La monstruosidad experiencial
An experience must be as finely crafted and precission engineered as any other product .
Joseph Pine
No nos asusta quien quiere sino quien puede. Es decir, para que algo –un monstruo pongamos por caso- nos inquiete, tiene que haberse constituido a la medida y escala en la que es susceptible de afectarnos. De otro modo –obviamente- ni siquiera podríamos advertirlo o en vez de asustarnos nos provocaría risa quizás o conmiseración.
Este necesario acoplamiento entre asustadores y asustados nos ha hecho definir a todo monstruo como una figuración de relaciones susceptible de comprometer de un modo característico nuestra cohesión interna. Comprometer por tanto esa cohesión interna, es decir el concreto equilibrio entre acciones y pasiones, inteligencias e inercias que somos a cada momento y hacerlo de un modo sumamente característico es lo que define a un monstruo.
Con ello, todo sistema de figuración monstruosa no sólo hace explícita una determinada teoría de la amenaza, sino que constituye un instrumento de primera mano para elucidar los concretos niveles y escalas en los que concebimos la agencialidad de orden político o económico que habitamos y en la que podemos resultar afectados. Vamos por consiguiente a dejar de considerar –es una petición de principio metodológica- los monstruos como una especie de “otro absoluto”, un engendro con el que no tenemos absolutamente nada en común, para centrarnos precisamente en aquello en que coincidimos con el monstruo, con los momentos relacionales en los que nos encontramos con las diversas monstruosidades que cada contextura social logra pergeñar.
Cada monstruo entonces –debemos insistir- dará en amenazarnos de una manera y en una escala determinada, que a su vez exigirá una respuesta dimensionada según unas maneras y unas escalas acordes con las de la monstruosidad en cuestión. El monstruo relevante se construirá a la medida de la cohesión que pretende quebrar y esa cohesión a su vez adoptará buena parte de los niveles y escalas de la monstruosidad amenazante para poderla combatir.
En la medida en que nos centremos en esto, por eso hacíamos la petición de principio, podrá una teoría de la vida social de los monstruos aportarnos conocimientos sensibles sobre los modos en que concebimos como frágil una organización política, militar o productiva determinada.
En términos productivos, ya que nos ponemos, la hegemonía de los monstruos aristocráticos -característica de la primera mitad de siglo XX- parece coincidir con un tipo de capitalismo basado en los grandes capitanes de la banca y la industria: figuras como Henry Ford, Rockefeller o el mismísimo ciudadano Kane serían los equipotentes modales de Drácula, King Kong o La Momia…
Cuando la era de los monstruos aristocráticos ceda su preeminencia a los monstruos de masas, hacia los años 50 del siglo XX, los elementos claves del orden productivo ya no serán las grandes figuras personales de antaño, sino tramas corporativas formadas por miríadas de empleados y ejecutivos que, como hordas de zombies o marcianillos, invadirán el paisaje económico: los nuevos monstruos proactivos posteriores a la Segunda Guerra Mundial serán tan masivos como la Ford, la IBM o la mismísima Iberdrola...
La etapa correspondiente a los monstruos endógenos, los que salen de dentro como Alien o The Stuff, acompañará la emergencia de octavos pasajeros a los que les da por hacerse empendendores y fundar empresas aquí y allí, donde menos te lo esperas. Es el capitalismo de Reagan y Thatcher donde al calor del desmantelamiento y deslocalización de las grandes empresas-monstruos de masas se hace necesario que saquemos el empresario que todos llevamos dentro.
Pero lo que vamos a ver ahora es cómo, ya más recientemente, desde mediados de la década de los 90 especialmente, ha ido cobrando protagonismo un tipo de monstruosidad que ya ni siquiera busca sustanciarse en ningún tipo de personaje más o menos ajeno y que sea capaza de modular nuestros miedos.
Se trata ahora de un miedo que no puede afectarnos más que impregnando el centro más vivo de nuestra agencialidad, aquello mismo que produce y sustenta esa misma agencialidad: nuestra experiencia misma.
Hablaremos entonces de monstruosidad experiencial, cuando la destrucción de nuestra cohesión interna nos aceche, no ya desde cualquier criatura más o menos bizarra, sino desde nuestra experiencia misma, que debería ser –a todo esto- la base misma de la organización de esa cohesión interna que nos caracteriza y nos constituye como potencias de obrar y comprender, como seres vivos.
Bajo el régimen político-productivo de la monstruosidad experiencial, entonces, puede suceder que gastemos buena parte de nuestras energías conjurando una amenaza más o menos objetivada… pero al final advertiremos que la amenaza subsiste ineluctablemente ligada a nuestros dispositivos generadores de sensatez y lucidez, a nuestra capacidad misma de ordenación del conocimiento y la sensibilidad, a nuestra experiencia.
Jugar el juego
Los ordenes de monstruosidad han encontrado tradicionalmente acomodo y expresión en los distintos dispositivos narrativos –de los cantares de ciego a los videojuegos o los comics- de los que se dota cada contextura cultural. Pese a la multiplicación de soportes de narratividad que han supuesto las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, quizá el cine siga siendo una de las objetivaciones más recurridas por parte de los aspirantes a monstruosidad, de las teorías de la amenaza que insisten en circular entre nosotros. Así sucede con la monstruosidad experiencial en The game (1997) una película dirigida por David Fincher, en la que Michael Douglas haciendo de sí mismo, de millonario algo insensible –que combinación tan extraña- recibe como regalo de aniversario una “verdadera experiencia vital”. Este exclusivo regalo de última generación , la experiencia, parece estar planificado hasta en sus últimos detalles y es coordinado por una empresa especializada en estas cosas, que consigue convertir la vida de Michael en una verdadera pesadilla durante unos días, con todo tipo de persecuciones, tiroteos e infinitas carreras de coches, hasta que el millonario -que no ha pillado la broma- mata de un tiro a su propio hermano y acto seguido se suicida lanzándose desde un rascacielos… para ir a caer sobre una inmensa colchoneta hinchable (con una gran X pintada) en torno a la cual le están esperando un tropel de camareros, psicólogos y enfermeros para recogerle, sacudirle el traje y desearle feliz cumpleaños, junto con su hermano muerto de mentirijillas, claro está.
Es difícil saber cual era la intención del director y los guionistas de la película –responsables de cosas como “El club de la Lucha” o “La Red social” o si dicha intención es relevante de algún modo. Lo que se deja ver con toda claridad es el grado en que se ha hecho concebible un aparato de administración de la sensibilidad, de organización de las decisiones más íntimas dotado de un grado tal de desarrollo que logra despojar a éstas de toda relevancia. Tú te suicidas, nosotros te recogemos y te damos palmadas en la espalda.
Aunque a finales de los 90 el carácter construible y vendible de la experiencia se puso muy de moda, como veremos enseguida, no por ello podemos decir que se trate en absoluto de algo demasiado novedoso.
El tema es antiguo, por supuesto. Nuestro Segismundo, en La vida es sueño, ya fue víctima de un tipo de broma parecida, en que el estatuto mismo de su experiencia, la posibilidad de organizar su inteligencia y sensibilidad a partir de la experiencia quedaba radicalmente trastocada. Si hablamos de Calderón y de los inicios del estado absolutista barroco, podemos colegir que esta monstruosidad experiencial ha venido dándose con cierta continuidad y es por tanto compañera de viaje del estado moderno y de las primeras acumulaciones de capital. Diríase que tiene un cierto carácter barroco ella misma. Como tal corresponde al orden de monstruosidad capaz de movilizar tantos recursos: escenarios y extras que crean replicas del mundo y sus agentes a una escala que logra generar un ámbito experiencial tal que induce a creer, tanto a Segismundo como a Michael Douglas, que el mundo es así.
Esta fe en la constitución cerrada del mundo y esta absoluta carencia de herramientas para intervenirlo se da también de modo notorio en Multiplicity, dirigida por Harold Ramis en 1996. Aunque en el envoltorio se la clasifica como comedia válida para todos los públicos, conviene no dejarse engañar: se trata de una película de monstruos y de las más terribles que he visto jamás. Casi todos los personajes de la trama son monstruos y el monstruo principal, el protagonista, no deja de multiplicarse, generando clones desquiciados de sí mismo.
Si en Hamlet era el mundo o el tiempo el que estaba fuera de quicio, aquí –en el momento de la monstruosidad experiencial- es el sujeto agente el que lo está. Eso no sería tan grave de no ser porque la narración se arma sobre la pesadilla que supone precisamente multiplicar –por clonación- ese desquiciamiento agencial.
Michael Keaton hace de empleado clase mediero atrapado en su propia vida, propia por decir algo claro está. La narración construye bien los vectores mediante los que el pobre Michael va siendo estrujado y aplastado: trabajo, amor, familia, ocio… todos los cuales constituyen las dimensiones en los que lejos de construirse como ser humano resulta explotado hasta la extenuación. En lugar de preguntarse qué hay de malo en semejante situación la película plantea la jocosa posibilidad de multiplicarse para poder dar cuenta de todos esos frentes.
El resultado es que el peor enemigo de Michael es él mismo multiplicado. Su esquizofrénica multiplicación de sí mismo le lleva al más completo desastre: despido fulminante, abandono de su mujer, etc…
En vez de aprovechar el momento y largarse a la playa con sus clones, lo que hace Michael es explotarlos por enésima vez –explotarse a sí mismo cabe decir- para reformar la mac-casa familiar y convertirla en un pastel aún peor del que ya era y… montar su propia empresa: Así –le dice a su mujer- podré marcarme mi propio horario y estar más tiempo con vosotros...
Pero por supuesto y por mucho que este tipo de monstruosidad sea ahora especialmente pertinente en un sentido económico o existencial, no por ello constituye novedad ni mucho menos. Ya hemos mencionado al Segismundo de Calderón y no deberíamos dejar de mencionar El proceso de Kafka, El hombre sin atributos de Musil, como otras tantas instancias bien evidentes de monstruosidad experiencial… En todas ellas se confirma esa sospecha de que nuestra agencialidad no puede sino estar basándose en algo que sin ser verdad ha conseguido hacerse efectivo, en una experiencia retorcida pero acuciante que no podemos dar por buena pero que es la única que tenemos.
Esto mismo podemos encontrar, de un modo bien interesante en las memorias de los combatientes de ambas guerras mundiales. Aquí lo terrible, lo monstruoso no es ya el soldado del otro bando, sino el conjunto de las condiciones de acumulación y explotación que constituyen la experiencia del combatiente moderno: los desplazamientos, los atascos de tropas y suministros, la falta sistemática de sueño, el agotamiento constante, la inmundicia, y finalmente la incertidumbre ante la muerte que acecha desde cualquier lugar tan lejano y burocráticamente administrado como un disparo de artillería pesada o un bombardeo estratégico. De hecho el 80% de todas las bajas de ambas Guerras Mundiales fueron producidas no por las balas deportiva y liberalmente intercambiadas entre individuos, como sería lo esperable y lo digno entre monstruos aristocráticos, sino por la artillería pesada, los obuses y las bombas de fragmentación que convertían la muerte en algo tan industrializado y estadístico como la producción de automóviles o electrodomésticos.
La cuestión ahora es ver cómo esto que tanto en Kafka como en las memorias de las tropas de primera línea no constituye sino una monstruosa y relativamente breve excepción, ha cambiado su estatuto recientemente. Hay una serie de desarrollos del capitalismo y las ideas sobre la producción y gestión de las plusvalías que, a mediados de los años 90, convierten este orden de monstruosidad en una cuestión especialmente relevante. Veámoslo.
De cómo la experiencia ha pasado de ser un medio homogéneo e internamente solidario a convertirse en un pobre agregado de fragmentos vendido al por mayor.
Pero acumular vivencias es la señal prematura y pretenciosa del hombre adocenado
Robert Musil. El hombre sin atributos, Tomo II, pág. 96
“El trabajo es teatro y cada negocio es un escenario”
Pine & Gilmore
Algunos de los gurús económicos de los 90,s –como Joseph Pine- tuvieron buen cuidado en asegurarse su lugar al abrasador sol de las modas gerenciales, proclamando que del mismo modo que a la economía agraria y pastoril basada en la producción y distribución de simples cosas, le había sucedido, con el primer capitalismo, una economía de los productos y que a ésta le había sucedido a su vez una economía de los servicios… se estaría dando ahora una transición hacia una economía de la experiencia. Según Pine , los consumidores ya no nos conformamos con tener acceso a productos o a servicios; lo que queremos –como locos- son experiencias. Y sólo las empresas que nos las proporcionen “meticulosamente ingenierizadas hasta en su último detalle” podrán sobrevivir… y hacer caja del modo más jugoso.
Un ejemplo claro que nos permite entender esta transformación de la economía, dice Pine, lo encontramos cada vez que nos apetece tomarnos un café. Un puñado de granos de café en tanto mero valor de uso, en tanto cosa material que ha cultivado un campesino no cuesta más que unos 3 o 4 céntimos de dólar. Cuando lo tostamos y lo envasamos, cuando lo convertimos en producto, ya cuesta sus buenos 30 céntimos. Cuando lo convertimos en servicio, al tomarlo en una cafetería cualquiera, cuesta un dólar y cuando lo convertimos, por fin, en experiencia y lo tomamos en un Starbucks –sigue diciendo Pine- pagamos, muy a gusto, 4 o 5 dólares por él. Ese incremento de precios expresa la evolución del capitalismo y ese diferencial da una idea objetiva de cual puede ser el precio de la experiencia.
Otro ejemplo que aparece de modo recurrente y casi obsesivo en la literatura gerencial de la economía de la experiencia es Disneylandia: bien es cierto –dicen- que la comida es intragable, las colas larguísimas y el alojamiento un horror… pero con todo les parece indiscutible que visitar Disneylandia es una de las experiencias fundamentales de toda vida familiar. Luego viene el divorcio.
Habrá que indagar qué le puede haber pasado a la noción de experiencia para poder ser utilizada sin rubor en relación a lo que le pasa a una familia de clase media cuando visita Disneylandia... para ello podemos empezar revisando los escritos de uno de los ensayistas que ya en los años 30 señalaron ciertos síntomas de crisis que hacían que la experiencia ya no fuera lo que había venido siendo.
Así Walter Benjamín que en 1933, en su texto Experiencia y pobreza , cuenta cómo los hombres han vuelto de los campos de batalla de la 1ª Guerra Mundial no enriquecidos con la “experiencia” sino mudos e incapaces de contar nada. No era extraño, dice Benjamín: una generación que había ido al colegio en un tranvía tirado por caballos se encontró de repente con su quebradizo cuerpo en medio de un campo de explosiones y corrientes destructivas de propociones nunca vistas.
Lejos, muy lejos, quedaba aquel tiempo en que uno se iba de viaje, Goethe a Italia por ejemplo, y volvía cargado no sólo de souvenirs y anécdotas, sino también y fundamentalmente de experiencias, que lo eran –y ahí habrá que ir con cuidado- en tanto que se engarzaban entre sí y completaban una gramática cultural relativamente compacta y coherente: un repertorio de formas que se postulaban constitutivas de lo que suponía ser humano. En tiempos de Goethe hablábamos de algo vivido como “experiencia” en la medida en que contribuía definitivamente a configurar –dentro de esa repetorialidad que es toda gramática cultural- una instancia concreta de lo que se supone puede llegar a ser un humano.
¿Qué diferencia hay pues entre el viaje a Italia de Goethe y el de un turista del siglo XXI? ¿qué diferencia entre la experiencia de la guerra que tiene Tolstoi y la que tuvieron los mudos combatientes de la 1ª o la 2ª Guerra Mundial?
La experiencia en Goethe tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes el constituirse como un continuo, un conjunto coherente e internamente solidario, una colección de elementos cercana a lo orgánico, que se acopla y continua – así sea de modo crítico- con una tradición, una cultura clásica que le da base y perspectiva. Por eso, dice Goethe “todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas; todo lo aislado –sostiene el poeta- es recusable” . Para la noción clásica de experiencia lo fragmentario será índice de lo condenable.
Pero esta era de la unidad, este tiempo de las totalidades orgánicas estaba llamado a extinguirse –si es que alguna vez existió fuera de las olímpicas mentes de Goethe y Winckelmann.
El capitalismo se había ido encargando, tal y como mostró Marx al hablar de los cercamientos, de organizar la nueva sociedad a partir del expolio y fragmentación de las comunidades agrarias, cuyos pedazos se liquidarían o se volverían a animar a conveniencia del nuevo sistema de relaciones productivas y casi siempre de modo desgajado y despojado de potencia instituyente. Las nuevas comunidades, los nuevos cuerpos políticos, como la Criatura compuesta y animada por Víctor Frankenstein, carecerán de la posibilidad de auto-organizarse incluso de reproducirse de una forma autónoma: no serán más que una recolección improvisada y accidental de despojos proporcionados por la sala de disección, el matadero o la húmeda oscuridad de las tumbas en que la revolución industrial ha ido convirtiendo al mundo.
Otro tanto sucederá con los cuerpos de los trabajadores y los soldados. Tanto la producción como la destrucción, tanto las fábricas como los ejércitos, se organizarán industrialmente al modo fordista o taylorista, desde la fragmentación y la recomposición parcial y selectiva de esos fragmentos de las comunidades y los cuerpos. En términos clásicos ya no habrá ni sociedad, ni cuerpo productivo, ni cuerpo combatiente, sólo fragmentos llenos de costurones, añicos de aquello que alguna vez acaso fue.
De hecho el mayor de los miedos que tenían los combatientes no era el miedo a la muerte o las heridas, al fin y al cabo parte de su cotidianeidad, sino el miedo a ser literalmente triturados, despedazados por los proyectiles o las explosiones, a ser fragmentados más allá del nivel en que es concebible cualquier posibilidad de reorganización de la experiencia y el cuerpo. No era vano ese miedo, como hemos visto, dado el altísimo porcentaje de bajas “por fragmentación”, de cuerpos deshechos por artillería de largo alcance, morteros o granadas.
El final de la posibilidad misma de la experiencia sucede entonces del mismo modo que el de los cuerpos en las guerras del capital: por fragmentación, por el cercamiento y la descomposición de las unidades de sentido mínimas de las que nos habíamos dotado.
También el fin de los ejércitos mismos se pensará ya no tanto a través de su aniquilación total como de su fragmentación. La teoría operacional soviética –acaso el pensamiento militar más desarrollado y lúcido del siglo XX- se centrará en pensar las batallas de profundidad necesarias para penetrar tras las líneas de defensa, aprovisionamiento y comunicación del enemigo, provocando así un shock operacional capaz de hacer inviable que esa masa de hombres y recursos funcione como un ejército, como un cuerpo… lo que la teoría operacional soviética exige de sus estrategas es que organicen la descomposición del ejército enemigo, de modo que deje de serlo y se convierta en un informe mosaico, en un vidrio roto cuyos fragmentos ya no puedan volver a recomponerse.
¿Cómo hacer para asumir esa condición fragmentaria y construir desde ahí algo cercano a una vida digna e inteligente?
Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor.
Samuel Beckett, Molloy
Be kind, rewind
Michael Gondry
¿Qué es lo que hace un ejército cuando ha sido consistente y sistemáticamente penetrado, socavado y fragmentado? Si intenta volver a reagruparse y lo hace a través de las vías de comunicación y de las jerarquías que tenía establecidas, seguramente caerá en una trampa de la que no podrá salir. Precisamente esas vías y esas jerarquías son las que el enemigo habrá tenido mayor cuidado de minar e inutilizar…
La única opción, seguramente, que le queda es la de asumir parcialmente su condición fragmentaria, redefinirse en una nueva escala y reacoplarse con el paisaje adecuado a esa escala: convertirse en partisanos, en guerrilla. De ese modo su acción se centrará en identificar y atacar las líneas de aprovisionamiento y comunicación del ejército enemigo, de aquel que lo ha fragmentado. Diríase que lo que hace una guerrilla –y no puede hacer otra cosa- es fragmentar al fragmentador.
Por eso Benjamín en su pequeño ensayo sobre la pobreza y la experiencia concluye –y en eso acompaña, como en tantas otras cosas, al Lukács de los años 20- que el fragmentado, el mutilado –y todos lo somos bajo el capitalismo- no puede ya seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles, sino saberse y redefinirse como pobre, como bárbaro dice Benjamin y proceder –en palabras ahora de Lukács- conscientemente por el camino del desgarramiento y la fragmentación . La totalidad –ya lo sabía Hegel- no será posible más que por restauración a partir de la separación suma, pero se tratará ahora de otro tipo de totalidad, de una totalidad un tanto frankensteiniana que ya no dará por sentado ningún tipo de orden inmutable, una totalidad que sabrá de su provisionalidad y sobre todo de su carácter y potencia instituyente, susceptible por tanto de instaurar las costumbres y de cambiarlas, de rehacer los sistemas de relaciones de las que somos tanto productores como productos.
Ese constructivismo radical compuesto a partir de la recuperación de nuestra materialidad relacional y de nuestra potencia instituyente, serán la base de toda estética futura. A no ser que queramos quedarnos a vivir en Disneylandia…
…
¿Cómo buscarle pelea a Mickey Mouse, más acá de lo ontológico, es decir, sabiendo que en realidad es un tipo mal pagado y disfrazado con un traje de peluche y un cabezón de cartón-piedra?
Según Joseph Pine, cuando cuenta en Europa sus propuestas para una economía de la experiencia y pone como ejemplo Disneylandia, se le recrimina su americana proclividad a dar por buenos simulacros como ese, que no son “experiencias reales”. Pine los desmiente con el gran argumento de que las experiencias al cabo son subjetivas, eso dice, puesto que no en vano suceden desde cada cuerpo y ese carácter situado es lo que las define. Por lo demás no hay tal cosa como una naturaleza primigenia –dice Pine- que experimentar, por lo que es fútil rechazar Disneylandia por un supuesto carácter artificial que comparte con grandes jardines como Versalles, ciudades como Venecia o países enteros como Holanda.
Ahora bien en el juego del maniqueo tonto que despliega Pine, no incluye otra línea de argumentación que a nosotros nos resulta mucho más inquietante. Se trata de la ingenierización de la experiencia que tanto Pine como Brown reclaman, es decir su resolución en una serie de acoplamientos tan previstos y cuidadosamente acotados como los que suceden en las playas cercadas de los resorts vacacionales. Es obvio que la experiencia de la que habla Pine ha sido fragmentada y vuelta a armar teniendo buen cuidado en que no quede ningún cabo suelto, ninguna disposición incómoda a la búsqueda de acoplamientos imprevistos, ningún área ciega donde puedan suceder encuentros extraños. Se trata de una experiencia a la que se la han amputado las posibilidades de lo instituyente y que por eso mismo –y no por su infidelidad a sabe dios qué naturalidad- no merece ya el nombre de experiencia. O mejor dicho, parecería que aquello que define lo natural es precisamente su generatividad, es decir, la posibilidad de producir acoplamientos no previstos y de redefinir a partir de ellos todo el aparato disposicional –o parte de él- que nos define.
La experiencia –vamos a atrevernos a definirla nosotros ahora- será lo vivo instituyente.
Todo lo demás es Disneylandia.
¿Cómo construir a base de los fragmentos que somos y los que encontramos un conjunto de modos de relación plural, abierto y sin embargo dotado de potencia crítica?
Una idea es como un virus, resistente, muy contagiosa, incluso el germen más insignificante de una idea puede desarrollarse, desarrollarse para definirte o para destruirte.
Leonardo di Caprio en Inception (Origen)
Como bien sabe Leonardo, toda gramática cultural se construye mediante la actualización disposicional de un conjunto relativamente estable y coherente de objetos de conocimiento, de formas básicas de la sensibilidad o el deseo. Siempre que estos elementos funcionan de modo solidario y tienden a dar cuenta de lo que supone ser humano en unas circunstancias determinadas, decimos que constituyen “repertorialidad”.
Todo elemento repertorial existe sólo a través de su acoplamiento con las disposiciones concretas, situadas, que cada cuerpo a cada momento es capaz de desplegar.
Un sistema social, así sea un sistema de producción poética, un ejército o un individuo, está vivo cuando es capaz de ejecutar de modo generativo (no mecánico ni preestablecido) sucesivos acoplamientos entre sus disposiciones y los elementos repertoriales con los que le es dado contar. El gradiente de vida de ese sistema crece cuando quiera que el sistema en cuestión muestra la capacidad no sólo de ejecutar acoplamientos discretos de carácter generativo, sino también de producir modificaciones sobre los repertorios dados, redefiniéndolos en tensión con sus propias disposiciones -acaso infrautilizadas en las combinaciones repertoriales instituidas- y con el paisaje donde se encuentran y en el que ocasionalmente se enfrentan diferentes ordenes de acoplamiento.
Lo que este juego de conceptos define es una policontexturalidad, y no un completo relativismo. Esto es importante.
La policontexturalidad asume que inevitablemente –y más nos vale que así sea- va a haber una multiplicidad de lógicas de sentido, de razones operativas en un mismo paisaje. Asume que esas lógicas van a organizarse según diferentes repertorialidades, que ofrecerán diferentes grados de acoplamiento a diferentes sujetos disposicionales… Mediante esos diferentes acoplamientos modales obtendremos, por tanto, diferentes extensiones e intensiones del mundo, del que daremos cuenta en sentidos y direcciones diferentes…
Ahora bien, esto no supone admitir que “todo vale” o que todo vale lo mismo. Para empezar, la noción de repertorialidad introduce un insoslayable matiz sobre el nivel de exhaustividad con el que una gramática cultural determinada (un sistema poético, un arte marcial, una constitución política) da cuenta de las posibilidades de ser humano en un momento dado de nuestra historia: una poética como la del rasa hindú con sus ocho emociones básicas seguramente ofrezca una repertorialidad más completa que la poética del gangsta rap, por ejemplo. Seguramente y mediante su lento despliegue el gangsta vaya generando matices repertoriales que ofrezcan acoplamiento a disposiciones diferentes de las que ahora encuentran acomodo, o bien puede suceder que el gangsta como poética se integre en un sistema modal susceptible de dar cabida a más modalidades de organización de la experiencia y la sensibilidad, el del hip hop en su conjunto por ejemplo, que sí ofrezca esta repertorialidad más amplia.
En cualquier caso, lo que nos parece relevante es que mediante la noción de repertorialidad tenemos una herramienta abierta de comparación y discusión –en los términos antropológicos que Marx sugiriera en su Sexta Tesis sobre Feuerbach- de diferentes gramáticas culturales.
Otro elemento de indudable calado crítico es el que nos aporta la noción de “desacoplamiento relativo” o su inversa de “hiperacoplamiento”. Veámoslas.
Dada una repertorialidad cualquiera, un sistema objetual o un léxico cualquiera, es inevitable que se generen acoplamientos con los diferentes agentes que entren en relación con el mismo. No olvidemos que esos agentes no pueden ni siquiera concebirse fuera del acoplamiento con una o más repertorialidades y que las repertorialidades necesitan a su vez de agentes disposicionales que se acoplen con ellas para existir. Pues bien, en cualquiera de estos acoplamientos lo más normal es que haya disposiciones del agente que queden desocupadas, funciones posibles que no hayan sido saturadas. Igualmente es muy posible que haya elementos, objetos de esa repertorialidad para los que no encontremos acoplamiento, que acaso no sepamos descodificar y que por tanto queden como en la reserva.
Ese relativo desacoplamiento, ese encuentro no saturado de sujetos y objetos, por el cual quedan tanto disposiciones como elementos repertoriales “sueltos”, no actualizados o definidos genera un relativo malestar en la cultura modal en que habitamos, una inquietud, una necesidad de mover esas disposiciones ociosas y de encontrar un acoplamiento acaso imprevisto o desviado para esos elementos repertoriales que habían quedado en reserva. Es muy posible que de esos relativos desacoplamientos y de las redefiniciones modales que producen surjan nuevas composiciones repertoriales, nuevos modos de relación o bien que se actualicen y afinen los ya existentes.
Por el contrario, cuando lo que se produce es un acoplamiento tan perfecto que no queda clavija alguna suelta, entonces parece que el sistema modal en cuestión se acerca a la extinción o mejor dicho a la más completa y aburrida esterilidad. Se hace difícil evitar pensar en Suiza, las sociedades escandinavas o en Disneylandia –ya que estamos- al hablar de estos hiperacoplamientos donde todo sucede para que nada suceda. De aquí la mala fama, en general, de la felicidad, de cierta felicidad un tanto ñoña que se obtiene a base de cegar las grietas, los desacoplamientos que –en última instancia- nos permiten ser instituyentes.
De eso se trata precisamente. Tampoco se trata de convertirnos todos en existencialistas o cowboys desacoplados galopando solitarios por el desierto. La medida en que cualquier desacoplamiento resulta fértil es la medida en que nos permite desplegar nuestras potencias instituyentes, nuestra capacidad para organizar nuestro entorno y nuestras vidas con la máxima autonomía. Y ahí te quiero ver.
….
Concluir sin cerrar.
Lo fácil tanto si uno se mueve por Hollywood o si frecuenta las reuniones informales de la Internacional Situacionista, es objetivar la monstruosidad experiencial en el Espectáculo o en Matrix,cada cual a su gusto y seguir esperando figuras mesiánicas –ya sean Keanu Reeves o Guy Debord- que vengan a desconectar la máquina y así nos liberen de una vez para siempre del mal… Pero ¿quien cree aun en Keanu Debord?
¿Qué máquina hay que desconectar, de quien hay que huir cuando sucede, como es característico en la monstruosidad experiencial, que el asustador y el asustado son uno y el mismo? Cuando sucede ya no que el monstruo surja de nosotros mismos, como era el caso con la monstruosidad endógena, sino cuando el monstruo es nosotros mismos.
¿Cómo vivir cuando no sabemos si en verdad estamos vivos o no somos más que un fragmento de algo que alguna vez ha estado vivo pero que ahora se encuentra sometido, según todas las evidencias, a un sistema de producción donde la generatividad está tan prevista y pre-dicha como la producción mecánica de efectos?
¿Cual es la operación que ejecuta Segismundo, al cabo nuestro referente en esto de la monstruosidad experiencial, para superar la paradoja de la experiencia que no constituye experiencia?
Ante la ausencia de certezas de orden metafísico, Segismundo transforma el problema ontológico en un problema epistemológico. Segismundo se hace kantiano, que es tanto como decir que se convierte en moderno e ilustrado. Es decir, adopta una serie de imperativos de organización del conocimiento y la acción que decide aplicar con independencia de que esté despierto o soñando. ¿Es ese el único camino que le queda a los fragmentados? ¿Una especie de palos de ciego metódicamente administrados?. Lo que nos queda por saber es si el ciego, por ser metódico es menos ciego o si con ello empieza a conformar un sentido o una sensibilidad diferente, la del que sabiéndose fragmentado inicia lenta y tentativamente la recuperación de su dignidad posible.
Ese es el camino que nos ofrecen todos los monstruos de la fragmentación, desde la Criatura de Frankenstein a los bibliófilos disidentes de Fahrenheit 451 o los fragmentados y magnetizados habitantes del barrio basura de “Be kind, rewind”, cuando deciden mudarse a las enormes llanuras de Sudamerica , escaparse a los bosques a musitar en voz baja una y otra vez los libros que han aprendido de memoria, o deciden empezar a hacer su propio relato en vez de seguir haciendo componendas, bricolages con las cintas borradas, los trastos del desguace y los no menos ruinosos restos de su memoria .
Ese parece ser también el geométrico camino que siguieron Spinoza o Descartes y que cabrá estudiar en una Teoría de las Formas, un organon a la vez lógico, epistemológico y conductual. Una estética modal.