Fantasías de reacoplamiento.
Que Dios ha abandonado el mundo –dice Lukács- se deja ver en la inadecuación entre el alma y la obra, la interioridad y la aventura. No se yo si semejante inadecuación, en verdad, se debe a que Dios haya abandonado el mundo o que en éste –en el mundo, quiero decir- al hilo de las transiciones hacia el capitalismo y de la mano de las mutaciones inducidas por el mismo, se ha acabado por imponer una complejidad a la que no estaban hechos nuestros sistemas de pensamiento monocontexturales, ya fueran logocéntricos o teocéntricos. Esta mundaneidad propia de las etapas de transición hacia el capitalismo y dentro del mismo, se caracteriza por su alto grado de complejidad y policontexturalidad, en la medida en que los conjuntos de relaciones de producción instituidas seguramente no den cuenta exhaustiva de las fuerzas de producción existentes -ya estén éstas asentadas, en vías de extinción o apenas empezando a conformarse-. Una de los fenómenos esperables en esta tesitura es entonces precisamente cierto desencuentro, cierto desacoplamiento entre los repertorios hegemónicos –de relaciones de producción o formas de vida o cánones estéticos- a los que tenemos acceso y las disposiciones –las fuerzas de producción o los ingenios, según prefiráis los términos de Marx o los de Spinoza- que nos habitan, nos animan y nos hacen seguir vivos.
Cuando además de Dios, el Estado también ha desaparecido, o mejor aún: cuando ambos, habiendo desaparecido, están por llegar de nuevo, y se sabe –de buena tinta- que llegan en el tren de las doce, es cuando tenemos los elementos para un buen western. El western –como hemos ido viendo- es la épica del desacoplado, del desperado modal, aquel cuyas competencias, en la medida en que van llegando el Tren, Dios y el Estado –o el Capital si preferís- van quedando en el vacío, sin correspondencia en un mundo que ha cercado las potencias de lo instituyente y cuyas formas, una vez instituidas, les excluyen.
Casi todos los westerns juegan con la tensión resultante de esa ausencia de acoplamientos entre repertorios y disposiciones, de las articulaciones claras y estabilizadas que se supone predominan sin demasiadas estridencias en las culturas asentadas e instituidas. No obstante, hay algunos westerns que se permiten fantasear con una superación de ese desacoplamiento que no cancele, tan radicalmente como Pat Garrett, nuestra capacidad de obrar y comprender y aquellas disposiciones que nos hacen estar más vivos.
Esos westerns –pienso en Un hombre llamado caballo, Bailando con lobos o incluso Avatar se dedican a fantasear con un difícil, o más bien imposible, reacoplamiento con un orden repertorial, perdido o nunca visto, que pueda dar cuenta de las posibilidades competenciales que el desacoplado contiene de un modo u otro. Se parte en estos filmes de un cierto malestar de la cultura hegemónica, de una callada incapacidad de obrar y comprender –que en Avatar tiene un claro correlato físico en la invalidez del protagonista- de un desacoplamiento en suma, que apunta síntomas de estar entrando en crisis, aunque tampoco tenga que hacerse evidente de buenas a primeras.
En estos westerns armados mediante fantasías de reacoplamiento, el agente desacoplado, el individuo problemático advierte la contingencia del repertorio hegemónico y abjura de él en la medida en que le es insuficiente o directamente inadecuado, iniciando así un lento acercamiento a una repertorialidad otra que intuye más potente, más material, más dura y por todo ello, mucho más genuina. El agente entra entonces en contacto con algún tipo de indios o de marcianos azules y con rabo, que resultan ser agentes disposicionales de una repertorialidad mucho más potente que la propia de la cultura original del desacoplado. Éste –que normalmente hace de protagonista de la película en cuestión- acaso sea un agente excepcionalmente competente, pero esas disposiciones, ese ethos, a menudo –al contrario también que las de los cowboys clásicos- ni siquiera han tenido ocasión de manifestarse: tan grande es la falla que separa ese potencial aparato disposicional, de los repertorios, de los demonios, que dominan el paisaje y los tiempos, aquellos con los que debería acoplarse y no puede.
Las fantasías de reacoplamiento se desatan cuando, en westerns como las ya mencionados o en otros como El último samurai o acaso Un hombre tranquilo, el agente reconecta sus disposiciones ocultas con esa repertorialidad otra, ajena a la hegemónica, y ese reacoplamiento le permite –ahora sí- desarrollar y mostrar plenamente su aparato disposicional, su ethos y sus competencias.
El patrón de estas fantasías de reacoplamiento suele implicar un periodo de rechazo por parte de la repertorialidad recién descubierta, escarceos modales con algún indígena más poroso, algunas pruebas iniciáticas quizás y fundamentalmente el momento mágico en que podemos ver al agente (marine paralítico, ex boxeador, cajero del BBVA o profesor de filosofía) del todo eufórico dando mandobles con la katana, cazando bisontes o montando en pterodáctilo, siendo por fin quien realmente, competencialmente, es.
Por supuesto el conflicto debe llegar, puesto que el western no es casi nunca -con excepción de La Diligencia quizás- un cuento de hadas. La repertorialidad hegemónica de la que había escapado el agente, aquella con la que éste no se acopla, acaba por llegar y aniquilar el sistema modal (apaches, samurais o marcianos pandorinos) con cuya repertorialidad había encontrado acoplamiento el cowboy vergonzante. En ese momento acaba la fantasía de reacoplamiento y la película vuelve a ser un western en toda regla, con el cowboy devuelto a su condición –ahora ya del todo irremediable- de desacoplado.
Hablando de cuentos de hadas y películas de Ford, a ese destino trágico, escapan raras excepciones como esa cumbre de la fantasía de reacoplamiento que es Un hombre tranquilo, toda ella basada en las vicisitudes de un reacoplamiento imposible. Todo un homenaje, por tanto, a los desperados que nunca lograron volver a puerto. Que nunca lo tuvieron, por lo demás. La letra de la canción que le cantan a John Wayne en la taberna en cuanto es “reconocido” no tiene pérdida, en tanto patrón modal del western, con su mezcla de Robin Hood, Billy el Niño y existencialista irlandés:
There was a wild colonial boy, Jack Duggan was his name
He was born and raised in Ireland in a place called Castle Maine
he was his father's only son, his mother's pride and joy
and dearly did his parents love the wild colonial boy
At the early age of sixteen years, Jack left his native home
and to Australia's sunny shores he was inclined to roam
he robbed the rich, he helped the poor he shot James McEvoy
A terror to Australia was, the wild colonial boy
One morning on the prairie, as Jack he rode along
and listening to the mosckingbird, sing it's joyful song
up came a band of troopers, Kelly, Davis and Fitzroy
They'd all set out to capture him, the wild colonial boy
"Surrender now Jack Duggan for you see we're three to one"
"Surrender in the Queen's high name for you are a plundering son"
Jack drew two pistols from his belt and proudly waved them high
"I'll fight but not surrender!" said the wild colonial boy
He fired a shot at Kelly, which laid him to the groud
and turning 'round to Davis he received a fatal wound
a bullet pierced the fierce young heart from the pistol of Fitzroy
and that was how they captured him the wild colonial boy
La fantasía de reacoplamiento es obviamente una fantasía reaccionaria por imposible y desplazada… pero tan kitsch y tan hermosa como la Irlanda en Technicolor de Un hombre tranquilo.
Es éste uno de los puntos donde, con más claridad, el western toca hueso en términos filosóficos, puesto que debe enfrentarse con uno de los momentos más complejos y mal entendidos de la filosofía de Hegel y de la Fenomenología del Espíritu en particular.
Obviamente y tal como le sucedió al Lukács de Historia y Conciencia de Clase, al Heidegger de Ser y Tiempo o a las hordas de existencialistas que siguieron a ambos , en el western se hace fundamental dar cuenta de la noción de extrañamiento (Entfremdung) o de alienación (Entäuserung) a la vez como síntoma y motor de la fragmentación característica de la modernidad. Semejante extrañamiento no puede sino plantearse respecto al momento ideal de un sujeto-objeto idéntico que se realiza históricamente mediante la retrocapción de su alienación, mediante la vuelta de la autoconciencia a sí misma, al modo en que John Wayne vuelve a la verde Irlanda. Ahora bien, el mismo Hegel advierte en la Fenomenología del Espíritu contra la tentación de una realización místico-irracional del sujeto-objeto idéntico… Es obvio que debemos considerar la continuidad de determinados desacoplamientos entre repertorialidades y disposiciones, en parte debidas al irrenunciable carácter instituyente de nuestras disposiciones, que jugando siempre con repertorios existentes no dejan de apuntar a refundirlos, a quebrarlos o incluso a desplazarlos radicalmente cuando la ocasión es propicia.
Ahora bien la constatación de esa continuidad no debe hacernos confundir los desacoplamientos con un elemento más de una heideggeriana condición humana, pasando alegremente por alto el momento crítico que los desacoplamientos suponen. Las inercias de lo instituido tienen una reconocida tendencia a cristalizar, a cosificar las relaciones que fundan determinados repertorios y a dejar fuera las potencias de lo instituyente. Eso no es condición humana, sino claro indicio de miseria social y política contra la que cabe organizarse y luchar.
Evidentemente y aunque en la mayoría de los westerns hollywoodianos, la revuelta contra esta cancelación de lo instituyente se despliega de modo aislado y condenado a la soledad o la muerte, también es posible encontrar instancias de lo contrario, como en las novelas de Clark Carrados, en las que los planes de cercamiento se abortan no a tiros sino mediante la organización de asambleas y consejos: Durante todo aquel tiempo Attens se había dedicado a recorrer el valle en toda su extensión, hablando con sus habitantes, uno por uno y exponiéndoles sus intenciones. La gente del valle se había sentido convencida por sus argumentos. Hopkins acabaría por quitarles lo poco que poseían, expulsándolos del valle si no actuaban unidos...
Como dice Lukács, los desacoplamientos ofrecen dos posibilidades, según resulte el desencuentro en cuestión más pequeño o más grande que el mundo que le cae en suerte como teatro y como sustrato de sus actos, según el alma se estreche o se amplíe, según el desacoplamiento se resuelva en melancolía estéril o en potencia instituyente. Esa es la miseria y la grandeza del western.
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lunes, 26 de abril de 2010
lunes, 19 de abril de 2010
Al hilo de Lukács y su Teoría de la Novela
Lo decía Novalis: hay épocas en que la filosofía –al igual que la creación artística- no puede ser sino una especie de sentimiento de pérdida, la nostalgia de quien echa de menos algo que, quizás, nunca ha tenido. Sería entonces una especie de síntoma –sostiene Lukács al arranque de su Teoría de la novela- de una falla entre el interior y el exterior, de una diferencia esencial entre el alma y el mundo. Para el joven Lukács toda forma artística se define por la disonancia metafísica situada en el corazón de la vida y que ella acepta y estructura como base de una totalidad acabada en sí, de un medio homogéneo como le llamará en su más tardía Estética. En nuestros términos obviamente no podemos hablar de alma y mundo, o de las disonancias metafísicas entre ellas, con el mismo estilo de candor y encanto con que lo hacía el joven Lukács, pero sin duda podemos recuperar la dialéctica básica de desacoplamientos y reacoplamientos que al cabo plantea el autor y reformular su planteamiento en términos menos ambiguos recurriendo a explorar las tensiones entre los múltiples bucles de repertorios y disposiciones que constituyen y desplazan un paisaje determinado. Las tensiones entre los ethoi, que es susceptible de poner en juego determinado agente y aquellas formas básicas de organización de la sensibilidad o el comportamiento, aquellos daimonoi que constituyen la repertorialidad básica de una cultura determinada.
…
Lukacs atribuye a la cultura clásica griega un momento feliz en el que sólo se conocen respuestas y no preguntas, en el que nos sería dado leer en el cielo las vías que podríamos seguir, dándose una perfecta conveniencia entre los actos y las exigencias interiores del alma. Entre las apariencias y los sentimientos...
Más que de una coincidencia plana, lo que sucede en el epos griego es un acoplamiento relativamente aproblemático entre los elementos repertoriales y los disposicionales, entre léxico y sintaxis. En sus modélicos análisis sobre la tragedia griega, Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet han recogido la tesis clásica de Lesky, según la cual los personajes de la tragedia se arman a partir, precisamente, de una doble motivación, una doble agencialidad: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad. Sabiendo –como hemos visto en otra parte- que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto es una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium spinoziano conforma repertorialidad, conforma el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos, siendo modulado diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones.
Frente a ese momento –sin duda ideal- en que repertorios y competencias, daimonoi y ethoi se acoplan gozosos, que es el propio de la épica, plantea Lukács otro momento –igualmente ideal, suponemos- en que se desarrolla la forma “novela” y que se formula a partir de la articulación entre las categorías de mundo contingente e individuo problemático.
Que el mundo se haya vuelto contingente supone, obviamente que ninguna repertorialidad puede ya presentarse a sí misma como incuestionable o de algún modo sancionada metafísicamente: los repertorios de formas básicas han de saberse precarios y cuestionados por otros repertorios que entran en liza o por diferentes criterios de distribución y reorganización de los mismos, a manos de los aparatos disposicionales que quizá antaño se limitaban a acoplarse con ellos pero que ahora se han crecido, los impugnan y los reformulan como haría un músico de jazz.
El individuo problemático es, por tanto, un agente tan desacoplado como un Quijote o un Hamlet, que no entiende de apariencias, de las apariencias que bastaban, hasta hace poco quizás, para dar cuenta de su vida y que ahora se han mostrado patéticamente inoperantes .
La conjunción entre la contingencia de las repertorialidades y la problematicidad de los aparatos disposicionales, dice Lukács, hace que nuestro mundo –en comparación con el de sus “griegos” – se haya vuelto incomparablemente grande, más rico en dones y peligros que el de los felices clásicos. De modo que en esa riqueza, en esa policontexturalidad que habitamos, se ha perdido el sentido positivo sobre el que reposaba su vida: la categoría de totalidad.
Dicha categoría –como sabía Gödel- seguramente sólo sea predicable, o pensable, en un mundo repertorialmente cerrado, un mundo donde hay un único contexto de sentido organizado en torno a un conjunto claramente acotado de posibilidades relacionales y situacionales.
Una de las características fundamentales de la modernidad es la fragmentación y la progresiva multiplicación de esos soportes repertoriales, de forma que la instauración del capitalismo ha supuesto en todas partes el cercamiento y la desagregación de los repertorios de modos de relación que fundaban los contextos de sentido –tentativamente estables- de las sociedades premodernas y han introducido una especie de frenesí que tiene tanto de liberador como de desarraigador.
Para Lukács esto supone que hemos descubierto que “el espíritu puede ser creador…que para nosotros los arquetipos han perdido definitivamente su evidencia objetiva” (pág. 24).
Sostenemos que puede ser fértil entender que ni la existencia de un repertorio de arquetipos, a la greco-húngara, ni el aparato disposicional, la creatividad desacoplada, del “espíritu” romántico, constituyen dos ámbitos por completo independientes. Todo repertorio de arquetipos exige –obviamente- la intervención disposicional de cada agente; así como toda creatividad disposicional parte –necesaria e inevitablemente- de cierta base repertorial, o tiende a constituirla como un explorador o un alpinista, constituiría sus propios campamentos y bases. En suma, ambos contextos suponen más bien los dos polos ideales de un gradiente en el que varía tanto la compacidad y la coherencia interna de una repertorialidad, de un conjunto de modos de relación determinado, como el peso configurador que la intervención disposicional de los agentes aporta.
En definitiva parece que no es posible ni la fe ingenua en la existencia de una totalidad repertorial perdida, un mundo feliz y cerrado en sí mismo como el de la infancia o el de los griegos de anuncio de yogur, ni tampoco parece muy defendible la fe –más ingenua aún- en la creatividad sin suelo, desolada y por completo desacoplada del espíritu romántico-vanguardista.
Parece claro que dentro de ese gradiente que va de la relativa compacidad repertorial a la relativa importancia de la intervención disposicional, lo que siempre se ha dado es una multitud de totalidades, que convivían -con más o menos orden o desconcierto- en un paisaje relativamente estable. Parece claro que el capitalismo ha introducido un acelerón tecnológico y productivo que, entre otras cosas, ha reventado las costuras de los diversos paisajes, ha globalizado las condiciones de intercambio, de modo que esa policontextualidad se ha vuelto ya una condición irrenunciable, puesto que los retazos de repertorios -por completo ajenos -comparecen ahora de repente y sin previo aviso allí donde antes se hubieran tomado mucho más tiempo. El mundo nunca ha sido la circunferencia perfecta, la totalidad alcanzable de una sola mirada, como según Lukacs era el caso para el Dante o Santo Tomás, por mucho que ellos pudieran de buena fé creérselo a despecho de las mujeres, los campesinos, o las hordas nómadas que en ese momento constituían el imperio más grande jamás conocido.
Lo que sí es innegable es nuestra clara consciencia de la imposibilidad, siquiera tentativa, de cualquier asomo de “totalidad”, como de la fe ingenua en la correspondencia entre nuestras formas y los posibles elementos constituyentes de esa totalidad imposible.
Por ello toda estética se ha vuelto, primero, radicalmente constructivista –como no podía ser de otra manera- para inmediatamente darse cuenta con un Marx inesperado –el de la sexta tesis sobre Feuerbach- de que los intentos, completamente inconexos, de construir precarias y provisionales totalidades acaban por mostrar una serie de aires de familia, acaban por echar mano de una serie de lenguajes de patrones que tienen –tanto paradigmática como sintagmáticamente- mucho en común.
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Lukacs atribuye a la cultura clásica griega un momento feliz en el que sólo se conocen respuestas y no preguntas, en el que nos sería dado leer en el cielo las vías que podríamos seguir, dándose una perfecta conveniencia entre los actos y las exigencias interiores del alma. Entre las apariencias y los sentimientos...
Más que de una coincidencia plana, lo que sucede en el epos griego es un acoplamiento relativamente aproblemático entre los elementos repertoriales y los disposicionales, entre léxico y sintaxis. En sus modélicos análisis sobre la tragedia griega, Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet han recogido la tesis clásica de Lesky, según la cual los personajes de la tragedia se arman a partir, precisamente, de una doble motivación, una doble agencialidad: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad. Sabiendo –como hemos visto en otra parte- que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto es una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium spinoziano conforma repertorialidad, conforma el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos, siendo modulado diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones.
Frente a ese momento –sin duda ideal- en que repertorios y competencias, daimonoi y ethoi se acoplan gozosos, que es el propio de la épica, plantea Lukács otro momento –igualmente ideal, suponemos- en que se desarrolla la forma “novela” y que se formula a partir de la articulación entre las categorías de mundo contingente e individuo problemático.
Que el mundo se haya vuelto contingente supone, obviamente que ninguna repertorialidad puede ya presentarse a sí misma como incuestionable o de algún modo sancionada metafísicamente: los repertorios de formas básicas han de saberse precarios y cuestionados por otros repertorios que entran en liza o por diferentes criterios de distribución y reorganización de los mismos, a manos de los aparatos disposicionales que quizá antaño se limitaban a acoplarse con ellos pero que ahora se han crecido, los impugnan y los reformulan como haría un músico de jazz.
El individuo problemático es, por tanto, un agente tan desacoplado como un Quijote o un Hamlet, que no entiende de apariencias, de las apariencias que bastaban, hasta hace poco quizás, para dar cuenta de su vida y que ahora se han mostrado patéticamente inoperantes .
La conjunción entre la contingencia de las repertorialidades y la problematicidad de los aparatos disposicionales, dice Lukács, hace que nuestro mundo –en comparación con el de sus “griegos” – se haya vuelto incomparablemente grande, más rico en dones y peligros que el de los felices clásicos. De modo que en esa riqueza, en esa policontexturalidad que habitamos, se ha perdido el sentido positivo sobre el que reposaba su vida: la categoría de totalidad.
Dicha categoría –como sabía Gödel- seguramente sólo sea predicable, o pensable, en un mundo repertorialmente cerrado, un mundo donde hay un único contexto de sentido organizado en torno a un conjunto claramente acotado de posibilidades relacionales y situacionales.
Una de las características fundamentales de la modernidad es la fragmentación y la progresiva multiplicación de esos soportes repertoriales, de forma que la instauración del capitalismo ha supuesto en todas partes el cercamiento y la desagregación de los repertorios de modos de relación que fundaban los contextos de sentido –tentativamente estables- de las sociedades premodernas y han introducido una especie de frenesí que tiene tanto de liberador como de desarraigador.
Para Lukács esto supone que hemos descubierto que “el espíritu puede ser creador…que para nosotros los arquetipos han perdido definitivamente su evidencia objetiva” (pág. 24).
Sostenemos que puede ser fértil entender que ni la existencia de un repertorio de arquetipos, a la greco-húngara, ni el aparato disposicional, la creatividad desacoplada, del “espíritu” romántico, constituyen dos ámbitos por completo independientes. Todo repertorio de arquetipos exige –obviamente- la intervención disposicional de cada agente; así como toda creatividad disposicional parte –necesaria e inevitablemente- de cierta base repertorial, o tiende a constituirla como un explorador o un alpinista, constituiría sus propios campamentos y bases. En suma, ambos contextos suponen más bien los dos polos ideales de un gradiente en el que varía tanto la compacidad y la coherencia interna de una repertorialidad, de un conjunto de modos de relación determinado, como el peso configurador que la intervención disposicional de los agentes aporta.
En definitiva parece que no es posible ni la fe ingenua en la existencia de una totalidad repertorial perdida, un mundo feliz y cerrado en sí mismo como el de la infancia o el de los griegos de anuncio de yogur, ni tampoco parece muy defendible la fe –más ingenua aún- en la creatividad sin suelo, desolada y por completo desacoplada del espíritu romántico-vanguardista.
Parece claro que dentro de ese gradiente que va de la relativa compacidad repertorial a la relativa importancia de la intervención disposicional, lo que siempre se ha dado es una multitud de totalidades, que convivían -con más o menos orden o desconcierto- en un paisaje relativamente estable. Parece claro que el capitalismo ha introducido un acelerón tecnológico y productivo que, entre otras cosas, ha reventado las costuras de los diversos paisajes, ha globalizado las condiciones de intercambio, de modo que esa policontextualidad se ha vuelto ya una condición irrenunciable, puesto que los retazos de repertorios -por completo ajenos -comparecen ahora de repente y sin previo aviso allí donde antes se hubieran tomado mucho más tiempo. El mundo nunca ha sido la circunferencia perfecta, la totalidad alcanzable de una sola mirada, como según Lukacs era el caso para el Dante o Santo Tomás, por mucho que ellos pudieran de buena fé creérselo a despecho de las mujeres, los campesinos, o las hordas nómadas que en ese momento constituían el imperio más grande jamás conocido.
Lo que sí es innegable es nuestra clara consciencia de la imposibilidad, siquiera tentativa, de cualquier asomo de “totalidad”, como de la fe ingenua en la correspondencia entre nuestras formas y los posibles elementos constituyentes de esa totalidad imposible.
Por ello toda estética se ha vuelto, primero, radicalmente constructivista –como no podía ser de otra manera- para inmediatamente darse cuenta con un Marx inesperado –el de la sexta tesis sobre Feuerbach- de que los intentos, completamente inconexos, de construir precarias y provisionales totalidades acaban por mostrar una serie de aires de familia, acaban por echar mano de una serie de lenguajes de patrones que tienen –tanto paradigmática como sintagmáticamente- mucho en común.
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