sábado, 28 de noviembre de 2009

La importancia de guardar las Formas.

En algunas de sus obras más tempranas, como “Eros y Civilización”, Marcuse, como tantos otros teóricos de la contracultura, llegó a confiar en el potencial que un arte disuelto en lo cotidiano podría tener de cara a la ruptura del sujeto moderno, añorando: "un retorno al arte "inmediato" que sirva como activador no sólo al intelecto y a una sensibilidad refinada, "destilada" y restringida, sino también y principalmente, a una experiencia "natural" de los sentidos, liberada de los requisitos de una caduca sociedad explotadora...y volcada en la búsqueda de una cultura sensual..."
Precisamente Marcuse es aún un autor del máximo interés en la medida en que en su obra no sólo podemos rastrear estas conocidas posiciones de desublimación de la cultura, desartistizando primero, y disolviendo luego la forma estética, sino que apenas unos años después podemos ver cómo reconoce haberse equivocado y se plantea un abierto cuestionamiento de esa postura -una pervivencia del romanticismo y las vanguardias heroicas- para rebasarla en aras de una recuperación del valor intrínsecamente político de la "forma estética" en su autonomía. “Forma estética” significa para este Marcuse tardío y quizá menos conocido "el conjunto de cualidades (armonía, ritmo, contraste) que hacen de la obra un todo en sí, con una estructura y un orden propios (estilo). En virtud de esas cualidades la obra de arte transforma el orden que priva en la realidad".
Así pues Marcuse, tras haber sido un abanderado de la desublimación de la cultura, va a sostener en "Contrarrevolución y revuelta", una de sus últimas obras, que la "revolución cultural" del arte-vida, revolución que ha preconizado buena parte de las vanguardias, ha tenido sentido en tanto que ha estado vigente la cultura burguesa clásica caracterizada por rasgos como: el utilitarismo, en tanto preocupación por el dinero y el negocio como valor existencial; el patriarcado, como base tanto de la empresa como de la familia y finalmente el autoritarismo, como clave de la educación y las instituciones disciplinarias.
Pero para Marcuse es obvio, ya a principios de la década de los setenta, que esta cultura clásica burguesa ha dejado de detentar posiciones hegemónicas, y que ello se debe a una multitud de factores entre los que quizá quepa destacar el hecho de que con la revolución keynesiana y los auspicios al consumo, el "ascetismo interior" ha dejado de ser normativo, si es que no ha desaparecido totalmente, mientras que al mismo tiempo el mercado de "subculturas libertarias" ha ido creciendo dotando de todos los gadgets necesarios a los modos de vida alternativos
Por otro lado, según Marcuse, el "Pensamiento idealista" ha caído en desuso en función de las nuevas necesidades educativas, de socialización y de reproducción del capitalismo que, por lo demás, han cuestionado, definitivamente quizá, la hegemonía del modelo patriarcal de familia dando lugar a nuevas formas de organización doméstica que, en definitiva, corroboran la incorporación de las mujeres al mercado laboral y la de los varones a un mercado de ocio en continua expansión.
Todo este diagnóstico lleva a Marcuse a cuestionar el modelo de crítica cultural que se había estado aplicando desde el inicio mismo de las vanguardias: "si estamos presenciando una desintegración de la cultura burguesa, como resultado de la dinámica interna del capitalismo contemporáneo y el ajuste de la cultura a los requerimientos de dicho capitalismo, ¿no estará entonces la revolución cultural puesto que su meta es la destrucción de la cultura burguesa, sometiéndose precisamente al ajuste capitalista y a la redefinición de la cultura? ¿No está en consecuencia traicionando su propia finalidad, que es preparar el terreno para una cultura cualitativamente diferente, radicalmente anticapitalista?"...

En otras palabras ¿no serán los esfuerzos por desarrollar un anti-arte, o un "arte vivo disuelto en lo cotidiano", como rechazo de la forma estética, pioneros en la configuración de una nueva esfera pública específica del capitalismo cultural, caracterizada por la diversidad de opciones de consumo y entretenimiento? Frente a esa cuestión, Marcuse se propone analizar el funcionamiento de la anticuada y denostada forma estética.
En su juicio la mayor parte de la producción artística hasta el siglo XIX es claramente antiburguesa, la obra de arte clásica: "...se desvincula del mundo de las mercancías, de la brutalidad de la industria y el comercio burgueses, de la distorsión de las relaciones humanas, del materialismo capitalista, de la razón instrumentalista."
Nos hallamos aquí claramente en la fase que Pierre Bourdieu ha estudiado, en Las reglas del arte por ejemplo, como aquella en que aparece de modo diferenciado y autónomo el “campo” de lo literario en Francia de la mano de autores como Baudelaire o Flaubert.
Obviando la argumentación sociológica de Bourdieu, sigue siendo claro que al formar parte de la forma estética "las palabras, los sonidos, las formas y los colores se apartan y se oponen a su uso y su conocida función ordinaria; (y) quedan así liberados para entrar en una nueva dimensión de la existencia".
Es en esta nueva dimensión de la existencia que "el universo estético contradice a la realidad "metódica" e intencionalmente." Como había dicho Robert Musil: "¿No os dais cuenta de que, una de dos, o es una incomprensible perturbación anímica, o bien es el fragmento de una vida distinta?".
Por supuesto, advierte Marcuse en “Contrarrevolución y revuelta”, que dicha contradicción nunca o casi nunca es directa sino que reside, está contenida, en la forma, en la estructura de la producción estética misma que sirve para articular esa misma distancia crítica hacia la realidad. La obra de arte clásica ejerce su antagonismo de modo tal que "transfigura y transubstancia la realidad dada –y la liberación de ella. Esta transfiguración crea un universo encerrado en sí mismo y sigue siendo el otro de la realidad y la naturaleza, independientemente de lo realista o naturalista que sea".
Esta transformación estética es la que da validez aún hoy a la tragedia griega o la épica medieval, precisamente porque a través de la articulación de la transformación estética se nos revela, y aquí coincide Marcuse con los clásicos de la Ilustración como Moritz, la "condición humana", la presencia de la genericidad por encima de las limitaciones de las situaciones especificas, así como "ciertas cualidades constantes del intelecto, la imaginación, y la sensibilidad humana; cualidades que la tradición de la estética filosófica ha interpretado como idea de la belleza".
Es según esa idea de la belleza y sus leyes que podemos mantener nociones como la de “estilo”, modo específico de relación que propone a la realidad un orden distinto, o mejor dicho: todo un aluvión de ordenes distintos y proliferantes que quizá podrían tener contacto con los ordenes orgánicos cuya importancia hemos visto en los teóricos y artistas de la Ilustración. Es en ese sentido que Marcuse alude al arte como recuerdo, en el sentido de la tesis marxista según la cual dicho recuerdo "refiere a una cualidad reprimida en los hombres y las cosas, que una vez reconocida, podría llevar a un cambio radical en la relación entre el hombre y la naturaleza", apelando a una experiencia y una comprensión preconceptuales que se despliegan contra el instrumentalismo.
De un modo bien interesante, Marcuse sienta aquí las bases para la "recuperación" de prácticas artísticas habitualmente menospreciadas en su cualidad de arte popular o incluso folklore: "cuando llega a este nivel primario –punto final del esfuerzo intelectual- el arte viola todos los tabúes, presta voz, vista y oído a cosas que normalmente están reprimidas... Aquí no hay más conformidad ni rebelión, sólo pena y felicidad".
Seguramente a partir de esta tesis marxista del recuerdo y en los apuntes de una recuperación "organicista" de los esquemas de su articulación y relación formal hay posibilidades para un análisis del específico valor político de prácticas que, como la música y el cante flamenco, se han resistido a los análisis historicistas o contenidistas que buscaban sobrecargarlas o desvincularlas por completo de cualquier carga política. Las formas estéticas así estructuradas constituyen un nivel “repertorial” que es susceptible de indicar el conjunto, el procomún, de posibilidades de la sensibilidad y la inteligencia estética que nos construyen como especie.
Por el contrario para Marcuse las manifestaciones del arte-vida (menciona el teatro de guerrilla, el rock, la poesía de la prensa libre) pierden su poder de denuncia precisamente por ser inmanentes, habiendo renunciado a esa distancia y ese extrañamiento que caracterizaba a la forma estética, y este diagnóstico es tanto más radical cuanto más se clarifique el estatuto del capitalismo cultural: al moverse dentro de la "vida real" pierde la trascendencia que todo arte podía oponer.
A su vez, no deja de ser obvio que una resurrección del ideal ilustrado de autonomía del arte sin más no puede sino dejarnos insatisfechos. Por ello y dado que se reconoce el potencial subversivo intrínseco a la naturaleza del arte, la pregunta fundamental es ahora: ¿cómo pueden las prácticas artísticas conformarse y articularse de modo que se conviertan en elementos de la praxis del cambio sin dejar de ser arte, es decir, sin renunciar a su potencialidad subversiva interna?
Quizá en la interesante respuesta que da Marcuse a esta cuestión hallemos alguna clave que ya hemos ido manejando al hablar de la quiebra de la representación de que acabamos de hablar en el capítulo anterior: "La tensión entre afirmación y negación hace imposible cualquier identificación del arte con la praxis revolucionaria. El arte no puede representar la revolución, sólo puede invocarla en otro medio, en una forma estética en que el contenido político se vuelva metapolítico, gobernado por la necesidad interna del arte".
Ahí aparece una distinción que ha de ser importante, a saber, la que se establece entre la distancia estética y la representación. Es en función de dicha distancia que Marcuse ataca al Living Theatre en tanto que "la falsedad es el destino de la representación no sublimada, directa. Aquí el carácter "ilusorio" del arte no está abolido, sino doblado..."
Se trata de discernir entre una "revolución interior de la forma estética" y su anulación, entre lo verdaderamente directo y lo que no lo es, que para Marcuse es especialmente patente en las prácticas musicales populares: "La música "viva" sí tiene una base auténtica: la música negra como grito y canto de los esclavos y los ghettos... es cuerpo, la forma estética es el "gesto" de dolor, de pena, de condenación. Con la irrupción de los blancos se produce un cambio importante: el rock blanco es lo que su paradigma negro no es, o sea representación."
Esto es importante por cuanto Marcuse abre la posibilidad de una práctica artística, modal como el jazz libre, en que se pueda abandonar la representación. De hecho, una teoría no representacional del arte, de la que aún carecemos en gran medida, nos permitiría atar algunos de estos cabos. Esto es, si se pudiera rastrear un análisis del capitalismo en tanto sistema de representaciones y mediaciones -la teoría del espectáculo de Debord sería parte, sólo parte, de dicho análisis- entonces quizá se podría comprender de otro modo la tensión del arte por fundirse con la vida, es decir, por abandonar el campo de la representación. Ahora bien, los errores cometidos en este proceso también deberán ser leídos a la luz de esta teoría representacional del capitalismo, por ejemplo la consigna misma del arte-vida no va a ninguna parte si, como sucede en el capitalismo tardío, eso que llamamos vida esta ya constituido desde las representaciones tonales del capital.
El proyecto político de las vanguardias y el arte-vida depende de la conservación o la creación de esferas verdaderamente autónomas de vida, que no sean ellas mismas parcelas del capital reproduciéndose. En el momento en que la "vida" se parezca a eso, la reivindicación de la autonomía del arte volverá a ser pertinente, pero dicha autonomía sólo será sostenible en tanto se organice para contagiar su autonomía a otras esferas de producción, marcadamente las que definen la aparición de nuevos agentes de antagonismo, de nuevos "obreros sociales".

Mientras tanto, Marcuse se esforzará, como buen frankfurtiano, por rescatar del mercadillo de “estilos de vida” del capitalismo cultural la, nunca bastante apreciada, reserva de negatividad de la “autonomía moderna” y al hacerlo la intentará mantener a salvo incluso de su relación negativa con la sociedad burguesa frente a la cual crece y se define: "El arte nunca podrá eliminar su tensión con la realidad. La eliminación de esta tensión sería la imposible unidad final de sujeto y objeto: la versión materialista del idealismo absoluto... Interpretar la enajenación irredimible del arte como un producto de la sociedad de clases, burguesa o no, es una necedad".
Y esto es así porque para Marcuse el arte podrá perder su carácter elitista, su encierro en las instituciones de la “autonomía ilustrada” pero no su "extrañamiento de la sociedad" en la medida en que "el 'mensaje' libertario del arte trasciende las metas realmente accesibles de la liberación... sigue comprometido con la Idea (Schopenhauer), con lo universal en lo particular... el arte debe seguir siendo enajenación".
No se trata pues de que el arte pierda su autonomía en aras de una práctica política iluminada, sino de que, precisamente ostentando su condición de producción autónoma, defienda ámbitos de percepción y actuación que puedan eludir no sólo las dinámicas colonizadoras del capitalismo cultural, sino todo proyecto de reducción del ámbito de lo proyectual al de los hechos consumados, o de suplantación de la sociedad instituyente por la sociedad instituida: "La abolición de la forma estética, la noción de que el arte podría convertirse en parte integrante de la praxis revolucionaria (y prerrevolucionaria) hasta que en un socialismo perfectamente desarrollado, se tradujese adecuadamente a la realidad (o fuese absorbida por la ciencia) es un concepto falso y opresivo que sugiere el fin del arte”.
Y el fin, también, de unas cuantas cosas más…

No hay comentarios: