cuanto habita en él.
A menudo se ha pensado que el desprecio por el mundo, el cuerpo, etc era una consecuencia de la visión del mundo cristiana. Algo de razón se tiene al decirlo, pero No creemos que sea una explicación del todo válida. Sea cual sea la doctrina metafísica de conjunto sobre el mundo o el cuerpo, todo santo seguramente haya de incurrir en alguna forma de ese desprecio por el mundo como resultado de su extrema reducción modal, de ese movimiento que es el que hace que Hamlet, por seguir con el ejemplo, deje de lado todas sus actividades a resultas de lo cual: esta hermosa creacion, la tierra, me parece un esteril promontorio, y esta maravillosa boveda, el cielo, fijaos bien, ese admirable e imponente firmamento que reina allá en lo alto, tachonado de dorado fuego, no me parece otra cosa que una turbia y pestilente union de inmundos vapores.
Lo hemos adelantado: consecuencia de esa extrema soledad modal suele también ser el devenir intratable del santo en cuestión. En su momento de santidad tentativa, antes de ser canonizado obviamente , el santo, como el cowboy, es un desacoplado. Alguien cuyo modo de relación ya no encuentra acoplamientos, ni siquiera resonancias quizás, en los sistemas modales de sus semejantes. En el Flos Sanctorum, una interesante recopilación de vidas de santos editada en el s. XVI se recoge la vida de San Nosequien que lleva una vida de extrema penitencia en mitad del desierto durante veinte años alcanzando fama y respeto en toda la cristiandad; en un momento dado se dirige a un convento habitado por hombres piadosos y sabios que... acaban por expulsarle por no poder soportar vivir junto a alguien tan santo...
Los santos en su conjunto.
Dado un sistema cultural cualquiera, es imprescindible que se estructure, por precario que sea, un santoral, es decir, un repertorio de las posibilidades modales extremas que nos definen y nos marcan los hitos de aquello que como sistema religioso, sistema cultural o incluso como especie nos es dado alcanzar.
Se puede ser casto como Santa Agueda, sabio como Sto, Tomás, paciente como Santa Rita o perseverante como San Pablo... El conjunto de los santos deberían constituir una repertorialidad de todas aquellas virtudes o potencias que nos es dado explorar y habitar.
Cada santo funciona entonces, estructuralmente, como una suerte de pionero, de explorador de los caminos de su específica potencia, abriendo vías en que los demás podemos conformarnos.
En esta su función repertorial, los diferentes santorales se van sucediendo e incluso encabalgándose unos con otros, como sucede con santos como Santiago Matamoros que es a la vez santo religioso y santo militar...
Así es obvio que a los santos del cristianismo les han sucedido los del orden cívico, moral y epistemológico de la burguesía: los grandes conquistadores, los héroes patrióticos, los científicos y los artistas geniales acaban por constituir la repertorialidad modal de la nueva sociedad...
Los santorales concretos tienen fecha de caducidad, pero lo que no parece tener tal fecha es la necesidad misma de estructurar en términos repertoriales las posibilidades de nuestra potencia y el procomún que definen.
En alguno de esos posters que se venden para decorar las habitaciones de los adolescentes se ha compuesto un cuadro que al modo de la “Última cena” de Leonardo da Vinci, agrupa un conjunto de actores y actrices de Hollywood.
Es obvio que los actores aquí retratados pueden ser más significativos en términos modales para nosotros que lo que puedan serlo los doce apóstoles. Por lo demás las vidas y las muertes de algunos de los personajes retratados, de Elvis Presley o James Dean a Marylin Monroe son buenas ilustraciones de otras tantas vidas de santos, con sus propios itinerarios de autodestrucción, de martirio -que significa testimonio, no lo olvidemos- modal.
Santorales, repertorios modales y procomún
-¿Qué insana vanidad te posee? ¿crees que puedes desafiar a Galactus? ¿crees que puedes cambiar algo?
-Sí… porque en verdad cualquier hombre puede hacerlo.
(Stan Lee en “Silver Surfer: Parábola”)
Lo que nos interesa por tanto de toda esta curiosa cuestión de los santorales es la medida en la que nos proporcionan una repertorialidad, es decir, un conjunto limitado y relativamente estable de posibilidades de organización de la experiencia, de modos de relación. En el cuadro de la Última Cena hollywoodiana se hace bien evidente esa repertorialidad. Todos podemos acoplarnos con uno o más de los modos de relación que instancian los actores incluidos en él. Podemos adoptar ese aire desentendido y fatal de James Dean, cínico y apasionado a la vez de Humphrey Bogart... o juguetón y tierno como Chaplin… Ahora bien, ¿podemos sostener que el conjunto constituido por los actores de Hollywood o por el Flos Sanctorum constituye una buena repertorialidad? Es decir, ¿podemos sostener que dicho conjunto da cuenta de un modo relativamente exhaustivo de las posibilidades que en tanto humanos podemos desplegar? ¿o se deja fuera un número inmenso de posibilidades que quedan fuera de juego? De hecho sólo hay una actriz: ¿es que todas las mujeres deben ser –modalmente como Marylin Monroe?
Y ya que nos ponemos preguntones, ante toda repertorialidad es preciso preguntarse varias cosas:
En primer lugar ¿cuales son los mecanismos de su institución: ¿quién puede instituir y quien no los repertorios?
En segundo lugar ¿cuales son los protocolos de su modulación? Es decir, ¿qué es lo equivalente a la improvisación que necesariamente acomete un músico de jazz o una bailarina de Khatak en nuestra vida moral? ¿cómo dan en actualizarse los elementos de una repertorialidad dada en relación con las disposiciones que nos caracterizan en un determinado momento de nuestras vidas?
La primera es una cuestión semántica y la segunda sintáctica.
Ambos ordenes de cuestiones tienen que ver con la capacidad instituyente de los modos de relación, de los procomunes modales que nos definen como cultura y como especie.
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lunes, 26 de abril de 2010
El cowboy reacoplado
Fantasías de reacoplamiento.
Que Dios ha abandonado el mundo –dice Lukács- se deja ver en la inadecuación entre el alma y la obra, la interioridad y la aventura. No se yo si semejante inadecuación, en verdad, se debe a que Dios haya abandonado el mundo o que en éste –en el mundo, quiero decir- al hilo de las transiciones hacia el capitalismo y de la mano de las mutaciones inducidas por el mismo, se ha acabado por imponer una complejidad a la que no estaban hechos nuestros sistemas de pensamiento monocontexturales, ya fueran logocéntricos o teocéntricos. Esta mundaneidad propia de las etapas de transición hacia el capitalismo y dentro del mismo, se caracteriza por su alto grado de complejidad y policontexturalidad, en la medida en que los conjuntos de relaciones de producción instituidas seguramente no den cuenta exhaustiva de las fuerzas de producción existentes -ya estén éstas asentadas, en vías de extinción o apenas empezando a conformarse-. Una de los fenómenos esperables en esta tesitura es entonces precisamente cierto desencuentro, cierto desacoplamiento entre los repertorios hegemónicos –de relaciones de producción o formas de vida o cánones estéticos- a los que tenemos acceso y las disposiciones –las fuerzas de producción o los ingenios, según prefiráis los términos de Marx o los de Spinoza- que nos habitan, nos animan y nos hacen seguir vivos.
Cuando además de Dios, el Estado también ha desaparecido, o mejor aún: cuando ambos, habiendo desaparecido, están por llegar de nuevo, y se sabe –de buena tinta- que llegan en el tren de las doce, es cuando tenemos los elementos para un buen western. El western –como hemos ido viendo- es la épica del desacoplado, del desperado modal, aquel cuyas competencias, en la medida en que van llegando el Tren, Dios y el Estado –o el Capital si preferís- van quedando en el vacío, sin correspondencia en un mundo que ha cercado las potencias de lo instituyente y cuyas formas, una vez instituidas, les excluyen.
Casi todos los westerns juegan con la tensión resultante de esa ausencia de acoplamientos entre repertorios y disposiciones, de las articulaciones claras y estabilizadas que se supone predominan sin demasiadas estridencias en las culturas asentadas e instituidas. No obstante, hay algunos westerns que se permiten fantasear con una superación de ese desacoplamiento que no cancele, tan radicalmente como Pat Garrett, nuestra capacidad de obrar y comprender y aquellas disposiciones que nos hacen estar más vivos.
Esos westerns –pienso en Un hombre llamado caballo, Bailando con lobos o incluso Avatar se dedican a fantasear con un difícil, o más bien imposible, reacoplamiento con un orden repertorial, perdido o nunca visto, que pueda dar cuenta de las posibilidades competenciales que el desacoplado contiene de un modo u otro. Se parte en estos filmes de un cierto malestar de la cultura hegemónica, de una callada incapacidad de obrar y comprender –que en Avatar tiene un claro correlato físico en la invalidez del protagonista- de un desacoplamiento en suma, que apunta síntomas de estar entrando en crisis, aunque tampoco tenga que hacerse evidente de buenas a primeras.
En estos westerns armados mediante fantasías de reacoplamiento, el agente desacoplado, el individuo problemático advierte la contingencia del repertorio hegemónico y abjura de él en la medida en que le es insuficiente o directamente inadecuado, iniciando así un lento acercamiento a una repertorialidad otra que intuye más potente, más material, más dura y por todo ello, mucho más genuina. El agente entra entonces en contacto con algún tipo de indios o de marcianos azules y con rabo, que resultan ser agentes disposicionales de una repertorialidad mucho más potente que la propia de la cultura original del desacoplado. Éste –que normalmente hace de protagonista de la película en cuestión- acaso sea un agente excepcionalmente competente, pero esas disposiciones, ese ethos, a menudo –al contrario también que las de los cowboys clásicos- ni siquiera han tenido ocasión de manifestarse: tan grande es la falla que separa ese potencial aparato disposicional, de los repertorios, de los demonios, que dominan el paisaje y los tiempos, aquellos con los que debería acoplarse y no puede.
Las fantasías de reacoplamiento se desatan cuando, en westerns como las ya mencionados o en otros como El último samurai o acaso Un hombre tranquilo, el agente reconecta sus disposiciones ocultas con esa repertorialidad otra, ajena a la hegemónica, y ese reacoplamiento le permite –ahora sí- desarrollar y mostrar plenamente su aparato disposicional, su ethos y sus competencias.
El patrón de estas fantasías de reacoplamiento suele implicar un periodo de rechazo por parte de la repertorialidad recién descubierta, escarceos modales con algún indígena más poroso, algunas pruebas iniciáticas quizás y fundamentalmente el momento mágico en que podemos ver al agente (marine paralítico, ex boxeador, cajero del BBVA o profesor de filosofía) del todo eufórico dando mandobles con la katana, cazando bisontes o montando en pterodáctilo, siendo por fin quien realmente, competencialmente, es.
Por supuesto el conflicto debe llegar, puesto que el western no es casi nunca -con excepción de La Diligencia quizás- un cuento de hadas. La repertorialidad hegemónica de la que había escapado el agente, aquella con la que éste no se acopla, acaba por llegar y aniquilar el sistema modal (apaches, samurais o marcianos pandorinos) con cuya repertorialidad había encontrado acoplamiento el cowboy vergonzante. En ese momento acaba la fantasía de reacoplamiento y la película vuelve a ser un western en toda regla, con el cowboy devuelto a su condición –ahora ya del todo irremediable- de desacoplado.
Hablando de cuentos de hadas y películas de Ford, a ese destino trágico, escapan raras excepciones como esa cumbre de la fantasía de reacoplamiento que es Un hombre tranquilo, toda ella basada en las vicisitudes de un reacoplamiento imposible. Todo un homenaje, por tanto, a los desperados que nunca lograron volver a puerto. Que nunca lo tuvieron, por lo demás. La letra de la canción que le cantan a John Wayne en la taberna en cuanto es “reconocido” no tiene pérdida, en tanto patrón modal del western, con su mezcla de Robin Hood, Billy el Niño y existencialista irlandés:
There was a wild colonial boy, Jack Duggan was his name
He was born and raised in Ireland in a place called Castle Maine
he was his father's only son, his mother's pride and joy
and dearly did his parents love the wild colonial boy
At the early age of sixteen years, Jack left his native home
and to Australia's sunny shores he was inclined to roam
he robbed the rich, he helped the poor he shot James McEvoy
A terror to Australia was, the wild colonial boy
One morning on the prairie, as Jack he rode along
and listening to the mosckingbird, sing it's joyful song
up came a band of troopers, Kelly, Davis and Fitzroy
They'd all set out to capture him, the wild colonial boy
"Surrender now Jack Duggan for you see we're three to one"
"Surrender in the Queen's high name for you are a plundering son"
Jack drew two pistols from his belt and proudly waved them high
"I'll fight but not surrender!" said the wild colonial boy
He fired a shot at Kelly, which laid him to the groud
and turning 'round to Davis he received a fatal wound
a bullet pierced the fierce young heart from the pistol of Fitzroy
and that was how they captured him the wild colonial boy
La fantasía de reacoplamiento es obviamente una fantasía reaccionaria por imposible y desplazada… pero tan kitsch y tan hermosa como la Irlanda en Technicolor de Un hombre tranquilo.
Es éste uno de los puntos donde, con más claridad, el western toca hueso en términos filosóficos, puesto que debe enfrentarse con uno de los momentos más complejos y mal entendidos de la filosofía de Hegel y de la Fenomenología del Espíritu en particular.
Obviamente y tal como le sucedió al Lukács de Historia y Conciencia de Clase, al Heidegger de Ser y Tiempo o a las hordas de existencialistas que siguieron a ambos , en el western se hace fundamental dar cuenta de la noción de extrañamiento (Entfremdung) o de alienación (Entäuserung) a la vez como síntoma y motor de la fragmentación característica de la modernidad. Semejante extrañamiento no puede sino plantearse respecto al momento ideal de un sujeto-objeto idéntico que se realiza históricamente mediante la retrocapción de su alienación, mediante la vuelta de la autoconciencia a sí misma, al modo en que John Wayne vuelve a la verde Irlanda. Ahora bien, el mismo Hegel advierte en la Fenomenología del Espíritu contra la tentación de una realización místico-irracional del sujeto-objeto idéntico… Es obvio que debemos considerar la continuidad de determinados desacoplamientos entre repertorialidades y disposiciones, en parte debidas al irrenunciable carácter instituyente de nuestras disposiciones, que jugando siempre con repertorios existentes no dejan de apuntar a refundirlos, a quebrarlos o incluso a desplazarlos radicalmente cuando la ocasión es propicia.
Ahora bien la constatación de esa continuidad no debe hacernos confundir los desacoplamientos con un elemento más de una heideggeriana condición humana, pasando alegremente por alto el momento crítico que los desacoplamientos suponen. Las inercias de lo instituido tienen una reconocida tendencia a cristalizar, a cosificar las relaciones que fundan determinados repertorios y a dejar fuera las potencias de lo instituyente. Eso no es condición humana, sino claro indicio de miseria social y política contra la que cabe organizarse y luchar.
Evidentemente y aunque en la mayoría de los westerns hollywoodianos, la revuelta contra esta cancelación de lo instituyente se despliega de modo aislado y condenado a la soledad o la muerte, también es posible encontrar instancias de lo contrario, como en las novelas de Clark Carrados, en las que los planes de cercamiento se abortan no a tiros sino mediante la organización de asambleas y consejos: Durante todo aquel tiempo Attens se había dedicado a recorrer el valle en toda su extensión, hablando con sus habitantes, uno por uno y exponiéndoles sus intenciones. La gente del valle se había sentido convencida por sus argumentos. Hopkins acabaría por quitarles lo poco que poseían, expulsándolos del valle si no actuaban unidos...
Como dice Lukács, los desacoplamientos ofrecen dos posibilidades, según resulte el desencuentro en cuestión más pequeño o más grande que el mundo que le cae en suerte como teatro y como sustrato de sus actos, según el alma se estreche o se amplíe, según el desacoplamiento se resuelva en melancolía estéril o en potencia instituyente. Esa es la miseria y la grandeza del western.
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Que Dios ha abandonado el mundo –dice Lukács- se deja ver en la inadecuación entre el alma y la obra, la interioridad y la aventura. No se yo si semejante inadecuación, en verdad, se debe a que Dios haya abandonado el mundo o que en éste –en el mundo, quiero decir- al hilo de las transiciones hacia el capitalismo y de la mano de las mutaciones inducidas por el mismo, se ha acabado por imponer una complejidad a la que no estaban hechos nuestros sistemas de pensamiento monocontexturales, ya fueran logocéntricos o teocéntricos. Esta mundaneidad propia de las etapas de transición hacia el capitalismo y dentro del mismo, se caracteriza por su alto grado de complejidad y policontexturalidad, en la medida en que los conjuntos de relaciones de producción instituidas seguramente no den cuenta exhaustiva de las fuerzas de producción existentes -ya estén éstas asentadas, en vías de extinción o apenas empezando a conformarse-. Una de los fenómenos esperables en esta tesitura es entonces precisamente cierto desencuentro, cierto desacoplamiento entre los repertorios hegemónicos –de relaciones de producción o formas de vida o cánones estéticos- a los que tenemos acceso y las disposiciones –las fuerzas de producción o los ingenios, según prefiráis los términos de Marx o los de Spinoza- que nos habitan, nos animan y nos hacen seguir vivos.
Cuando además de Dios, el Estado también ha desaparecido, o mejor aún: cuando ambos, habiendo desaparecido, están por llegar de nuevo, y se sabe –de buena tinta- que llegan en el tren de las doce, es cuando tenemos los elementos para un buen western. El western –como hemos ido viendo- es la épica del desacoplado, del desperado modal, aquel cuyas competencias, en la medida en que van llegando el Tren, Dios y el Estado –o el Capital si preferís- van quedando en el vacío, sin correspondencia en un mundo que ha cercado las potencias de lo instituyente y cuyas formas, una vez instituidas, les excluyen.
Casi todos los westerns juegan con la tensión resultante de esa ausencia de acoplamientos entre repertorios y disposiciones, de las articulaciones claras y estabilizadas que se supone predominan sin demasiadas estridencias en las culturas asentadas e instituidas. No obstante, hay algunos westerns que se permiten fantasear con una superación de ese desacoplamiento que no cancele, tan radicalmente como Pat Garrett, nuestra capacidad de obrar y comprender y aquellas disposiciones que nos hacen estar más vivos.
Esos westerns –pienso en Un hombre llamado caballo, Bailando con lobos o incluso Avatar se dedican a fantasear con un difícil, o más bien imposible, reacoplamiento con un orden repertorial, perdido o nunca visto, que pueda dar cuenta de las posibilidades competenciales que el desacoplado contiene de un modo u otro. Se parte en estos filmes de un cierto malestar de la cultura hegemónica, de una callada incapacidad de obrar y comprender –que en Avatar tiene un claro correlato físico en la invalidez del protagonista- de un desacoplamiento en suma, que apunta síntomas de estar entrando en crisis, aunque tampoco tenga que hacerse evidente de buenas a primeras.
En estos westerns armados mediante fantasías de reacoplamiento, el agente desacoplado, el individuo problemático advierte la contingencia del repertorio hegemónico y abjura de él en la medida en que le es insuficiente o directamente inadecuado, iniciando así un lento acercamiento a una repertorialidad otra que intuye más potente, más material, más dura y por todo ello, mucho más genuina. El agente entra entonces en contacto con algún tipo de indios o de marcianos azules y con rabo, que resultan ser agentes disposicionales de una repertorialidad mucho más potente que la propia de la cultura original del desacoplado. Éste –que normalmente hace de protagonista de la película en cuestión- acaso sea un agente excepcionalmente competente, pero esas disposiciones, ese ethos, a menudo –al contrario también que las de los cowboys clásicos- ni siquiera han tenido ocasión de manifestarse: tan grande es la falla que separa ese potencial aparato disposicional, de los repertorios, de los demonios, que dominan el paisaje y los tiempos, aquellos con los que debería acoplarse y no puede.
Las fantasías de reacoplamiento se desatan cuando, en westerns como las ya mencionados o en otros como El último samurai o acaso Un hombre tranquilo, el agente reconecta sus disposiciones ocultas con esa repertorialidad otra, ajena a la hegemónica, y ese reacoplamiento le permite –ahora sí- desarrollar y mostrar plenamente su aparato disposicional, su ethos y sus competencias.
El patrón de estas fantasías de reacoplamiento suele implicar un periodo de rechazo por parte de la repertorialidad recién descubierta, escarceos modales con algún indígena más poroso, algunas pruebas iniciáticas quizás y fundamentalmente el momento mágico en que podemos ver al agente (marine paralítico, ex boxeador, cajero del BBVA o profesor de filosofía) del todo eufórico dando mandobles con la katana, cazando bisontes o montando en pterodáctilo, siendo por fin quien realmente, competencialmente, es.
Por supuesto el conflicto debe llegar, puesto que el western no es casi nunca -con excepción de La Diligencia quizás- un cuento de hadas. La repertorialidad hegemónica de la que había escapado el agente, aquella con la que éste no se acopla, acaba por llegar y aniquilar el sistema modal (apaches, samurais o marcianos pandorinos) con cuya repertorialidad había encontrado acoplamiento el cowboy vergonzante. En ese momento acaba la fantasía de reacoplamiento y la película vuelve a ser un western en toda regla, con el cowboy devuelto a su condición –ahora ya del todo irremediable- de desacoplado.
Hablando de cuentos de hadas y películas de Ford, a ese destino trágico, escapan raras excepciones como esa cumbre de la fantasía de reacoplamiento que es Un hombre tranquilo, toda ella basada en las vicisitudes de un reacoplamiento imposible. Todo un homenaje, por tanto, a los desperados que nunca lograron volver a puerto. Que nunca lo tuvieron, por lo demás. La letra de la canción que le cantan a John Wayne en la taberna en cuanto es “reconocido” no tiene pérdida, en tanto patrón modal del western, con su mezcla de Robin Hood, Billy el Niño y existencialista irlandés:
There was a wild colonial boy, Jack Duggan was his name
He was born and raised in Ireland in a place called Castle Maine
he was his father's only son, his mother's pride and joy
and dearly did his parents love the wild colonial boy
At the early age of sixteen years, Jack left his native home
and to Australia's sunny shores he was inclined to roam
he robbed the rich, he helped the poor he shot James McEvoy
A terror to Australia was, the wild colonial boy
One morning on the prairie, as Jack he rode along
and listening to the mosckingbird, sing it's joyful song
up came a band of troopers, Kelly, Davis and Fitzroy
They'd all set out to capture him, the wild colonial boy
"Surrender now Jack Duggan for you see we're three to one"
"Surrender in the Queen's high name for you are a plundering son"
Jack drew two pistols from his belt and proudly waved them high
"I'll fight but not surrender!" said the wild colonial boy
He fired a shot at Kelly, which laid him to the groud
and turning 'round to Davis he received a fatal wound
a bullet pierced the fierce young heart from the pistol of Fitzroy
and that was how they captured him the wild colonial boy
La fantasía de reacoplamiento es obviamente una fantasía reaccionaria por imposible y desplazada… pero tan kitsch y tan hermosa como la Irlanda en Technicolor de Un hombre tranquilo.
Es éste uno de los puntos donde, con más claridad, el western toca hueso en términos filosóficos, puesto que debe enfrentarse con uno de los momentos más complejos y mal entendidos de la filosofía de Hegel y de la Fenomenología del Espíritu en particular.
Obviamente y tal como le sucedió al Lukács de Historia y Conciencia de Clase, al Heidegger de Ser y Tiempo o a las hordas de existencialistas que siguieron a ambos , en el western se hace fundamental dar cuenta de la noción de extrañamiento (Entfremdung) o de alienación (Entäuserung) a la vez como síntoma y motor de la fragmentación característica de la modernidad. Semejante extrañamiento no puede sino plantearse respecto al momento ideal de un sujeto-objeto idéntico que se realiza históricamente mediante la retrocapción de su alienación, mediante la vuelta de la autoconciencia a sí misma, al modo en que John Wayne vuelve a la verde Irlanda. Ahora bien, el mismo Hegel advierte en la Fenomenología del Espíritu contra la tentación de una realización místico-irracional del sujeto-objeto idéntico… Es obvio que debemos considerar la continuidad de determinados desacoplamientos entre repertorialidades y disposiciones, en parte debidas al irrenunciable carácter instituyente de nuestras disposiciones, que jugando siempre con repertorios existentes no dejan de apuntar a refundirlos, a quebrarlos o incluso a desplazarlos radicalmente cuando la ocasión es propicia.
Ahora bien la constatación de esa continuidad no debe hacernos confundir los desacoplamientos con un elemento más de una heideggeriana condición humana, pasando alegremente por alto el momento crítico que los desacoplamientos suponen. Las inercias de lo instituido tienen una reconocida tendencia a cristalizar, a cosificar las relaciones que fundan determinados repertorios y a dejar fuera las potencias de lo instituyente. Eso no es condición humana, sino claro indicio de miseria social y política contra la que cabe organizarse y luchar.
Evidentemente y aunque en la mayoría de los westerns hollywoodianos, la revuelta contra esta cancelación de lo instituyente se despliega de modo aislado y condenado a la soledad o la muerte, también es posible encontrar instancias de lo contrario, como en las novelas de Clark Carrados, en las que los planes de cercamiento se abortan no a tiros sino mediante la organización de asambleas y consejos: Durante todo aquel tiempo Attens se había dedicado a recorrer el valle en toda su extensión, hablando con sus habitantes, uno por uno y exponiéndoles sus intenciones. La gente del valle se había sentido convencida por sus argumentos. Hopkins acabaría por quitarles lo poco que poseían, expulsándolos del valle si no actuaban unidos...
Como dice Lukács, los desacoplamientos ofrecen dos posibilidades, según resulte el desencuentro en cuestión más pequeño o más grande que el mundo que le cae en suerte como teatro y como sustrato de sus actos, según el alma se estreche o se amplíe, según el desacoplamiento se resuelva en melancolía estéril o en potencia instituyente. Esa es la miseria y la grandeza del western.
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lunes, 19 de abril de 2010
Al hilo de Lukács y su Teoría de la Novela
Lo decía Novalis: hay épocas en que la filosofía –al igual que la creación artística- no puede ser sino una especie de sentimiento de pérdida, la nostalgia de quien echa de menos algo que, quizás, nunca ha tenido. Sería entonces una especie de síntoma –sostiene Lukács al arranque de su Teoría de la novela- de una falla entre el interior y el exterior, de una diferencia esencial entre el alma y el mundo. Para el joven Lukács toda forma artística se define por la disonancia metafísica situada en el corazón de la vida y que ella acepta y estructura como base de una totalidad acabada en sí, de un medio homogéneo como le llamará en su más tardía Estética. En nuestros términos obviamente no podemos hablar de alma y mundo, o de las disonancias metafísicas entre ellas, con el mismo estilo de candor y encanto con que lo hacía el joven Lukács, pero sin duda podemos recuperar la dialéctica básica de desacoplamientos y reacoplamientos que al cabo plantea el autor y reformular su planteamiento en términos menos ambiguos recurriendo a explorar las tensiones entre los múltiples bucles de repertorios y disposiciones que constituyen y desplazan un paisaje determinado. Las tensiones entre los ethoi, que es susceptible de poner en juego determinado agente y aquellas formas básicas de organización de la sensibilidad o el comportamiento, aquellos daimonoi que constituyen la repertorialidad básica de una cultura determinada.
…
Lukacs atribuye a la cultura clásica griega un momento feliz en el que sólo se conocen respuestas y no preguntas, en el que nos sería dado leer en el cielo las vías que podríamos seguir, dándose una perfecta conveniencia entre los actos y las exigencias interiores del alma. Entre las apariencias y los sentimientos...
Más que de una coincidencia plana, lo que sucede en el epos griego es un acoplamiento relativamente aproblemático entre los elementos repertoriales y los disposicionales, entre léxico y sintaxis. En sus modélicos análisis sobre la tragedia griega, Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet han recogido la tesis clásica de Lesky, según la cual los personajes de la tragedia se arman a partir, precisamente, de una doble motivación, una doble agencialidad: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad. Sabiendo –como hemos visto en otra parte- que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto es una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium spinoziano conforma repertorialidad, conforma el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos, siendo modulado diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones.
Frente a ese momento –sin duda ideal- en que repertorios y competencias, daimonoi y ethoi se acoplan gozosos, que es el propio de la épica, plantea Lukács otro momento –igualmente ideal, suponemos- en que se desarrolla la forma “novela” y que se formula a partir de la articulación entre las categorías de mundo contingente e individuo problemático.
Que el mundo se haya vuelto contingente supone, obviamente que ninguna repertorialidad puede ya presentarse a sí misma como incuestionable o de algún modo sancionada metafísicamente: los repertorios de formas básicas han de saberse precarios y cuestionados por otros repertorios que entran en liza o por diferentes criterios de distribución y reorganización de los mismos, a manos de los aparatos disposicionales que quizá antaño se limitaban a acoplarse con ellos pero que ahora se han crecido, los impugnan y los reformulan como haría un músico de jazz.
El individuo problemático es, por tanto, un agente tan desacoplado como un Quijote o un Hamlet, que no entiende de apariencias, de las apariencias que bastaban, hasta hace poco quizás, para dar cuenta de su vida y que ahora se han mostrado patéticamente inoperantes .
La conjunción entre la contingencia de las repertorialidades y la problematicidad de los aparatos disposicionales, dice Lukács, hace que nuestro mundo –en comparación con el de sus “griegos” – se haya vuelto incomparablemente grande, más rico en dones y peligros que el de los felices clásicos. De modo que en esa riqueza, en esa policontexturalidad que habitamos, se ha perdido el sentido positivo sobre el que reposaba su vida: la categoría de totalidad.
Dicha categoría –como sabía Gödel- seguramente sólo sea predicable, o pensable, en un mundo repertorialmente cerrado, un mundo donde hay un único contexto de sentido organizado en torno a un conjunto claramente acotado de posibilidades relacionales y situacionales.
Una de las características fundamentales de la modernidad es la fragmentación y la progresiva multiplicación de esos soportes repertoriales, de forma que la instauración del capitalismo ha supuesto en todas partes el cercamiento y la desagregación de los repertorios de modos de relación que fundaban los contextos de sentido –tentativamente estables- de las sociedades premodernas y han introducido una especie de frenesí que tiene tanto de liberador como de desarraigador.
Para Lukács esto supone que hemos descubierto que “el espíritu puede ser creador…que para nosotros los arquetipos han perdido definitivamente su evidencia objetiva” (pág. 24).
Sostenemos que puede ser fértil entender que ni la existencia de un repertorio de arquetipos, a la greco-húngara, ni el aparato disposicional, la creatividad desacoplada, del “espíritu” romántico, constituyen dos ámbitos por completo independientes. Todo repertorio de arquetipos exige –obviamente- la intervención disposicional de cada agente; así como toda creatividad disposicional parte –necesaria e inevitablemente- de cierta base repertorial, o tiende a constituirla como un explorador o un alpinista, constituiría sus propios campamentos y bases. En suma, ambos contextos suponen más bien los dos polos ideales de un gradiente en el que varía tanto la compacidad y la coherencia interna de una repertorialidad, de un conjunto de modos de relación determinado, como el peso configurador que la intervención disposicional de los agentes aporta.
En definitiva parece que no es posible ni la fe ingenua en la existencia de una totalidad repertorial perdida, un mundo feliz y cerrado en sí mismo como el de la infancia o el de los griegos de anuncio de yogur, ni tampoco parece muy defendible la fe –más ingenua aún- en la creatividad sin suelo, desolada y por completo desacoplada del espíritu romántico-vanguardista.
Parece claro que dentro de ese gradiente que va de la relativa compacidad repertorial a la relativa importancia de la intervención disposicional, lo que siempre se ha dado es una multitud de totalidades, que convivían -con más o menos orden o desconcierto- en un paisaje relativamente estable. Parece claro que el capitalismo ha introducido un acelerón tecnológico y productivo que, entre otras cosas, ha reventado las costuras de los diversos paisajes, ha globalizado las condiciones de intercambio, de modo que esa policontextualidad se ha vuelto ya una condición irrenunciable, puesto que los retazos de repertorios -por completo ajenos -comparecen ahora de repente y sin previo aviso allí donde antes se hubieran tomado mucho más tiempo. El mundo nunca ha sido la circunferencia perfecta, la totalidad alcanzable de una sola mirada, como según Lukacs era el caso para el Dante o Santo Tomás, por mucho que ellos pudieran de buena fé creérselo a despecho de las mujeres, los campesinos, o las hordas nómadas que en ese momento constituían el imperio más grande jamás conocido.
Lo que sí es innegable es nuestra clara consciencia de la imposibilidad, siquiera tentativa, de cualquier asomo de “totalidad”, como de la fe ingenua en la correspondencia entre nuestras formas y los posibles elementos constituyentes de esa totalidad imposible.
Por ello toda estética se ha vuelto, primero, radicalmente constructivista –como no podía ser de otra manera- para inmediatamente darse cuenta con un Marx inesperado –el de la sexta tesis sobre Feuerbach- de que los intentos, completamente inconexos, de construir precarias y provisionales totalidades acaban por mostrar una serie de aires de familia, acaban por echar mano de una serie de lenguajes de patrones que tienen –tanto paradigmática como sintagmáticamente- mucho en común.
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Lukacs atribuye a la cultura clásica griega un momento feliz en el que sólo se conocen respuestas y no preguntas, en el que nos sería dado leer en el cielo las vías que podríamos seguir, dándose una perfecta conveniencia entre los actos y las exigencias interiores del alma. Entre las apariencias y los sentimientos...
Más que de una coincidencia plana, lo que sucede en el epos griego es un acoplamiento relativamente aproblemático entre los elementos repertoriales y los disposicionales, entre léxico y sintaxis. En sus modélicos análisis sobre la tragedia griega, Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet han recogido la tesis clásica de Lesky, según la cual los personajes de la tragedia se arman a partir, precisamente, de una doble motivación, una doble agencialidad: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad. Sabiendo –como hemos visto en otra parte- que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto es una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium spinoziano conforma repertorialidad, conforma el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos, siendo modulado diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones.
Frente a ese momento –sin duda ideal- en que repertorios y competencias, daimonoi y ethoi se acoplan gozosos, que es el propio de la épica, plantea Lukács otro momento –igualmente ideal, suponemos- en que se desarrolla la forma “novela” y que se formula a partir de la articulación entre las categorías de mundo contingente e individuo problemático.
Que el mundo se haya vuelto contingente supone, obviamente que ninguna repertorialidad puede ya presentarse a sí misma como incuestionable o de algún modo sancionada metafísicamente: los repertorios de formas básicas han de saberse precarios y cuestionados por otros repertorios que entran en liza o por diferentes criterios de distribución y reorganización de los mismos, a manos de los aparatos disposicionales que quizá antaño se limitaban a acoplarse con ellos pero que ahora se han crecido, los impugnan y los reformulan como haría un músico de jazz.
El individuo problemático es, por tanto, un agente tan desacoplado como un Quijote o un Hamlet, que no entiende de apariencias, de las apariencias que bastaban, hasta hace poco quizás, para dar cuenta de su vida y que ahora se han mostrado patéticamente inoperantes .
La conjunción entre la contingencia de las repertorialidades y la problematicidad de los aparatos disposicionales, dice Lukács, hace que nuestro mundo –en comparación con el de sus “griegos” – se haya vuelto incomparablemente grande, más rico en dones y peligros que el de los felices clásicos. De modo que en esa riqueza, en esa policontexturalidad que habitamos, se ha perdido el sentido positivo sobre el que reposaba su vida: la categoría de totalidad.
Dicha categoría –como sabía Gödel- seguramente sólo sea predicable, o pensable, en un mundo repertorialmente cerrado, un mundo donde hay un único contexto de sentido organizado en torno a un conjunto claramente acotado de posibilidades relacionales y situacionales.
Una de las características fundamentales de la modernidad es la fragmentación y la progresiva multiplicación de esos soportes repertoriales, de forma que la instauración del capitalismo ha supuesto en todas partes el cercamiento y la desagregación de los repertorios de modos de relación que fundaban los contextos de sentido –tentativamente estables- de las sociedades premodernas y han introducido una especie de frenesí que tiene tanto de liberador como de desarraigador.
Para Lukács esto supone que hemos descubierto que “el espíritu puede ser creador…que para nosotros los arquetipos han perdido definitivamente su evidencia objetiva” (pág. 24).
Sostenemos que puede ser fértil entender que ni la existencia de un repertorio de arquetipos, a la greco-húngara, ni el aparato disposicional, la creatividad desacoplada, del “espíritu” romántico, constituyen dos ámbitos por completo independientes. Todo repertorio de arquetipos exige –obviamente- la intervención disposicional de cada agente; así como toda creatividad disposicional parte –necesaria e inevitablemente- de cierta base repertorial, o tiende a constituirla como un explorador o un alpinista, constituiría sus propios campamentos y bases. En suma, ambos contextos suponen más bien los dos polos ideales de un gradiente en el que varía tanto la compacidad y la coherencia interna de una repertorialidad, de un conjunto de modos de relación determinado, como el peso configurador que la intervención disposicional de los agentes aporta.
En definitiva parece que no es posible ni la fe ingenua en la existencia de una totalidad repertorial perdida, un mundo feliz y cerrado en sí mismo como el de la infancia o el de los griegos de anuncio de yogur, ni tampoco parece muy defendible la fe –más ingenua aún- en la creatividad sin suelo, desolada y por completo desacoplada del espíritu romántico-vanguardista.
Parece claro que dentro de ese gradiente que va de la relativa compacidad repertorial a la relativa importancia de la intervención disposicional, lo que siempre se ha dado es una multitud de totalidades, que convivían -con más o menos orden o desconcierto- en un paisaje relativamente estable. Parece claro que el capitalismo ha introducido un acelerón tecnológico y productivo que, entre otras cosas, ha reventado las costuras de los diversos paisajes, ha globalizado las condiciones de intercambio, de modo que esa policontextualidad se ha vuelto ya una condición irrenunciable, puesto que los retazos de repertorios -por completo ajenos -comparecen ahora de repente y sin previo aviso allí donde antes se hubieran tomado mucho más tiempo. El mundo nunca ha sido la circunferencia perfecta, la totalidad alcanzable de una sola mirada, como según Lukacs era el caso para el Dante o Santo Tomás, por mucho que ellos pudieran de buena fé creérselo a despecho de las mujeres, los campesinos, o las hordas nómadas que en ese momento constituían el imperio más grande jamás conocido.
Lo que sí es innegable es nuestra clara consciencia de la imposibilidad, siquiera tentativa, de cualquier asomo de “totalidad”, como de la fe ingenua en la correspondencia entre nuestras formas y los posibles elementos constituyentes de esa totalidad imposible.
Por ello toda estética se ha vuelto, primero, radicalmente constructivista –como no podía ser de otra manera- para inmediatamente darse cuenta con un Marx inesperado –el de la sexta tesis sobre Feuerbach- de que los intentos, completamente inconexos, de construir precarias y provisionales totalidades acaban por mostrar una serie de aires de familia, acaban por echar mano de una serie de lenguajes de patrones que tienen –tanto paradigmática como sintagmáticamente- mucho en común.
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domingo, 21 de febrero de 2010
Para una teoría de las pervivencias
Un breve texto sobre las pervivencias modales, como parte de mi investigación sobre el western.
Mucho antes, sin embargo, y desde sus formulaciones iniciales por William Thoms, el folklore se definió como un “study of survivals”, un estudio de las pervivencias. Estas fueron definidas al principio de un modo más tosco como “pervivencias de creencias y costumbres arcaicas en la era moderna” (Gomme, 1885, p.14) pero ya Frazer hablaría con toda claridad de “viejos modos de vivir y pensar…en la medida en que parezcan deberse a la acción colectiva de la multitud y no a la influencia individual de grandes hombres” (Frazer, 1918 I, p.vii)
El componente estético de estas pervivencias se le supuso muy pronto puesto que éstas se organizan a través de patrones (patterns) formados lentamente y en contacto con la naturaleza, cuya simetría y simplicidad reflejan, con la sabiduría poética de la infancia de la raza (Potter, 1949, p. 401).
Por supuesto que tanto en Potter como en Frazer se deja ver el “dos” entre multitud y grandes hombres, a través del cual se tendería a definir el folklore como algo esencialmente comunal, a diferencia de la cultura actualmente relevante que prácticamente no tendría nada de común.
Una teoría de los lenguajes de patrones generativos no puede sino poner esto en su sitio, explicitando los dispositivos comunes que están a la base, como elemento repertorial, de toda creatividad individual, al tiempo que asienta que no hay forma de conformar y mantener vivo un repertorio, llámese folklore o cultura artística, sin la intervención disposicional de diversos tipos de agentes, entre los que el artista o el intelectual individual no tiene porqué ser una excepción.
Esta convivencia de niveles se ha expresado en numerosas ocasiones y con diferentes términos: “todo es tradicional en el nivel generativo y todo único en el nivel de la performance” (Nagler, 1967, p.311)
El debate sobre la presencia-predominancia de lo repertorial-formulaico, tal y como lo plantearon Parry y Lord, ya no puede limitarse a emitir un diagnóstico sobre la pertenencia de la obra en cuestión a una tradición oral o escrita, sino que deviene una cuestión transversal que introduce una específica economía modal: toda pieza literaria necesita ser “performativizada” para alcanzar su plena actualización. Este proceso quizá se ha manifestado a partir de los estudios sobre la escucha (Ana Ochoa Gautier, 2010), las poéticas de transmisión oral o el folklore, pero como se ha hecho evidente, desde el constructivismo y la estética de la recepción, ese mismo proceso es el que organiza la distribución de todas las experiencias estéticas…
La mayoría de los westerns clásicos son, a menudo como hemos dicho, una elegía sobre esas pervivencias, esos espectros condenados a desaparecer y que siguen cumpliendo de un modo entre obcecado y desinteresado –salvajemente desinteresado hubiera dicho Adorno- con su potencia modal, siendo quienes modalmente son, como Gary Cooper en High Noon, aun en contra de todas las opiniones y sin la ayuda de nadie excepto la del paisaje conformado por el pueblo desierto y un par de tiros que suelta a tiempo (e inopinadamente) Grace Kelly.
Mucho antes, sin embargo, y desde sus formulaciones iniciales por William Thoms, el folklore se definió como un “study of survivals”, un estudio de las pervivencias. Estas fueron definidas al principio de un modo más tosco como “pervivencias de creencias y costumbres arcaicas en la era moderna” (Gomme, 1885, p.14) pero ya Frazer hablaría con toda claridad de “viejos modos de vivir y pensar…en la medida en que parezcan deberse a la acción colectiva de la multitud y no a la influencia individual de grandes hombres” (Frazer, 1918 I, p.vii)
El componente estético de estas pervivencias se le supuso muy pronto puesto que éstas se organizan a través de patrones (patterns) formados lentamente y en contacto con la naturaleza, cuya simetría y simplicidad reflejan, con la sabiduría poética de la infancia de la raza (Potter, 1949, p. 401).
Por supuesto que tanto en Potter como en Frazer se deja ver el “dos” entre multitud y grandes hombres, a través del cual se tendería a definir el folklore como algo esencialmente comunal, a diferencia de la cultura actualmente relevante que prácticamente no tendría nada de común.
Una teoría de los lenguajes de patrones generativos no puede sino poner esto en su sitio, explicitando los dispositivos comunes que están a la base, como elemento repertorial, de toda creatividad individual, al tiempo que asienta que no hay forma de conformar y mantener vivo un repertorio, llámese folklore o cultura artística, sin la intervención disposicional de diversos tipos de agentes, entre los que el artista o el intelectual individual no tiene porqué ser una excepción.
Esta convivencia de niveles se ha expresado en numerosas ocasiones y con diferentes términos: “todo es tradicional en el nivel generativo y todo único en el nivel de la performance” (Nagler, 1967, p.311)
El debate sobre la presencia-predominancia de lo repertorial-formulaico, tal y como lo plantearon Parry y Lord, ya no puede limitarse a emitir un diagnóstico sobre la pertenencia de la obra en cuestión a una tradición oral o escrita, sino que deviene una cuestión transversal que introduce una específica economía modal: toda pieza literaria necesita ser “performativizada” para alcanzar su plena actualización. Este proceso quizá se ha manifestado a partir de los estudios sobre la escucha (Ana Ochoa Gautier, 2010), las poéticas de transmisión oral o el folklore, pero como se ha hecho evidente, desde el constructivismo y la estética de la recepción, ese mismo proceso es el que organiza la distribución de todas las experiencias estéticas…
La mayoría de los westerns clásicos son, a menudo como hemos dicho, una elegía sobre esas pervivencias, esos espectros condenados a desaparecer y que siguen cumpliendo de un modo entre obcecado y desinteresado –salvajemente desinteresado hubiera dicho Adorno- con su potencia modal, siendo quienes modalmente son, como Gary Cooper en High Noon, aun en contra de todas las opiniones y sin la ayuda de nadie excepto la del paisaje conformado por el pueblo desierto y un par de tiros que suelta a tiempo (e inopinadamente) Grace Kelly.
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miércoles, 6 de enero de 2010
Procomún del pensamiento estético
Como parte del intercambio epistolar-electrificado-electrificante con la investigadora Ana María Ochoa Gautier, cuyo trabajo no puedo recomendar más vivamente: http://dialnet.unirioja.es/servlet/extaut?codigo=1424840,
ha salido este breve resumen de algunas de las ideas que andamos labrando a principios de este 2010 y que presentaré este 28 de enero como parte del grupo de investigación sobre el Procomún estético, en el Laboratorio del Procomún, en MediaLab Madrid.
Valga como inicio de año y disculpad si la premura del resumen empobrece aún más las ideas. Por otra parte y como decía mi abuelo: Si tratais a cada hombre según sus meritos ¿quien podrá escapar del látigo?
...
Esta primera comunicación del grupo de investigación sobre el Procomún Estético, va dirigida a presentar y discutir algunos elementos que creemos fundamentales para elaborar una teoría de la sensibilidad estética y la producción artística que devuelva sus bases al campo del procomún y sus procesos y resultados al campo de la autonomía. Nada menos.
Para ello y en primer lugar tenemos que dar cuenta de los procesos de „cercamiento“ que, tal y como explicó Marx, convirtieron los commons, los campos de labor en pastos y cotos de caza, para ver que, acaso en un proceso análogo, pueden haberse dado otros procesos de cercamiento que han hecho pasar la estética de ser una teoría de la sensibilidad a ser una seca tautología del poder, es decir, que han convertido también a a la estética en un paisaje de ininterrumpidos pastos y cotos de caza....
Ni qué decir tiene que estos cercamientos, todos ellos, han inducido procesos de „proletarización“ que han consistido históricamente tanto en el expolio de los campos, caseríos y formas estéticas que formaban los commons como en la progresiva y acumulativa pérdida de las competencias que permitían habitar esos commons. Inevitablemente, los cercamientos sucedían transformando un paisaje que servía de entorno, base y condición de los cambios mismos.
De esta forma hemos llegado a postular que una comunidad puede definirse mediante el procomún que comparte y que todo procomún consta de un nivel repertorial y uno disposicional dispuestos –conflictivamente casi siempre- en un paisaje.
Buena parte de la investigación epistemológica y antropológica de las dos últimas décadas se ha dedicado con un entusiasmo encomiable a inventar la rueda –en cualquiera de sus variantes- que nos permitía librarnos del paralizante dualismo sujeto-objeto en el campo de los análisis del conocimiento, la cultura o la sensibilidad. A nuestra versión de esa rueda dimos en llamarle "modos de relación" y bajo esa advocación pudimos considerar tanto el sujeto como el objeto de la sensibilidad estética y de la producción artística. En consecuencia, podíamos hablar de una "estética modal" que se caracterizaría seguramente, aparte de su apuesta por los modos de relación como unidades básicas de producción, sentido y evaluación, por vindicar determinados rasgos para pensar la articulación teórica de esas unidades de sentido y análisis, tales como la policontextualidad -es decir la asunción de multitud de contextos de sentido y valoración simultáneos-; un cierto carácter "situado" (algo más que embodied y menos que socialized, como diría un Hamlet modal), un carácter generativo y una contextura relacional que ahuyentara los persistentes fantasmas de lo ontológico .
Ahí estábamos, cuando al hilo del trabajo sobre el procomún se nos ha aparecido la virgen y hemos advertido que los modos de relación surgen del cruce de un nivel repertorial con uno disposicional en su performatividad situada en un "paisaje" concreto.
Entendemos lo repertorial como un conjunto relativamente estable de formas "primas" que dan cuenta del abanico de posibilidades que, en un momento dado, nos define como cultura o incluso (cuando nos ponemos marxianos) como especie. El polo de lo repertorial pretende dar cuenta de esa "relativa estabilidad", de esa constelación de formas que tienden a permanecer y que debemos evitar llamar identidad para no agarrotarla, pero a la que sí podemos reconocerle, necesariamente, una cierta remanencia.
Eso nos permite introducir el polo de lo disposicional como modo de asumir que siempre lo repertorial va a necesitar de una articulación que lo actualice, que lo ponga a definirse, como una musica que desde una base ritmica o melodica compartida se tiene que improvisar performativamente cada vez que se toca o se oye. Entiendo lo disposicional, por tanto, como elucidación generativa de lo repertorial, como conjunto de competencias, de inteligencias específicas que actualizan y despliegan de modos siempre diferentes las posibilidades contenidas en lo repertorial.
Pensamos el paisaje como una matriz de conflictividades, donde diversos modos de relación pertenecientes o no a una misma repertorialidad han de convivir. En muchos casos -con la globalización cada vez más- lo que el paisaje alberga son choques y encuentros de fragmentos, añicos casi, de diferentes repertorialidades y diferentes organizaciones de lo disposicional. A menudo, cada vez más, los repertorios aparecen fragmentados y las competencias extrañadas, convertidas en triste excepción o en patrimonio corporativo de expertos.
Considerar los diferentes paisajes y considerar la interaccion de esos dos polos -repertorial y disposicional- nos permite tambien dar cuenta de todo el gradiente a partir desde el que entender y ubicar a diferentes sociedades según se hallen -o crean hallarse- más apegadas a sus configuraciones relativamente estables o a la puesta en juego performativa de las mismas.
Ya en un plano operacional y de claro alcance político, se impone un trabajo de reconstrucción -tan impostado como queramos- del procomún repertorial y disposicional que nunca hemos tenido y que sin embargo echamos de menos cosa mala.
Esta es la idea desde la que empezamos y desde la que tramaremos las diferentes sesiones públicas del grupo de investigación.
ha salido este breve resumen de algunas de las ideas que andamos labrando a principios de este 2010 y que presentaré este 28 de enero como parte del grupo de investigación sobre el Procomún estético, en el Laboratorio del Procomún, en MediaLab Madrid.
Valga como inicio de año y disculpad si la premura del resumen empobrece aún más las ideas. Por otra parte y como decía mi abuelo: Si tratais a cada hombre según sus meritos ¿quien podrá escapar del látigo?
...
Esta primera comunicación del grupo de investigación sobre el Procomún Estético, va dirigida a presentar y discutir algunos elementos que creemos fundamentales para elaborar una teoría de la sensibilidad estética y la producción artística que devuelva sus bases al campo del procomún y sus procesos y resultados al campo de la autonomía. Nada menos.
Para ello y en primer lugar tenemos que dar cuenta de los procesos de „cercamiento“ que, tal y como explicó Marx, convirtieron los commons, los campos de labor en pastos y cotos de caza, para ver que, acaso en un proceso análogo, pueden haberse dado otros procesos de cercamiento que han hecho pasar la estética de ser una teoría de la sensibilidad a ser una seca tautología del poder, es decir, que han convertido también a a la estética en un paisaje de ininterrumpidos pastos y cotos de caza....
Ni qué decir tiene que estos cercamientos, todos ellos, han inducido procesos de „proletarización“ que han consistido históricamente tanto en el expolio de los campos, caseríos y formas estéticas que formaban los commons como en la progresiva y acumulativa pérdida de las competencias que permitían habitar esos commons. Inevitablemente, los cercamientos sucedían transformando un paisaje que servía de entorno, base y condición de los cambios mismos.
De esta forma hemos llegado a postular que una comunidad puede definirse mediante el procomún que comparte y que todo procomún consta de un nivel repertorial y uno disposicional dispuestos –conflictivamente casi siempre- en un paisaje.
Buena parte de la investigación epistemológica y antropológica de las dos últimas décadas se ha dedicado con un entusiasmo encomiable a inventar la rueda –en cualquiera de sus variantes- que nos permitía librarnos del paralizante dualismo sujeto-objeto en el campo de los análisis del conocimiento, la cultura o la sensibilidad. A nuestra versión de esa rueda dimos en llamarle "modos de relación" y bajo esa advocación pudimos considerar tanto el sujeto como el objeto de la sensibilidad estética y de la producción artística. En consecuencia, podíamos hablar de una "estética modal" que se caracterizaría seguramente, aparte de su apuesta por los modos de relación como unidades básicas de producción, sentido y evaluación, por vindicar determinados rasgos para pensar la articulación teórica de esas unidades de sentido y análisis, tales como la policontextualidad -es decir la asunción de multitud de contextos de sentido y valoración simultáneos-; un cierto carácter "situado" (algo más que embodied y menos que socialized, como diría un Hamlet modal), un carácter generativo y una contextura relacional que ahuyentara los persistentes fantasmas de lo ontológico .
Ahí estábamos, cuando al hilo del trabajo sobre el procomún se nos ha aparecido la virgen y hemos advertido que los modos de relación surgen del cruce de un nivel repertorial con uno disposicional en su performatividad situada en un "paisaje" concreto.
Entendemos lo repertorial como un conjunto relativamente estable de formas "primas" que dan cuenta del abanico de posibilidades que, en un momento dado, nos define como cultura o incluso (cuando nos ponemos marxianos) como especie. El polo de lo repertorial pretende dar cuenta de esa "relativa estabilidad", de esa constelación de formas que tienden a permanecer y que debemos evitar llamar identidad para no agarrotarla, pero a la que sí podemos reconocerle, necesariamente, una cierta remanencia.
Eso nos permite introducir el polo de lo disposicional como modo de asumir que siempre lo repertorial va a necesitar de una articulación que lo actualice, que lo ponga a definirse, como una musica que desde una base ritmica o melodica compartida se tiene que improvisar performativamente cada vez que se toca o se oye. Entiendo lo disposicional, por tanto, como elucidación generativa de lo repertorial, como conjunto de competencias, de inteligencias específicas que actualizan y despliegan de modos siempre diferentes las posibilidades contenidas en lo repertorial.
Pensamos el paisaje como una matriz de conflictividades, donde diversos modos de relación pertenecientes o no a una misma repertorialidad han de convivir. En muchos casos -con la globalización cada vez más- lo que el paisaje alberga son choques y encuentros de fragmentos, añicos casi, de diferentes repertorialidades y diferentes organizaciones de lo disposicional. A menudo, cada vez más, los repertorios aparecen fragmentados y las competencias extrañadas, convertidas en triste excepción o en patrimonio corporativo de expertos.
Considerar los diferentes paisajes y considerar la interaccion de esos dos polos -repertorial y disposicional- nos permite tambien dar cuenta de todo el gradiente a partir desde el que entender y ubicar a diferentes sociedades según se hallen -o crean hallarse- más apegadas a sus configuraciones relativamente estables o a la puesta en juego performativa de las mismas.
Ya en un plano operacional y de claro alcance político, se impone un trabajo de reconstrucción -tan impostado como queramos- del procomún repertorial y disposicional que nunca hemos tenido y que sin embargo echamos de menos cosa mala.
Esta es la idea desde la que empezamos y desde la que tramaremos las diferentes sesiones públicas del grupo de investigación.
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