Oportet intelligentem phantasmata speculari.
Conviene que la inteligencia piense las imágenes.
(Aristóteles, De anima)
A modo de hipótesis, podríamos aventurar una comprensión de los fantasmas como pervivencias modales: remanentes de modos de relación que han pasado o han sido, relativamente, suprimidos. Los fantasmas de los antepasados, de los antiguos habitantes de una casa, se manifiestan –al menos en la literatura de fantasmas de toda la vida- insistiendo en actualizar sus rutinas, sus recorridos, negándose a desaparecer y ser borrados de nuestra memoria con la que aún encuentran formas de amarrarse. Lo que asusta en los fantasmas no es, por tanto, su ajenidad absoluta –que nos dejaría fríos- sino justamente esa baile suyo tan característico entre lo que es –o ha sido- y ya no es, o no lo es del todo, un juego que nos revela esa carencia estricta de límites entre lo propio y lo ajeno, lo acabado y lo que sigue construyéndose, lo presente y lo ausente, lo vivo y lo muerto. Es ese espacio de ambigüedad y confusión modal lo que provoca tanto desasosiego como fascinación.
Los fantasmas –como toda imágen estética- nos hablan de posibilidades de vida, de habitación, diferentes. Si los fantasmas se han ganado cierta fama más bien siniestra, acaso sea por su su pretendida intención de arrastrarnos al mundo de sombras, de estrictas pervivencias icónicas, del que surgen. Diríase que el fantasma tiene algo de predicador situacional y que nos da miedo porque quiere suprimir nuestra complejidad modal, la multiplicidad de contextos que habitamos para llevarnos a su mundo unidimensional, monocromático, donde el fantasma ha quedado atrapado en su propia imagen, en la fórmula de un sí mismo simplificado y reducido a espejismo de una identidad estetizada.
Es en este sentido, en que el miedo al fantasma se hace temor a lo que nos reduce la cabeza y con la cabeza el resto del cuerpo, que Marx hablaba del carácter fantasmagórico de las relaciones de producción. Las relaciones de producción se presentan a sí mismas como relaciones objetivas e inalterables: pretenden como buenos fantasmas dejar la compleja realidad reducida al único color que ellas ven y habitan. Es en ese ejercer como fantasmas que las relaciones de producción bloquean la potencia de las fuerzas de producción y el desarrollo de otras relaciones de producción posibles.
Esta es una lectura tan claramente estética, generativa, de Marx como se quiera, porque de hecho lo que nos interesa ahora es resaltar que en la experiencia estética no se trata de esperar ni de postular identificaciones planas o totalizantes, abducciones fantasmáticas monocromáticas. La estética, la función estética es precisamente, al buen decir de Mukarovsky nuestra principal herramienta para cazar fantasmas, o para hacerlos bailar a otro son: los fantasmas, en tanto pervivencias modales, son bienvenidos siempre y cuando no pretendan absorbernos, totalizarnos… Cuando escuchamos una copla o un lied de Schubert, somos capaces de acoplarnos con el personaje, o simplemente con algunos rasgos del mismo, con alguna de las frases presentes, de las imágenes que resultan instituyentes de su forma específica de dignidad, pero no necesariamente tenemos que sentirnos identificados con el conjunto de la fantasmagoría, de la pervivencia icónica y situacional que la canción nos presenta, ni mucho menos quedarnos de por vida adscritos a ella. Toda poética tiene algo, mucho, de arte combinatoria y en eso reside parte al menos de la irrenunciable policontextualidad característica de lo estético.
La experiencia estética es por tanto un arte combinatoria de nuestros propios ingenios con los ingenios presentes en la obra o la experiencia vivida. Cuando perdemos las competencias para ejecutar estas combinaciones, estos acoplamientos intensos pero parciales, es cuando la experiencia estética puede empezar a dar miedo, mucho miedo: como los mitines fascistas o los fantasmas, sin ir más lejos.
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jueves, 8 de octubre de 2009
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