Este
grupo de categorías del que hablaremos ahora se caracterizará por
dar cuenta del mundo y sus estratos tal y como nos es dado
experimentarlos, conocerlos y construirlos1.
Las
categorías de estrato tendrán por tanto una dimensión operacional,
describirán tanto los modos de hacer propios de las cosas como
nuestros modos de hacer en relación a las cosas. A través de estas
operaciones se nos mostrará la diversidad y la especificidad de los
estratos de lo real.
Y
cuando hablamos de “operaciones” hablamos de maniobras tan
básicas como las que hacen las Tres Gracias: Dar, recibir,
devolver... o en un orden más adecuado: recibir, devolver, dar...
puesto que todos -incluso los más finos de entre los neokantianos-
empezamos nuestras vidas recibiendo, recibiendo
atención, cuidados, alimento de nuestras madres fundamentalmente...
continuamos nuestra vida devolviendo, esto es, insertándonos
en un ámbito de reciprocidad, en una comunidad operacional en la que
podemos crecer y ayudar a crecer... y la culminamos aspirando a ser
capaces de dar, de producir algo que quizás no estaba ahí,
algo nuevo que aportamos al repertorio que constituye nuestra vida en
común. Por supuesto a toda dación le sigue un nuevo proceso de
devolución, mediante el cual aquello que se ha dado se convierte en
parte de lo que una comunidad determinada comparte y hace circular.
Es
preciso entender la importancia de este orden: recibir, devolver,
dar... y otra vez devolver,
a partir del cual podremos hablar de las cuatro categorías de
estrato que serán la mimesis, la apate, la poiesis y la catarsis.
Según
ese orden, en primer lugar trataremos de la mimesis, mediante
la cual especificamos precisamente aquello que recibimos o reflejamos
cada cual, esto es aquello a lo que somos sensibles y que por eso
mismo somos capaces de replicar.
En
segundo lugar trataremos de la apate o
ilusión estética. Con ella se objetiva lo reflejado,
se hace público: se establece y se recorre un ámbito de intercambio
y reciprocidad, una comunidad de gusto o lo que Hartmann llamaba la
relación de aparición2,
la apariencia sensible y por
ello objetivada de la idea que no es reducible a la idea ni
sustituible por ella, de la misma manera que la cartela no sustituye
a la obra.
Enseguida
nos encontraremos con la categoría de la poiesis mediante la
cual nos mostramos capaces de dar, de fabricar algo que no estaba
previamente conformado y que sin duda alguna podremos producir
apoyándonos en las maniobras previas que nos han permitido recibir y
devolver.
Finalmente
querremos ver cómo todo este proceso se reinicia, cómo la
experiencia estética -bajo la invocación de la catarsis- nos hace
atravesar de nuevo todos los estratos, cómo las más elevadas
convenciones y las más abstrusas maniobras conceptuales vuelven a
reconectarse con los timbres de lo matérico, con los ritmos de lo
orgánico y las melodías de lo psíquico.
Obviamente
en este baile de las Gracias se cumplen escrupulosamente las leyes de
estratos: en primer lugar -y esto vale para cualquier proceso de
producción artística o experiencia estética- tiene que haber algún
tipo de mimesis, tenemos que decantar nuestra atención y
reflejar o ser receptivos a algo de lo que se nos presenta. Será
sólo a partir de esta receptividad que podremos acceder a algún
tipo de ilusión estética, de dispositivo de objetivación.
Será sólo a partir de esta receptividad también que podremos
empezar a plantear y desarrollar una poiesis, un quehacer que
debe invariablemente apoyarse sobre un lenguaje compartido, así sea
por una comunidad diminuta.
Igualmente
se cumple el principio de retorno, puesto que aquello que hemos
recibido retorna de una forma u otra en aquello que somos capaces de
dar, si bien como indica Hartmann aquello que damos no puede en
ningún caso reducirse a aquello que hemos recibido, ni explicarse
enteramente por ello.
Este
imprescindible apoyarse del dar en el recibir, por claro que nos
pueda parecer ahora, es sin embargo algo que la cultura moderna y
patriarcal ha tendido a ignorar olímpicamente: el individuo
romántico, el genio ha sido construido como un hombre
hecho a sí mismo, el que no tiene madre -ni necesita abuela por
lo general-. Este es el paradigma del héroe de las mil caras tal y
como lo ha trazado Campbell: un héroe que aparece como bebé
flotando en una cesta, o volando en una nave espacial, de tal modo
que el dolor del parto y la extrema fragilidad del recien nacido han
desaparecido. El bebé-jefazo-artista ya se llame Moises, Superman o
Anakin Skywalker es el piloto de su propia cesta-de-carreras. Por eso
no tiene madre o si la tiene se trata de una figura completamente
prescindible puesto que este héroe es “el elegido” incluso antes
de nacer y enseguida -como Heracles estrangulando serpientes en la
cuna- se mostrará capaz de hazañas y milagros sin cuento. Sólo en
este paradigma se puede creer a pies juntillas
en la primacía del Dar, en la primacía de una creatividad que brota
de sí misma.
El
artista genial -desde el romanticismo a nuestros días- es en buena
medida una decantación bohemia del héroe solar que invariablemente
intenta erigirse en magnánimo dador, sin que se le pase siquiera por
la cabeza la necesidad de hacer justicia a lo que previamente ha
recibido: menospreciándolo o incluso negándolo abiertamente como si
su creatividad, su capacidad para la poiesis surgiera de la nada3.
Esta
descompensación y este falseamiento radical del juego de las
categorías de estrato ha tenido unos efectos devastadores en buena
parte del panorama del arte contemporáneo, que parece reducirse a
una celebración cansina y autosuficiente de la poiesis.
1El
pensamiento estético puede así encontrar un lugar de juego
adecuado a sus necesidades situándose más allá de la limitación
epistemológica que ha lastrado la tradición neokantiana de las
categorías según la cual estas eran meros artificios del
entendimento y más acá de la pugna marxiana por definirlas
como formas del ser.
2O
la Erscheinungsverhältnis,
para decirlo en una palabra facililla de recordar y que así dicha
en alemán queda mucho más pro.
3La
gran pionera de este movimiento mediante el que se vuelve a poner
sobre sus pies la dialéctica de las Gracias es, cómo no, Ellen
Dissanayake que en su Arts and Intimacy hace la apuesta
-convenientemente ignorada por los señoros del mundo del arte- de
que la raiz de los comportamientos artísticos parte de la relación
entre la madre y sus crías.