viernes, 26 de octubre de 2018

Lo precario




Desde que la lejana pero siempre firme mano de Margaret Thatcher trajera el neoliberalismo a Europa, la precariedad ha tenido tiempo de convertirse en condición inherente a la estructura de producción y consumo característica del capitalismo de inicios del siglo XXI.

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Es muy significativo -y no tiene nada de paradójico- que la precariedad se haya convertido en el rasgo más destacable de la sociedad más opulenta de la historia. Vivimos rodeados de mil comodidades pero no somos nosotrxs lxs que tenemos las comodidades sino más bien es al revés: son las comodidades las que nos tienen a nosotros. Nuestro consumo -como diría Thorstein Veblen-es un consumo vicario, consumimos en el nombre de Otro, trabajamos, consumimos y nos entretenemos a cuenta de Otro al que tenemos que rogarle constantemente que nos permita seguir acoplados, cueste lo que cueste.

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“Rogar” es la palabra adecuada puesto que está en el origen mismo del concepto de “precariedad”. Lo precario es lo que se obtiene a fuerza de ruegos, de preces -de la raíz latina prex-precis-.
Esa es sin duda la clave de la condición precaria: que entendamos que no tenemos derecho a nada, que aquello que conseguimos lo recibimos a fuerza de rogar pero no porque nos pertenezca o porque estemos legitimados para exigirlo. Cuando entendemos este vínculo, cuando entendemos con el cuerpecillo que sólo tenemos aquello que se nos deja tener a fuerza de ruegos, entonces no nos podemos extrañar de que nos lo quiten: simplemente estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades.




Una de las características más relevantes de la precariedad consiste en que nos aboca a lo podríamos llamar una carencia repertorial sistemática. Dicha carencia se hace evidente cuando el conjunto de lo que tenemos, de los elementos con los que contamos para organizar nuestra vida se muestra como un conjunto de elementos contingentes, esto es cuando se trata de elementos que no tienen porqué tener nada que ver con nuestras necesidades del orden que sean. Decimos que tenemos un buen repertorio cuando el conjunto de las objetivaciones de las que nos rodeamos es un conjunto que tiende a ser completo -atiende todas nuestras necesidades- y coherente, es decir dotado de una razón interna, de una determinada proporción que podemos reconocer y con la que podemos dialogar para hacerla más o menos amplia, más o menos abierta.

Un buen repertorio siempre es un indicio de un proceso de auto-organización sostenido.

La precariedad en esta dimensión repertorial hace insostenible cualquier previsión, llena nuestras vidas de lagunas y contradicciones -como decía Hauser al hablar del manierismo- y vuelve inviable cualquier inteligencia de nosotras mismas que no sea la de quien no tiene más remedio que andar “a salto de mata”.


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Esto nos lleva a la segunda característica de la precariedad. Si la primera consistía en una carencia repertorial sistemática, se tratará ahora de entender la precariedad como un proceso de sobrecarga disposicional. Todas sabemos que para conseguir cualquier cosa debemos aplicar nuestras disposiciones, nuestros ingenios y talentos. Cada cual los suyos. De modo que apoyándonos en lo que hay -eso son los repertorios- podamos alcanzar lo que nos propongamos.
Por poner un ejemplo muy valenciano: si tenemos tres cocineros y le damos a cada uno una cesta repertorial con todos los ingredientes necesarios para cocinar una paella. Como es de suponer cada cocinero dispondrá de dichos ingredientes a su manera, dosifincándolos y procesándolos según le dicte su experiencia o su conocimiento de los mismos. Así las cosas, lo más normal sería que obtuviéramos tres paellas relativamente diferentes... como sucede siempre que a un mismo repertorio se aplican diferentes conjuntos de disposiciones.

Pues bien lo que sucede en la precariedad es que las cestas repertoriales están siendo saqueadas contínuamente y sus mejores elementos son reemplazados por sucedáneos o por engendros que no resultan ni remotamente dignos de ser considerados ingredientes de una paella.
Así las cosas nuestros cocineros quedan obligados a explotar una y otra vez sus disposiciones, a ser ingeniosos y reirse de sus propias gracias hasta que la sonrisa se les congela formando un rictus que ya quisiera para sí el mismísimo joker.

Cuando se sobrecargan nuestras disposiciones, cuando se tienen que poner en juego una y otra vez, cuando de modo creciente todo depende de ellas, inevitablemente nos encontramos con una sobrecarga disposicional. Así el gusto por lo nómada, por lo diferente y lo extravagante ha pasado de ser un signo del discurso libertario sesentayochista... a convertirse en la maldición de un modo de producción que nos fuerza a ser los emprendedores -y los custodios- de nuestra propia miseria tanto de la repertorial como de la disposicional.



Pero si rogar no nos sirve de nada, de menos aun servirá lloriquear, por lucidas y bien documentadas que sean nuestras lagrimas. El pensamiento no lo es cuando se detiene y se amodorra con el espectáculo de sus propios juegos de manos.

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Seamos claros, ante la precariedad no cabe otra estrategia que la de la auto-organización.
Y la auto-organización consiste precisamente en el proceso de articulación de lo repertorial y lo disposicional.
Esto significa que tendremos que definir de nuevo nuestras necesidades, deshacernos de todo lo espurio, de todo lo que se empeñan en regalarnos y que no hace más que entorpecer nuestros movimientos y volvernos borrosos.
Esto significa que tendremos que ser activos, claro que sí, pero también que tendremos que aprender a escuchar y a confiar en los demás para que la prisa y el aluvión de nuestras disposiciones no nos saturen y nos hagan aborrecernos a nosotras mismas.


Repertorios y disposiciones como el agua y el fuego son incompatibles, pero como dice el Wen Tzu, cuando hay una caldera entre ellos, pueden utilizarse para mezclar sabores.
Que las comunidades y las redes auto-organizadas sean la caldera en la que podamos nutrirnos, crecernos y explorar tanto lo que podemos hacer como lo que tenemos que hacer.