Introducción.
En la que se cuenta de
dónde sale el libro en que ando trabajando y algunos de los palabros
que en él se invocan.
A cada generación le
corresponde dar cuenta de sus luchas, de la ración de despropósitos
con que se encontró y de los modos en que, mejor o peor, pudo lidiar
con ellos. No hay otra.
A mi generación le tocó,
para empezar, todo el tema de la Insumisión al Servicio Militar, en
oposición a un ejército que creíamos -bendita ingenuidad- que era
de los últimos vestigios que había dejado el franquismo. También
nos tocó empezar a plantarle cara a procesos de especulación
urbanística que parecían salir de la nada, que tenían el poder de
hacer inviable algo tan básico como vivir uno en su casa y que
acababa por expulsar de los centros de las ciudades a todos aquellos
que no tuvieran sueldos por encima de la media...
A mediados de los noventa,
sin acceso generalizado a internet y sin lo que hoy llamamos redes
sociales, lo que no “salía” en los medios de comunicación
mayormente no existía. Así que no hubo más remedio que
arremangarse y ponerse manos a la obra con la tarea de hacer
existir aquellas movilizaciones en que andábamos liados,
recurriendo para ello a maniobras comunicativas del más diverso
pelaje.
El recurso a algunas
formas de arte cercanas a la performance y las intervenciones
en espacios públicos apareció como una forma potente no sólo de
dar visibilidad a las luchas, sino de plantearlas con algo menos de
furor apostólico del que era habitual en la izquierda de entonces
-que no en la de ahora, como es notorio- .
La forma en que
recurríamos a recursos y lenguajes artísticos en colectivos de
acción directa como La Fiambrera Obrera, SCCPP.org (Sabotaje contra
el Capital Pasandoselo Pipa) o YoMango1
implicaban, como se deja suponer ya sólo con la elección de los
nombres, una manera de entender lo estético y lo político en la que
la ironía, la capacidad de juego y el gusto por la complejidad se
daban por supuestas y marcaban profundamente el concepto mismo de
arte que nos manejábamos: lo artístico en nuestro caso no
podía reducirse a algo que cuadrara con los formatos establecidos ni
mucho menos podía depender de su aceptación por parte de unas
instituciones artísticas que aun tardarían unos cuantos años en
verle el glamour a esto de las intervenciones artístico-políticas.
El caso es que ya
entonces, en los textos “teóricos” que me tocó escribir para
los colectivos en que andaba, tuvimos que empezar a abordar la
cuestión de qué era aquello que estábamos haciendo, en qué
sentido era una acción política y en qué sentido era, a la vez
seguramente, una maniobra que reivindicaba la autonomía mediante la
que lo estético toma vuelo y se distancia de los diferentes
catecismos en boga a cada momento para reafirmar el derecho a
disentir, a vivir a la altura de nuestras propias exigencias. Y debió
ser entonces, hacia mediados o finales de los 90, que tirando de
maestros como John Berger o Michel de Certeau2,
empezamos a pensar que aquello que hacíamos no podía ser entendido
puramente como una obra de arte, pero que tampoco ganábamos nada con
considerarlo sólo como una maniobra
de activismo. Nos gustaba pensar que lo relevante de aquello que
hacíamos era cierto modo de hacer
lo que tuviéramos que hacer, algo que ya entonces llamamos un
“modo de relación”.
Con ello seguramente lo
que queríamos destacar es que lo importante no era sólo aquello que
hacíamos, que obviamente tenía su peso, sino que queríamos pensar
-sobre todo- en cómo lo hacíamos, el “modo” desde el
cual dábamos cuenta del mundo y los follones en los que nos
metíamos. Nos parecía que eso, el modo de relación
específico en que nos movíamos, era a la vez lo que nos distinguía
y lo que nos permitía acoplarnos con los demás, era la clave de
nuestra “eficiencia” estética y política, y era -por supuesto-
lo que podíamos estar aportando al común del que éramos parte.
Y claro, no se trataba
sólo de que, dada una tarea, esta pudiera acometerse de un modo u
otro: muchas veces era justo el modo de relación el que “creaba”
la tarea o el que nos permitía verla, y no sólo la tarea sino
también los medios para llevarla a cabo e incluso los valores3
desde los cuales dicha tarea aparecía como necesaria y eventualmente
bien resuelta.
De esto la estética
clásica sabe mucho, no en balde el nombre más antiguo que tenemos
para aludir a estos modos de hacer es el de poéticas,
que no significa otra cosa que “haceres”4.
Todo ello tiene
consecuencias que nos pueden acabar alejando bastante de lo que han
sido algunas de las malas inteligencias más arraigadas en nuestra
cultura intelectual. Para empezar, las poéticas, como los modos de
relación, no han podido nunca resolverse en los torpes términos de
sujeto y objeto. No podíamos decir que el sujeto S llegaba y
manipulaba a placer el objeto O, porque muy a menudo el sujeto y el
objeto parecían coproducirse -como decía el astuto Deleuze, el de
los pies ligeros, al hablar del agenciamiento jinete-estribo-
necesitándose uno al otro para existir incluso.
Por descontado todo este
frente presentaba problemas de claro calado ontológico: ¿íbamos a
sostener que eran nuestros modos de relación los que creaban
el mundo? ¿O sostendríamos por el contrario que el mundo era
completamente impermeable a los modos de relación que éramos
capaces de desplegar? Los idealistas de toda la vida y el
materialismo más ramplón se habían puesto de acuerdo para dejarse
los dientes en esos tropiezos... y nosotros le teníamos cariño a
nuestra dentadura intelectual.
Así que nos harían falta
categorías específicas que nos permitieran entender cómo era que
-aunque el mundo ya estaba ahí- cada modo de relación suscitaba una
distribución de entes diferente y en cierta medida contribuía a
“cambiarlo”. Haber, lo que se dice haber, sólo hay un mundo,
pero sin duda éste no era del todo el mismo cuando un grupo
de parados y paradas, que hasta entonces eran sólo números en las
cuentas del INEM, se organizaban y tomaban las calles y de paso sus
propias vidas. Esos eran los modos de relación que nos interesaban y
parecía que la manera en que las prácticas artísticas habían
procedido -incluso las más clásicas- nos podía ayudar a entender
esto...
Para ello teníamos que
comprender bien la dinámica interna de eso que Lukács llamaba
“medios homogéneos” y que parecían ser las unidades mismas con
las que se podía concebir un modo de relación en toda su gloria y
contribuir con ello a construir autonomía5
y dar su poco de dignidad a nuestras propias vidas.
La cuestión entonces
empezaba a ser la que nos llevaba a preguntarnos de qué estaban
hechos los modos de relación. Que había en su fábrica que
permitía que se volvieran contagiosos, que resultaran apropiables y
adaptables a las más diversas circunstancias, de forma que incluso
poéticas concebidas hacía cientos de años o creadas en la más
absoluta de las soledades pudieran encontrar resonancia en nosotras y
mostrarse fértiles en nuestro quehacer.
...
Estaba claro que ni las
poéticas ni los modos de relación sucedían como episodios del todo
aislados: tanto los modos de organizar sonidos, como movimientos o
ideas parecían seguir patrones que se reiteraban en
diferentes momentos históricos y en diferentes contextos sociales.
Todo era como si por debajo y por encima de nuestros modos de hacer
hubiera un vasto procomún que nos englobara y nos explicara en
cierta forma en la medida en que nos afectaba.
Así las cosas no es de
extrañar que el siguiente paso conceptual que dimos en el camino que
nos ha conducido a este libro sucediera, precisamente, en el
Laboratorio del Procomún y más en concreto en el grupo de
investigación sobre “Estéticas y Políticas del procomún”.
Aquí tocaba ir ya mucho más lejos y pensar con más amplitud de
miras que la que ya nos hacía falta con las prácticas activistas en
las que habíamos estado implicados. Aquí había que ponerse en la
piel de la gente que hacía flamenco o urbanismo participativo6...
había que ser capaz de abarcar prácticas con una tradición
milenaria como el wu shu chino y otras que apenas estaban esbozándose
como el parkour.
Sabíamos que había
algunos de estos modos de relación, los más antiguos o vinculados a
tradiciones que tenían mucho de lo que Vigotsky llamaba imaginación
cristalizada. Se trataba de prácticas que sin estar en absoluto
congeladas, se presentaban como poéticas dotadas ya de algo así
como un repertorio relativamente estable de formas, un
repertorio que daba cuenta de aquellos matices de la experiencia,
aquellas áreas de la sensibilidad que abarcaba la poética en
cuestión y de los que podía dar cuenta.
Pero por otra parte el
procomún estético era incomprensible sin otras poéticas que, quizá
debido a su relativa novedad tenían más de lo que Vigotsky hubiera
llamado “inteligencia fluida”, dependiendo en un grado superior
de las variaciones y tanteos que sus usuarios hacen en función de su
ingenio, de los talentos o las disposiciones con que cuentan.
Así las cosas, los más
diversos modos de relación parecían poder distribuirse según
mostraran una mayor afinidad hacia lo que llamaríamos el polo de lo
repertorial o el polo de lo disposicional. Sin duda ningún modo de
relación quedaría enteramente decantado de uno o del otro lado,
sino que más bien lo que encontrábamos era que podíamos entender
cualquier poética, cualquier modo de relación como un concreta
-aunque variable- proporción, una aleación7
de inteligencia cristalizada e inteligencia fluida, una mezcla en la
que quizás predominaría más el cuidado de un repertorio ya
relativamente logrado o quizás las variaciones disposicionales que
podían aun estarlo constituyendo.
Eso sí, ningún modo de
relación, ningún equilibrio entre repertorio y disposiciones
sucedía en el vacío, aislado de otros mil equilibrios que podían
estar fraguándose al mismo tiempo. Es más, cómo fueran dichos
equilibrios finalmente, si es que eran siquiera planteables, era algo
que excedía al limitado marco de cada poética: los artesanos de
Arts & Crafts a finales del XIX o los campesinos de Chiapas a
finales del XX no dependían sólo de su propio equilibrio modal,
sino que estaban insertos, tramados en una lucha incesante con un
paisaje complejo que les precedía y les situaba, un paisaje
que a su vez – de eso se trataba- podía ser cambiado por ellos,
pero con el que obviamente había que contar. Todo modo de relación
aparecía entonces como la articulación de un repertorio con unas
disposiciones puesto en un paisaje.
Así, sin demasiada
violencia, nos vimos pertrechados de tres categorías modales8:
lo repertorial, lo disposicional y el paisaje... que no sólo daban
cuenta de la contextura de los modos de relación que estábamos
investigando, sino que nos permitían un acercamiento crítico a los
mismos.
Podíamos juzgar lo
exhaustivo y oportuno de los repertorios, lo pujante y variado de las
disposiciones y el nivel de hostilidad o complicidad que el modo de
relación en cuestión iba a encontrar en el paisaje. Podíamos
comparar diferentes modos de relación, indagar sus fortalezas y
debilidades, sus rigideces y sus inestabilidades, sus posibles
alianzas con otros...
Asi pertrechados le
pudimos dar un buen repaso9
-de Hamlet a Clint Eastwood- a cómo nuestra modernidad nos había
construido como desacoplados, exiliados modales cuyos repertorios
-como el de los indios o el del bueno de Hamlet- habían sido
sistemáticamente expoliados dejándonos a merced de lo que
pudiéramos improvisar con nuestras ricas o pobres disposiciones y
dejando de paso el antiguo mundo de valores y referencias fiables por
completo fuera de quicio.
En términos de
pensamiento estético la cosa tampoco estaba nada mal, puesto que nos
permitía afrontar la historia de las ideas estéticas con una cierta
amplitud de miras. Nuestro juego categorial nos permitiría abarcar,
casi se diría abrazar, por igual a estéticas reposadas,
conservadoras y a estéticas experimentales, a poéticas
comprometidas con su contexto socio-político y a poéticas empeñadas
en sus propias derivas formales. Todas ellas no sólo resultaban
pensables como otras tantas modulaciones de ese equilibrio modal,
sino que incluso en cierto modo se necesitaban unas a otras, se
reclamaban -como el polo norte necesita al polo sur- para
poder hacer su quehacer.
Pero aunque todo eso
estaba muy bien, aún nos quedaban muchas cuestiones pendientes. Por
ejemplo no sabíamos porqué ni de qué manera un modo de relación
mutaba y pasaba de ser una instancia viva de inteligencia y
sensibilidad a convertirse en una rutina acartonada... o cómo lo que
había sido una exploración gozosa y fértil de variaciones -como
había sucedido con la vanguardias- se convertía en un juego cansino
y cínico: ¿cómo se pasaba sin despeinarse de Marcel Duchamp a Jeff
Koons? Podíamos explicar la constitución de los modos de relación
en función de los variables equilibrios entre repertorios y
disposiciones, entre lo que da coherencia y lo que aporta variación,
pero si queríamos dar cuenta del devenir de los modos de relación
nos harían falta más piezas...
Y tendrían que ser piezas
conceptuales de esas que Nicolai Hartmann llamaba de “gran estilo”.
…
Y fue precisamente gracias
a Hartmann que nos enganchamos con la ontología modal y la Escuela
de Megara10.
Esta escuela -en abierta
oposición a Platón y Aristóteles- había trabajado la panoplia
completa de los modos del ser: necesidad y contingencia,
posibilidad e imposibilidad, efectividad e inefectividad,
vinculándolos entre ellos y tramando así toda una teoría del
cambio que parecía mucho más potente que el juego entre potencia y
acto que era lo más parecido que ofrecía la lógica y la ontología
aristotélica.
Para entendernos y sin
darle muchas vueltas, que ya se las daremos en los capítulos que
siguen: el modo de lo necesario alude a aquello que
tenemos que hacer, el de lo posible a lo que podemos
hacer y el de lo efectivo a lo que de hecho hacemos...
A su vez estaban los modos
negativos. Con lo contingente aparecía lo que no teníamos
porqué hacer, con lo imposible lo que no podíamos
hacer y con lo inefectivo lo que no hacíamos o incluso
lo que dejábamos de hacer.
Entre otras cosas
maravillosas, lo que estas tres parejas de modos conseguían era
desdoblar cada una de las tres categorías que habíamos definido al
estudiar el procomún estético.
Necesidad y contingencia
aparecían entonces como sendos momentos modales11
de la categoría de la repertorialidad. Al decir de algo que era
necesario, que era algo que teníamos que hacer, no se trataba de
pensar que hubiera una especie de mandato de ningún dios barbón o
ninguna remota moral abstracta... estábamos asumiendo que ese algo
era necesario porque era requerido para dar coherencia y compleción
a un repertorio... porque todos los pasos que habíamos dado parecían
llamar a ese otro paso que venía a completar a redondear aquel
repertorio con el que estábamos jugando.
Por las mismas, decíamos
de algo que era contingente, que no teníamos porqué hacerlo, si nos
parecía que no era repertorialmente relevante, si sólo añadía
ruido al conjunto de referencia...
A su vez lo posible y lo
imposible aparecían como sendas modulaciones de la categoría de lo
disposicional. Para Megara posible era aquello para cuyo cumplimiento
podíamos reunir todas y cada una de las condiciones: eso era
estrictamente lo que podíamos hacer, lo que estaba en
nuestros poderes, al alcance de nuestras disposiciones. Imposible en
cambio, era aquello que no podíamos abordar, lo que no estaba a
nuestro alcance.
Por supuesto -y esto habrá
que tenerlo muy presente- los modos se llaman modos porque no son
fases ni regímenes excluyentes. Una acción podíamos comprenderla a
la vez como necesaria e imposible -y ahí duele-. Otra podía
aparecer -como tantas cosas que vemos en los museos- a la vez como
imposible y contingente: algo que no había por donde coger y que de
hecho ni siquiera teníamos porqué coger... La cosa daba juego.
Y ese juego -lo vimos
pronto- tenía unas reglas que había que investigar. De eso va este
libro, a todo esto. Así había que tener presente lo que Hartmann
llamaba la “Ley modal fundamental” -nada menos- según la cual
los modos de lo necesario/contingente y los de lo posible/imposible
sólo podían decirse respecto de los modos de lo
efectivo/inefectivo.
Estos modos -lo efectivo y
lo inefectivo- desdoblaban la categoría de paisaje, especificaban lo
que -con independencia de su ser necesario o posible- de hecho se
estaba dando o bien había dejado de darse. Sin los modos de lo
efectivo/inefectivo perdíamos pié. Y, por supuesto, sin los demás
modos perdíamos la cabeza.
Y claro está: ni una cosa
ni la otra eran plan. Para volver donde habíamos comenzado había
que combinarlos, había que hacer aleaciones, “modos de relación”.
Ese era el campo que teníamos que investigar, el de las leyes y las
relaciones intermodales. Si afinábamos ahí -esa era y sigue siendo
nuestra apuesta- algunos de los más insidiosos problemas y malas
inteligencias de la historia del pensamiento estético aparecerían
bajo otra luz y más de uno se disolvería como un azucarillo en la
lengua de un caballo.
…
Para pensar en ello nos
harían falta aliados más allá del muy limitado campo de la
filosofía académica y del pensamiento estético. Habría que ir a
buscar prototipos donde los hubiera y en este caso tuvimos que
recurrir a la física, la ecología o las matemáticas... pero bueno
todo eso es, de hecho, lo que se cuenta en este libro. Y tampoco es
plan de contarlo todo en la introducción. Empezaremos,
por lo pronto, repasando uno a uno y por separado los seis modos, en
el entendimiento de que esto de verlos por separado es un truco del
que no hay que abusar.
Así que bienvenidxs al
baile y como dice Gambardella che questo romanzo abbia inizio...
1Como
esta introducción tiene su aquel de “abuelo cebolleta” menciono
los grupos en los que yo mismo anduve implicado, lo significativo es
que sin que nadie lo hubiera previsto, otro tanto estaba sucediendo
en Francia con Ne pas plier, en Alemania con Kein Mensch ist
Illegal, en el Reino Unido con Reclaim the Streets o en EEUU con
RtMark (que luego serían los YesMen). Toda una ola de
performatividad estética aplicada a lo político.
2Michel
de Certeau había publicado en 1967 sus “Manieres de faire” que
no serían traducidas al inglés hasta 1992 más o menos y que
nosotros tradujimos al español. John Berger llevaba también años
hablando de sus “Ways of seeing”
3Más
abajo hablaremos de valores. Ya se que es una palabra poco habitual
en el pensamiento contemporáneo, pero de la mano de Hartmann y
Morawski quizá haya que darle vuelta y vuelta a la cuestión.
4Hannah
Arendt ha hecho una de los estudios más hermosos sobre los matices
del “hacer”. Entre ellos el “poiein” alude a un hacer
claramente performativo, que construye su propio quehacer y los
medios que precisa.
5La
consistencia de esa autonomía y las diferentes versiones de la
misma que se habían ido mostrando en la historia del pensamiento
estético desde la ilustración hasta las versiones más fofas de la
postmodernidad fue algo que me preocupó hasta tal punto que le
dediqué una tesis doctoral y su correspondiente libro-secuela: La
república de los fines...
6O
ambas cosas juntas como Curro Aix y Santiago Barber, mis colegas de
la Fiambrera en Sevilla.
7Al
igual que sucede con una aleación de metales como la del bronce,
mezclando cobre y estaño, se consigue que los modos de relación
resultantes -aunque mantengan las propiedades físicas y químicas
de sus componentes- pongan de manifiesto propiedades mecánicas que
no estaban antes: dureza, ductilidad, tenacidad...
8Le
llamamos “categorías modales” en la medida en que nos permiten
aprehender algo “de un modo determinado”. Así por ejemplo
podemos pensar en las inteligencias múltiples de Howard Gardner de
modo repertorial, en la medida en que forman un
conjunto internamente tramado... o de modo disposicional en la
medida en que nos fijamos en los detalles del despliegue de una sola
de ellas sin relación con las demas. Esto es lo repertorial y lo
disposicional no aluden a "objetos" diferentes, aluden a
los mismos objetos "de diferente modo". Al contrario de lo
que suele suceder con los pares de categorías de contenido
(orgánico – inorgánico) los juegos de categorías modales no son
excluyentes.
9Ejem,
momento publicitario ineludible: para eso está “Desacoplados”
que en su segunda edición -con una preciosa portada doble- ya
incorpora el ensayo de Hamlet...
10
Megara que ahora es un barrio de Atenas, fue en su momento una
pujante polis que se atrevió a desafiar el imperialismo
aristocrático de Atenas y lo hizo no sólo en un plano político y
militar (en el que fue derrotada) sino también un plano intelectual
(en el que fue convenientemente olvidada).
11Importante:
un momento modal no es un momento tal cual, no es un instante en una
serie irreversible. Un momento modal es una decantación -entre
otras- de un equilibrio, una forma de orden a través de las
fluctuaciones en que se dejan ver los diferentes modos de relación,
que como buenas estructuras disipativas se hallan en constante
intercambio con el medio. De esto hablaremos con mucho más detalle
más adelante.