Etienne Souriau nació en 1892 y murió en 1979. Así dicho parece sencillo, pero lo cierto es que le
tocó al hombre una época considerablemente poco adecuada para la reflexión filosófica -Souriau fue movilizado dos veces para participar en
dos guerras mundiales- por no
hablar del anhelo de construir un sistema de pensamiento. Porque ese fue el
reto y el hito inalcanzable al que aspiraron buena parte de los pensadores de
esa época, todos aquellos grandes teóricos que “florecieron” hacia los años 20
del siglo pasado: intentar pensar conjuntamente, sistemáticamente, nuestras
pobres o ricas vidillas y no limitarse -como hacemos ahora- a hacer de profesor
de esto o de aquello .
Souriau, que por cierto fue profesor de Estética, no quiso
limitarse a repasar la lección año tras año sino que dio en plantearse -como
veremos- cuestiones del más variado y amplio alcance, y lo hizo desde la
soberbia humildad de quien sabe que no puede hacer otra cosa.
En 1925 -un año antes que Hartmann hiciera lo propio con su Ética-
publicó Souriau su Tesis Doctoral, titulada “Pensamiento viviente y perfección
formal”.
Hacia 1943, con la que estaba cayendo, publicó un libro tan inclasificable como
“Les
différents modes d'existence”, más o menos por el tiempo en que Hartmann andaba publicando uno
tras otro los cinco tomos de su Ontología.
Me complazco en comparar sus fechas y sus “trayectos” -por
utilizar un término muy querido por Souriau- porque además de coincidir en términos
temporales, ambos coincidieron -sin estar en contacto- en unas mismas
direcciones intelectuales.
Por lo demás coinciden Hartmann y Souriau, juntamente con Lukacs,
Kerenyi, Lesky, Propp y tantos otros intelectuales en haber sido pasados por
las armas del más estricto olvido. Culpables de haber tenido una erudición a la
que nosotros no podemos siquiera aspirar, culpables de haber intentado pensar
en sistema, en conjunto y sin ceñirse a las limitaciones que sus enanizados
descendientes asumieron como intocables... todos estos autores han ido quedando
fuera de circuito, como esos restaurantes de carretera con árboles frondosos,
con mesas y sillas de hierro pintado, con buena cocina... pero que han quedado
alejados de las autovías y que ya nadie visita.
Pero ese olvido no debe afectarnos demasiado, porque como se decía
en Madrid hace unos meses, nosotros podemos darnos el gusto de ir despacio y el
de parar en sitios poco frecuentados, porque vamos lejos. Así que si en nuestro
trayecto aparecen obras como las de Souriau, nos pararemos gustosos y nos
sentamos a su sombra.
La instauración filosófica.
El pensamiento estético de Souriau podría caracterizarse como un
pensamiento modal, en la medida en que sabe de la inevitable y gozosa
pluralidad de lo que él llama los modos de existencia y sabe de la importancia de aprender a modular nuestra
inteligencia para poder atenderlos a todos y poder saltar de uno a otro con
elegancia y sin perder la compostura. Eso nunca.
Dentro de las grandes distribuciones que organizan la modalidad,
la obra de Souriau se encuentra desde luego muy cercana por sus querencias al ámbito
de lo posible, enfatizando la intervención disposicional, que será la piedra de
toque de su pensamiento estético, en el que los momentos modales de la necesidad
y la efectividad si bien no serán olvidados –nadie que pretenda un pensamiento
estético serio puede hacerlo- recibirán una atención menos elocuente.
Parte pues Souriau de suponer un universal estado de
inacabamiento, un generalizado estar en el proceso de lograrse -o malograrse.
Eso es lo que él denomina “el inacabamiento existencial de todas las cosas”. “Nada -dice Souriau- ni siquiera
nosotros mismos- nos es dado más que a medias, en una penumbra donde se debate
lo inacabado, donde nada tiene ni plenitud de presencia, ni evidente patuidad,
ni total cumplimiento, ni existencia plena”
Todo, y cuando decimos “todo” es todo, se halla en trayecto, en
inacabable pero orientada definición. Es lo que es, efectivamente, pero puede
ser algo mejor, mucho mejor y esa apuesta no revela tanto una esperanza como un
posse,
un poder
ser. Todo lo que hay, incluidos nosotros mismos exige, por tanto, lo que Souriau llama una “acción
instauradora”. En la instauración empleamos a fondo aquello de que disponemos,
nuestras más características capacidades tanto para hacernos nosotros mismos
como para hacer el mundo. Los dioses, como decía Paul Valery, nos regalan el
primer verso de cada una de nuestras composiciones, pero el resto es cosa
nuestra, del resto hay que hacerse cargo.
Pero lo más interesante a nuestro juicio del pensamiento de
Souriau es su transformación de esta perentoriedad de la intervención
disposicional en principio de organización modal.
Los modos de existencia
Porque instaurar es algo que sucede sólo distribuido en los diferentes modos de
existencia y dentro de ellos, para Souriau es fundamental recuperar la noción
de “modo”. A estas alturas ya sabemos que esta es una de las herramientas más
venerables del arsenal filosófico y una de las que más ha visto cambiar su
definición misma a lo largo de los siglos. Con todo, es obvio que para Souriau
los modos
ya no son la mera variación del dictum, ni mucho menos predicados de la
sustancia. Los modos escolásticos eran los que nos hacían pasar de “él come” a
“él quiere comer”, o “a él le habría gustado comer”. Pero no es esa aquí la
cuestión, ni hablamos de esos modos.
Al igual que en esos mismos años estaban haciendo Hartmann y el
mismo Wittgenstein -el mal llamado segundo Wittgenstein- los modos son ahora de
orden ontológico y a la vez epistemológico, moral y estético... tramándose con
ello una policotexturalidad, una multiplicidad de lógicas de sentido y acción
que son capaces -eventualmente- de convivir, que se solapan y se articulan
entre sí o que también se ignoran y conspiran por excluirse...
Para Souriau se
tratará de indagar en diferentes modos de existencia y sobre todo, como decíamos, de ver en qué medida, en qué grado
existimos en uno u otro de ellos. Puesto que la pregunta sobre la existencia,
la pregunta de si algo o alguien existe, no debe contestarse con un sí o un
no... sino con un más o un menos. Así esta mesa o mi propia persona existen en el modo de existencia
de lo físico, pero -dice Souriau- en el modo de existencia de sus
potencialidades, de su plena y más digna vida posible tanto la mesa como yo
mismo –unos más que otros- estamos aún por hacer. Aun tenemos que lograrnos.
Aun tenemos que hacer por acercarnos a eso que podemos ser y que nos haría
mucho más dignos de nuestro ser que lo que ya, más o menos, somos.
Ese es el quehacer del filósofo, del artista y de cualquier ser
vivo digno de ese nombre. Instaurar.
Esta instauración tiene tres grandes rasgos: libertad, eficacia y
errabilidad, es decir:
Podemos hacer o no hacer lo que tenemos que hacer.
Lo que hacemos tiene consecuencias, siempre, sobre los trayectos
de nuestra vida.
Esas consecuencias pueden acercarnos a lograrnos o pueden
malograrnos y echarnos a perder.
Instaurar es entonces
“seguir
una vía...determinamos el ser por venir explorando su vía. El ser en eclosión
reclama su propia existencia. Por todo esto el agente tiene que inclinarse
delante de la voluntad propia de la obra, tiene que adivinar esa voluntad,
tiene que abnegarse a favor de ese ser autónomo que quiere promover”
Queda con ello claro
que instaurar, siendo un hacer disposicional, no es nunca un proyecto sometido
a la voluntad y las impecables intenciones y designios de un ego todopoderoso,
sino que se trata, más bien, de un “trayecto”, un trayecto de determinaciones progresivas -como dicen
Latour y Stengers- donde vamos “inventando”, es decir, encontrando las pistas
que de alguna manera teníamos que encontrar. El verdadero agente y en esto
Souriau se adelanta tres pueblos a los estructuralistas que tan poco y tan mal
le entendieron, no es ni el objeto ni el sujeto, sino el concreto modo de
relación que emerge a través de ambos, apoyándose en la intervención
disposicional de uno y en la posición repertorial del otro, modulándose desde
lo efectivo a través de lo posible y lo necesario.
Así llega Souriau a
interesantes articulaciones como la que establece entre tres “personajes” como él
les llama: “la obra por hacer, aun virtual... la obra en el modo de
presencia concreta en que se realiza; y por fin el hombre, que al cabo tiene la
responsabilidad de llevar adelante mediante sus actos la misteriosa eclosión de
la que se ha hecho responsable.”
En los términos de la ontología modal que aquí manejamos, se hace
evidente que la “obra por hacer” tendría el estatuto de lo necesario, la obra
existente el de lo efectivo, mientras que el agente, a su vez, se entendería
bajo el modo de lo posible. Lamentablemente, sin embargo, todo esto queda
apenas esbozado y si bien se enuncian los términos no se exploran las
relaciones entre ellos ni mucho menos las leyes modales que cabe confirmar a
partir de tales relaciones.
Souriau intenta construir una filosofía modal pero al hacerlo
comete el mismo error que toda la tradición aristotélica: olvida incorporar al
par potencia-acto, al juego posible-efectivo, la noción de necesidad. No una
necesidad metafísica o causalista, obviamente, sino una necesidad estrictamente
interna, capaz de dar cuenta de algo tan básico como la autopoiesis en sus
diferentes niveles: el teleomático, el teleonómico y el teleológico. Habrá pues
que seguir investigando.